El misterioso caso del turbante
Susana Dillon

Indudablemente un viaje en ómnibus urbano, no tiene nada de emocionante ni de exótico. Pero, métase usted todos los días en ese marasmo y parta por el medio "la ciudad del Marqués" con sus saetas colectivas y comenzará a gustar del trato de choferes amables o iracundos, con pasajeros remisos a ceder posiciones, con niños deglutidores de caramelos, previamente sacados de la boca y repasados por los asientos, con olorosos deportistas y otros olorosos que nada tienen que ver con el deporte. Señoras de compras...enfermos en pos de salud...y ¡oh deleite para la lengua: alguna que otra colega docente!

Bueno, que por fin llega uno a formar parte del convoy y se le hace tanto la conciencia del "trabajo en equipo", que mentalmente cataloga a los pasajeros del mismo horario y finalmente entabla con ellos una relación de especial solidaridad.

Con mi joven compañera teníamos un verdadero código de miradas y cada falta de participantes o problema surgido en el viaje era comentado por nuestra red de telemiradas.

Andando el tiempo, notamos que "el ingeniero", un señor bajito, risueño y con cara de sabio distraído, había captado nuestras comunicaciones secretas y las disfrutaba tras su diario, que abría justo a tiempo para cubrir su intromisión, cuando nosotras notábamos que se sacudía de la risa o cuando lo pillábamos lanzando miradas oradantes a las atrevidas minifaldas.

"El ingeniero" ejercitaba unas retiradas estratégicas geniales: descubría con mirada de águila algún bocado suculento, nos lo pasaba, y luego se balconeaba nuestras reacciones, con su cara de sabio ausente. Todo esto sin que le conociéramos la voz, A veces le sobrevenía un ataque de risa (porque era tentadísimo el hombre), entonces se tapaba con el diario...y aquí no ha pasado nada.

Mi compañera había averiguado que era ingeniero electromecánico, pero tenía fama de inventar cosas descabelladas, lo demás se sumía en el misterio.

En el transcurso de los tres años en ejercicio de nuestra labor al otro lado de este "Imperio", habíamos cambiado de todo un equipo de choferes y pasajeros. Nuestro "staff" era muy efímero. De los veteranos quedábamos nosotros tres, Tonino y su madre.

Al principio Tonino era llevado en brazos por su madre, una italiana recién venida, que lo sentaba en las rodillas y le aplicaba sonoros besos o ruidosas cachetadas, según su humor meridional se lo dictara.

A los tres años, Tonino prometía ser un "matamaestras". Sus inclinaciones hacían prever un caso rotundo de "rebelde innato". Empalidecíamos tan sólo de pensar que tal párvulo nos fuera confiado para aplicar nuestra sapiencia pedagógica.

La madre de Tonino debía escuchar y ver mucha telenovela; a menudo dramatizaba escenas en que lo abrazaba estrepitosamente, lo besaba como para matarlo, y le decía apretando los dientes: "-Tonino, carne de mi carne"... una y otra vez.

Mientras se bajaban en el hospital, nuestros mudos interrogantes eran percibidos por el ingeniero y los tres estábamos igualmente mudos para acordar que madre y chico eran fuertes como toros.

Un día en que abandoné mi sensato mutismo, me arrimé al asiento y pregunté vulgarme hasta el asco: -Nene ¿cómo te llamas? El chico corrió el caramelo al otro cachete y me espetó: -"Tonino Carne".

"El ingeniero" se sacudía detrás del diario y mi joven colega se secaba sus pedagógicas lágrimas.

Entonces fue que empezamos a sospechar que las idas al hospital eran en pos de alguna terapia mental o visita a algún familiar crónico, ya que ambos eran el espejo de la salud.

Y siguió pasando el tiempo... raudo como nuestro ómnibus, línea 2.

Tonino visitó primero su batín a cuadros y su moño de niño jardinero. Luego su blanco guardapolvo de escolar. Siempre acompañado por su dramática mamá. Siempre despanzurrando carteras, rompiendo bolsillos, pegoteando asientos, pateándoles las canillas a los del secundario, revolcándose con los del primario, siempre dando y recibiendo, para consternación del ingeniero y pavor de las maestras.

Por fortuna, Tonino no asistía a nuestra escuela y jamás intentamos arrearlo para nuestro redil, por déficit de alumnado que hubiere o campaña de alfabetización que se nos impusiera.

Sin embargo, la vez que Tonino faltaba, lo echábamos de menos: sus cachetes, coruscantes de caramelos, sus ojos azules, que descubrían todas las fechorías que pasaban por su mente nos tenían al atisbo.

Últimamente, Tonino había descubierto que las escuadras se podían empuñar como "Colt's" y "mataba" a todo el pasaje, menos al ingeniero y a mi joven compañera. A mí y al chofer nos mataba, pero por la nuca y con una "Berreta" que se la fabricaba con la cartuchera de los lápices.

La madre le decía entonces: -Ma nene, no juegue al "Combate"...Ma no haga el James Bon!!! De modo que era para pensar que el chico tenía una gran información de la pantalla chica y de la grande.

Un día faltó Tonino. Lo notamos. Al día siguiente lo vimos subir a empellones, empujado por una madre más furibunda que lo usual. Un enorme turbante de toallas cubría su cabeza rulienta.

Aquello nos alarmó. El ingeniero se levantó presto y les cedió el lugar. Nos conectó al instante una comunicación de emergencia: ¿Qué le habría pasado al chico? El turbante le cubría hasta los ojos y parecía salir a la altura de las pestañas, algo así como una delgada visera verde.

Nuestras mentes empezaron a trabajar febriles, descartando frenéticas presunciones y llegando a suposiciones como ésta: -A Tonino lo habrían operado de la cabeza...y miren esa madre como lo trata!!! Mi compañera estaba indignada con la desconsiderada mujer.

El ingeniero, previas miradas de alarma y tragadas de saliva se nos vino encima: -¡Hay que hacer algo!, habló, sí, habló con una insólita voz en falsete:

-Ustedes, maestras -arengaba- ¿van a dejar así al chico?, con ese Tita Merello. ¿No se dan cuenta que ese pobrecito es carne de quirófano? Seguro que esos locos del Regional ya lo tienen listo para operarlo. Ustedes no saben los aventados que son nuestros médicos. Aquí todos se sienten Favaloro. ¡¡¡Sueñan con salir en los semanarios, con el whisky en la mano, haciendo rostros y dándose aires en reportajes!!! -Y el chaparrón seguía...

Tres asientos más adelante, "la máma", apostrofaba al tierno infante. No podíamos escuchar lo que le decía, pero lo solapeaba, lo zamarreaba y entre una y otra exclamación airada, le pegaba manotones al turbante para tenérselo en su sitio. El chico apretaba los dientes, tiraba ciegos puñetes o hacía pucheros según viniera la mano. Nos dolía el alma. Pobrecito. Tantas fechorías estaban a punto de terminar...posiblemente en la mesa de operaciones...según las maquinaciones del ingeniero.

-¿No habrá sufrido algún accidente? -aventuré con el ingeniero.

-Pero, hágame el favor, ¡qué accidente! Al bambino lo injertan o lo trasplantan -me rugió en falsete.

La madre de Tonino seguía con la dosis de zamarrones, que aplicaba a conciencia.

El resto del pasaje comenzó a inquietarse y fueron varias las opiniones hostiles hacia los depravados instintos de las madres itálicas.

Pronto tendríamos que bajar, llegando a la escuela y Tonino sería un montoncito inerme bajo los focos del quirófano, rodeado de nuestros galenos injertadores, con mascarillas que dejaban al descubierto esos ojos de miradas poco tranquilizadoras.

A otro tirón materno estallé y me encaré decidida con la hija de Italia:

-Señora ¡cómo puede maltratar así a Tonino, con lo que está sufriendo, pobrecito!

-Ma que sufra, brigante!!! me retrucó violenta. Eso le pasa per jugare al "Combate"...

-¿Se accidentó? -susurró dulce mi compañera, obviamente conmiserada.

-Ma, ¡qué achidente! -de un manotón desparramó las toallas del turbante y nos mostró la cabeza de Tonino: metida hasta las orejas y tapándole hasta los ojos tenía una escupidera de color verde, enlozada. Era su casco de guerra. Tonino echaba su cabeza hacia atrás para mirar a sus consternados observadores y unos pucheros arrobadores salían de abajo de la escupidera que, con ninguna ciencia casera, habían podido sacarle.

-Ahora lo llevo al hospitale para que le corten questo "vaso di note". Dio benedetto. ¡¡¡Porco bambino!!!

Me di vuelta para ver qué me decía ahora el ingeniero, pero ya se había bajado. Miré por la ventanilla y lo vi hablando solo. No sé qué decía de los científicos locales, de la Tita Merello y de Tonino Carne...

Mientras volvía a poner en marcha el ómnibus, nuestro chofer impertérrito, arreglaba la formación de Boca para el domingo con los muchachos del secundario. Por el espejo me descerrajó una mirada comprensiva.

Susana Dillon
La hora de la sabandija (cuentos con chicos)
Opoloop Ediciones
Colección Gajos de Mandarina
Córdoba, agosto 1993

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