Romances en la Villa
Primero mucho amor, después cuernos y palos

"Buen día, Nostalgia"
Río Cuarto... de donde venimos y como somos
Por Susana Dillon

Fue cuando apuntaba el siglo XVIII, todavía no habían llegado en sus soberbias naves los ingleses, pero ya andaban merodeando su presa sudamericana. El virreinato dormía su pachorra colonial y la Villa de la Concepción apenas emergía de entre los pajonales, los montes de espinillos y alpatacos a la vera del río, que regaba las huertas y los plantíos junto a los ranchos, que despacio se transformaban en casas más sólidas y duraderas. Había que levantar nuevos hogares, nuevos emprendimientos, había que añorar mejores tiempos.

 

A año y medio de celebrado el matrimonio de Silvestra, la hija de don Andrés Ángel Acosta, que fuera alcalde del Cabildo de la Villa, se le murió el marido, un buen sujeto, Cristóbal Matute. Silvestra, se vistió de negro y lloró a su marido como se usaba; a los gritos, mucha lágrima y suspiros. Pero a los 27 abriles, no se puede vivir llorando.

 

Tanto velo y crespón, no pudieron ocultar los atractivos de la viudita a la que ya se le asomó el gusto por vivir, secándosele pronto el llanto. Vaya a saber de dónde apareció un inglés (siempre hubo un inglés que nos estuviera mirando en esta tierra bendita) poniendo sus ojos también en la viuda, a la que no dejó tranquila con requiebros e insinuaciones, ruegos y lisonjas. Hasta propúsole matrimonio en su recién aprendido nuevo idioma. Completó el requerimiento poniendo casa con muebles traídos de Europa y hasta habló de cambiar de culto.

 

El fogoso pelirrojo tras un breve y amoroso romance se casó.

Alejandro Wilson y Silvestra sellaron su amor con seis chicos que en corto tiempo poblaron el hogar. Tantos niños de pelo color zanahoria y ojos claros, necesitaron de la ayuda de una esclava, a la que el inglés compró para aliviar a su mujer.

 

Andrea, la esclava, no sólo era atractiva, también tenía unas caderas provocativas, pechuga generosa y andar ondulante que complicó la historia familiar. El inglés se enceló con la morocha y Silvestra no era ciega. En esas el Diablo metió la cola. El inglés, que era de mala cabeza, que según saben las veteranas parecen fríos por fuera, pero son como el pastel de papas, calientes por dentro. Las quejas y reyertas que armaba Silvestra debían sacar de quicio al rubio erótico que no tuvo mejor idea que maniatarla a la cama, dándole una feroz golpiza, remedio que fue repitiendo hasta dejarla sin aliento, mientras amenazaba matarla, para que lo dejase tranquilo de una buena vez. Su tan amada mujer, había sido suplantada por la esclava. A los gritos y en inglés afirmaba que su mujer lo encole­rizaba y que su esclava le daba con los gustos. El escándalo ganó las calles de la Villa del Río Cuarto, Silvestra clamaba justicia y recibía palos. Los vecinos comenzaron a pedir clemencia a todos los santos del cielo y a las autoridades terrenales. Esto ocurría en 1821 y ya habían pasado las Invasiones Inglesas, la Revolución de Mayo, San Martín andaba liberando a nuestros vecinos y se venían las guerras internas. El caldero del país estaba en ebullición y la casa del inglés era el mismísimo infierno.

 

Cuando el alcalde supo el fondo del problema, se apresuró a resolverlo pues Silvestra era de familia notable y el inglés no era bien visto, así que mandó ponerle grillos y mandarlo a la cárcel. No tenemos el expediente completo, pero dadas las circunstancias al inglés erótico, lo deben haber mandado al destierro como era la ley en ese entonces.

 

Y para que nuestros sufridos lectores tengan más claro el panorama, que esos eran tiempos en que no se golpeaba a las mujeres sin el correspondiente castigo de la justicia, aquí va la copia fiel con ortografía de circunstancias.

 

Copia del original

 

Don Pedro Bargas Sargento Mayor de los ejércitos de la Patria y Alcalde Ordinario desta Villa y su jurisdicción.

 

Por quanto: atento a los insufribles y escandalosos echos inferidos por el extranjero Alejandro Wilson contra la persona de Doña Silvestra Acosta, su lejítima consorte, y haber vivido escandalosamente en ilícita amistad con una esclava suya nombrada Andrea; por cuya amistad se presume haber, dicho Wilson, castigado y maltratado repetidas veces, como efectivamente lo ha practicado hasta dexarla expuesta a los últimos momentos de su vida, aún queriéndola degollar después de castigarla maniatándola en un palo; y respecto a que estos hechos se han hecho tan vicibles al público y la opinión, trascendental, antes tubo a bien este Juzgado, después de repetidos informes que ha tenido en esta materia, buscar los medios mas seguros para conservar un matrimonio en paz, y quietud, invitando al mismo efecto al Tribunal Eclesiástico desta Villa para que en sociedad, ambas autoridades lo reconbinieren verbalmente y convenciesen de sus crímenes, imponiendo a que se

modere, y abstenga de hacerla padecer a su consorte tan injustamente, que en caso de obrar lo contrario en lo sucesivo sería castigado con la severidad que exigen las leyes. Su reincidencia ha llegado al mas alto grado de sus depravadas intenciones; ha intentado quitar la vida a su inocente consorte y ha jurado verificarlo por varias ocasiones. Se le ha reconvenido nueva­mente por ambas autoridades por ser reincidentes operaciones, y el contesto ha sido revestirse de un espíritu de andar atrepellando a las autoridades que lo reconbenían con mil insolencias nada decorosas ni correspondientes a un súbdito criminoso. Por cuyo motivo, y para que no queden impugnes la clase de tales crímenes, y sea satisfe­cha la vindicta publica he tenido a bien formar este Auto cavesa de Proceso para seguirle el correspon­diente sumario; ínterin el Aguacil Mayor procederá a la prisión del citado Wilson, y lo pondrá en seguridad con una barra de grillos, y pondrá a continuación de éste por Diligencia, haverlo verificado; y fecho todo precédase a la sumaria información de testigos por lo que haya lugar. Concepción del Río Cuarto Agosto 31 de 1821.

 

En dicho día hize saber el Auto cabeza de Proseso.

El Aguacil Mayor desta Villa en su persona doy fe.

Victoriano Ferreira

José Ángel Toro

Escribano Público y de Cabildo.

 

El amor en tiempos de guerra

 

Todavía andaba el Padre de la Patria queriendo cumplir su destino entre nosotros.

 

Todavía no estaba dicha la última palabra en cuando a ser un país libre, y justo acá en la Villa de la Concepción ya se asomaban las sombras de las montoneras.

 

Los hermanos Carrera no se quisieron someter ni a O'Higgins ni a San martín y hubo que tomarse al toro por las astas.

 

Entre batallas, tensas vigilias y raptos de mujeres, se vio envuelta Juanita, una mujer que fue víctima de su propia belleza, mientras nuestra región ardía de pasiones.

 

Juanita, el reposo del guerrero

 

La llegada de los hermanos Carrera a Río Cuarto fue precedida de toda suerte de atropellos. Los dos chilenos no hicieron asco en desparramar violencia sobre la ya desatada en las luchas intestinas y que tuvieron como escenario la región central del país, allí donde se unen las coordenadas para marcar la posición geográfica.

 

Eran tiempos en que estos dos rebeldes, si bien querían la independencia de Chile, no admitían el liderazgo de O'Higgins ni tampoco el de San Martín en la causa que debiera haber sido común y compartida.

 

Los aristócratas chilenos querían la independencia a su manera y así les fue, pero en estas convulsio­nes se gestaron las patrias nacidas en 1810. No sólo combatían contra los realistas, también hubo forcejeos de poder, alzamientos arteros, pequeñas miserias corroían las grandes causas. En aquellos entreveros donde los verdaderos objetivos de las luchas se desdibujaban en la polvareda de pasiones, aquellos hombres matizaron con el amor, esa tan necesaria presencia femenina entre tanto tiempo y energías dedicadas a tutearse con el peligro y la muerte. La mujer, único y efímero antídoto contra la Parca.

 

La muchacha se llamaba Juanita Martínez y debió hacer sido una belleza, un interesante botín, porque se la disputaron varios de los contendientes. Durante el malón que se perpetró en Salto se la llevó un indiazo a las tolderías de Yanquetruz.

 

Después del malón, las quemazones y el despojo, a los hombres los pasaron a degüello y a las mujeres que buscaron refugio en la iglesia allí mismo las violaron, para luego arrastrarlas con sus hijos a las tolderías. Quedó la desolación, el humo, el silencio y más tarde el chillido de las aves de rapiña trazando círculos en un cielo tenebroso. Juanita ya no tenía más lágrimas que llorar en esos ojos que insistía poner en el horizonte. Así pasó seis meses hasta que la polvareda que venía del desierto le recortó la silueta de una partida de montoneros al mando del General Carrera. Yanquetruz recibía estas visitas en calidad de amigos y los agasajó a la usanza ranquel; carne asada casi cruda, bebida fuerte, mate servido por las chinas de su familia. José Miguel Carrera semblanteó los alrededores y entre un grupo de cautivas vio a Juanita sumida en su tristeza. Se encandiló con la belleza de la mujer que se diferenciaba mucho de las otras y le sacó el tema al cacique para comprársela. Forcejearon por la paga y luego de varias ofertas y contraofertas el precio quedó fijado en veinte vacas y algunas chucherías. "El hombre necesitaba compañía", dicen que dijo el indio, tal como lo dispuso Jehová, pero, claro, sin

vacas de por medio.

 

El general Carreras se llevó la prenda, que anduvo de un lado a otro, como era la vida de aquellos aventureros, para ser, en horas de reposo, su compañía y placer.

 

Hubo marchas, combates, tensas vigilias, huidas y saqueos y en esos avalares anduvo Juanita con otras mujeres llevadas por las buenas o las malas por aquellos hombres que tenían a precio sus cabezas. A veces, las apostaban en sus juegos de naipes, o a las patas de sus caballos, o a la suerte de la taba, las prestaban, las vendían, las cambiaban tan desesperadamente como se jugaban la vida. Pero Juanita era diferente, por eso le pertenecía al general.

 

La muchacha le tenía horror a esa circunstancia, maldecía la suerte que le había tocado porque sabía que en cualquier recodo del camino aparecería una partida con otra gente y cambiaría de mano como las otras. Muchas veces otros hombres feroces la habían mirado con deseo y hasta se le habían atrevido de palabras, pero los había contenido la idea de ir a parar al cepo o rodar junto al paredón con un tiro en la nuca.

 

En aquella campaña tan disparatada y despareja los Carrera vinieron a dar a Río Cuarto. El general Morón, de las fuerzas regulares, capturó a las mujeres que iban a la retaguar­dia de los montoneros. Juanita vio que sus temores se cumplían y se desesperó por su futuro. Los soldados de Morón también comenzaron a espiarla engolosinados. No hacían otra cosa que arrimársele a decirle chistes brutales al son de groseras risotadas. Los pobladores de Río Cuarto no hacían más que comentar los dones de la capturada y ante la evidente admiración masculina, comenzaron a odiarla. Ya en la comandancia, tanto lloró Juanita que el corazón del capitán Manuel Pueyrredón comenzó a ablandarse, trató de consolarla y, con la autorización del general Morón, la llevó al cuartel para "protegerla". Más habladurías en la Villa.

 

Las peripecias de la guerra hicieron que José Miguel Carrera anduviera de buenas, dio combate en Río Cuarto y, como saliera bien librado, pudo rescatar a Juanita. Tiempo más tarde Pueyrredón fue capturado y llevado en presencia del chileno. Carrera, caballeres­camente, en homenaje de haberse preocu­pado por la muchacha, le tendió la mano y como premio le otorgó la libertad con tal que desapareciera de la escena. Otra vez en la villa volvieron a estallar los comentarios, cada vez con más pimienta.

 

Cuarenta años después Pueyrredón en sus memorias aún recordaba la belleza de Juanita y su romántica historia. Pero, ¿cuál hubiera sido el destino final de esta hoja en la tormenta? Sin duda sus huellas se perdieron en la arena de los medanales, una vez que su amante chileno tuviera un dramático final con su alzamiento y posterior derrota.

 

Aquellas mujeres, como Juanita, fueron más allá de ellas mismas, quedaron sumergidas en la arena, pero dejaron un mensaje de sacrificio anónimo que la historia grande, escrita o mandada a escribir por los mandamases, se negó a registrar.

Por Susana Dillon
"Buen día, Nostalgia"
Río Cuarto... de donde venimos y como somos

Diario El Puntal (Río Cuarto - Córdoba)

25 de enero de 2009

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