Las que pelearon al lado de los hombres
Susana Dillon

A lo largo de toda la América Latina, las figuras de las damas de linaje fueron presentadas en las crónicas mundanas, las que se escriben exaltando al poder, a la vez que se ensalzara a los guerreros, los estadis­tas, los magnates, los políticos exitosos, los generales victoriosos.

 

Esas damas, doncellas y tiernos niños, posan entre flores de ambientes suntuosos de las castas privilegiadas.

 

Las hacendosas mujeres del pueblo, las robustas y morenas servidoras aparecen en los lienzos de los pintores costumbristas, la gran mayoría extranjeros, vendidos a países exóticos, como rugendas, otros encontraron su inspiración en gauchos, chinas, negras y mulatas o personales de las estancias como Prilidiano Pueyrredón.

Muy pocos se han lucido escribiendo o pintando a las que se animaron a seguir a sus hombres en las patriadas. Era vergonzoso, pero las hubo de a miles... y con mala prensa. Se las llamó soldaderas,  fortineras y cuarteleras. De entre el humo y el fuego de los combates se percibían sus borrosas siluetas andrajosas, emponchadas, llevando cántaros de agua para los agonizantes y fuentes de comida para los hambrientos. Ellas estuvieron en el nacimiento de las patrias americanas socorriendo heridos, ayudando a morir, sepultándolos y rezando por ellos, hasta tuvieron sus hijos en lo peor de los combates.

 

Colombia tiene sus Juanas y la valiente Pola Salavarrieta, fusilada en Bogotá, por llevar mensajes revolucionarios. México su Adelita y Juana Gallo en tiempos de Zapata. La Panchita hizo roncha en Costa Rica. Anita Garibaldi en Brasil, tan brava que dirigió un combate naval. Nuestras fueron La Pasto Verde, las Niñas de Ayohuma, Martina Chapanay, las de la Campaña del Desierto fueron 4.000, pero las tuvieron calladas, no fuera a ser cosa que otras tomaran el ejemplo de su intrepidez.

 

El Ejército de los Andes tuvo las suyas, hay un recuerdo para La Pancha, una puntana que hasta se hizo fama en el Ecuador.

 

Sabemos de damas paquetas que cantaron el Himno y bordaron en oro la bandera libertadora, pero ¡qué pena! que se han perdido los nombres de las que dieron sus vidas, las de sus maridos y las de sus hijos a los que siguieron en sus campañas cuando en los ranchos no quedaron más que los perros, ya que se habían llevado hasta la última vaca para el ejército. Son de la misma pasta que las que se ofrendaron por querer un país más justo, que sufrieron torturas, persecuciones y muerte por pensar distinto.

 

Hace más de treinta años, son las que salieron a buscar a los desaparecidos de la última dictadura. Para individualizarse se pusieron un pañal de sus hijos secuestrados y siempre recordados en la ronda de la plaza de la patria, hasta que los genocidas sean condenados.

 

Esas mujeres, no quieren ser nombradas. Se las recordará por su lienzo blanco en la cabeza y por haber fundado la memoria en este país de olvidos y de injusticia.

 

Las soldaderas: Juanas y Adelitas

 

La historia de América, con sus sangrientas guerras de la independencia y las civiles posteriores, no menos crueles, está cuajada con la presencia de estas mujeres, a quienes la crónica escrita por los hombres condena al olvido, como si su actuación hubiera sido clandestina, marginal y deshonrosa. Quedan unas pocas rescatadas de la memoria de los pueblos, unos pocos nombres, de las que fueron legiones. En México, "La Adelita" que se hizo, inmortal en un corrido de la revolución; en Colombia "Las Juanas", donde entraron todas las bravas mujeres que siguieron a Bolívar y más tarde actuaron en las guerras Intestinas que devoraron a esta parte del continente, que no es cálida por su clima solamente sino por el empeño con que se tomaron las causas.

 

Cuenta una vieja anécdota de Medellín que hubo una soldadera llamada Marucha, que se convirtió, gracias a su coraje, en la heroína de un combate y que al ser festejada por sus compañeras y admiradoras, escribió una pancarta en la que se leía: "Caliente por el partido". ¡Justo en la tierra de la cumbia!

 

A la retaguardia de todos los ejércitos iban las mujeres. Llegaban a los pueblos y encendían los fuegos para los asados cuyas reses eran robadas o incautadas de las haciendas enemigas. Las tranquilas aldeas se convertían en un infierno, donde las Juanas parecían demonios de corazón de ángeles, haciendo de sus propias ropas vendas para los heridos, supliendo la falta de alcohol con aguardiente, ron o chicha, dándoles de comer y matándoles los piojos y, en el momento de caer, ellas cargaban el fusil y salían a pelear.

 

En esas épocas, a la salida de Bucaramanga, una Juana agonizaba en el campo de batalla enemigo. Le pi­dió al general liberal que le bautizara a su pequeño, recién nacido, como última gracia. Este la llevó a la costa del río y le preguntó: "¿Qué nombre le ponemos? "Rafael Uribe". "¿Su padre?", insistió el general. "El batallón Libres de Ocaña", respondió la moribunda.

Llevaban noticias de la guerra, hacían de espías: entre las papas y los racimos de gallinas que entraban al mercado, escondían los mensajes de los jefes: robaban balas y volvían con los revolucionarios para orientarlos.

 

Las Juanas seguían a sus hombres, no por sus ideas, sino por amor a los soldados, a los cabos, a los  cornetas. Eran rudas y vulgares.

 

Cuando llegaba la hora de la comida, con los brazos en jarras, arremangada la falda mugrienta, un canasto en la cabeza y en él un brasero encendido con la carne asándose junto a las papas o negreando los porotos, los guisos, tremendos de ají. Eran infiernitos aéreos, ambulantes. A la hora del aguardiente, que era sagrada, cambiaban la carga por botellas tanto de chicha como de ron, según la jerarquía del combatiente.

 

Las hubo que pusieron sus pechos desnu­dos ante el pelotón de fusilamiento para salvar a sus hombres y como tigras se lanzaron contra los fusileros. Aquella era un juanería y nada más, dice Germán Arciniegas contando la heroicidad de sus compatriotas, las colombianas que dieron figuras gloriosas como la Pola, paradigma de la mujer revolucionaria americana.

 

El amor, en ese infierno de miseria y calamidades, era de la forma más promiscua y animal; en él se resumían los más crudos instintos. La ferocidad de las mujeres tocadas por los celos, tomaba características de batalla sangrienta: se batían a botellazos y se arrastraban de las mechas; las mujeres peleando entre sí hacían temblar de miedo a los soldados.

 

Nuestra historia oficial admite la presencia femenina en los salones, brillando tenuemente bajo los candelabros, sentadas sobre brocatos, cantando circunspectamente el himno ante la mirada complaciente de los patricios. También las pintaron bordando la bandera de los Andes, sobre seda y oro o asomadas a la ventana colonial, con la lámpara encendida, esperando la mil veces prometida vuelta del prócer, cargado de gloria... ¿Pero quién se acordó de las anónimas, las olvidadas mujeres que siguieron a los ejércitos famélicos y derrotados, junto a los que fueron carne de cañón?

 

En las campañas de Belgrano, se habla de las "Niñas de Ayohuma", por darles un nombre. Pero niñas eran las hijas de reconocidas familias, sol­teras honradas y de posición. Las de Ayohuma fueron soldaderas, representantes de la gleba doliente, las que ayudaron a morir, las que curaron a los heridos, las que apagaron la sed terrible del campo de batalla, entre maldiciones, palabrotas y gemidos de moribundos.

 

La crónica de nuestras guerras ha dejado correr brevemente el telón del escenario de la discutida guerra de exterminio al indio en la Campaña al Desierto y allí se asoma la silueta femenina. Dice Luis Franco en La Pam­pa Habla: El gobierno militar se vio pues obligado a considerarlas parte de la tropa y someterlas a los mismos deberes; aunque de derechos nunca se habló a las claras y, más adelante, concluye al relatar su rol: "...gravitaron más en la decisión de la guerra que los fusiles de Levalle o Villegas, que la estrategia de Roca. Ellas fueron el único aliciente para no desertar, para no escapar como Martín Fierro del Infierno de los forti­nes.

 

Se agotó el Siglo XIX que fue el de las revoluciones y llegó el XX que fomentó las dictaduras. Las mujeres siguieron peleando en las universidades, en las calles, en las fábricas, en sus casas. Cayeron y se levantaron, desaparecieron y fueron brutalmente asesinadas. Las mujeres siguieron girando en la gran ronda de América sangrante, desde la negra más humilde hasta la blanca más heroica pasando por las indias, en permanente exterminio.

 

A la gran página, todavía negada, la tenemos que escribir nosotras como dice María Elena Walsh en su rebeldía:... aunque nos amordacen con cañones.

Susana Dillon
De "Cazando historias" - Biografías inéditas de audaces mujeres del pasado

Diario Puntal - Córdoba - Argentina

5 de octubre de 2008

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