Las primeras españolas en América
Susana Dillon

Cuando los hombres se empezaban a inquietar porque pronto zarparían para América, las españolas tampoco se quedaban quietas. Corrían comentarios de lo buenas que estaban las indias para todo servicio, que se paseaban desnudas y que eran deliciosas. Con tales informaciones se olvidaron de los riesgos que correrían en el mar, del ataque de piratas y de los monstruos que albergaban las profundidades. Cuando ellos les ponían por las narices los argumentos de que una sola mujer traía miles de desgracias dentro del barco, ellas se encogían de hombros y armaban sus equipajes. A otra tonta con ese cuento, respondían.  

Se les advertía que tendrían que dormir con los cerdos, los caballos y las vacas, todo lo que componía el abastecimiento como carnes disecadas, ajos, cebollas, pólvora, comida para animales y dormir sobre las pajas, era cosa que no las intimidaba, ni siquiera el recordarles que iban a tener que hacer sus necesidades a la vista de los marineros y demás gentuza. Pero nadie se quedaba en casa en trance de elegir. Con las manos en jarra y desafiantes, les espetaban a los bravos: "Nos vamos también para América, sea como sea" A lo que las más audaces agregaban con firmeza: "Dad gracias a Dios que no dispuso que vosotros parierais, que si hubiereis de hacerlo, el mundo estaría desierto".

Al llegar a estas playas constataron que era grande la empresa, pero se arremangaron y como siempre ha ocurrido, les destaparon lo que ni se preocuparon de tener oculto, de modo que no les fue tan fácil andarse en demasías con el sexo. Ellas vinieron a mejorar su status, así que se los encaró a fundar ciudades, a proyectar huertos y jardines y hacer la vida parecida a como la llevaban en España.

América se abrió a los recién llegados como la aventura más azarosa que le estaba ocurriendo al mundo conocido.

Todo era acá desmesurado, inmenso, aterrador en su misterio: los mares, los ríos, las montañas, las llanuras que no tenían fin.

Nada que ver con lo visto y vivido en España sangrada por las guerras. El exceso de población, los pocos, riquísimos y holgazanes, los muchos que mal comían y vivían nada más que por seguir con su existencia mísera.

Las tierras que iban conociendo les excitaban la codicia por lo que se podía obtener con un golpe de espada y someter por la cruz, -pero ¿cómo abordar la aventura si ese nuevo mundo era tan peligroso corno tentador?- la gente que podía regresar a España comentaba maravillas y las españolas querían salir ya mismo de tantas hambrunas permanentes y medrar hasta salir con bien de tantas andanzas y trabajos.

Si bien los hombres eran fantasiosos y arriesgados, ellas ansiaban lograr la gran casona, el huerto, los jardines, la tierra labrantía, las haciendas, los graneros amen de esclavizar indios para que los hicieran trabajar hasta la extenuación.

Pero todas, aún lográndolo, soñaban con volver a su grandezas, que en esas eran diplomadas.

A las españolas les debemos el haber conseguido, a menos en parte, el orden familiar, la llegada de especies vegetales que lucieron los jardines y los huertos, los cultivos que hicieron la gloria de las mesas con olor a España, el remanso de las horas de descanso, en que la familia se reunía a recordar canciones y teatro de lo dejado más allá de! mar. La mujer española trajo su cultura, que no impuso por las armas, sino que llegó con sus artes domésticas, su canto y su baile.

Las primeras españolas en América

De la sangrienta conquista quedan las referencias narradas por los cronistas traídos al efecto, que si bien exageraron y acomodaron los hechos para halago y conveniencia de sus jefes, nos han dejado espiar por los entretelones lo verdaderamente ocurrido... allá, como entre los humos de la batalla se puede interpretar la guerra. ¡Tanta destrucción y tanta sangre, tanto impío cercenar cabezas, tanto desborde y abuso con las nativas, tanto pillaje..., alguna vez se tendría que remansar!

Harto el emperador de tanta queja y denuncia, de tanta traición y abuso, de gente que no tenía freno en el saqueo, ni cumplía con lo pactado con el soberano, debía estudiar de qué modo pondría en orden a sus fieros vasallos allende los mares. Caviló largos años, mesándose su roja barba y acariciando su mentón sobresalido, siempre escuchando querellas y denuncias, con sus glaucos ojos perdidos en el vacío, como queriendo ver, a través del océano ésas sus tierras "donde no se ponía el sol". Mandó entonces adelantados y gobernadores, más nada atemperaba ni la codicia, ni la rapiña, ni la lujuria de sus encarnizados súbditos. Entonces, como no teniendo mejor remedio que mandar, les mandó a sus mujeres.

No solamente fueron necesarias para la supervivencia y multiplicación de la clase gobernante, sino que serían vehículo para la transmisión de la cultura y de los valores que se querían afincar en él nuevo mundo.

La mujer española tuvo, pues, una enorme importancia tanto por su ausencia, en épocas del descubrimiento como por su presencia, más tarde, en épocas de la conquista y la colonización. En poblaciones ya pacificadas y estable, era necesaria la presencia y la actuación de la mujer española, haciendo que los hombres consolidaran su situación por medio del matrimonio, llevando pues "vida maridable", ancla del hogar y fundamento de las familias.

Allá en su palacio, Carlos V seguía acariciando su real mentón, pero esta vez sonreía.

Entonces las naos fueron frecuentadas por las alegres andaluzas, las sobrias castellanas, las severas extremeñas..., mujeres de trabajo y orden, algunas...; otras, las que nada tenían para perder pues, también se hicieron a la aventura, como ellos, se hacían a la mar.

Existen documentos que ilustran admirablemente aquel nuevo recurso del monarca, cuando mandó sosegarse a sus inmoderados súbditos.

Un precioso cargamento: veinte doncellas españolas para Guatemala.

Pedro de Alvarado, lugarteniente de Cortés y conquistador de Guatemala, hizo varias veces la travesía del océano para promocionar sus ambiciones a la vez que defenderse de las habladurías de sus rivales en la Corte. En una carta que escribe al desembarcar en Puerto de Caballos (hoy Honduras) dirigida al Ayuntamiento de Guatemala, destaca que viene casado con doña Beatriz, tal como lo ordena su rey y que trae una excelente y codiciada mercadería que piensa colocar, es decir, casar: nada menos que veinte doncellas. Lástima que la tragedia se desataría pocos años después cuando el volcán Agua acabara con la vida de "la Sin Ventura" y la mayoría de sus damas de compañía, las mentadas doncellas.

Dice un fragmento de la carta: 

Solamente me queda decir cómo vengo casado con doña Beatriz que está muy buena, trae veinte doncellas, muy gentiles mujeres, hijas de caballeros y de muy buenos linajes, bien creo que es mercadería que no se quedará en la tienda nada, pagándomela bien, que de otra manera excusada es hablar de ello. Nuestro Señor guarde a sus magnificas personas como vuestras mercedes deseáis. De Puerto de Caballos, a 4 de abril de 1539. El adelantado Alvarado.

Casi veinte años más tarde, Isabel de Guevara, venida con don Pedro de Mendoza a fundar la primitiva Buenos Aires, escribe también a su majestad imperial una carta que prueba en forma irrefutable que la mujer española en América hizo mucho más que parir criollos.

...Hemos venido ciertas mujeres entre las cuales ha querido la ventura que yo lucre una, y como la Armada llegase al puerto de Buenos Aires con mil quinientos hombres, y les faltase el bastimento, fue tamaña la hambre que al cabo de tres meses murieron los mil. Vinieron los hombres en tanta flaqueza que todos los trabajos cargaban las pobres mujeres, así en lavarles las ropas como en curarles, hacerles de comer lo poco que tenían, hacer centinela, rondar los fuegos, armar las ballestas, cuando algunas veces venían los indios a dar guerra... dar alarma por el campo a voces, sargenteando y poniendo en orden a los soldados, porque en este tiempo como las mujeres nos sustentamos con poca comida, no habíamos caído en tanta flaqueza como los hombres...

La Maldonada, que vino también en esta expedición ya es parte de la leyenda del Río de la Plata, hasta el niño más pequeño sabe la deliciosa historia de aquella española, que abandonada por los suyos a su suerte, en medio de la pampa hostil, fue alimentada por un puma que le traía tiernas perdices para que no sucumbiera de hambre. Desde aquella ocurrencia del monarca, que cansado de lidiar con sus vasallos les envió a sus mujeres a ponerlos en cintura, ha corrido mucha agua bajo los puentes, muchas historias fueron maliciosamente ocultadas para opacar la gran epopeya femenina.

Susana Dillon
De "Cazando historias" - Biografías inéditas de audaces mujeres del pasado

Diario Puntal - Córdoba - Argentina

27 de julio de 2008

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