Micaela Bastidas
Susana Dillon

Hacía más de dos siglos que los hombres blancos habían sojuzgado a sangre y fuego el imperio de Tawantisuyu, secuestrando y luego asesinando al Inca Atahualpa, sometiendo a la más dolorosa esclavitud a sus súbditos. Habían entrado otros dioses en los templos del Sol, habían violado a las vestales sagradas, destinadas al culto, habían sometido a su lascivia a las esposas del Inca y todo lo más sagrado para el pueblo había sido profanado. Los Wiracochas, que así fueron llamados los blancos al confundirlos con los dioses antiguos, fueron más sanguinarios y crueles que las antiguas deidades a las que había que aplacar con sacrificios humanos. Los nuevos Wiracochas sólo se complacían a la vista del oro y de la plata, pero no bien la obtenían se les reactivaba la codicia y la crueldad para obtener lo que tanto ambicionaban y cada vez era más cruel la manera de lograrlo. De nada servía invocar al nuevo Dios Sangrante de la Cruz, de nada servía rezar las nuevas plegarias, de nada servía recurrir a los nuevos sacerdotes de la fe cristiana, todos estaban confabulados: el oro y la plata o la esclavitud y la muerte. El Dios sangrante no les aplacaba ni la codicia ni la ambición por más que los indios lo invocaran para salvarse de sus enviados.

 

Hacía más de dos siglos que el látigo restallaba sobre las espaldas de los vencidos, poblaciones enteras debían pagar tributos inhumanos ya con la mita, ya con el yanaconazgo. Se sabía, por propia estadística publicada por los virreyes, que de diez indios que partían al trabajo obligatorio de las minas, al cabo de un año sólo volvían dos, y de ellos sólo las sombras.

 

Como respuesta a todos los abusos, surgió de entre las entrañas de la tierra la rebelión de Tupac Amaru, quien sintiendo el llamado de la sangre se proclamó heredero del incario y vengador de su gente. Mucho se ha discutido si de verdad era de estirpe real, mas lo importante es que se levantó en armas abrazando la causa de los indios perseguidos y esclavizados, sacrificados a la codicia de los corregidores, verdaderos demonios a cargo de la expoliación con que el imperio colmaba sus arcas insaciables.

Mural Micaela Bastidas - 2009
del artista peruano Olfer Leonardo

 

Los corregidores, verdadero azote del gobierno colonial, eran una nueva versión de los sátrapas persas y tenían como rol colocar los productos llegados de la metrópoli a precios astronómicos que el indio estaba compelido a comprar y pagar con su trabajo y el de su familia.

 

El consumismo obligatorio lo proveía de telas, agujas, alfileres, sombreros, paraguas, anteojos, estampitas y otras ridiculeces que debía pagarlas a precio de oro con el producido de sus tareas agrícolas, ganaderas o el infernal trabajo en las minas. Si no cumplía, él y sus hijos pasaban a ser siervos y esclavos en minas y obrajes.

 

Generación tras generación quedaban atrapadas en esa cuenta del nunca acabar.

 

Así se levantó Potosí, al pie del cerro de la Plata, meta de todo aventurero, pasión de todo burócrata del imperio. La plata salía del cerro a raudales, con la sangre, el trabajo y la vida del mitayo. Desde tiempos del inca el trabajo de la mita era considerado una especie de servicio obligatorio de cada ayllu (clan), pero al llegar los españoles este sistema se hizo más esclavizante y perverso, siempre en beneficio del estado y de la clase dominante. Creció Potosí en extremos de riqueza, lujo, vicio y despilfarro para los privilegiados, como en miseria y muerte para los sometidos. Esplendor y decadencia, ésta era la fatal dicotomía en que se debatía la América colonial. Se calcula que en tres siglos, los socavones de Potosí aniquilaron a ocho millones de indios. Era lógico que quien recorriera como arriero los antiguos caminos del Imperio del Sol, como José Gabriel Tupac Amaru, comprobara por sus propios ojos cómo eran explotados y morían sus hermanos y que, oficiando como Curaca (cacique de la región cercana al Cuzco), hiciera el reclamo ante la justicia y ante las autoridades de Lima, ante el mismo Virrey.

 

Sin embargo y pese a considerarlos justos, llegando el Conde de Alba, Virrey entonces, sólo se quedó en la propuesta de extinguir la mita. El mismo Areche, años antes de dictar la terrible sentencia contra los sublevados, precisamente en 1777 declara en evidencia de lo que asume: No hay corazón lo bastante robusto que pueda ver cómo se despiden forzados los indios, de sus casas para siempre...; sin embargo, con la mayor crueldad reprimió a esos mismos indios que se alzaron contra el sistema que él mismo execrara, al ser tocados sus inmensos privilegios.

 

Las leyes de Indias posibilitaban a los corregidores el reparto de mercaderías venidas de España con el objeto concreto de civilizar a los indios, a la vez que de esa manera se los desarraigaba de sus hábitos y usos, forma harto eficaz de aculturizarlos, sumada a la persecución y enjuiciamiento por practicar sus antiguas y ancestrales creencias.

 

Debían pagar por telas confeccionadas en la metrópoli, así como por calzado, sombreros y demás fruslerías para desalojar a los tibios ponchos, los abrigados chuyos (gorros de lana de llama) y las prácticas ushutas, con el producido por la tierra o arrancado a las minas.

 

Las autoridades españolas, tanto civiles como eclesiásticas, estaban al tanto de que este reparto equivalía a una de las peores extorsiones, dice el historiador Lenoin y, para mayor aclaración, otro español investigador, Antonio Ferrer del Río, afirmó estudiando a conciencia los siniestros personajes: Sin la codicia de los corregidores, no se explica la rebelión de Tupac Amaru, en cuyo curso perdieron la vida cien mil personas y se saquearon muchos millones de duros.

 

Era casi imposible que no se alzara alguien con suficiente fuerza en contra de tan inhumana esclavitud, levantando la bandera de la justicia y la reivindicación de la raza sometida.

 

José Gabriel Tupac Amaru era natural de Tinta, lugar cercano al Cuzco. Allí, desde su niñez huérfana, se topó a diario con la más flagrante injusticia, donde era evidente hasta para un niño la codicia y la ambición desmedida en cada acto de los funcionarios coloniales. Allí, ya hombre, concibió la idea de redimir a los suyos. Recorriendo los caminos con su nutrida recua de mulas, en la que transportaba los productos de intercambio, palpó de cerca el problema, cimentando su autoridad y su influencia en la región. A los veinte años se casó con Micaela Bastidas, una india de dieciséis, tan concientizada como él mismo de las circunstancias que los envolvían como un vendaval desatado en el antiguo incario.

 

De los documentos de la época se desprende que Micaela fue mujer de armas tomar.

 

La sublevación encabezada por su marido y toda su familia la encontró inspirando y actuando con dinamismo y persuasión.

 

No sólo estuvo siempre a su lado, también su energía la hizo recorrer villas y poblados, campos y desiertos levantando a los indios enardecidos en armas. Micaela hablaba y conmovía, Micaela marchaba y armaba. Se decía que era más brava que el mismo jefe. Tupac Amaru tenía toda la presencia del conductor de su pueblo: reencarnaba la majestad y el valor de los incas. Los peruanos de hoy se enorgullecen de este paladín al que representan como a un recio hombre, de vigorosa estampa, cabello negro hasta los hombros, cubierto por un sombrero aludo que le ensombrece las severas y armoniosas facciones, de ojos rasgados y penetrantes. Lo pintan ataviado a lo gran señor, como que lo era, con oscuro traje y capa de terciopelo, medias blancas y zapatos de fina hebilla, como un gentilhombre. Sin embargo, la figura de Micaela se esfuma, es apenas una silueta menuda en la penumbra de la historia.

 

En el Panteón de los héroes peruanos, en el barrio de los universitarios en Lima, hay una pequeña y bonita iglesia, reliquia colonial, donde están, para la veneración popular, los bustos de sus legendarios paladines. Entre San Martín y Tupac Amaru está el busto de Micaela Bastidas, la india pequeña del coraje grande. Entre las glorias del pasado y la admiración callada de los jóvenes estudiantes.

 

Pensé, en aquel entonces, cuando aquella vez me enteré de la gesta de los primeros rebeldes, que Micaela había sido una heroína de salón, como nuestras patricias que cantaban el himno bajo la luz de las velas, al son del clavicordio y al amparo del gesto protector de nuestros próceres, seguras y altaneras bajo el techo linajudo de Misia Mariquita Sánchez. Pero me fui enterando de que fue otra la historia de la aguerrida compañera de Tupac Amaru en la insurrección que incitara a toda América a tomar la justicia por sus propias manos.

 

Entre 1770 y 1780 Tupac Amaru reclama pacíficamente ante todas las autoridades coloniales, desde los corregidores al virrey, el derecho de sus hermanos de raza a un trato digno. Algunos consideran acertado su pedido; hay pruebas de que así lo expresaron públicamente.

 

También en esa época debe hacerse reconocer ante las autoridades como auténtico "curaca" y descendiente del último inca Tupac Amaru.

 

Pero aquí las cosas se complican, ya que la burocracia colonial era reacia al uso de las prerrogativas del nombre de INCA en ninguno de sus súbditos, que significaba un peligro notorio al ascendiente y la magia que esa palabra despertaba en el pueblo sometido. Usó entonces Tupac sus atributos cuando ya cansado de solicitar pacíficamente y dentro de las leyes sus inmanentes derechos, se levanta contra el poder colonial y ejecuta tras un sonado juicio al corregidor Arriaga, dando comienzo a incendios en los obrajes, en la papelería de instituciones coloniales a los que se agrega la liberación de los mitayos, a los esclavos obrajeros, todos ahora soldados de la nueva causa formando un caótico y enfurecido ejército que hizo arder al Perú hasta los confines. El pacífico y ceremonioso arriero se había convertido, junto a su mujer que era también su inspiradora y brazo ejecutor, en los restauradores del antiguo imperio, en los vengadores de la raza esclavizada. En sus proclamas Tupac Amaru no se declara enemigo ni de la Iglesia ni del poder real, sino pura y exclusivamente de los corregidores, que representaban el sometimiento y los más grandes abusos. Esta afirmación se reitera en todos los bandos, cartas y publicaciones de la gesta.

 

En diez años que duró este alzamiento, su preparación y su concreción, y fueron de distinto cariz sus acontecimientos, ardió la mecha revolucionaria en todo el Perú, pero su fogonazo fue percibido en el resto de América. Cuando peligraba la causa, salía Micaela a acaudillar huestes para reforzar las campañas de su esposo y no fueron pocas las batallas en las que participó. En una oportunidad, al recibir el recado, por uno de sus fieles, de que su compañero estaba en inminente peligro, trepó al caballo y exclamó a sus seguidores: Estoy pronta a morir, donde muriese mi esposo y fueron premonición sus palabras.

 

El movimiento insurgente había cobrado gran importancia, mas estaba desorganizado y minado de traidores. Uno de ellos, los entregó a las tropas realistas. Cayeron prisioneros, y tras un juicio ignominioso fueron ejecutados con la crueldad y la divulgación que el imperio tenía como regla para evitar nuevas tomas de conciencia colectiva.

 

De la muerte y el martirio de Tupac Amaru, todos los americanos están enterados, mas pocos saben que su mujer, sus hijos pequeños y sus parientes tuvieron la misma suerte. Los mismos burócratas, que reconocieron los horrores del trato con los indios, no dudaron un instante en aplicar los más terribles tormentos a los que habían osado levantarse. Los responsables espirituales callaron y miraron para otro lado.

 

La ejecución tuvo lugar en la plaza de armas de Cuzco. Allí precisamente hay una placa que recordará por siglos el martirio de los ajusticiados. Un testigo ocular así narra esta página negra del colonialismo: ...habiendo el indio y su mujer visto con sus propios ojos ejecutar los suplicios en su hijo Hipólito, que fue el primero que subió a la horca, luego subió la india Micaela al tablado donde asimismo, a presencia del marido se le cortó la lengua y se le dio garrote en que padeció infinito, porque teniendo el pescuezo muy delicado, no podía el torno ahogarla y fue menester que las verdugos, echándole lazos al pescuezo tirándole y dándole de patadas en el estómago y pechos la acabaran de matar. Cerró la función José Gabriel, a quien se le sacó a media plaza allí le cortó la lengua el verdugo, lo pusieron a la cincha de cuatro caballos atado de pies y manos, espectáculo jamás visto en la ciudad. No sé si porque los caballos no fuesen fuertes o porque el indio era de hierro, no pudieron absolutamente dividirlo. Después de largo tironeo de modo que lo tenían en el aire como a una araña, se mandó a que le cortaran la cabeza, luego le sacaron los miembros, lo mismo se ejecutó con la mujer y fueron enviados sus miembros a los cuatro puntos cardinales para su exhibición (...) Los cuerpos del indio y su mujer fueron llevados a Picchuy arrojados al fuego hasta convertirles en cenizas y arrojadas al aire y a un riachuelo que corre por ahí.

 

El mismo cronista agrega que siendo los días en esa estación serenos y de sol, ese aciago 18 de mayo de 1781, se cubrió el cielo de forma amenazante y que cuando tironeaban del indio los cuatro caballos el cielo comenzó a tronar y a llover torrencialmente. Los que presenciaban el macabro espectáculo huyeron con pavor, aun la soldadesca destacada en el lugar.

 

El pueblo, convocado por orden de las autoridades coloniales para que sirviera tal acto de escarmiento, supo desde lo más hondo de su sangre que Inti respondía de este modo a la justicia de los hombres. El antiguo dios recibía el sacrificio, como cuando aprendieron la historia del Dios Sangrante.

 

De las cenizas de Tupac Amaru y Micaela Bastidas, la pareja que heredó el legado del incario para liberar a la raza sometida, brotaron como semillas fecundas nuevas revoluciones que se expandieron por toda América.

 

De sus cadáveres ultrajados, de sus muertes desacralizadas, vienen las voces exigiendo justicia para nuestro continente que se sigue desangrando.

 

En América todos los días crucificamos a un nuevo Cristo y los ejecutores no tienen inconvenientes en comulgar y vendernos estampitas.

 

SUCEDIÓ EN EL PERÚ - Micaela Bastidas 1/4

SUCEDIÓ EN EL PERÚ - Micaela Bastidas 2/4

SUCEDIÓ EN EL PERÚ - Micaela Bastidas 3/4

SUCEDIÓ EN EL PERÚ - Micaela Bastidas 4/4

Canto a Micaela Bastidas

Susana Dillon
De "Mujeres reveladas"
Javier Vergara  Editor, 2007

ISBN 978-950-15-2401-7

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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