Tía Maggie en la ciudad
Susana Dillon

Tía Maggie era un ser sociable. Tal vez porque su vida transcurriera en medio de aquella llanura casi despoblada, no eran frecuentes las reuniones a las que ella hubiese podido concurrir.

 

Los días de fiestas religiosas, en especial, el destinado a honrar al patrono de los irlandeses, San Patricio, el 17 de marzo, era muy probable que se reuniera con sus hermanas en Rosario o en Buenos Aires. Una vez concluido el oficio religioso con las correspondientes salutaciones, se organizaban visitas a quienes estaban enfermos o necesitados de ayuda en la comunidad. Pero había una excusa que podía ser aun tan fuerte como un acto de fe. El "five o'clock tea", el reunirse en alguna confitería céntrica con amigas y parientes. Era de rigor, que aquellas señoras tan sobrias hasta ser austeras, para ese evento buscaran en sus guardarropas alguna prenda para estar a tono con el acontecimiento.

Los últimos días de mis vacaciones, me sentaba en la cama grande de la tía para presenciar la exhumación de los modelos que, según mis infantiles apreciaciones eran de una sencillez apabullante. Maggie era el espejo de la pulcritud y del decoro. No salía de su chemissier de hilo, siempre el mismo modelo, en distintas telas y colores, zapatos cómodos y cartera al tono, pero para darle un toque, o ponerle el sello al atuendo, allí estaba el ¡infaltable sombrerito. Cambiaba la capelina cotidiana, con ramo de campanillas azules por otras paqueterías en las que amaba dar rienda suelta a su imaginación. A veces, tío Pancho arriesgaba alguna opinión:

 

—Margarita, no se me venga a la ciudad con la cabeza llena de pájaros -la bromeaba.

 

Ella, impertérrita, elegía la única muestra de frivolidad que le conocí. Era el sombrero su destape, su travesura, el momento de tomarse un desquite entre tantos trabajos y desvelos, una especie de nivelador entre el rudo mundo rural y las luces mundanas.

 

Sin duda, sus antiguas amigas tendrían más comentarios con los sombreros de Maggie que con todos los casamientos y rompimientos de la colectividad. A toda esta roncha levantada con sus modas, ella sonreía satisfecha, marcándosele los hoyuelos de las mejillas, mientras su mirada color lavanda se velaba con el tul del chambergo.

—Una pinturita -me decía mientras se lo probaba y con gesto de complicidad me recordaba-: No le digas a Pancho, que tengo otra media docena de éstos en la sombrerera, que me volverá loca con el tema de los pájaros que tengo en la cabeza.

                                                                                 

En una oportunidad me llevaron a mí también a la Capital, junto con Frankito. Coincidió San Patricio con un remate de caballos en el tatersal. Allá fueron los dos hombres y yo me prendí de la mano de mi tía. Ellos a renovar los famosos alazanes mientras las damas del té a las cinco disponían de la tarde para sus reuniones. Esta vez, terminadas las actividades de los caballeros, nos llevaron a un partido de hurling, que constituye el deporte nacional por excelencia, tan antiguo como reírse en Irlanda.

Los chicos, de entrada, nos enganchamos entusiastas al juego que es una exigencia de velocidad, astucia y aguante. Sus treinta jugadores divididos en los dos teams, con sus palos curvados persiguen una pelota escurridiza, inalcanzable, mágica. Tanto me apasionó lo que ocurría en la cancha como el colorido y el clamor de las tribunas. Las amigas de Maggie me explicaron las reglas del juego, mientras con Frankito nos devorábamos las uñas por las emociones. Mi primo no se perdía detalle fanatizándose aún más que yo, porque ya era un espectador veterano.         

 

Todo aquel mundo me resultaba interesante, todo lo quería saber, todo lo quería aprender, entre ésas, las reglas del juego, para lo que mi primo aportaba detalles.

 

Nos quedó otro paseo para el día siguiente: ir a visitar, junto a sus antiguas condiscípulas a sus maestras de otros tiempos, las Hermanas de Misericordia, que dieron a esa comunidad todos sus afanes y todas sus luces no sólo en la tarea docente sino también en su obra humanitaria, de riguroso apostolado.

 

Los años, los altibajos de sus vidas habían acrecentado, en las amigas de mi tía Maggie, el enorme afecto que profesaban a las religiosas. Ellas respondían gozosas a aquellas sinceras demostraciones. El tiempo, que degrada el cuerpo, había enaltecido y purificado aquellos gestos de solidaridad que se traducían en obras.

La vuelta en tren, fue jubilosa y llena de comentarios. Tío Pancho daba detalles de sus nuevas adquisiciones: dos padrillos alazanes azafranados que eran una sensación en belleza y velocidad. Tía Maggie se explayó contando de qué manera la colectividad por intermedio de los sacerdotes, auxiliaba a las familias en apuros económicos y cómo se organizaban las redes solidarias para momentos de infortunio. Los oficios religiosos, las reuniones, el permanente trajinar nucleando a los irlandeses entre funerales y casamientos. Los dos extremos de la vida inmersos en el cálido abrazo del encuentro a través del tiempo y la distancia.

 

Aquella charla viajera trajo a colación las invitaciones que se hacían entre amigas para viajes cortos en excursión. Ya programaban un recorrido por el Tigre. Tales eventos constituían por aquellos tiempos otras formas de comunicación que las mantenía unidas, reciclando antiguas amistades, casi siempre heredadas de las generaciones anteriores.

 

Llegar otra vez al Arroyo del Medio y de allí a La Josefina para salir a buscar palos curvados en las puntas, fue cosa de minutos. En aquel barullo lo metimos también al Eleuterio. Buscamos las ramas apropiadas, con su curvatura natural y lo demás lo puso el gaucho paciente y sabio que nos proveyó de todo lo necesario. Facón en mano, rebajó con pericia y prolijidad la madera hasta dejarla tal como habíamos visto en el hurling. Trazamos la cancha y encargamos al pueblo la dichosa pelota. Ahí fue cuando se le volaron los pájaros al Eleuterio.

 

—Esto se juega con una madera retobada en cuero de forma redonda, que con la chueca se lleva hasta el hoyo -dijo terminante.

 

—¿Y cómo convencerlo? -nos preguntamos- si en Buenos Aires se juega con una pelota.

 

—No, niñita, este juego tiene miles de años. Lo jugaban mis paisanos, los indios. Se llama chueca o palitún y se va empujando con el palo una pelota hasta hacer centro. Se jugaba en las tolderías donde los indios nos reuníamos, jugábamos y apostábamos por nuestro equipo. ¡¡¡Era una pura fiesta!!!

 

—¡Huija por el Eleuterio campeón! -gritamos contagiados por su entusiasmo.

 

De allí en adelante tuvimos hurling, chueca, palitún o lo que fuere todos los días hasta que se terminaron mis vacaciones de "pura fiesta".

 

Le jugábamos partidos al Eleuterio cuando terminaba con sus tareas. Cada día nos enseñaba una treta diferente para burlar al contrario, para agilizar los movimientos, para hacernos cada vez más diestros.

 

Era el mismo juego, separado por el tiempo y la distancia tanto en Irlanda como en las pampas sin límites, practicado por gentes de rubias cabelleras o de endrino pelo aborigen.

 

El gaucho aindiado, primer ecologista que tuvimos y maestro graduado en la naturaleza, se frotaba las manos, previamente escupidas, empuñaba la chueca y magnetizando la pelota con sus ojos de lince convertía un tanto imposible, impensado, mágico.

 

Nos admirábamos de la pericia de aquel descendiente de los bravos ranqueles que seguía siendo fiel a su raza no obstante convivir con hijos de inmigrantes.

 

En aquel mundo silvestre, libre, de duro trabajo, pero de futuro promisorio, tenían cabida, no sólo la cultura traída por los blancos, sino este genuino exponente de la madre tierra, un ranquel amarrado a sus raíces.

 

Y nosotros, lo chicos crecidos entre ambas corrientes humanas aprendimos el secreto de la convivencia y el respeto al "otro", por muy humilde que fuese.

 

Las leyendas, los juegos, las vivencias de la existencia compartida, son emblemáticos.

 

Allá está, en medio del paisaje, con su capelina de campanillas azules tía Maggie, vestida de verano con ojos de lavanda, esperándonos, para gozar otra vez de la infancia.

 

La infancia, ese lugar mágico, donde siempre regresamos, no sólo por nostalgia, sino en busca de los personajes entrañables que marcaron nuestras vidas.

Susana Dillon
Los viejos cuentos de la tía Maggie
(Una irlandesa anida en la pampa)
Editor: Universidad Nacional de Río Cuarto
Córdoba, 1997

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