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Secretas alcobas del poder

Luisa Bacichi. Cuando los amores no se pasaban en limpio
Yrigoyen, el silencioso
Susana Dillon

Si hubo un sujeto misterioso, original y amigo de esconder su vida privada, al punto que le pusieran el mote de "Peludo", fue don Hipólito Yrigoyen, que no sólo llegó a Presidente, sino que alcanzó el poder sin necesidad de seducir al público con la elocuencia. No le pasó como a los políticos actuales que se esmeran en la florida verba.

El "Peludo" mataba callando, callaba y ganaba con su apariencia de hombre de principios, sobrio, cejijunto, austero, enemigo de la bambolla, debía ser por eso que inspiraba confianza y respeto.

En su juventud, fue amigo de andarse en revoluciones y concientizando gente contra el fraude, vieja política conservadora que asentó sus éxitos robando urnas y persiguiendo a opositores al son de "usted ya votó" y tiene razón pero "marche preso".

Como profesor de Instrucción Cívica y Moral les enseñó a sus alumnos a venerar el orden familiar y las virtudes domésticas, aunque jamás se supo que hubiese fundado un hogar. Abominó el divorcio como los curas recalcitrantes, que bramaban en el púlpito cuando los matrimonios se separaban si el yugo los ahogaba, y tuvo sus queridas a la sombra, hasta llegó a ocultar los hijos tenidos con ellas. Ni cuando se le vino encima la muerte los reconoció.

En eso de trabajar como profesor fue todo un éxito. Las alumnas de la escuela Normal morían por su apostura, su rostro mezquino en sonrisas; en fin, como profe fue tan recio que logró imponerse gracias a ese gesto entre misterioso y distante con que selló su vida.

Luisa Bacichi fue una mujer venida de París, pero originaria de Trieste, del tipo de las rubias opulentas y de vida alegre, que ya tenía su historia con un "bon vivant" agentino, de los muchos argentinos que emigraron a la ciudad luz a desparramar "los morlacos del otario" y a darse vida de calavera con "bien forrado su monedero", como se usaba en los años locos. Niño bien que tiró manteca al techo donde fuere, para dejar bien sentado que los argentinos de la "Belle Époque" sabían vivir a lo grande con lo que producían las estancias de papá.

El galán se llamaba Eugenio Cambaceres, fue diputado de la provincia de Buenos Aires y luego de la Nación. También se graduó de abogado, pero no ejerció. Más vale se dedicó a la literatura erótica, con la travesura de hacer sonrojar a las solteronas púdicas. Pero poseía otros valores agregados: tenía estancia y vivía en un castillo en la calle Montes de Oca, digno de un potentado. Los libros que escribió en sus momentos de alocada inspiración, con escenas nunca sugeridas ni plasmadas por nuestros literatos, le trajeron no pocos dolores de cabeza, porque la sociedad paqueta le tiró con su almidonada artillería, le provocaron la misma reacción que las gallinas cuando ven aparecer al zorro en el gallinero. Buenos Aires enrojeció horrorizada por el griterío provocado por Cambaceres y "esa mujer", en tanto ellos se daban vida principesca, tanto en París como en Buenos Aires, como en la estancia del Gral. Alvear, vecina de otra llamada "El Quemado" de 13.500 ha, donde residía en verano un hombre que luego sería poderoso: Hipólito Yrigoyen. No duró mucho el matrimonio de la bella con Cambaceres, que murió de tuberculosis en poco tiempo, y Luisa con su criatura recién nacida, hija del galán (una niña hermosa como su madre), se dio cuenta que sería difícil conservar los bienes heredados ya que la fortuna se había evaporado con las hipotecas que había tomado el "bon vivant".

¿Qué hacer en ese momento de angustia? Se fue a la estancia vecina y conoció a ese hombre fuerte que subía en popularidad, escalando el camino hacia la presidencia.

Don Hipólito, gran catador de los encantos femeninos, no sólo se ofreció para trabajar la estancia elevando su producción a la compungida viuda, sino que se convirtió en su amante. Cuando fue ungido con la banda presidencial, la manifestación que lo acompañaba lo llevó desenganchando los caballos unidos al carruaje y así lo condujo hasta la Casa de Gobierno. Nunca había ocurrido semejante demostración de entusiasmo político hacia presidente alguno. El "Peludo" se había convertido en príncipe gracias a la imagen de su magnética personalidad.

El novel hombre de las masas populares se acordó de las perentorias necesidades: hubo jubilaciones, sueldos mínimos; cuando faltó el azúcar, la incautó y se vendió en las comisarías a precios razonables; creó YPF y se dio cuenta de que en el país había pobres.

Pero hubo algo que Luisa no aprobó: fue cuando prohibió que Josephine Baker, la Venus de ébano, que bailaba desnuda en los teatros de revistas, les diera el gusto a los calaveras porteñas. Justo él que tenía su querida en el castillo de la calle Montes de Oca. Tal medida, al pasar al público su reacción con la gringa, le proporcionó amargas críticas.

Pero el detalle de pasar por soltero, pese a tener hijos con varias señoras, no opacó su estrella. Los roces que tuvo con Marcelo T. de Alvear, su sucesor, y el duelo a sable con Lisandro de la Torre, una figura mítica en la democracia progresista de Santa Fe, tampoco robaron su popularidad, de modo que presentó su candidatura a la segunda presidencia.

Esa fue la época de su decadencia, hostigado por los conservadores que junto a la casta militar perpetuaron el golpe del 6 de septiembre de 1930. Se inicia una sucesión da golpes de Estado que debilitaron la democracia y atrasaron al país. El general José F. Uriburu, promotor del golpe, tuvo que abandonar ese poder espurio peor de lo encontrado.

Luisa alcanzó a ver el final de la primera presidencia, aguantando los largos períodos de soledad y abandono. Tampoco logró lo que toda madre aspira para sus hijos: verlos reconocidos por su padre.

De esos días, sus íntimos recogieron una frase que se le escapó de su aguante: "Una mujer puede convertir a un hombre en un monumento o en una lápida", pero esta vez la lápida se la colocaron a ella, la ningunearon y pasaron al olvido.

La opulenta rubia murió el 12 de julio de 1924 en el castillo de la calle Montes de Oca, de un edema pulmonar y miocarditis. Tenía 63 años. En este trance Yrigoyen no estuvo a su lado. Luis, el hijo de Yrigoyen, nunca se presentó a reclamar la estancia "El Quemado". Aunque años más tarde recuperó lo rescatado por su madre del descalabro económico antes del período pasado con Yrigoyen.

Luis entabló juicio para llevar, antes de su apellido materno, el de su padre (consiguiéndolo), y se destacó como embajador de Argentina en diversos países. A la información sumaria para este acto firmaron figuras reconocidas del radicalismo: Marcelo T. de Alvear y Elpidio González (en estos casos los radicales no mezquinan poner el gancho, son solidarios, aun en las diferencias).

Después de la muerte de sus padres, Luis vendió lo heredado de su madre poniendo proa a Europa. Los demás hijos naturales del hombre público obtuvieron su legitimación. Sus herederos hoy conservan, entre los recuerdos del pasado, un portarretrato con dos compartimentos donde están las fotos de Yrigoyen y Luisa. Es el único lugar en el que se los ve juntos, cada uno en su respectivo marco.

Yrigoyen tuvo otras mujeres en su vida antes que Luisa: Antonia Pavón y Dominga Campos. Con la primera engendró a Elena y con la segunda, a María, Luisa, Sara y Eduardo.

Es famoso aquel lance caballeresco tenido con el tribuno Lisandro de la Torre a raíz de una diferencia de opiniones tras una vehemente discusión en el Parlamento. En aquellos tiempos, nuestros políticos de nota dirimían sus pleitos a punta de sable o de florete al estilo D' Artagnan. Hoy, se insultan despiadadamente enrostrándose sus deslices, pero se ponen de acuerdo para votarse las dietas pasando largos meses sin asistir al Congreso y no hablemos de dar quórum.

Al haberlo perseguido y encarcelado los golpistas, indudablemente mellaron su enorme fortaleza y lo entristecieron. Quedó, sin embargo, el recuerdo de un hombre honesto, que murió pobre, de enorme y acrisolada dignidad.

Su vida política estuvo jalonada por hechos que dieron valor a la Constitución, a que se respetara el país en el concierto de las naciones.

Al morir, el pueblo le tributó una de las grandes demostraciones de duelo por haber sido sensible a la pobreza y cultor de la educación.

La historia lo recuerda como un personaje austero y muchas veces misterioso, muy comentada en las mesas de café su extraña dualidad, debido a su pasión por las mujeres, a las que ocultó en el silencio y las sombras, casi como lo hace.... el peludo.

Bibliografía
Balmaceda, Daniel. Romances turbulentos de la historia argentina. Edición Norma, 2007.
Ottavianl, Cynthia. Secretos de alcobas presidenciales. De Delfina Mitre a Cristina Kirchner. Edición Norma, 2003. 

Enciclopedia ¡lustrada. Cumbre. Tomo 14,1958.

Susana Dillon

18 de julio de 2010
Secretas alcobas del poder
Diario Puntal (Córdoba, Arg.)

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