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Secretas alcobas del poder

Original encuentro en Las Malvinas
Un tal indio Flores y Magdalena Sholl
Susana Dillon

Si hay paisajes que hacen temblar de sólo ver una postal, habrá que imaginar en qué cueva se refugió esta pareja que anduvo contra vientos y mareas corriendo aventuras por los acantilados de Malvinas.

 

¿A quién se les habrá ocurrido andarse entre ovejas y pingüinos buscando compañía en aquellas soledades, con semejante clima y con gente inglesa cuidándole a Su Majestad británica lo que ellos nos robaron?

Pero esto no es un tratado de Derecho Internacional, es una atrevida crónica de un romance que surgió por allá en los años 1855 (es decir, ya los súbditos de Su Majestad se habían apoderado de las islas, aunque nadie de las Provincias Unidas del Río de La Plata ni la Nación Argentina lo habrían permitido ni estaban dispuestos a obsequiarlas). El caso es que las brumosas islas asomaban sus crestas sobre la plataforma submarina gritando al resto del mundo que nos pertenecían. Esta afirmación elocuente y legítima es lo que seguimos repitiendo con paciencia y buenos modos a través del tiempo y la distancia.

 

Toda esta historia comenzó con la llegada del 5º gobernador de las islas, con toda su familia, el benemérito Mr. Thomas Edward Laws Moore, a hacerse cargo de su puesto, acompañado también por su servidumbre y damas de compañía, que entre los de más importancia se encontraba Magdalena Sholl, una alta muchacha de 30 años que se distinguía por su abundante cabellera roja, la cual resultó bastante ventilada e inquieta, que vagaba por aquellas costas desoladas, de ásperos acantilados, permanentemente castigadas por violentas mareas y borrascas. Y repetimos ventiladas porque el viento soplaba inmisericorde durante todo el año.

 

Magdalena vio, en aquel mundo gélido, las playas concurridas por focas, leones marinos, pingüinos y demás fauna costera, pero no se interesó mayormente por ellos, sino que prefirió otear el horizonte por ver si atracaban barcos y en los barcos gente que tuviera interés en socializar.

 

Pero ¡resultó tan ralo el material humano!

 

A la joven se le revolvió la cabellera rojiza saliendo a caminar por los amarraderos del puerto y ésa fue la última vez que se la vio dándose una vuelta por la mísera aldea.

 

... Y pasaron largos días sin que se le divisara su roja melena al viento, ya se estaba pensando lo peor cuando reapareció con cara de nada. Al ser indagada acerca de su paradero por el Sr. gobernador, su cejijunto patrón, la joven pelirroja respondió sin dar mucho detalle de su ausencia que había salido a pasear con el capitán de un barco recién arribado, Douglas Rennie. Para el Sr. gobernador y varios de su entorno tal respuesta les pareció un paseo demasiado prolongado, tampoco encontró ni buenos motivos, ni razones decentes, no contando con la aprobación ni la tolerancia de Mister Moore y su severa esposa. Ambos, ante una Magdalena muy poco contrita, levantaron aún más el morro al unísono y fríos como dos británicos le enseñaron la puerta y la echaron de su empleo que era el de dama de compañía. Así que sin más ni más, quedó fuera del elenco gubernativo.

 

Pero así como la joven Magdalena quedó a la deriva en aquel mundo helado y solitario, había otros en la Isla Soledad que tampoco se alegraban de su suerte.

 

Entre los que quedaban buscando algún agujero dónde meterse por aquella isla que se caía del mundo, vagabundeaba un gaucho, Luciano Flores, venido en 1829 siendo muy joven con el gobernador Luis Vernet (que fue de los nuestros), pero el destino de las islas y su gente cambió con la llegada de "las hormigas coloradas".

 

Fue así como la peonada criolla quedó sin trabajo y uno de los gauchos, Antonio Rivera, encabezó una revuelta con un puñado de compañeros, entre los que se encontraba Luciano Flores, ya todo un hombre.

 

Esta revuelta de los criollos todavía se sigue discutiendo: nosotros que ya tuvimos experiencia con "los bichos colorados" (así se les llamó a los gringos en aquellas épocas) aseguramos que eran patriotas; ellos, en cambio, decían que eran asesinos.

 

Esta revuelta de los criollos derivó en algunos muertos rubios, por lo cual a los nuestros los acusaron de matones, pero la historia los condena por borrachos.

 

Después de tan sangrienta trifulca, Rivera, Flores y los restantes huyeron hacia el centro de la isla en busca de refugio, tenían la cabeza a precio.

 

Pero fue tan dura aquella vida clandestina, que prefirieron antes de seguir hambrientos y errantes, entregarse. Hubo discusiones y nuevas peleas, otro muerto como resultado. Los pocos que quedaron dieron con sus huesos en la cárcel, de donde los sacaron para que trabajaran en la esquila.

 

A todo esto, a Luciano Flores lo dieron por muerto.

 

Pasó el tiempo, la vida en las islas se tranquilizó, se criaron las mansas ovejas, pescaron en abundancia, se sosegaron y fueron a la capilla, recibieron contentos a los raros visitantes, algunos prosperaron con las pequeñas industrias y se intercambiaron productos con la gente del continente. .. y cuando todo parecía dormirse en los páramos helados, empezaron a vislumbrar en la oscuridad un negro jinete sobre un negro caballo que trotaba sobre la nieve. Así fue que la gente que no tenía tema le dio con alma y vida a la novedad del fantasma que vagaba por aquellas tierras envueltas en neblina. Pero comenzaron a descubrir que el fantasma se comía las mejores vaquillonas.

 

La leyenda del espíritu vagabundo preocupaba a grandes y chicos. Desde el gobernador al último grumete. La gente no andaba de noche ni para beber en la cantina, y cuando venían barcos a abastecerse de carne y pesca, eran los únicos que querían ser presentados al espectro errante que comía tan bien.

 

Hasta que alguno lo encontró parecido a Flores, que al final era lo único cierto que hablaba esta gente. El indio se arrimaba a Puerto Stanley para surtirse de víveres y algunos vicios, regresando misteriosamente a su oculta guarida.

 

Cierta vez que Flores andaba por las playas buscando almejas, se encontró con cazadores de lobos marinos de origen norteamericano, que aprovechando tanta caza, la vendían a la gente costera de tierra firme. El indio los ayudó a reparar un barco averiado y allí comenzó a trabajar con ellos, tanto le gustó el oficio que hasta aprendió el inglés. La gente lo comenzó a llamar Mister Lucky.

 

La llegada de un barco que amenazaba naufragar hizo que su capitán Charles Barrow desistiera de repararlo, pero no encontró ni triste ni desolado el paraje. Así que decidió quedarse. Como primera medida contrató a Lucky como guía y práctico. Esta fue una nueva ocasión para volverlo a bautizar. Ahora lo completaron, Barrow le puso apellido. Entonces quedó Lucky Flowers y se los comenzó a ver a los dos por todo Puerto Stanley abasteciendo la despensa y andando en cacerías. En ésas estaban cuando lo encontraron a Henry Faulkner, un pastor protestante con quien se solían juntar para tener interesantes charlas frente al whisky de la cantina.

 

Ahí, precisamente Lucky confesó al religioso su vida tan agitada como pintoresca, pero alejado de los afectos...

 

El pastor sacó cuentas y quiso redimir al indio, de paso se anotaba un poroto con el Creador. El alma del indio fantasma debía valer el doble que el de algún borracho cualquiera...

 

Luego de esta circunstancia, la vida de Barrow se le hizo aburrida, yéndose en el primer barco que quiso llevarlo.

 

Faulkner y Flowers siguieron su amable y pía relación hasta 1855, en que llegó el gobernador Moore, patrón de Magdalena Sholl aquella pelirroja amiga de andarse ventilando en busca de compañía.

 

La señorita que había sido expulsada violentamente por el severo Mr. Moore, acudió a que el pastor Faulkner la cobijara bajo su techo.

 

El buen hombre se apiadó de la pelirroja y contrariando a todos los vecinos atacados de intolerancia, hizo frente a la situación y, aún con la resistencia de los virtuosos, se propuso reunir a los dos personajes reprobos de su grey.

 

Convengamos que en este rincón del mundo, el pastor tuvo un chispazo de genio: citó en su humilde capilla a Magdalena y a Lucky Flowers invitándolos a un almuerzo. Magdalena se vistió con lo mejor que tenía, a lo que añadió un grueso chal de lana tejida por ella en sus aburrimientos, pero dejó al viento su esplendorosa cabellera roja.

 

Lucky se hizo presente con su atuendo de gaucho y su caballo negro, dejando para siempre su leyenda fantasmal y nadie se explica si aquello fue un golpe de fiebre o se impactaron mutuamente, pero el pastor salió radiante a enterar a la feligresía que la pareja se casaría la semana siguiente y que todos estaban invitados a presenciar y a brindar.

 

La ceremonia presidida por el alegre pastor también tuvo la asistencia de Mr. Moore y su estirada familia, quienes les regalaron a la pareja dos buenos caballos para que recorrieran las islas brumosas donde habían decidido organizar sus vidas. El indio Lucky, ni bien terminó el ágape con brindis, alzó a su china en ancas y se la llevó hacia el refugio que habían encontrado, entre exclamaciones de gozo y alaridos telúricos.

 

Contra el sol malvinero del atardecer, reverberaba la cabellera roja de Magdalena. Dicen quienes los vieron envejecer que fueron felices y que al tiempo se fueron a vivir cerca del desembarcadero en Port Stanley (o sea Puerto Argentino), que ahora se llama Port Flowers.

 

Evocando aquel fantasma del caballo negro, la gente de Malvinas repite la leyenda que unió a una inglesa que no fue una dama y a un gaucho que no fue un espíritu. Eso sí, debe ser uno de los relatos en que, cosa rara, tiene final feliz, a pesar de la presencia de "los bichos colorados".

 

¡Gaucho jinetazo, el Flowers!

Susana Dillon

29 de agosto de 2010
Secretas alcobas del poder
Diario Puntal (Córdoba, Arg.)

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