Veranos entre Irlandeses y Gauchos
Susana Dillon

Los veranos en "La Josefina" eran una propuesta para las aventuras. Nada me resultaba tan esperado como el momento en que me hacían preparar la valija para ir de visita a los de tía Maggie.

Por aquellos tiempos, el tren nos llevaba entre rastrojos de reciente cosecha a la vieja y enorme casa de campo rodeada de añosos árboles. Sin duda habría sido algún antiguo fuerte, luego convertido en estancia criolla. Las paredes de un metro de espesor seguro defendieron a los antiguos ocupantes de las incursiones de la indiada. Otro atractivo era el mirador ubicado en medio de las habitaciones, con escalera de madera, para escudriñar a los cuatro vientos e inventar desde allí historias de malones y diligencias en apuros. Al resto de la fantasía lo poníamos con mis cinco primos varones y la peonada que desde abajo nos hacía el juego para que inventáramos diabluras.

Puertas enormes y reforzadas, ventanas con seguras rejas, desde donde mirábamos las tareas campesinas: el baldeo desde el jagüel, los apartes de hacienda, el horizonte que se perdía limitando aquella llanura sin fin moteada de yeguarizos y vacunos.


En aquella casa-fortaleza trajinaba la tía Maggie, pero era tan serena, tan eficaz y dulce que de verdad no se notaba su paso. Los cinco muchachos, fuertes como quebrachos le daban una mano en las tareas domésticas, sobre todo en las horas de mayor actividad. Tío Pancho, vasco de pura cepa, su hermano Martín y dos peones estables constituían una familia donde, pese a dominar los hombres, Maggie era tenida como seguro pivote, y toda actividad casera giraba en su torno. El campo, las vacas, una majada y en especial la cría de caballos de carrera, eran cosa de hombres.

La tía Maggie conservaba rituales de sus ancestros en comida, bebidas y postres, celebraciones religiosas y trato social. Se mandaba atar el breake, se vestía con un liviano traje de lino, sacaba su sombrilla y nos invitaba a tomar el té en la casa de sus relaciones que vivían en campos no tan cercanos. Era aquello un acontecimiento muy esperado: la hora de merendar con scons y plum-pudding transplantada a las tierras del Arroyo del Medio. Entre caballos alazanes de brillante crin y gesto airoso que resoplaban y retozaban por los potreros, el olor penetrante de los pastos de cañada, los atardeceres con teros chillones y bandadas de patos pasábamos los días... un ventarrón de recuerdos de la infancia.

Por nada del mundo nuestra tía permitía que anduviéramos descalzos fuera de la gran casa. Los patios y cercanos potreros tenían hierbas y malezas tan urticantes como espinosas que al pisarlas, habría para varios días de dolores y molestias. Entonces a nuestros berridos respondía el Eleuterio, un gaucho aindiado que se había aquerenciado a la casa, resultando personal de máxima confianza, se diría que imprescindible. El Eleuterio traía en sus alforjas toda suerte de por-si-acasos, mejunjes, friegas y yuyos que aplicaba sabiamente para remediar estos inconvenientes propios del campo.

Tía Maggie, para reforzar sus argumentos en contra de nuestras andanzas "en pata" solía contarnos que en Irlanda hay un duende llamado Pixy que no sólo tiene forma de mata espinosa que al pisarla produce tanta comezón como las ortigas y para rematar tiene sus encantamientos. Como hacer que el viajero pierda su orientación, comience a caminar en círculos y en lugar de llegar a destino tal como se lo propuso, vuelva al punto de partida y así hasta el cansancio.

*El Pixy es además, un duende travieso que cambia de sitio las cosas de la casa. Te vuelves loco buscándolas y a los días, lo que buscabas aparece cómo si se partiera de risa, burlándose de uno que pasó muchas veces por ese lugar sin verlas. Ante tales bromas, la tía, muy sabia, recomendaba conjurarlas. —Hay que dar vuelta las sillas del comedor y dejarlas como estaban, sacarse los sacos y ponérselos al revés, de ese modo los duendes se dejan de bromas -decía, mientras descolgaba los abrigos con las mangas dadas vuelta para dejarlas como debían estar para usarlas. Había días de gran dada vuelta de sillas. Cuando tío Pancho iba a las carreras los duendes tenían mucho trabajo también, en mandarle buenas ondas, y conjurar a los caballos para que ganaran.

El Eleuterio, cuando era testigo de estas ceremonias y rituales, muy serio nos decía: —Los indios, mis parientes, siempre han creído en duendes, salvo que los llamaban tinguiritas
[1]. ¡De traviesos! ¡¡¡Peor que ustedes!!!

Cuando pasaron los años y me interesé por los cultos aborígenes, comencé a profundizar esta analogía entre los duendes de la antigua Irlanda y los tinguiritas de nuestro joven país. Tía Maggie nos lo hizo notar, allá, en su hogar argentino con fuertes raíces gaélicas.

[1] Tinguiritas: Duendes en los que creen mapuches y ranqueles. Son seres pequeños que se esconden en el campo, que invaden la vida de la gente común, provocándoles molestias con sus picardías, tales como esconder cosas o jugarles bromas pesadas.

Susana Dillon
Los viejos cuentos de la tía Maggie
(Una irlandesa anida en la pampa)
Editor: Universidad Nacional de Río Cuarto
Córdoba, 1997

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