Ricardo Piglia en el banquillo: teorías y políticas de la literatura en los procesos judiciales contra Plata quemada

Ensayo de Daniela Dorfman

CONICET - Universidad de Buenos Aires

RESUMEN

Desde el primer caso conocido, en la Atenas del siglo V a.C, a nuestros días una larga y variada historia de juicios pusieron a la literatura en el banquillo de los acusados. En esos procesos, el sistema legal de cada época intenta definir qué es lo socialmente aceptable en el arte y la literatura de ese momento de acuerdo a las leyes, pero también respondiendo a las representaciones y expectativas de cada sociedad sobre el rol y el poder simbólico del escritor. Este artículo examina dos juicios que tuvo que enfrentar Ricardo Piglia a raíz de su novela Plata quemada -uno de ellos él solo en tanto escritor; el otro junto con los editores y el Grupo Editorial Planeta- y analiza cómo las teorías y políticas de la literatura ingresan al campo legal y no solo convierten esos juicios en escenario de discusiones estéticas sino que además logran refractar mecanismos judiciales e imponer los suyos fuera de su propia inmanencia.

PALABRAS CLAVE

Literatura; juicio; escritores; Ricardo Piglia; Plata quemada

Ricardo Piglia in the Dock: Theories and Politics of Literature in the Trials against Money to Burn

ABSTRACT

Since the first known case in Athens around 493 B.C to our days, a long history of trials has repeatedly put literature in the dock. During the judicial processes, each legal system intended to define what is socially acceptable for the art and literature of the time, according to the Law but also in keeping with social ideas regarding the role and the symbolic power of writers. This article looks at two different trials faced by Argentinean writer Ricardo Piglia upon the publication of his novel Money to Burn: one, against the writer; and the other, accusing Piglia along with his editor and the publishing house Grupo Editorial Planeta. The article analyzes how literary theory enters the legal arena and turns these trials into an instance of aesthetic debate, giving shape to new understandings about literature, and refracting judicial mechanisms by imposing literature's own.

KEYWORDS

Literature; Trials; Writers; Ricardo Piglia; Money to Burn

La historia de los juicios a la literatura parece haber empezado hace dos mil quinientos años cuando, solamente un año después de la destrucción de la ciudad Jonia de Mileto -colonia de Atenas- y la deportación de sus habitantes en el 494 a.C., Frínico representa esos eventos en una tragedia, por lo que es fuertemente multado y la obra, prohibida. El caso lo reporta Heródoto (6.21) y, aparentemente, la condena se debió a que la pieza enfocaba un trauma reciente provocando que el público respondiera de manera emocional: Frínico fue castigado por no mantener una distancia prudencial, por recordar a los atenienses problemas cercanos -los problemas del hogar, de la patria, "oikeia kaka" dice Heródoto (Grüttemeier: 1)- al escribir sobre hechos contemporáneos de la realidad histórica y no, como era costumbre, sobre asuntos mitológicos.

Desde la Atenas del siglo V a.C. a nuestros días hay una larga y variada historia de juicios que pusieron a la literatura en el banquillo de los acusados. En cada época el sistema legal contemporáneo intenta definir qué es lo socialmente aceptable en el arte y la literatura de ese momento, y lo hace de acuerdo a las leyes pero también respondiendo a las representaciones y expectativas de cada sociedad sobre el rol y el poder simbólico del escritor. El análisis de los argumentos en y alrededor de los procesos judiciales, entonces, permite ver cómo distintas teorías y políticas de la literatura ingresan al campo legal y convierten a los juicios en escenario de discusiones estéticas formadoras de nuevos entendimientos acerca de los mecanismos literarios y de su funcionamiento en la sociedad.

Aunque el tipo de desacuerdo que se presenta entre la ley y la literatura es específico de cada tiempo y lugar, desde la segunda mitad del siglo XIX un rasgo central de estos juicios es la aceptación judicial de la autonomía de la literatura. A partir de los procesos judiciales que el abogado imperial Ernest Pinard entabla contra Gustave Flaubert y contra Charles Baudelaire en 1857, con solo 6 meses de diferencia -cuyas actas completas publica Mardulce editora en Argentina con el significativo título El origen del narrador, en 2011- queda instaurada la separación moderna del campo jurídico y el literario, y aunque la literatura y el arte siguen necesitando defender su propia legalidad frente a la justicia ordinaria. Desde entonces ésta admite la autonomía de la literatura y, como vamos a ver, dirime los conflictos a partir de la lógica y de los mecanismos de la legalidad propia que rige al arte.

¿De qué manera la literatura construye autoridad o legitimidad para desviar mecanismos judiciales e imponer los suyos fuera de su propia inmanencia? Y, una vez realizada esta maniobra de refracción, ¿tiene algún tipo de eficacia social? Para pensar esto quisiera centrarme en dos juicios que tuvo que enfrentar Ricardo Piglia a raíz de su novela Plata quemada (1997): en uno de ellos es acusado él solo en tanto escritor y en el otro, junto con los editores y el Grupo Editorial Planeta.

Los juicios a Plata quemada

La novela de Piglia narra la historia real de un robo a un banco y las quince horas que duró el enfrentamiento posterior entre los ladrones y la policía, pero además de narrar esta escena judicial la novela es ella misma objeto de juicios que la llevan ante un juez: primero cuando gana el Premio Planeta de novela mientras estaba en proceso de edición con esa misma editorial, y después cuando Blanca Rosa Galeano -novia de uno de los delincuentes reales- y Claudia Dorda -hija de otro- demandan a Piglia por usar los nombres verdaderos en la ficción, acusándolo de abusar de su derecho a la creación literaria difamándolas y, al mismo tiempo, de contar la verdad.

El juicio por el premio es sobre una especulación editorial con los mecanismos de mercado y lo gana Gustavo Nielsen, uno de los finalistas que se siente perjudicado y hace la demanda; el otro es más literario porque, a partir de la investigación que hace Piglia en los diarios y archivos judiciales, de las demandas por divulgar la historia real y también por inventar una ficción, y del fallo con que el juez Hugo Molteni ampara a Piglia, plantea interrogantes acerca del estatus jurídico de la ficción y de las diferentes nociones de propiedad y de verdad que rigen en la ley y en la literatura. En este contexto Piglia logra poner un límite a la intromisión jurídica y reafirmar la legalidad propia de la literatura cuando asegura frente al juez que el nombre de la demandante -Blanca Rosa Galeano- no aparece "en parte ni en todo" en su novela -cuya protagonista femenina se llama Blanca Galeano- y gana el juicio.

Los premios

El primero de los juicios es el más conocido: 264 escritores participan en 1997 de un concurso organizado por Editorial Planeta; Piglia se presenta bajo el pseudónimo de Roberto Luminari con una novela llamada "Por amor al arte" (que después sería Plata quemada) y gana el premio. En noviembre la revista Trespuntos denuncia en un artículo llamado "La crónica de un fraude" y firmado por Claudia Acuña que la publicación de Plata quemada ya estaba prevista por el propio Grupo Editorial Planeta que organizaba el concurso, y que el premio estaba, entonces, arreglado.

El artículo relata cronológicamente los hechos y, aunque la crónica solo ocupa una página, el tema es nota de tapa. Es la primera vez en décadas que un escritor es tapa de una revista semanal de venta en quioscos y, además de "La novela del fraude. La cultura también hace trampa" en grandes letras molde y con ese "también" subrayado, vemos una caricatura de Piglia incendiándose y sosteniendo un billete en la mano.

La imagen proviene de la novela, que cuenta cómo tres delincuentes asaltan un camión blindado y, sin repartir la plata con los políticos y policías que facilitaron el robo, se fugan a Montevideo donde resisten a la policía durante dieciséis horas en un departamento. Hasta este momento todo está dispuesto para la heroización de los delincuentes pero, entonces, ahí atrincherados, con los medios y los vecinos agolpados en la puerta del edificio, el gaucho Dorda prende fuego un billete, lo mira quemarse en el espejo del baño, se ríe, dice que "quemar plata es feo, es pecado. É peccato" (Piglia 2000: 170) y prendiéndolos uno a uno, va tirando por la ventana como "mariposas de luz, los billetes encendidos", haciendo "rugir a la multitud" de indignación. Este acto da por tierra con cualquier ilusión de justicia poética y distributiva, no hay retorno del dinero a los pobres al estilo Robin Hood sino una quema de cerca de 500 mil dólares en 15 minutos:

Si hubieran donado ese dinero, si lo hubieran tirado por la ventana hacia la gente amontonada en la calle, si hubieran pactado con la policía la entrega del dinero a una fundación benéfica, todo habría sido distinto para ellos (...) pero todos comprendieron que ese acto era una declaración de guerra total, una guerra directa y en regla contra toda la sociedad (Piglia 2000: 173)[1].

Los delincuentes habían transado con políticos y policías y después los habían traicionado, habían robado y matado, pero este acto es lo que los convierte en criminales insalvables porque es un acto gratuito, "por el gusto del mal, por pura maldad" (Piglia 2000: 172)[2].

La escena de "pura maldad" por excelencia de la literatura argentina la escribe Roberto Arlt -cuyos textos son una intertextualidad permanente en la obra de Piglia- en El juguete rabioso cuando Silvio Astier camina por la calle y siguiendo una ocurrencia, sin motivos aparentes, enciende un fósforo y lo tira sobre un mendigo que duerme en un zaguán. Oscar Masotta considera esta la situación arltiana por excelencia en que el acto cumplido lo trastoca todo, porque este acto produce un quiebre en la complicidad del lector con el personaje: hasta un momento antes, mientras la maldad de Astier conservaba todavía "el perfume familiar de la bondad", el lector quedaba atrapado en las peripecias, envuelto en un pacto cálido y colectivo, participando del "ser con" heideggeriano; pero ante este acto de pura maldad, en cambio, "la buena voluntad del lector refluye" (45).

Tapa Revista Trespuntos, 12 de noviembre de 1997.

La novela de Piglia no es -como dice Masotta de la de Arlt- una fenomenología del surgimiento del mal: no hay un desarrollo que produzca un aprendizaje del mal. No obstante, replica el gesto incendiario, ese acto gratuito que es una de las instancias finales del aprendizaje de Astier, y que el texto de Piglia se encarga de relacionar con el potlatch, un rito en que los pueblos indios del noroeste de Estados Unidos y de Canadá destruían sus propios bienes para mostrar holgura y poderío llegando incluso a quemar sus propias casas. Si bien ambos, el potlatch y la quema del dinero, son gestos de puro gasto, de puro derroche, hay entre ellos una diferencia fundamental: como señala Juan Pablo Dabove, "a Potlatch is never a gratuitious act. It is an act of destruction, of course, that has no discernible economic motivation or rationale" (166), pero es un acto de intercambio, porque con esa muestra de opulencia el "performer" gana prestigio y preeminencia social[3]. La distinción es fundamental porque por entrañar un intercambio y por ser un rito, el Potlatch constituye un acto de "community building"; la quema del dinero, en cambio, es una ruptura de todos los pactos y lazos sociales, una "certificación de la anarquía total" (Croce 240), un acto para el que no hay equivalencia posible en términos de castigo o retribución, que deja "una pila de ceniza, una pila funeraria de los valores de la sociedad" (Piglia 2000: 174).

Con esa imagen de la quema de dinero, con esa ruptura total de los pactos sociales, la Revista trespuntos ilustra la tapa que denuncia el supuesto fraude de Piglia y Planeta, y en la contratapa del mismo número, una nota sin firma -que los rumores atribuyeron al editor cultural de la revista, Ricardo Ibarlucía, ex empleado de Planeta- habla de Roberto Arlt y enumera "canalladas", "operaciones en el terreno de la cultura" que hacen "del arte de engañar una moral de la literatura"[4].

En una cultura como la argentina, que descree de los mecanismos impersonales, la atribución de premios suele despertar suspicacias. El mismo Piglia había dicho en 1985 que ganar un concurso "es una humillación por la que uno tiene que pasar, si quiere ser un escritor realmente argentino" (Gilbert) continuando una idea que había formulado Borges en "Nuestro pobre individualismo" -después de perder el Premio Nacional de Literatura en 1942- de que "el europeo o el norteamericano juzgan que un libro es bueno, si ha merecido un premio; para nosotros, quizá no sea malo, a pesar del premio obtenido" (194).

Pero este caso tenía, además, varios elementos que propiciaban la sospecha. Piglia y Planeta tenían un contrato firmado en 1994 en el que, entre otras cosas, Piglia se comprometía a entregar a la editorial lo que el contrato solamente denomina "una nueva novela". La periodista Claudia Acuña y el escritor y finalista del concurso Gustavo Nielsen entienden que esa novela es Plata quemada, cuya publicación ya había sido anunciada para diciembre de 1997 cuando la editorial le otorga el premio de US$40.000, pero Piglia y Planeta argumentan que se trataba de otra novela: Blanco nocturno (que sería publicada en 2010 por Editorial Anagrama)[5].

Nielsen ve en esto una manipulación que lo perjudica y demanda a Piglia, al editor Guillermo Schavelzon y a Editorial Planeta, que son absueltos en primera instancia pero condenados en segunda instancia a pagarle una indemnización de AR$10.000 cada uno. Después que el fallo es confirmado por la Corte Suprema en septiembre de 2005, Piglia publica en Página/12 un descargo donde se refiere al conflicto como una nueva versión de "las sórdidas luchas por los premios literarios" (2005) que narró Borges en "El Aleph", y a Nielsen como "Carlos Argentino Daneri" -quien, a partir de ese cuento, representa en el imaginario de la literatura latinoamericana al mal escritor que gana premios-.

La calidad literaria de Piglia o incluso de Plata quemada nunca estuvo en discusión y, tras el fallo, más de cincuenta artistas e intelectuales firman una solicitada en apoyo a Piglia destacando su producción literaria, su activa intervención intelectual y su probidad. Habría que preguntarse, entonces, por la tapa de Trespuntos: ¿De qué manera que un buen escritor gane un premio literario es una trampa de la cultura? Si hubo trampa, si el concurso fue viciado y se adjudicó el premio a Piglia por cuestiones de marketing o por una conveniencia económica de las dos partes, ¿de qué manera es esta una trampa hecha por la cultura, y no por el mercado? ¿Por qué la revista titula "La cultura también hace trampa" a la nota sobre una editorial que especula con mecanismos de mercado?

Esta es una de las formas en que las esferas se confunden en estos juicios. Veamos la otra.

Los nombres propios

En 1999, a este juicio que todavía estaba en proceso se suma la demanda por un millón de dólares que entabla Blanca Rosa Galeano. Blanca había sido novia del jefe de la banda que en 1965 asaltó un banco en San Fernando y, escapando con 7 millones de pesos, se atrincheró en un departamento en Montevideo. La novela de Piglia ficcionaliza esos hechos y Galeano lo acusa de abusar de su derecho a la creación literaria al presentarla como una mujer fácil, inmoral, pervertida y drogadicta y, al mismo tiempo, de contar la verdad que ella había ocultado de su entorno social[6].

De acuerdo con la carátula de la causa, la demanda es por "daños y perjuicios, por violación al derecho a la intimidad, honor, privacidad, daño moral y usurpación de nombre", y se fundamenta en el llamado "Derecho al olvido", un derecho que autoriza a bloquear la publicidad de información personal si se considera que afecta derechos fundamentales o que es obsoleta porque pasó mucho tiempo, siempre que no se la considere de interés público.

Blanca Galeano demanda, entonces, a Piglia por no haber protegido su identidad con un nombre falso y sostiene que el nombre es un atributo de la personalidad y que, por lo tanto, las lesiones al nombre son lesiones a la persona; Piglia -que había promocionado la novela insistiendo en que se trataba de una historia real- responde a la acusación aduciendo su carácter ficcional: le explica al juez que un escritor escribe vidas posibles que muchas veces se basan en vidas reales, que el artificio de decir que todo es cierto es una convención literaria, y menciona los ejemplos de Eduardo Gutiérrez, Marcel Schwob, J.L. Borges, y afirma que todo, incluyendo la contratapa, es novela y que este es por lo tanto un juicio a la novela como género[7].

Acá se hace manifiesto uno de los debates centrales en los conflictos entre el campo literario y el campo jurídico en la modernidad: ¿en qué medida la literatura, que asegura regirse por leyes propias, debe o no negociar con las leyes jurídicas? ¿Hasta qué punto la literatura debe aceptar que, aunque son esferas separadas, conviven en un orden social que es regido por las leyes del otro campo o es, más bien, la ley la que debe dirimir conflictos sin interferir con los principios propios del funcionamiento de las otras esferas de la vida social, en este caso, la literatura?

Piglia aprovecha la divergencia entre los campos para afirmar la legalidad propia de la literatura y cuando, en su alegato, dice que el nombre de la demandante -Blanca Rosa Galeano- no aparece "en parte ni en todo" en su novela -cuya protagonista femenina se llama Blanca Galeano-, está haciendo toda una declaración sobre la jurisdicción de la literatura, defendiendo su autonomía y su relación específica con la verdad. La contundencia de esa declaración, su efectividad, reside justamente en esa diferencia entre los campos, porque esa declaración hecha por Piglia en los términos del campo literario al ser trasladada al campo legal estaría faltando a la verdad.

Todo documento jurídico afirma su verdad en términos de acuerdo con los hechos, pero el alegato es, además, una instancia específica de discusión sobre la veracidad de las pruebas que se presentan, es una instancia de rectificación de errores de hecho, no de derecho. Al disputar la veracidad de la acusación, Piglia transforma la discusión sobre su derecho a usar el nombre de Blanca, ya sea en términos legales -si es "de" Blanca Rosa Galeano, si le pertenece y si es, como quiere su abogada, parte de su personalidad-, ya sea en términos estrictamente literarios -el nombre es ficcional, no remite a ninguna persona real fuera del texto, es una creación de Piglia- en una discusión sobre el hecho mismo de que esté usando el nombre de Blanca. Ahí es donde su defensa se fortalece, donde refuerza la soberanía de la literatura porque no se limita a afirmarla sino que la ejerce, negándole injerencia a la esfera judicial.

Si prestamos atención a la cantidad de títulos que remiten a problemas jurídico-judiciales en la obra de Piglia, podemos ver un interés innegable en el tema[8]. Por eso no es una coincidencia que algunos de los problemas que plantea esta demanda parezcan prefigurados por textos del propio Piglia, el más significativo de los cuales se llama, precisamente, "Nombre falso" (1975).

Hay muchas diferencias entre el caso de Blanca Rosa Galeano y lo que relata "Nombre falso", pero ambos plantean el problema de las pertenencias y las apropiaciones en la literatura a partir del uso de los nombres, y cuestionan el concepto mismo de propiedad. En este texto que confunde permanentemente los límites entre realidad y ficción, y que el propio Piglia considera lo más importante que escribió, un narrador también llamado Ricardo Piglia recibe un cuaderno con notas de Roberto Arlt para una novela cuya historia había sacado de una noticia policial[9]. El cuaderno solo tiene las notas, las hojas donde fue escrito el cuento faltan, y "Homenaje a Arlt" -la primera parte de la nouvelle "Nombre falso"- es la historia de la búsqueda de ese texto. Pero lo que me interesa es lo que pasa cuando el personaje Piglia finalmente encuentra el cuento: el texto lo tiene un amigo de Arlt, Kostia, que primero niega tenerlo y después se lo vende, pero se apura a publicarlo como de su propia autoría[10]. Kostia primero oculta, después vende, y finalmente se apropia un texto que, entonces nos enteramos, Arlt había a su vez plagiado del escritor ruso Leonidas Andreiev, autor de "Las tinieblas" (1902). El personaje Piglia descubre todo esto pero lo publica, de todos modos, como cuento inédito de Arlt, aunque ya no es ninguna de las dos cosas.

El circuito de pertenencias y apropiaciones se complica si tenemos en cuenta que en la segunda parte de la nouvelle leemos finalmente ese relato ("Luba"), que el Piglia histórico escribe a la manera de un relato arltiano que plagia a Andreiev y que es falsificado, a su vez, por Kostia, quien lo publica con el título "Nombre falso: Luba". Nombre falso del texto "Luba", que es "Las tinieblas", y nombre falso del personaje Luba que al final confiesa "Mi verdadero nombre es Beatriz Sánchez" (Piglia 1975: 172). Así, el texto cuestiona los mecanismos de legitimación de la literatura pero, además, cuestiona nociones de propiedad intelectual y, al reivindicar el plagio y la falsificación como modos de apropiación, va en contra de la propiedad en general. Intercaladas con las notas para "Luba" en el cuaderno de Arlt, hay referencias al anarcosindicalismo y a Bakunin -padre del anarquismo-, a la proposición de que un revolucionario es un hombre que no tiene nada propio, "ni siquiera un nombre", y al título del texto inspirado en la idea central de Proudhon en Qué es la propiedad: "Título: La propiedad es un robo".

Los dos libros en que Piglia incluye esta nouvelle -Nombre falso (1975) y Prisión perpetua (1988)- abren con el mismo epígrafe de Arlt: "Sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido", que Jorge Fornet (1994) en "Homenaje a Roberto Arlt o la literatura como plagio" cree apócrifo y que, a su vez, remite a los versos del poema "1964" de Borges "Nadie pierde (...)/ sino lo que no tiene y no ha tenido/ nunca" (El otro, el mismo: 117). La relación entre textos que establece la intertextualidad y que pareciera ser el punto máximo de la autonomía literaria es, sin embargo, para Piglia donde las relaciones sociales entran de manera directa en la literatura mediante una noción de propiedad[11]. Él dice que en sus mecanismos internos la literatura representa las relaciones sociales, que éstas determinan y definen la práctica literaria y que la crítica que ve en la intertextualidad solamente un juego de textos quiere desocializar la literatura; esa afirmación es, creo, una manera de hacer el movimiento inverso y usar la literatura para pensar a la sociedad, para proyectar sobre ésta las leyes y mecanismos de aquélla[12]. Es justamente porque "la literatura es una sociedad sin Estado" (Piglia 2014) al interior de la cual no rigen las leyes de la propiedad privada, que Piglia acude a ella, porque le sirve como representación que refracta funcionamientos y mecanismos sociales, más que dejarse determinar y definir por ellos.

Un caso interesante para pensar esto es la reciente querella que María Kodama entabló contra Pablo Katchadjián por su "Aleph engordado" (2009). Katchadjián interviene el cuento de Borges intercalándole palabras y frases, engordándolo desde adentro hasta llevarlo de las cuatro mil palabras originales a nueve mil seiscientas y, además de hacer explícito el procedimiento en el título del libro, incluye una postdata donde explica su intervención. En 2011 Kodama lo acusa de plagio y en 2013, en una audiencia de conciliación, le pide una indemnización simbólica de $1 como reconocimiento de su "error". Katchadjián rechaza la oferta y se inicia un proceso judicial en el que es sobreseído pero Kodama interpone una serie de apelaciones hasta que en agosto de 2015 el autor es procesado y embargado. Todos los especialistas consultados en los medios, no solo representantes de la cultura como Beatriz Sarlo, sino también especialistas en propiedad intelectual como la magíster Beatriz Busaniche o la titular de la cátedra de Derecho de Autor de la carrera de Edición Mónica Boretto coinciden en que desde el punto de vista legal lo que hizo el juez es "justificable" porque es lo que dice la ley, pero también en que "la ley está mal" (Zunini: n.p), que es anacrónica y que hay que modificarla.

El caso es especialmente interesante porque pone en evidencia las diferentes nociones de propiedad que operan en la ley y en el arte, pero, además, porque se erige en la causa mediante la cual los artistas e intelectuales van a sostener que la ley atrasa respecto del arte y demandar que se actualice, que se ajuste a las lógicas y necesidades del arte contemporáneo. En su libro Literary trials, Ralf Grüttemeier llama "exceptio artis" al estatuto específico de la literatura por el cual -desde el reconocimiento de su autonomía por parte de la justicia en la segunda mitad del siglo XIX- una posible violación de la ley por un texto puede ser juzgada de otra manera cuando el texto es clasificado como un texto literario. Sin embargo, en Argentina los artículos 71, 72 y 72 bis vinculan la ley de Propiedad intelectual (11.723) con las figuras de defraudación y estafa del Código Penal, y aunque después los jueces reconocen la especificidad del procedimiento artístico, generan una situación de inseguridad jurídica. Por eso, si bien en 2015 Pablo Katchadjián es desprocesado por falta de méritos, la existencia del proceso es suficiente para provocar una autocensura respecto a procedimientos como el de "El Aleph engordado".

Volviendo al juicio contra Piglia, él responde los cuestionamientos judiciales con principios literarios para subrayar la separación y la independencia de los campos (cuando lo condenan por el caso del premio Planeta dice "en la literatura argentina las diferencias literarias las han dilucidado siempre los escritores mismos. Todos esperamos que esa tradición persista. ¿O vamos a empezar a llamar a la policía cada vez que alguien no valore lo que escribimos?" (Piglia 2005) y pone límites a la intromisión judicial (ante la demanda de Blanca Galeano dice que su nombre no aparece en la novela, que es otro nombre, aunque sea idéntico), proyectando al campo jurídico las leyes que administran el literario.

Piglia recurre a una respuesta modernista que remarca la separación de los campos establecida en el siglo XIX a partir de los procesos contra Flaubert y Baudelaire, pero el uso del nombre propio en la literatura presenta características especiales porque interseca el campo literario con el jurídico y le permite a Piglia filtrar leyes y mecanismos literarios, proyectarlos sobre la sociedad.

Germán García, que es amigo de Piglia y que en 1969 también enfrentó un proceso judicial con su novela Nanina, escribe un artículo preguntándose por la pretensión de castigar el uso de nombres propios en Plata quemada. Cuenta que el prefecto de policía de París, el señor Poubelle, impuso el uso de recipientes higiénicos en la ciudad y ahora esos recipientes y, peor, la basura que contienen los recipientes, se llaman "poubelle", lo que contradice la propiedad del nombre propio y revela que el nombre propio, cuando realiza una acción que lo convierte en nombre común, "se demuestra como siendo impropio" (2001: 2). En "Nombre falso" Piglia había escrito que el revolucionario no tiene "nada propio: ni siquiera un nombre" (1975: 115) y en Plata quemada llama la atención sobre lo común del nombre propio a partir del nombre del jefe de la banda:

Se llama nomás Malito, ése era su apellido. En Devoto había conocido a un cana que se llamaba Verdugo, eso es peor. Llamarse Verdugo, llamarse Esclavo, había uno que se llamaba Delator, con esos apellidos, mejor llamarse Malito. Los otros tenían sobrenombre (Brignone era el Nene, Dorda era el Gaucho Rubio) pero Malito era su propio seudónimo (Piglia 2000: 13).

El problema con Blanca es el nombre porque el nombre tiene una entidad ficcional en la novela y una jurídica en la sociedad y, a diferencia de lo que propone Germán García, al entrar en la novela los nombres de los personajes no salen, sin embargo, de la crónica policial, de la vergüenza y del desprecio, y eso es justamente lo que reclama Blanca Galeano.

Ella, en cambio, sí le había puesto un nombre falso a su hijo, un nombre ficcional que lo liga no al verdadero padre, muerto en los hechos que narra la novela, sino a la actual pareja de Blanca. Su vida, dice, "transcurría normalmente hasta que fue alterada por la obra literaria en cuestión, en la que se devela un episodio trágico de mi pasado" (Abraham: 125) porque la obra literaria de Piglia desarticula, con su nombres verdaderos, la ficción con que Blanca había logrado cambiar su vida, cambiar de vida cambiando el valor del nombre.

El juez debe decidir, entonces, cuál de dos derechos en conflicto va a tutelar: la libertad de prensa o el derecho a la intimidad, ambos protegidos por la Constitución (Arts. 14 y 19). Aunque los casos de colisión entre derechos de la misma jerarquía no pueden recibir soluciones generales, es decir, extensibles a otros casos, sino que los derechos deben ser armonizados en función de cada caso particular, el juez de segunda instancia establece la preeminencia del derecho de Piglia a expresarse por sobre el eventual ataque a la honra de Galeano -que ya se había determinado en primera instancia- en base al género literario, es decir, ficcional, al que pertenece la obra.

El artículo 21 de la ley 18.248, que regula el uso de nombres para designar personajes de fantasía, establece que para demandar daños debe haber no solo un perjuicio sino también un uso malicioso del nombre. En la demanda, Galeano acusaba a Piglia de daños y perjuicios reclamando que abusaba del derecho a la creación literaria difamándola y, al mismo tiempo, que contaba la verdad; en el fallo, el juez determina que la acusación no es válida porque las descripciones son ficticias y, al mismo tiempo, porque los hechos son reales. Los hechos, dice, no fueron negados por la accionante (excepto la adicción a las drogas), y aunque se trate de una novela basada en acontecimientos verídicos y contados con nombres reales, la descripción de los personajes es un aporte del autor y no deben considerarse ciertos aún cuando el propio autor haya publicitado la novela asegurando que lo eran, dado que la ficción es propia del género literario en que se inscribe la obra.

Piglia había asegurado que la historia del robo al banco se la confesó Blanca cuando se conocieron en un tren que iba a Bolivia (aunque la investigó en diarios y archivos policiales) no solo en el epílogo -considerable todavía parte de la novela, aunque su posición liminal y la asunción de la voz autoral lo hacen ambiguo- sino también en una nota en la revista del diario

La Nación del 15 de febrero de 1998 que -tratándose de un diario y a diferencia de la ficción- sí supone un régimen de verdad/falsedad[13].

Piglia, entonces, investiga la historia de su novela en los diarios y archivos judiciales, pero repite en entrevistas y ensayos que contar historias es una de las prácticas más estables de la vida social y que el fundamento de la práctica literaria no está en la narración sino en la producción de historias, no en el registro de una historia sino en su construcción artificial y en su transferencia. En su demanda, Blanca Rosa Galeano lo culpa por lo que copia de la historia real y por lo que inventa en su ficción y, en el fallo, el juez Hugo Molteni, acude a la ley -ella misma una narrativa que lejos de registrar la realidad imagina un mundo diferente y, así, crea un mundo ficcional- para amparar el derecho de Piglia a repetir los hechos que ya contaron los diarios y, también, a crear ficción.

En "La loca y el relato del crimen" (1988) una mendiga que duerme en un zaguán es la única testigo de un asesinato. La resolución del crimen depende de su relato pero su locura la hace repetir compulsivamente una historia incomprensible sobre un jinete, una virgen, encajes y tules, y la policía la ignora y detiene al concubino de la mujer asesinada (que es inocente). Enviado por el diario para el que escribe, Renzi -alter ego de Piglia- descubre que en la repetición del discurso psicótico al que está obligada, la loca intercala variaciones, y que eso que no entra en las fórmulas verbales fijas es lo que la loca está intentando comunicar.

Cuando Renzi muestra a su jefe lo que descubrió, éste le prohíbe publicarlo -"no hay que buscarse problemas con la policía. Si ellos te dicen que lo mató la Virgen María, vos escribís que lo mató la Virgen María" (Piglia 1994: 72)- y lo amenaza con echarlo del diario si manda los papeles al juez. Entonces -cumpliendo con una concepción de la literatura que vemos aparecer repetidamente en la literatura argentina desde el siglo XIX- al ver cerradas las vías judiciales Renzi se sienta frente a la máquina de escribir y redacta el comienzo del cuento que leemos, acudiendo así a la literatura como legalidad alternativa donde saldar simbólicamente las faltas de la legalidad estatal.

La literatura argentina, desde sus comienzos, se presenta a sí misma como espacio capaz de construir una legalidad alternativa en su interior (Martín Fierro, Juan Moreira, El matadero)[14]. Pero juicios como este, que la enfrentan a la legalidad del Estado, que ponen a la ficción ante el sistema judicial, permiten ver además cómo la legalidad propia de la literatura se proyecta al exterior, cómo esa legalidad funciona en la sociedad frente a la justicia "real". De esta manera, estos juicios iluminan una potencialidad de la literatura de refractar ciertos mecanismos sociales y judiciales proyectando sobre ellos sus propias nociones específicas de justicia, de moral, de propiedad y de verdad.

Retomemos, entonces, las preguntas del comienzo: ¿de qué manera la literatura construye autoridad o legitimidad para desviar mecanismos sociales y jurídicos e imponer los suyos fuera de su propia inmanencia? Y, una vez realizada esta maniobra de refracción, ¿tiene algún tipo de eficacia social? En "¿Qué es un autor?" Michel Foucault dice que, antes de ser un producto, el discurso fue un acto que podía ser castigado. Los escritores, para responder a su responsabilidad penal que se funda en una creencia en el poder de las palabras (Sapiro), desarrollaron una ética propia que redefine dicha responsabilidad y afirma la autonomía de la literatura. Así, un estudio de los juicios realizados a la literatura en un momento y lugar específicos, un estudio sobre "la literatura en la ley" (como algo diferenciado de "la ley en la literatura") permite ver en las negociaciones sobre los límites de cada una de estas esferas las valoraciones y concepciones de la literatura en una sociedad dada. El análisis de estos juicios recientes a la novela de Piglia nos muestra, entonces, concepciones culturales, sociales, y jurídico-judiciales difíciles de detectar desde un examen que se concentrara únicamente en la literatura y el campo literario.

Bibliografía

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Notas:

[1] Como dice Edgardo Berg, "Desde la tradición tardomedieval de las baladas anglosajonas -basta pensar en Robin Hood- al furor y el ímpetu romántico del ladrón noble en Schiller, pasando por los Moreiras, los Mate Cosidos, los Severino Di Giovanni o los personajes arltianos de nuestra tradición, la literatura ha construido héroes vengadores que encarnan formas de resistencia social y sueños de justicia que, todavía hoy, perduran en nuestra sociedad (...) 'El bandido, afirmaba Bakunin, es siempre el héroe, el vengador del pueblo, el enemigo inconciliable de toda forma represiva y autoritaria de Estado' (Hobsbawm 1983: 49). Sin embargo, Piglia no trabaja, en Plata quemada, la figura del bandido romántico, cuya moderación forma parte de la imagen noble del ladrón amigo quien roba a los ricos y distribuye a los pobres, sino, más bien, a criminales en estado puro" (2001: 99-100). Adriana Rodríguez Pérsico identifica en Piglia una ética de la resistencia: "Sus héroes no son los que triunfan sino los que resisten, ya sea que sobrevivan o mueran en su accionar. En Plata quemada, Renzi aparece como un nostálgico de la aventura y, quizás por esta razón, arma una historia que toma partido por los 'héroes' que son criminales y drogadictos" (10). Finalmente, desde una perspectiva diferente también Alejandra Laera lee en sus Ficciones del dinero este acto como una "resistencia pura, total, violencia sin fines ulteriores" y propone, entonces, leerlo como una "clausura de la tradición nacional de la violencia y la resistencia popular iniciada en el siglo XIX con los gauchos bandidos" (362-363).

[2] En su texto "Ciudades y crímenes argentinos recientes, en claves novelescas de Jitrik y Piglia" donde compara dos novelas que ficcionalizan materiales de la crónica policial urbana, María Coira llama la atención sobre el hecho de que estos ladrones matan "a mansalva: a humildes serenos que tienen la mala suerte de trabajar en lugares que ellos asaltan, a la pequeña niña que, de la mano de su mamá, se les cruza en su huida, a jóvenes policías padres de familia sobre los que el relato no nos permite acusación de corrupción o brutalidad alguna, a tristes bancarios, etcétera. Ahora bien; ningún crimen provoca una censura tan unánime como la quema del dinero robado" (85).

[3] "Un Potlatch no es nunca un acto gratuito. Es un acto de destrucción, por supuesto, que no tiene motivación ni explicación económica discernible" (Traducción mía).

[4] Ibarlucía negó ser el autor y lo describió como la opinión editorial de la dirección de la revista, a cargo de Héctor Timerman (Gilbert).

[5] El anuncio está en el suplemento Radar del diario Página/12, 21 de septiembre de 1997. Otro dato que sustenta las sospechas es que Piglia tenía una deuda con la editorial que pudo saldar gracias al dinero del premio otorgado por la misma editorial.

[6] En 2008 Claudia Dorda -hija de otro integrante de la banda- entabla una demanda por daños y perjuicios con los mismos argumentos que Blanca Rosa Galeano (el uso del nombre verdadero, divulgación de intimidades de su padre y difamación por divulgar la homosexualidad y el consumo de drogas, sobre lo que no hay pruebas). No me ocupo de este caso en detalle porque al invocar las mismas figuras legales no presenta diferencias relevantes. Incluso la resolución es llevada a cabo por la misma Sala de la cámara de Apelaciones y el mismo juez, que remite al caso de Rosa Galeano y hace extensivos los mismos argumentos para desestimar la demanda.

 

[7] Dominick LaCapra dice en "Madame Bovary on Trial" (1982) -texto que Piglia bien pudo haber leído—, que el juicio a Flaubert fue un juicio en el que "in fact it was a text that was put on trial" (Chambers: 1251).

 

[8] Los relatos "En el calabozo", "Las actas del juicio", "La loca y el relato del crimen", los libros Jaulario, Nombre falso, Prisión perpetua y Cuentos morales, Teoría del complot, los ensayos "Ficciones paranoicas", "Novela y utopía", "Los relatos sociales", "La literatura y la vida", "Ficción y política en la literatura argentina" y "Sobre el género policial" son solo algunos ejemplos.

 

[9] Cuando escribe este cuento, el Piglia histórico tenía un cuaderno con notas para una novela cuya historia había sacado de las noticias diez años atrás, y que después sería Plata quemada.

 

[10] El personaje Kostia está inspirado en Italo Constantini, un amigo de Juan Carlos Onetti primero y de Roberto Arlt después.

 

[11] Edgardo Berg se refiere a las funciones y efectos proliferantes de la cita en el tejido pigliano y enumera, entre otros: "la cita como un modo de la intriga novelesca, la cita como robo y destrozo anárquico en el buen decir proudhoniano (...) la cita como modelo de pasaje entre crítica y ficción; o la cita, decíamos, como emblema ideológico. Utilice su escritura para amplificar las citas o las disuelva en su propia escritura, habría que afirmar que en Piglia la cita funciona como una suerte de sintaxis: una cadena o un engranaje hecho de envíos que, muchas veces, se expande y prolifera como un sistema de lectura o de pruebas" (2001: 98).

 

[12] Esto ha sido afirmado en una entrevista con Alan Pauls y el comité de redacción de la revista Lecturas críticas, en 1980, recogida en Critica y ficción como "Parodia y propiedad" (Piglia 1986: 126).

 

[13] En la demanda iniciada por Claudia Dorda, la sentencia de primera instancia desestima la demanda contra Piglia por considerarlo amparado bajo el presupuesto de que su obra es ficcional, pero sí admite la acción contra la editorial por considerar que la contratapa del libro persuade a los lectores de la veracidad de la descripción de los personajes que dice que fueron reconstruidos con rigurosa precisión. 

 

[14] Para un desarrollo de esta idea ver mi artículo "Fictions of Law: Criminality and Justice in the Juridical and Literary Imaginaries of 19th Century Argentina".

 

Ensayo de Daniela Dorfman
CONICET - Universidad de Buenos Aires

Daniela Dorfman es Licenciada en Letras de la UBA y Doctora en Literaturas Latinoamericanas por Boston University. Actualmente es becaria post-doctoral de CONICET y profesora de grado y posgrado en diversas universidades nacionales. Se dedica a los Estudios Culturales y trabaja problemas de Derecho en y a través del arte y la literatura. Publicó artículos sobre diversos aspectos de las relaciones entre arte y política en el Cono Sur y Brasil desde el siglo XIX hasta la actualidad y está trabajando en su libro sobre la construcción simbólica de cultura legal en Argentina.
 

Publicado, originalmente, en: CELEHIS - Revista del Centro de Letras Hispanoamericanas. Año 29 - Nro. 39 - Mar del Plata, ARGENTINA, 2020.

CELEHIS - Revista del Centro de Letras Hispanoamericanas es editada por Facultad de Humanidades - Universidad Nacional de Mar del Plata.
Correo electrónico: revistacelehis@hotmail.com | Web: http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/celehis

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