La "yena"
Susana Dillon

El corralón de la antigua panadería era un mundo que tenía su epicentro en la montaña de leña que venía de las selvas del norte para alimentar el horno. Allí, en esa maraña de troncos y ramas tenía que haber muchos misterios -así lo deducíamos con mis cuatro primos. Las primas de la misma camada estaban excluidas de la aventura, Una porque era una "mantequita" y la otra por mal llevada, por otra parte ya jugaba a otras cosas, como espiar a las parejas que se besaban.

 

Los de mi edad no superaban los siete años, y el juego era ir a la montaña de leña a descubrir la "yena", como le decían a un bicho imaginario los peones de la panadería que a menudo

nos farreaban con historias fantásticas.

 

Nosotros íbamos a la cuadra cuando nos daban permiso a amasar muñequitos de pan, tortas y bizcochos que sacaban de la enorme masa que trabajaban en la mesa de tablas de algarrobo. Pedíamos pintar las figuras que hacíamos con huevo batido que luego espolvoreábamos con azúcar y una vez terminada la maravilla el maestro de pala abría la bocaza del horno metiendo a cocinar nuestras creaciones. Se me hacía que al abrir la pesada puerta de hierro y empuñar el haz de luz de la lámpara para ubicar nuestro portento que brillaba en la asadera. Veíamos el paladar de las fauces de un dragón que vomitaba vapores hirvientes, y ese olor apetitoso e inconfundible del horno, impulsada por la pala, la asadera era llevada a los costados y, con ademán preciso, volvía hacia afuera de la mano del hombrón sonriente. Se cerraba con estrépito la puerta y a esperar el tiempo justo en que nuestras tortas estuvieran maravillosamente doradas. El maestro de pala era un tipo fornido que trabajaba con el torso desnudo, cubierto desde su cintura a las piernas por un chiripá blanquísimo. Los otros peones, con atuendos parecidos, pero con camisas, movían mecánicamente aquella maza inmensa que iba tomando distintas formas hasta llegar a convertirse en pan ... y mientras las sobadoras rodaban, para alisar otros montones, los panes se terminaban de acomodar en bastidores y tablones para ser llevados a levar a la estufa; toque mágico que los convertiría en los pálidos panes que se llevarían al horno a la madrugada para que mi abuelo realizara la fiesta dorada del pan caliente y crujiente vomitado por el dragón manso que teníamos en la cuadra. Nuestras creaciones estaban cocidas al ratito nomás y siempre teníamos quien nos resolviera el problema de sacar las tortas en su momento.

 

Aquellos tesoros culinarios eran una fiesta que compartíamos con una chiva traviesa que se unía a nuestras aventuras y juegos, el animal aterrizó en el corralón como regalo familiar, pero como resultó tan bonita y pícara. Nadie tuvo corazón para convertirla en asador así que creció tan malcriada y canchera que se ubicó entre los participantes a jugar en la cuadra.

 

Una vez, la asadera con nuestras creaciones quedó a su alcance y se dio una panzada de bizcochitos, empachó y se puso a gritar que le dolía la panza. Nos fuimos con la historia a la abuela, que inmediatamente puso en marcha la contraofensiva de bajativos de yuyos y unos tirones en el lomo, como cuando a nosotros nos pasaba lo mismo. Al fin, decía nuestra abuela, "una infancia sin empachos es como la juventud sin amor". No bien la chiva despejó su malestar haciendo los consabidos confites negros, salió corriendo para la montaña de leña del corralón, última frontera de su perdida libertad, allá donde habíamos aprendido a refugiarnos cuando nos perseguían por calamidades perpetradas en horas de la siesta.

 

Uno de los peones, mientras apilaba los tablones que venían del horno, nos tiró para ver si reaccionábamos;

-Ahora la "yena" se'va a comer a la chiva.

 

Mis cuatro primos, que tanto mimaban a la mascota salieron presurosos para salvar al bicho, pero se frenaron en seco. La "yena” era un monstruo misterioso que podía corporizarse de pronto y devorarnos a todos. Entonces pesqué a los panaderos haciéndose gestos de complicidad con la peonada, la jarana estaba por estallar y nosotros éramos el objetivo. ¡No se achiquen los varones! Los hincharon a los pibes.

 

Me indigné, me agaché a ajustarme la presilla de los zapatos guillermina, trepé la montaña de troncos y llegué, como una gata, hasta donde la chiva hacía como que mordisqueaba alguna cortezas, mientras nos sobraba a todos, feliz de ser el centro del escenario, -¡manga de paspados! .. sepan que las hienas viven en África!, y me abracé al cuello suave, cálido y fuertemente oloroso de la chiva, de allí comencé a sacar chapa de sabihonda entre la gente de la cuadra.

Susana Dillon
De "Los hijos de Irlanda en Argentina"

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