Las Candilejas del Camino del Sur

"Buen día, Nostalgia"
Río Cuarto... de donde venimos y como somos
Por Susana Dillon

El personaje que describe este relato es tan rotundo y atractivo que bien se adaptaría para un guión cinematográfico -hasta tiene ese ritmo-.

 

María Carrére fue una auténtica y apasionada civilizadora a través de su profesión de actriz, en el medio menos apropiado: las tolderías del desierto que en otros tiempos nos rodeaba.

 

Ella con su hatillo de escritura se las arregló para salir airosa de su aventura y llegó a contarla.

 

Muchas veces los espejismos que fulguraban ante sus ojos le mintieron la llegada de tropas para liberarla. Mucho había hurgado en el horizonte para descubrir los jinetes esperados. Muchas noches las luces fugitivas le hablan hecho saltar el corazón con nuevas esperanzas. De modo que allí estaba la mujer con el rostro ávido al acecho de la novedad. Por eso el horizonte, en una nube de tierra, la tenía absorta a la espera. Aquella era una relación de años: ella y la lejana línea que limitaba la pampa inclemente. La mujer siempre interrogando y el horizonte caprichoso siempre respondiendo charadas.

 

A María Carrére se fe habían venido encima todos los años del almanaque, los del alma y los del cuerpo. Esos años en las tolderías le habían terminado de cuartear la piel, esa piel de diáfanas blancuras que fueron su gloria en los escenarios. Su cabello, falto de tinturas y cosméticos, se habían resignado al rodete gris; sus ojos claros, tan expresivos y decidores, otrora resaltados por sombras seductoras, eran dos cuentas verdes en un nido de arrugas; sus manos, esas palomas que revoloteaban por las emociones, eran dos aves abatidas que sólo cobraban vida sobre el papel cuando un lápiz jugueteaba en él, el lápiz y el papel: algo así como su seguro de vida.

Repasó su existencia en Quenque, allá donde el desierto y la soledad se han agotado de puro extenderse. En las tolderías grandes de Baigorrita, allá donde los ranqueles se sentían señores.

 

Hasta esos confines se la llevaron cuando la tropa de carretas que se dirigía a Chile fue asaltada en las inmediaciones del Río Cuarto. Los ranqueles siempre buscaban comida, armas, ginebra, pero por sobre todo trapos de colores. Lo que más encendía su codicia eran los sombreros... y las mujeres blancas. ¿Acaso los blancos no se llevaban siempre las indias con sus hijos?

 

Recordó con horror cuando aparecieron aquella noche, de sorpresa, tumbándoles los vehículos. Los baúles de la compañía de artistas venidos desde Europa habían quedado ahí nomás, reventados a lanzazos. Entre gritos que paralizaron a la tropa, desparramaron el vestuario de las obras estrenadas en Buenos Aires; en aquella ciudad, chata pero próspera habían tenido su éxito. Las piezas dadas, todas clásicas del teatro español, habían gustado a los porteños, siempre bien dispuestos a admirar las escasas frivolidades llegadas de la civilización. Hasta habían concurrido las autoridades de este país que querían imitar a París. ¡París!, su ciudad, a la que debía volver si es cierto lo que pronosticaba la nube de polvo en el horizonte.

 

Recordó sus galas desparramadas: sus encajes, sus sombrillas, sus alhajas de utilería, sus zapatos... todo llevado por la tolvanera, los remolinos, los gritos ávidos. Entre un viento infernal se realizó el reaparto. Sólo le dejaron lo puesto y un bolso de mano con sus enseres de escritura: un lápiz, pluma, papeles y una vieja libreta, cosas poco atractivas para la indiada.

 

Se enloquecieron con las pelucas, los afeites, las capas, las vaporosas boas de plumas. Se sintió morir ante el despojo, violada en su mundo de fantasías.

 

El escenario había sido su vida, sobre sus tablas había pasado lo mejor de ella. Sus amores y sus éxitos. Pero esto de venir a parar en la propia guarida de los ranqueles luego de tantas recomendaciones, la sacó de quicio. ¡Era para morirse! De la rutilante Europa venir a parar a los más lejanos confines de la más absoluta soledad. Varios de sus compañeros murieron en el entrevero. Los de la tropa también, en un intento de contraataque y alguno que otro indio audaz. Un remolino gigantesco le aventó los papeles con los poemas y canciones del repertorio. El viento los desparramó por los médanos cuando atinó a juntarlos.

 

Al llegar a la toldería, las indias en un principio creyeron que podría ser del interés del cacique, pero cuando notaron que el pelo comenzaba a encanecer sin los consabidos cosméticos, le prodigaron un trato más benigno ya que no entraba en la competencia y en los celos.

 

El cacique Baigorrita la sorprendió un día escribiendo en la libreta salvada por milagro. Le arrebató lo escrito increpándo­la:

 

-¿Así que sabes escribir? Bueno, haceme una carta para los jefes huincas.

 

De ese modo comenzó una actividad impensada: ser la secretaría del cacique. Un personaje que todavía no había interpretado.

 

Aprendió de letras el indio y la cautiva tuvo en el indio un maestro para interpretar la naturaleza, esa dura lucha por la supervivencia. Sin siquiera pensarlo escribió parte del drama de los dueños de la tierra contra los que venían en nombre del progreso y la civilización a despojarlos de todo. Fue testigo y parte del poder del Remington. Constató que su cautiverio tan doloroso era la contracara del robo y la esclavitud de las indias llevadas por los blancos junto con sus hijos para ser la servidumbre barata en las ciudades y estancias. Gracias a la correspondencia conoció a otros caciques, se metió por el foro en sus vidas, hizo de apuntador, de actriz, dramaturgo, tramoyista y utilero. El escenario era ahora aquella tierra inconmensurable, implacable y bárbara, como los hombres que brotaban a uno y otro lado de la acción.

 

Los indígenas la aprendieron a respetar en vista del papel que desempeñaba a la sombra del cacique. Las indias, no vieron en ella una rival en las preferencias del jefe. Se le fueron entregando lentamente, sobre todo cuando las asesoraba en cómo acicalarse, en cómo urdir las matras más delicadas. La mujer era sabia porque había andado caminos y porque ya sin afeites, aparecieron los signos de los años que para la cultura de sus captores era cosa de respeto.

 

Le consiguieron nuevas ropas de nuevas correrías y más tinta, pluma y papel para su trabajo de "lenguaraz escribiendo".

 

Ahora estaba frente al desierto, con la vista vagando por la línea del misterio. Las tolvaneras le borraban el Camino del Sur, por donde vendrían a buscarla desde el Consulado de Francia. Mojó sus pies en el río Cuarto donde ya había lavado las escasas pertenencias para que la encontraran siquiera presentable. Algo de su antiguo éxito se reverdeció en la villa cuando alguno de los pobladores, enterado de la historia, le pidió que recitara o que cantara. Pero su voz se quebró y su memoria se hizo un laberinto. Cuando Baigorrita huyó de la militada, dejándola con otros cautivos, en el confín de sus tierras, ella se las arregló, conociendo los lugares tantas veces descriptos por el cacique y escritos en las cartas, para orientarse y llegar hasta el Camino del Sur. Las enseñanzas del jefe le habían resultado útiles.

 

Ahora esperaba que aquella polvareda le descorriera el telón sobre ese otro drama que tenía por delante: la vuelta a Europa.

 

Cuando tuvo ante sí la diligencia y la partida de soldados que harían seguro el camino, sólo atinó a alzar el hatillo de sus chismes de escritura: su seguro de vida.

 

A la noche, cuando emprendieron el ansiado viaje de regreso hacia La Carlota, las fogatas junto al río se le antojaron familiares candilejas.

 

Otra vez, a María Carrére se le alzaba el telón sobre un nuevo acto en el drama de su vida. Sin duda, no tan interesante y novelesco como el actuado en el agreste imperio de los ranqueles.

Por Susana Dillon
"Buen día, Nostalgia"
Río Cuarto... de donde venimos y como somos

Diario El Puntal (Río Cuarto - Córdoba)

15 de febrero de 2009

Ir a índice de América

Ir a índice de Dillon, Susana

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio