Mujeres reveladas

Introducción
"Hacerse la América"

Susana Dillon

No bien los descubridores constataron la realidad del nuevo continente y a estas tierras llamaron equivocadamente América, se acuñó la expresión.

 

Juntar algún dinero, malvendiendo los trastos obtenidos en aventuras por Europa o atrapar la magra herencia de segundón, y con el producto largarse para el Nuevo Mundo, embarcados en una nao atestada. Hacerse la América, llegar a lanza y arcabuz, espada y rodela, jurando por Santiago, porque junto a la espada venía la cruz también, para justificar tanta sangre y santificar tanto despojo.

 

Las mujeres se quedaban en los puertos, llorando, rezando y clamando pronto regreso. Después venía la soledad, el miedo, alguna vez una carta, con mucha suerte algunas monedas de oro, y se quedaron como congeladas, arrinconadas en la trastienda de la historia, sin que nadie contara lo que a ellas les acontecía.

 

Había tanto para contar de América, pero era cosa de hombres.

 

El mismísimo Cervantes, que en esos tiempos quiso largarse para estas playas, escribió algo que todavía les duele a sus compatriotas: "América fue refugio de desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores, añagaza general de mujeres libres...". El famoso manco, en cuestiones de bandidos y bribones, se las sabía todas. Había estado preso por deudas en las lóbregas cárceles de España, de modo que conocía el paño.

De tanto en tanto, volvía alguno y relataba maravillas de sus aventuras allende los mares, traía oro y algunas indias, como para que se conociese la mercadería.

 

Hacerse la América era llegar, por fin, tras muchas antesalas, a la audiencia real otorgada por el monarca, al frente de un regimiento bien montado, con sus capitanes envueltos en capas de terciopelo negro de cuyos cuellos apuntaban los encajes, tocados por sombreros emplumados de aves fantásticas, con los que barrían los mármoles regios en saludos palaciegos, donde Su Majestad los haría caballeros del reino. Hacerse la América, era entrar en un mesón de Cádiz y ordenar: "¡Que haya carnero y vino para todos que aquí vengo yo de América!"

 

Y mientras el viajero venturoso tiraba la negra capa sobre el banco, relucía la cadena al pecho de un dedo de grosor con una medalla como un sol, la empuñadura de la espada, las espuelas y el tintinear de la bolsa, todo de oro, hasta las herraduras del corcel. Si era clérigo, ya se sentía obispo, tal vez cardenal, ataviado de púrpura y mitrado, cubierto con capas pluviales, bajo palio, otorgando cielos y mercedes, dignidades y tierras. ¿Y ellas? Las que servían las mesas del banquete, se sentaban en las rodillas de los recién llegados, poniéndose muy gatas, diciéndoles porquerías al oído, mientras los bravos machos les tanteaban los cuartos entre juramentos y risotadas; ellas, ya se veían siendo amantes de condes y de duques, instaladas y mantenidas. Las otras, las decentes, esperaban a sus maridos vueltos de la aventura para ser por fin castellanas y salir de una buena vez de la pobreza secular, y entrar por la misma puerta que los grandes de España.

 

Hacerse la América: descubrirla, conquistarla, someterla, esclavizarla. Pero aquí se trata de mujeres, que no la usufructuaron, pero que de veras la fundaron: unas desde el poder, otras desde el llano. Muchas, las más, luchando a brazo partido contra el orden impuesto por el imperio que sí era cosa de hombres.

 

Acá encontrarán la versión no oficial de la historia, porque la contada por los hombres relegó maliciosamente el rol de la mujer que desbordó el tiempo de quedarse en casa, criar hijos e ir a rezar a la iglesia. Las mujeres, de las que algo se dijo, fue porque ocuparon los primeros planos de la sociedad en que actuaron. Sin embargo, se sabe lo que ordenaron decir los que detentaron el poder, contando las cosas a su modo y conveniencia.

 

He caminado mucho por esta América para enterarme, a través de la memoria colectiva, algo sobre las mujeres que me han interesado. He recogido el hilo de alguna pista original, alguna nota inédita y, como dice Eduardo Galeano, estas narraciones son "el resultado de un tormento de culo, un altísimo júbilo de crear, pero también de jornadas de esclavo negro, en las bibliotecas, pegado a la silla, leyendo cosas aburridísimas...". Pues hago mío el aserto: también me las he pasado sentada hasta hacerme callos en busca de las notas que arrojen nuevas luces sobre mi tema, que no todo es viajar y divertirse, conocer gente famosa o maravillosa como los arhuacos colombianos en su reservación, como los guaraníes del Brasil, como las cholas paceñas cuando me cuentan sus cuitas de madres.

 

Recorrer la América sangrante me ha llevado a conocer figuras nimbadas por la popularidad, algunas célebres como Gabriel García Márquez, en oportunidad de los 450 años de Cartagena de Indias, a Germán Arciniegas, en medio de una neblinosa mañana bogotana, a Miguel Ángel Asturias, hace muchos años, cuando residía en Buenos Aires, a Eduardo Galeano en mi casa de Río Cuarto, a Jorge Amado en su Bahía mágica, a los pintores y escultores que recrean los mitos de nuestros ancestros, Eladio Gil Zambrana en la costa caribeña y Caribe, ese colosal muralista que descubrió enamorado la gente brasileña y se nos quedó fascinado por los Orixás y las soberbias mulatas, pero que es nuestro. De todos he escuchado su palabra viva y he saboreado con placer de sibarita sus textos: son mis mentores. Pero sobre todo he escuchado la voz de los pueblos de América, la voz de sus mujeres, en especial. Ellas me han señalado las que "de veras la hicieron", la fundaron y, con gesto intransferiblemente femenino, la parieron.

 

Este libro fue escrito especialmente para las mujeres americanas. Para que miren y admiren su propia imagen, les he alcanzado un espejo. Con ello intento rescatarlas del olvido, reafirmarles su rol, tal como lo hiciera la Mama Odio primitiva.

 

He narrado vidas y luchas de bravas mujeres que se resistieron a ser colonizadas, otras gestaron la independencia e intervinieron en las guerras civiles. Son las innombradas Juanas, Adelitas, soldaderas, milicas, esclavas y libertarias en verdaderas legiones; pero quedan muchos recuerdos que desenterrar y memorias que reivindicar. Forman la gran ronda de mujeres que seguirán girando hasta por fin conseguir que haya justicia y triunfe esplendorosa la verdad sobre tantos tapujos, represión, miedos y por sobre todo, la vida sobre la muerte.

 

A medida que han salido a la luz estas breves notas, otras figuras de mujeres han ido apareciendo, como a través de una bruma, tal vez emergiendo de la marejada del deliberado olvido, de esta borratina de caras y de nombres, resistiéndose a pasar definitivamente al anonimato y a la amnesia. Han ido surgiendo discretamente, en puntas de pie, asomadas otra vez a la ventana de la vida para que les dediquemos unos minutos de atención.

 

Mis propias congéneres me envían desde Brasil, desde Colombia, desde el Perú, las incontadas historias que hay que sacar del cono de sombra, no bien se enteraron de mi iniciativa.

 

He dejado deliberadamente fuera de este libro a las mujeres más próximas en el tiempo: fines del siglo XIX y todo el XX, época en que la gran masa de inmigrantes que venía de Europa escapaba de las guerras y del hambre, en que volvieron a acuñar la vieja frase. Pero se han quedado en el camino figuras señeras de la historia no contada, como la de Anita Garibaldi, que hasta pudo dirigir un combate naval con éxito durante su campaña guerrera al lado de su compañero Giussepe; la Pola Salvarrieta, patriota hasta el martirio, que murió fusilada por los realistas en las campañas de Bolívar; la desdichada Carlota, emperatriz de México; tantas.

 

El presente nos encuentra peleando denodadamente para hacernos un lugar, por salir del arrinconamiento y, cada día, se hace más evidente que el espacio conquistado se obtiene tanto en las intrigas oficinescas como en las palaciegas, en las contiendas del parlamento como en los ministerios, desde la nota en el periódico hasta el mismo libro, en el mercado como en la cátedra, en la dureza de la calle como gritando dentro de la manifestación que desborda la plaza reclamando por hijos y maridos desaparecidos en guerras del nunca acabar, las declaradas y las negadas.

 

Ha sido necesario que transcurrieran quinientos años para sacar a plena luz estas vidas de mujeres que forjaron nuestro continente, con sus pasiones y sus virtudes, que nos son comunes a todas.

 

De todo este escarbar en el pasado, hemos confirmado que más de la mitad de la población de América, que somos las mujeres, no ha entrado en la historia más que en forma harto mezquina. ¿Qué sabemos del papel de las indias, dueñas de la tierra antes de la venida del hombre blanco? ¿Qué sabemos de las colonizadoras, las colonizadas, las rebeldes, las revolucionarias, las insurgentes?

 

No conocemos la historia de nuestras hermanas, pero esa negación no es casual: fue arteramente impuesta. Siempre los modelos vinieron de Europa, había que poner la vista y el interés en la madre Patria o en París, allí sí que había mujeres para imitar y mentar.

 

Las mujeres latinoamericanas tenemos una necesidad urgente: la de que no nos borren ni nos tergiversen; estamos ansiosas por conocernos. Ya sabemos demasiado de antiguas reinas egipcias o de modernas princesas frívolas, mariposas del jet-set, estamos hasta el copete de los últimos desplantes de Carolina de Mónaco, sabemos al dedillo los trapos que se pone Stefanía o con quién se acuesta la heredera de su Majestad Británica, pero nadie con poder, el gran poder de la prensa, nos informa de cómo hacen nuestras hermanas continentales para sobrevivir en países sometidos a presiones despiadadas ejercidas por los imperios colonialistas y sus esbirros, los dictadorzuelos de turno.

 

Sí, ésta es una lucha de supervivencia, un permanente resistir a sistemas de aniquilación y de expoliación en la que sólo nos ayuda el instinto de conservación y la memoria. Hemos hecho la América a pesar de la conquista, las guerras, las plagas, los monopolios, la aculturación y el hambre, la hemos reconstruido tantas veces como la destruyó el odio y la rapiña. Estamos en plena contienda, pero hemos hecho un alto para mirarnos al espejo, para vernos al cabo de tantos años. ¡Mujeres: por algo se empieza!

Susana Dillon
De "Mujeres reveladas"
ISBN 978-950-15-2401-7

Autorizado por la autora

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