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Secretas alcobas del poder

Wenceslao Paunero y Mercedes Peña Unzué, y Martín Cossio Salas Oroño 
Triángulo amoroso en la arena
Susana Dillon

En 1937 la alta sociedad porteña tenía la posibilidad de veranear en otro lugar que no fuera la Costa Azul del Mediterráneo, donde hasta entonces los grandes estancieros pampeanos habían podido derrochar lo que producían sus tierras, tanto en la agricultura como en la ganadería.

 

Ya estaban dando provecho las tierras vírgenes arrancadas a los indios en el siglo XIX, cuando Roca se hizo llamar "El general conquistador del desierto", repartiéndolas enseguida entre su familia, amigos, socios y cómplices.

 

Mapa en mano, el Gral. les señalaba con el bastón a sus adláteres qué lotes les gustaban para hacer el negocio que hizo más ricos a los que ya lo eran. Fue así como, por arte de magia, la colosal riqueza de las más fértiles extensiones pampeanas fueron adjudicadas a los nunca bien ponderados amigos y socios del conquistador que se soñó Julio César en sus Galias.  

 

Al respecto, existe en la localidad de Mattaldi, en el sur de Córdoba, un documento a la vista del público que registró este hecho, el cual no fue el único en su género, ganga que aprovecharon "los condes pampas" de manos del "Conquistador": "Eugenio Mattaldi adquirió 150 acciones por valor 60.000 $ fuertes, parte en efectivo y parte en pertrechos para la fuerza expedicionaria. Conquistado el desierto, Roca le pagó la mayor parte con 150.000 ha y la diferencia en efectivo".

 

"Llegado el momento de entrega de las tierras, el Gral. Roca llamó a su amigo Mattaldi y ante el mapa del territorio conquistado le dijo: 'Eugenio, elegí dónde querés tus tierras'. Sin vacilar, Eugenio con la punta del bastón señaló un lugar situado en el sur de Córdoba, entre los actuales pueblos de Jovita y Laboulaye, donde funcionarían después sus establecimientos rurales."...

 

Esta escena pinta cómo el general, sus amigos y cómplices manejaron alegremente los bienes del Estado como propios, que ni siquiera estos actos pasaron por algún ministerio para que no fuera tan evidente este delito. A Mattaldi le pasó hasta el ferrocarril por su estancia, que con el correr del tiempo se hizo pueblo.

 

Entre los beneficiarios que también señalaron el mapa y se montaron para amojonar lo que les adjudicaban, por supuesto "hasta que se les cansara el caballo", que era como se medía la codicia de los usurpadores, se encontraban militares argentinos que revistaron desde 1878.

 

No vemos allí a los de prestigio muy dispuestos a matar indios al gusto de Roca, si bien los hubo como Olascoaga, Uriburu, Villegas o Lagos, tuvo que buscar su organizador la participación de quienes no tuvieron esos escrúpulos.

 

En esa instancia se anotaron extranjeros con experiencia bélica, venidos de Europa o del Uruguay que ya habían intervenido en la bochornosa guerra contra el Paraguay.

 

Vinieron de Europa Fotheringham, Vintter, Rauch, Levalle y otros uruguayos como Paunero en carácter de mercenarios. Cada vez que dejaban de tronar los cañones en Europa, llegaban a América los veteranos a hacerse millonarios.

 

Ellos fueron los recompensados con decenas de miles de hectáreas en las provincias en donde se desarrollaron las acciones bélicas entre los pueblos originarios y el Ejército nacional.

 

Wenceslao Paunero también participó en la aniquilación de los caudillos del norte. De modo que no le bastó con los indios, sino que luego la siguió contra los que estaban de parte de los federales.

 

A W. Paunero le dieron a elegir entre las ahora localidades de Monte Buey, Monte Maíz e Isla Verde, donde se levantaron las estancias Las Lonjas y Las Playas, sumando unas 20.000 ha, que con el tiempo fueron malvendiendo sus sucesores.

 

De esta historia viene uno de los protagonistas de este drama, un nieto del

Gral. Paunero que llevó su mismo nombre.

 

El nieto mayor y sus hermanos fueron los clásicos niños bien, amigos de aventuras picantes y violentas, según se los recuerda en sus mocedades. En la estancia Las Lonjas pasaban sus vacaciones o los mandaba su padre, el Dr. Mariano Paunero, conocido abogado del jet set capitalino, poniéndolos a distancia de la Justicia, a la que siempre con sus andanzas se pasaban de la raya.

 

El nieto, también abogado, fue administrador de las estancias que había ganado el abuelo haciendo puntería con el Remington.

 

El joven Wenceslao era hijo del doctor Mariano Paunero y de Ester Lanusse, nacido en 1887 y, desde muy joven, con sus hermanos, anduvieron por los pueblos que recién se iban levantando dejando las mentas de sus bravuconadas. Al extremo de que cuando hacían sus incursiones de a caballo, a los tiros contra las campanas de las iglesitas que se construían, las madres encerraban a sus hijas como primera precaución para que no cayeran en las manos de chicos tan terribles. Aquellos buscadores de pleitos contaban con que las autoridades harían la vista gorda ante cualquier atropello: eran los nietos del general que no había mezquinado balas a los morochos.

 

La memoria colectiva conservaba el recuerdo de que uno de los jóvenes tuvo un final sangriento, a más de cincuenta años tenemos otra versión.

 

Recibido de abogado, el joven Wenceslao pudo coronar sus ambiciones casándose con la riquísima y bella Mercedes Peña Unzué, nieta de uno de los cinco hombres más ricos del país, nieta además de uno de los señores que integraban la firma Mariano y Saturnino Unzué (entre los dos sumaban un millón de ha).

 

A Mercedes la llamaban cariñosamente Mina y desde niña fue mimada por sus tías mayores, al morir su madre cuando sólo tenía cinco años. A los 26 se casó, él tenía 32. No sólo era bonita, aportó al matrimonio una herencia fabulosa; a los 40 años, además de ser una mujer deseable, era una seductora en toda la palabra, y tal vez por esa independencia que se asomaba en ella le gustó flirtear, andar en amoríos por diversión.

 

Si bien la clase alta o lo que llamamos ahora el jet set, cuidaba más el detalle de ser discretos, la dama "se antojó" de Martín Cossio Salas Oroño, un joven de 23 años, de la misma clase social.

 

No era común que una dama cuarentona buscara chicos jóvenes para pasarla bien, eran peligrosos por indiscretos, darse corte y desparramar la conquista en cualquier reunión con unas copas.

 

Para el pibe, Mina era "lo más".

 

Martín, como los de su clase, no trabajaba ni estudiaba, su vida era una sucesión de acontecimientos vertiginosos y fantásticos: coches de gran velocidad, algún partido de polo, lanchas para El Tigre, bailes de rigurosa etiqueta, prepararse para deportes de invierno, cenas, reuniones, pisito de soltero. Nada de ir a contar hacienda, ni de ir a ver parir las yeguas pura sangre, nada de revisar cuentas a los cerealistas, nada de ir a marcar y capar. Eso sí, mucho amor.

 

Con esa vida no era raro que estos dos señalados por la suerte se encontraran para matizar tanto andarse al "cohete". Tanto en Buenos Aires como en Mar del Plata, ya que una vez instalado el ferrocarril pintaba "La Feliz" para hacerle la competencia a la Riviera francesa, pero con dos guerras mundiales al hilo y la de España en el medio, había que quedarse en el país esperando que pase la tormenta.

 

¿Qué le pudo pasar a Martín cuando toda una mujer de mundo, hermosa y seductora lo tuviera entre sus redes? Se entregó al juego más peligroso con el entusiasmo del todavía adolescente.

 

¿Nadie en esos tiempos, en esa clase, leía o se enteraba de lo que pasaba en Europa, qué pasaba con Hítler o con Mussollini o con lo que se le venía encima a España?

 

En aquellos años de vacas gordas para la Argentina, la clase alta se nos iba al Paraíso. Si en otros países se estaban matando, acá resultaba horrible no poder cenar en Maxim's o no poderse comprar el último alarido de la moda en Place Vendomme o salir a abrir la boca con las vidrieras de La Fayette. Así que había que entretenerse con otros juegos. Así le pasaba a Mina, pero el chico se le enamoró apasionadamente, sin ninguna contención.

 

En Mar del Plata se comenzaron a levantar palacetes en La Loma, cerca de Torreón del Monje, allí todos los condes pampas inauguraron sus lujosas residencias, desde los Ortiz Basualdo a Adelia María Harilaos de Olmos.

 

En tanto Mina los iba conociendo, también debía administrar su residencia, cuidar de sus hijos, asistir a fiestas, atender al marido autoritario, frecuentar a los familiares y amigos... y a las escapadas darse la cita con su amante. Pero alguien al tanto de lo que pasaba con sus encuentros, debe habérselo sugerido al marido malgeniado.

 

No era Wenceslao II un tipo de aguantarse cuernos ni filosofar a la francesa, la infidelidad de un machista lo debe haber puesto de la nuca. Se le revolvió la sangre violenta de su abuelo, el jugador de rugby se topó contra la avalancha de celos y no hubo cancha qué lo aclamara sino que lo señalara.

 

La diferencia de edades hacía más apetitosa la aventura. Ella, cuarentona, hacía de cuenta que se zambullía en juventud en cada encuentro. Él, lleno de fuego juvenil, disfrutaba de la experiencia y de los encantos de una veterana en los juegos eróticos. Además era una fémina que todos admiraban.

 

Cuando una mujer de esa calidad busca otros brazos que los de su marido, es porque en su lecho se muere de frío y un poco de atención y aún la devoción son bienvenidos.

 

Pero había códigos: las divorciadas eran mal vistas y no invitadas a las reuniones. Las que saltaban las vallas del matrimonio no salían en Sociales, ni eran requeridas por las damas de beneficencia, que eran como bulldogs en el cuidado de virginidades y castidades.

 

Hasta las miradas entre amantes cuidadosos eran interceptadas por Susana Pérez Irigoyen, que las excluía de las notas del gran mundo en La Nación.

 

¿El marido engañado seguiría sin respuesta o destapaba la relación que lo denigraba? ¿Cómo admitir que su mujer se acostaba con un mocoso?

 

Pero nadie aflojó. Durante el verano de 1937, Paunero le advirtió a Martín cuando se encontraron en el Ocean Club: "La próxima vez que te vea con mi mujer, te pego un tiro". Así el chico se dio por enterado y sabía que lo haría...

 

En cuanto a Mina, quien llevaba todas las de perder, le conocía los arranques a su marido y ella era toda una dama de abolengo... pero ¡era tan gratificante tener ese joven tan devoto a sus pies...! Y aquí sí que había que aplicar aquello de "quien se acuesta con niños amanece meado"...

 

Martín se enardeció ante el peligro de perder a esa mujer sin la cual su vida no tenía sentido. Se compró un revólver y lo llevó consigo adonde fuere. El encuentro se produjo en Playa Grande entre las mesas del Ocean Club. ¿Tenían los tres la tendencia a la autodestrucción?

 

El 12 de marzo de 1937, a la hora del aperitivo, la gente ya estaba vestida para las reuniones de la tarde. Allí, entre los que se iban sentando a charlar y hacer pedidos, Paunero lo provocó yéndose violentamente a las manos, pero los presentes los apartaron. El joven le susurró entre dientes: "Mira, no te mato porque no valés la pena". Y se pudo haber ido, pero salió persiguiendo a su rival que iba en busca de su Buik Doble Phaeton.

 

Martín alzó el revólver que recién había limpiado, hizo puntería gritándole: "¡Sacá la tuya!". Apretó el gatillo hasta vaciar la carga.

 

Paunero sólo pudo contestarle con un solo tiro, se desplomó antes de llegar al coche, recibiendo el muchacho un disparo en la pierna izquierda...

 

El chofer, que estaba en el auto, encontró a su patrón en un charco de sangre. Carlos Lezica, habitué del lugar, fue el primero en llegar al tiroteo. W. Paunero llegó muerto al hospital.

 

Luego vino todo aquello de silenciar el porqué y el cómo se produjo el hecho. Los diarios no publicaron detalles ni nada que oliera a escándalo. Sólo se dejó el argumento que había un viejo pleito entre Cossio y Paunero. La viuda hizo su papel con soltura y las amistades no le fallaron. Se comportó con la dignidad de una reina ofendida. El joven Martín fue condenado a dos años de reclusión en un sanatorio y de allí al ostracismo. Nadie más lo nombró.

 

A Wenceslao Paunero se lo veló y acompañó al cementerio como se debe con toda la dignidad que correspondía a su lugar en la sociedad culta y de conocido origen.

 

Como siempre, la clase alta fue al Paraíso prometido, no al del Colón. Sólo los veteranos saben acomodarse a como dé lugar, siguen teniendo las mejores tierras, las mejores minas y las cuentas bancarias a su favor.

 

En 1951 pude conocer Las Lonjas, donde pasé trece años. Ni bien llegué, la gente de Gral. Baldissera (a 15 km de la estancia) me contó la historia de uno de los Paunero, asesinado en Mar del Plata al salir del casino por una deuda de juego, luego de una partida muy violenta de Baccarat.

 

Maestros en sacarse el lazo de encima, la crema de los estancieros del jet set, nietos del famoso eliminador de los pueblos originarios y de los caudillos que recién estaban practicando el federalismo.

 

A eso se le debe haber llamado abolengo.

Susana Dillon

22 de agosto de 2010
Secretas alcobas del poder
Diario Puntal (Córdoba, Arg.)

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