Girándula: Asociación Ecuatoriana del Libro Infantil y Juvenil
Academia Ecuatoriana de Literatura Infantil y Juvenil
IBBY Ecuador 
Quito, 23 al 29 de abril 2007

Un libro para atesorar
Ponente:
Elena Dreser

Algunos países latinoamericanos han hecho esfuerzos loables con el fin de estimular la lectura entre los infantes y los jóvenes. Muestra de ello es el aumento de los acervos en las bibliotecas públicas, y los diversos programas oficiales que tratan de solucionar carencias que se vienen arrastrando por generaciones.

 

El CERLALC de Colombia ha servido de ejemplo, y ha colaborado para poner en marcha estrategias de lectura en otros países. En México, se ha invertido mucho en el Programa Nacional de Lectura, emprendido por la Secretaría de Educación Publica. Éste se ocupa en surtir libros a las Bibliotecas Escolares, y desarrolló el programa de las Bibliotecas de Aulas. Además, El Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, organiza las Salas de Lectura y diversos acercamientos entre el público y los autores.

 

No obstante, aunque estos programas han arrojado algunos logros significativos, no están respondiendo completamente a las expectativas con que se iniciaron. Crear un país de lectores no es algo que se logre de la noche a la mañana, especialmente, si se trata de imponer desde la escuela.

 

El investigador alemán Eric Schön afirma: “La escuela aparece como la institución con mayor responsabilidad por la pérdida del encanto amable de las lecturas de infancia. Leer fue algo maravilloso, hasta que hubo que tomar los cursos de literatura”.  Pero continúa: “La imagen negativa que se atribuye a los cursos de literatura, contrasta con las numerosas experiencias positivas acerca del maestro como individuo y su influencia importante sobre la motivación del alumno”.

 

Como ya es bien sabido, la literatura clásica, que puede resultar un deleite para un lector experimentado, suele producir el efecto contrario en un lector incipiente. Y esto se evidencia desde el lenguaje. Si tomamos el ejemplo de El Quijote, basta analizar unas pocas líneas, hasta el primer punto, para comprobar que el niño de hoy necesita buscar en el diccionario cuatro o cinco de esos términos propios del siglo XVI. ¿Cuántos muchachos, en la actualidad, son capaces de continuar con gusto una lectura así, por muy exquisita que sea? 

 

Con frecuencia, la escuela también impone lecturas de escritores locales, y hasta de próceres que tuvieron la ocurrencia de escribir libros para niños. Los maestros se ven obligados a difundir e imponer los textos literarios que honran la memoria de respetables personajes. Pero tanto el contenido de esos textos, como su estética narrativa, ya no guardan relación con los intereses del niño de nuestro tiempo.

 

El editor Daniel Goldin, en su ensayo Los días y los libros, menciona haberse topado con  funcionarios convencidos de que los niños deben leer determinados textos con el fin de reforzar su identidad. Cito las palabras de Goldin: “Por lo visto algunos suponen que tener raíces obliga a mantener la mirada fija en el suelo, aunque se les empolven los ojos.”

 

Desconozco cómo funcionen los programas de lectura en Ecuador, y espero enterarme en los próximos días. Aunque viendo este gran esfuerzo de Girándula, de IBBY y de la Academia Ecuatoriana de Literatura Infantil, parece que el futuro pinta muy esperanzador. Ojalá sus iniciativas, sus ideas y la buena voluntad de sus integrantes: como Leonor Bravo y Edna Iturralde, sean apoyadas oficialmente, con el fin de que se proyecten hasta el interior del país, hasta los lugares más remotos.

 

Regreso brevemente a México y a sus estrategias de fomento a la lectura. Como ya mencioné, el programa de Bibliotecas de aula ha tenido un gran alcance. Por ejemplo, mi libro Manuela color canela es parte de ese programa. Y el resultado es que este título se encuentra hasta en las comunidades más lejanas. Aun en escuelas rurales, donde para llegar hay que atravesar un puente colgante y después continuar caminando por tres horas.  Aun allí, está Manuela color canela  en las aulas de tercero de jardín y primero de primaria.

 

No obstante, todos los esfuerzos, por maravillosos que sean, siempre son perfectibles. Y a esta estrategia, todavía le falta superar algunos escollos importantes. Uno de ellos, es que el libro literario continúa en manos de los adultos. No sale de la escuela, de la biblioteca de aula o de la biblioteca escolar; del espacio donde el adulto es quien ordena: qué leer, cuándo leer, dónde leer y cómo leer.

 

Aún en el mejor de los casos, el de algunas maestras que permiten tomar libros en préstamo y llevarlos a casa, la sensación de ajeno permanece en el infante; está allí, presente, todo el tiempo durante la lectura y fuera de ella. Los niños no se sienten dueños de ninguno de estos ejemplares ni de su contenido. Es como si esos libros sólo fueran parte de las materias académicas, y se incluyeran dentro de las obligaciones escolares. A pesar de que múltiples estudios  demuestran que la lectura de recreación es un acto personal de goce estético, íntimo y privado.

 

Quienes nos hemos formado como lectores desde temprana edad, nos recordamos leyendo bajo la sombra de un árbol, boca abajo sobre el pasto o sobre la cama o, si acaso, compartiendo la emoción de esas lecturas con nuestro mejor amigo, que no necesariamente era nuestro compañero de clase.

 

El libro formador de lectores, por excelencia, es aquel que pudimos leer y releer sin límite de tiempo; el que pudimos manipular, doblar, subrayar y atesorar como un secreto. Al que volvimos una y otra vez con el crecer de los años, y en cada relectura le encontrábamos un nuevo sentido. Era como si la historia fuera creciendo con nosotros.

 

Es verdad que cada lector debe transitar por sí mismo el trayecto que lo encamine al encuentro de esa lectura libre y voluntaria. Pero también es verdad que quienes ahora somos buenos lectores, tuvimos la suerte de hallar un intermediario que nos ayudó con ese primer empujón. Alguien tuvo que involucrarse para que nos convirtiéramos en propietarios exclusivos de aquel hermoso ejemplar que llegó a nuestras manos. Y, en muchos casos, ese alguien fue nuestra maestra.

 

Si bien la escuela no resulta el espacio propicio e infalible para formar lectores, la escuela sí puede hacer mucho con el fin de que el libro ingrese en ese espacio íntimo del ser humano, que es el verdadero formador de lectores.  En vez de continuar alimentando tantos programas de lectura que arrojan resultados muy discutibles, ¿por qué no probar otra estrategia?

 

Cualquier proyecto serio con intenciones de fomentar la lectura, debería comenzar por un diagnóstico donde se encuestara a grandes lectores. Sería sencillo indagar cuál fue el primer impulso lector de cada una de estas  personas; qué circunstancias mediaron para que alguien se inclinara a leer por placer, y a preferir esa actividad sobre tantas otras.

 

A quien se aborda con este tipo de preguntas, por lo regular, habla sin reservas acerca de la experiencia vital que lo llevó a convertirse en lector. Excepcionalmente, ese impulso nace en la escuela. Y aún en este caso, suele ser consecuencia de un estímulo extra clases. Por ejemplo: cierta maestra recomienda libros que no forman parte del programa; cierto maestro lee en el recreo, y comenta esas lecturas con quienes se acercan voluntariamente a preguntarle.

 

La antropóloga Michèle Petit y su equipo llevaron a cabo investigaciones muy serias en comunidades rurales y barrios urbanos marginales de Francia. Los resultados comprueban que casi siempre existe un mediador que ha sido fundamental en su papel de acercar el libro al lector.

 

Cito: “El iniciador a los libros es aquel o aquella que puede legitimar un deseo de leer no muy bien afianzado. Aquel o aquella que ayuda a traspasar umbrales en diferentes momentos del recorrido. Ya sea profesional o voluntario, es también aquel o aquella que acompaña al lector en ese momento a menudo difícil: la elección del libro. Aquel que brinda una oportunidad de hacer hallazgos, dándole movilidad a los acervos y ofreciendo consejos eventuales, sin deslizarse hacia una mediación de tipo pedagógico.”

 

Claro que este mediador es prácticamente  innecesario si se comienza a tiempo con la lectura. En Inglaterra, por ejemplo, como en otros países europeos, existe un programa de iniciación muy temprana. La primera dotación de libros infantiles es entregada por la enfermera cuando visita al bebé para aplicar las vacunas del primer semestre de vida.

 

A los seis o siete meses el bebé recibe, como competencia de salud pública, su primera dotación de libros; la segunda dotación la recibe alrededor del año; la tercera cuando ya camina bien, etcétera. Los organizadores de este programa se afirman con el lema: “Los niños nunca son demasiado jóvenes para amar a los libros.” 

 

Éste es el acercamiento ideal: que todos los niños tuvieran la oportunidad de  ver, hojear y querer a los libros; tenerles confianza, apropiarse de ellos mucho antes de aprender a leer. La misma Michèl Petit opina: “Para que un niño se convierta más adelante en lector, sabemos cuán importante es la familiaridad física precoz con los libros, la posibilidad de manipularlos para que esos objetos no lleguen a investirse de poder y provoquen temor.”

 

 

Pero en nuestra querida América Latina, estamos algo lejos de esas estrategias; puesto que ni siquiera abundan las bibliotecas públicas para los niños que ya leen. Todavía se le atribuye valor de joya preciosa a cualquier libro; se le otorga tal tratamiento de respeto, que algunos chicos prefieren ni acercársele.

 

Los niños y jóvenes que crecen en un medio familiar donde leer es lo habitual y, donde ellos mismos cuentan con sus propios libros de recreación, son privilegiados. Porque la realidad de la mayoría del pueblo latinoamericano es otra. Y es en esos hogares marginados, donde la cultura y la recreación no están dentro de las prioridades inmediatas, ya que existen otras más urgentes,  donde se deberían enfocar los esfuerzos gubernamentales.

 

Me pregunto: ¿Será tan difícil implementar un programa, donde al final de cada periodo escolar, todos los niños se llevaran a casa un pequeño libro propio? ¿Tan imposible será? Este ejemplar literario adecuado a su edad, acompañaría al infante en sus vacaciones escolares con una lectura totalmente libre. Sólo así es posible crear ese espacio íntimo de amor y confianza, el único que realmente forma lectores.

 

Nadie fiscalizaría esa lectura, el niño leería sin presiones de ningún tipo. Nadie lo sometería a interrogatorios, ni tendría que elaborar resúmenes ni fichas bibliográficas. Y como este ejemplar sería totalmente propio, el infante gozaría la libertad de atesorarlo como un bien privado o, si así lo decide, de compartirlo con los otros hermanos, con sus padres, con sus amigos, con sus vecinos...

 

Además de los textos escolares, y muy aparte de ellos, los niños deberían recibir algún volumen de cuentos o alguna novela de aventuras como un festejo por finalizar el año escolar; independientemente, de cuáles hayan sido los resultados académicos de ese ciclo. Es una lástima, que en las instituciones no exista visión para comprender los beneficios de la lectura libre.

 

A principios de este año, el escritor Gilberto Rendón y yo intentamos abrirle paso a esta propuesta, acudiendo a las autoridades educativas de la zona donde residimos. Allí, nos enfrentamos con el eterno problema de la falta de presupuesto para financiar un proyecto así.

 

Pero también tuvimos la fortuna de encontramos con una extraordinaria maestra, quien se mostró entusiasta con nuestra propuesta y de inmediato comenzó a idear estrategias de aplicación auto financiables. Por ejemplo, a ella se le ocurrió crear un fondo de ahorro, que inicie con las clases y que permanezca a lo largo de casi todo el ciclo escolar. Con el fin de que el alumno tenga la libertad de seleccionar el libro que lo acompañe en sus vacaciones.

 

Todavía desconocemos el destino de nuestra propuesta, pero guardamos una esperanza, ya que va creciendo en simpatizantes. Incluso hay pedagogos que nos han hecho ver otras ventajas: como la de crear en el alumno la expectativa de acudir personalmente a la librería, y de tomar la decisión de cuál libro comprar. Algo realmente fundamental, si tenemos en cuenta que muchos niños jamás han tenido esa oportunidad.  

 

Termino con algunas citas.

 

La investigadora Delia Lerner indaga: “Si la validez de la interpretación literaria debe ser siempre establecida por la autoridad, ¿cómo harán luego los niños para llegar a ser lectores independientes?”

 

La doctora Teresa Colomer escribió: “La lectura autónoma, seguida, silenciosa, de gratificación inmediata y de elección libre es imprescindible para el desarrollo de las competencias lectoras”.

 

Y yo insisto: quienes somos buenos lectores fue porque contamos en nuestra infancia con el privilegio de tener libros propios que nos abrieron las ventanas a la vida y a la imaginación. Cuentos o novelas que guardábamos bajo nuestra almohada, porque eran nuestros para disfrutarlos y atesorarlos. Libros que sentíamos como amigos, y con los cuales establecimos una relación de amor y complicidad. Aquellas lecturas representaban un mundo absolutamente personal. En muchas ocasiones, eran el único reducto de privacidad, el único resquicio por el que lográbamos evadirnos de una realidad opresora.

 

Y me pregunto: ¿qué hubiera sido de nosotros, sin esas lecturas que nos acompañaron en nuestra infancia, para algunos solitaria, para otros dolorosa?  Quién sabe dónde estaríamos muchos de quienes hoy estamos aquí, sin esos libros generosos que nos dieron refugio. Ellos disponían de tiempo para nosotros: sabían contar y sabían escuchar.

 

Con aquellos libros, nos asomábamos al mundo mientras aprendíamos a expresarnos. Y fueron los únicos que, aun en los peores momentos, siempre nos extendieron sus alas abiertas.

 

Bibliografía reciente: 

 

Alberto Manguel: Una historia de la lectura, Colombia, Grupo Editorial Norma, 1999. 

 

Berta  Hiriart:  Escribir para niñas y niños, México, Croma - Paidos, 2004. 

 

(Colectivo):  Niños, cuentos y palabras, Argentina, Novedades Educativas, 2003. 

 

Daniel Goldin:  Los días y los libros, México, Croma - Paidos 2006. 

 

Delia Lerner:  Leer y escribir en la escuela..., Méx. Fondo de Cultura Económica, 2003. 

 

Graciela Montes:  El corral de la infancia, México, Fondo de Cultura Económica, 2001.  

 

Iván Ilich:  La sociedad descolarizada, México, Fondo de Cultura Económica, 2006.  

 

Michel Peroni:  Historias de lectura, México, Fondo de Cultura Económica, 2003.  

Michèle Petit:  Lecturas: del espacio íntimo al espacio público, México, FCE, 2006.  

 

Michèle Petit:  Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura, México, FCE, 1999.  

 

Sylvia Puentes de Oyenard: El cuento y los cuentacuentos, Uruguay, AULI, 2004.  

 

Teresa Colomer:  Andar entre libros, México, Fondo de Cultura Económica, 2005.

Elena Dreser

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