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Susana Dillon

Supo suceder en una ocasión...

... Sabían decir los paisanos que conocí en el campo, allá en mi infancia. Y el relato se poblaba de bichos de las cañadas, caballos, perros y gentes de la tierra adentro. También, a su influjo, se me venían encima luces malas, espantos, viudas, descabezados y otros seres fantasmales del más allá de la segura y conocida tierra de acá. Eran cuentos, relatos, leyendas que yo escuchaba escondida, para no delatar mi presencia de niña de la casa, que metía la nariz en la cocina de la peonada. Si me descubrían, se rompía el hechizo. Entonces era una clandestina y atosigada frecuentadora de rincones donde se almacenaban mis agrios miedos, pero también cosechaba desopilantes comentarios de gente con un agudísimo sentido del humor.

Había una vez, en un lejano país...

...Contaba mi abuela alta, rubia de candorosos ojos azules, mientras tejía calcetas teniendo en su regazo los nidos tibios de sus ovillos de recuerdos.

Eran relatos y cuentos donde los duendes, las hadas, las princesas y los caballeros de su lejana Europa entraban y salían por los puentes levadizos de oscuros castillos o se asomaban por las altas almenas para hacerme participar de tanta zarandeada aventura. Se me venían encima ogros, brujas, madrastras, espectros y dragones que yo conjuraba metiéndome de pronto en el regazo habitado por los tibios ovillos, provocando un batifondo de lanas y gritos. Pero estando al reparo de mi abuela, sintiendo el contacto de aquellas manos largas, tibias y sabias no había dragones ni espectros que valieran un susto. Era la declarada y legal depositaría de sus fantasías de inmigrante transplantada. La interlocutora válida para las largas noches de invierno en que gozábamos de nuestras mutuas cuitas.

Ella podía, impunemente dar rienda suelta a los recuerdos anidados en su añorada Costa Azul, de donde provenía y digo impunemente, porque si contaba aquellos cuentos ante sus hijos, éstos pronto le reprochaban: -Mamá, a ese cuento ya lo contó mil veces.- pero a mí me seguían fascinando por reprisados que estuviesen. Nunca los gastaba, porque cada vez descubría algún detalle en el escenario, si bien la acción era la misma, los personajes podían también lucir atuendos diferentes.

Rememoraba aquel valle donde se escalonaban las vides, sombreaban las encinas seculares, comían bellotas los cerdos, pastaban orondas mientras sonaban las campanas de sus llenas ubres, las vacas, que terminaron comiéndose la Biblia donde de niña aprendió a leer."Entonces se ponía a cantar el mirlo... y yo me olvidaba de todo"-decía.

Eran aquellos paisajes transitados por mi loca imaginación que ella incentivaba, fuente inagotable de recuerdos en los que nos solazábamos, mientras desovillábamos hasta la luna que se metía por la ventana esperando que nos venciera el sueño.

Por eso aquí se empalman cuentos y sucedidos de allá y acá, contados por gente entrañable que me marcó valores y abriéndome los sólidos portales de la realidad, me mostró también las rutas de la fantasía.

Susana Dillon
La hora de la sabandija (cuentos con chicos)
Opoloop Ediciones
Colección Gajos de Mandarina
Córdoba, agosto 1993

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