Relatos maravillosos
La fabulosa Trapalanda
Susana Dillon

Este espacio estará destinado a rescatar lo que por siglos fue contado junto al fuego, para acicate de los aventureros y codiciosos, para goce de los soñadores e inquietos lectores, de los que se lanzaron a los caminos a buscar fortunas o de los que atesoraron relatos para ser contados. Aquí te encontrarás entre las brumas de los cementerios abandonados, la creación del mundo y sus bellezas, según lo pensaron los primitivos dueños de la tierra, amores de damas prisioneras por maridos celosos, monstruos de las tinieblas y encantos de la luz, fantasmas, aparecidos y ánimas en pena, nacimiento de dioses entre ríos, montañas y volcanes, descabezados que galopan en la noche buscando venganzas. Todo lo que nos hace brotar adrenalina, mientras el escalofrío se merece un mate en la rueda junto al fuego. Aquí te esperarán, agazapados, con los ojos insomnes... De mi voz, traducida en letras, escucharán a esta cuenta cuentos, oficio que practicamos los que ya hemos vivido mucho y andado por lejanos caminos, para que cada domingo disfrutes de estos viajes.

 

Todos, alguna vez, hemos escuchado lamentos. quejidos, arrastrar de cadenas, silbos apagados, voces misteriosas contenidas en leyendas y mitos que circulan por toda América y que nos son comunes a la gran mayoría de los pueblos. Leyendas fantásticas, un tesoro que menospreciaron los codiciosos de otros tiempos, constituyen una herencia cultural, un disparador para reunir gente junto al asado, el fuego y el mate. En nuestra Trapalanda tenemos mucho para que se luzca el narrador, desde hace siglos. No es extraño que la conquista vino orientada hacia el sur y tenía que pasar, necesariamente, por tierras de Chocancharaba, portal que debía cruzarse para llegar a la mítica "Ciudad de los Césares". Mucho se ha buscado el oro de la codicia y las ambiciones, que sólo fue una quimera, pero gracias a los campesinos nos encontramos con el oro de los trigales y girasoles, riqueza que es un verdadero tesoro que debemos reconocer, para nuestro bien.

"Leyendas, leyendas...

Descalabradas, rendidas

por el fracaso, volvieron

Todas las expediciones

que fueron en pos de presuntos

El Dorado de La Trapalanda, pasaron

por Soco Soco de ida y vuelta"

Juan Filloy - "Urumpta"

 

Leyendas fantásticas y relatos de maravillas. Un viaje por América mítica desde laTrapalanda, camino del oro.

 

Las leyendas son narraciones que se vienen contando desde siglos. Pertenecen a la memoria colectiva de los pueblos. Su ropaje es suntuoso y fantástico, tienen un pie de verdad: algo existió, algo pasó, se conoce su protagonista, su relato suele ser complicado. Se transmitió de generación en generación; en cambio, el mito es un puro invento, suelen ser dioses imaginarios, seres superiores que necesitan de cultos, forman la cosmogonía de los pueblos, el origen de sus creencias ancestrales.

 

Trapalanda, palabra cargada de significados resbaladizos, contradictorios. Compuesta de fracturados espejismos, de brumosos orígenes. ¿Quién comenzó a llamar Trapalanda a esta extensa región que dio cabida a tanta delirante leyenda, cuando con fiebre, hierro, pólvora e intrepidez se buscó el oro de las Indios recién descubiertas?

Los blancos barbados no bien llegaron comenzaron a interrogar a los nativos sobre ese metal amarillo y brillante que los traía locos. De modo que no bien establecida la comunicación entre los visitantes y los locales mediante el uso de sus respectivas lenguas, todo fue un "hacerlos hablar hasta que canten" dónde estaba el escondrijo, el templo, la ciudad o la mina que guardaba el tesoro que los haría grandes de España, nobles, ricos a perpetuidad, famosos, honrados y ensalzados.

 

Los venidos de Europa usaban del tormento para interrogar a los aborígenes. Tenían para ello un recurso convincente: los perros a los que adiestraban para despedazarlos. La vista de las fieras fauces ponía locuaces a los parcos indios. Tal vez la verborragia desatada por aquellos feroces alanos que no sólo dijeron lo que sabían, sino lo que inventaron. Su instinto de conservación les dictaba historias afiebradamente para sacarse de encima a los molestos visitantes. Surgieron de este modo verdaderas quimeras, ciudades encantadas, montañas de puro oro, tesoros enterrados, fuentes de la eterna juventud. ¿Dónde está el Rey Blanco?, les preguntaron a los muiscas colombianos y éstos, bajo tormento, les dijeron: más al sur. Y se largaron los blancos para estos lados. ¿Dónde está el camino para el Cerro de la Plata?, preguntaron en Asunción. Para el poniente, respondían los asustados guaraníes y se perdían los codiciosos en las selvas del Chaco Paraguayo. Las expediciones rumbearon según la desesperación de los indios y según la fiereza y el empuje de los foráneos. Todo estaba mezclado: el terror y la avaricia. La pasión por la riqueza fácil, a cualquier precio y el golpearse el pecho ante los santos queriendo borrar crímenes ante las imágenes de los altares. El oro de los expolios se consiguió sobre ríos de sangre. Se levantaron templos para aliviar conciencias. Y aquello fue el cuento del nunca acabar. En cada taberna, tanto española como de las Indias, no se hablaba de otra cosa como no fuera del delirio de las ciudades de cúpulas doradas, donde la gente vivía en la eterna juventud. En cada mesa de juego, en la salida de misa, en el burdel o en la sacristía, el tema era el mismo: la Ciudad de los Césares, que había sido mentada por Francisco de César en una expedición alrededor de 1530. Por toda la América hispana corrió el reguero de la leyenda. Los indios decían que se podía encontrar cerca del arroyo Tegua o por la tierra del Fuego. Por estos espejismos se comenzó a caminar la América y se empezaron a buscar las puertas de la Trapalanda, Tierra de tramposos, al decir de Don Juan Filloy (*).

 

Pasó por estas soledades infinitas, de ventoleras implacables, de profundas sequías de desierto, la tropa incansable, forrada en hierro de los buscadores del paraíso del oro, la salud eterna y la felicidad que pretendían a punta de espada. Chapalearon por el Soco-Soco, arriba y abajo buscando en sueños el son de Lin Lin, que bien pudo ser Lic-Sin. Anduvieron tras los rastros del cacique Yungulo y se fueron asentando en las márgenes del río al que los españoles, sin imaginación ni verba llamaron el Cuarto. Arribaron los barbados de arcabuz, armadura y rodela apurando sus cansados corceles en busca de la tan mentada Trapalanda, locura inventada desde otros siglos y trasplantada a estos lares. Así, pues, ese miserable grupo humano que construyó ranchos de los que sólo sobresalía el techo pajizo fue, según Aníbal Montes, la puerta de la Trapalanda mítica, tierra de las más grandes patrañas, con gentes habituadas a las trapacerías, punto de partida de tantas expediciones que terminaron en estruendosos fracasos. Estamos pues en el epicentro de las viejas fábulas, de las arcaicas leyendas, éste es el lugar que antaño se abría a la rosa de los vientos apuntando al esplendor y a la riqueza fácil. Esta es la puerta de la enigmática Urumpta, que allá en la oscuridad de los tiempos cobijó a los comechingones.

 

Pero nada se sabe de la gente anterior a los pacíficos recorredores de las soledades, los primitivos hombres que se dijo eran blancos y barbados, los del talón de acero. Invadieron después los hijos del Arauco, haciendo retumbar la pampa brava con sus malones. La llegada de los españoles les trajo los caballos formidables.

 

Fueron los únicos en América que no se aterraron con las nuevas bestias; antes, las convirtieron en su mejor arma.

 

Los ranqueles fueron sus hijos, azote de los primeros asentamientos blancos.

 

La noche pampeana se pobló de incendios, alaridos y lamentos. Esa fue la excusa esgrimida por el General Roca para arrasar con todas las tribus de la pampa y de la patagonia en el genocidio que se desató para traer lo que se dijo ser "la civilización y el progreso".

 

Nada quedó de los comechingones, sino miserables restos líticos, hachas, morteros, bolas arrojadizas y puntas de flechas. Ya se está destruyendo lo que queda en las cuevas de Inti-Huasi, donde al abrigo de las oquedades se plasmó aquel agreste "vernissage" trazado por los proto-artistas, dejándonos un valiosísimo testimonio de sus vidas.

 

Todo se lo llevó la rapiña, la codicia y la incuria de los que vinieron a civilizarnos. Sólo quedan algunas crónicas, relatos, historias muy mentidas, pero por sobre todo ha sobrevivido la leyenda, el mito, el cuento. Y con todo ese material se ha forjado el folklore, en el que caben los cantos, los bailes y la poesía de este pueblo que vaya a saberse por qué peregrina razón llegó a llamarse "la capital del cuento".

 

Aquí se dicen, mientras gime el viento entre los pajonales, las antiguas palabras con significado mágico: Cochancharava, Soco-Soco, Lin Lin, Yungulo. Pertenecen, como tantas en este libro, al idioma misterioso de las leyendas, que al fin, son lo único que nos han dejado como para recuperar la identidad. Ahora Trapalanda abre las puertas de su misterio.

 

Laguna voladora, la de Suco

 

Había, por loa alrededores del arroyo Santa Catalina, una lagunita que era un primor, viera -solía decirme el Eleuterio, paisano contador de historias y mentiras, mientras sobaba y trenzaba tientos para sus aperos. La viera, azul y ovalada, como un espejo. Bicho que volaba no podía con su encanto. Se abajaba, se tomaba el agua, chapoteaba, se daba un güen baño, se gastaba todos loa gritos y al aire otra vez. De maravilla, vea. Era un gusto ver tanto pato, garza y flamenco. Porque de tiempo en tiempo y cuando debe ser, ellos, los bichos peregrinos... buscando lugar donde hacer el nido. No era muy honda la laguna, pero de bonita ….! - y la mirada del Eleuterio se perdía en su propio espejismo, como añorando el paisaje perdido.

 

-Pero, por ese lado, ni sombra de laguna, ni siquiera la hondonada que pudo haber quedado - lo chuceaba con mi incredulidad.

 

-Bah, eso fue hace mucho, usted ni había nacido, ni siquiera su papá. Así que déjeme que le cuente, porque usted no sabe nada y esto en los libros que lee no lo va a encontrar -y su mirada se achicaba hasta volverse para adentro de los ojos, hurgando en esa memoria extraordinaria en la que guardaba tantas historias descabelladas y mentiras convincentes, para luego soltarlas impunemente, previo escupitajo por el colmillo. Entonces sus ojos escrutadores taladraban al interlocutor semblanteando el efecto producido. Ese era su momento de dosificar el suspenso.

 

-La lagunita estaba por aquí nomaj, algo al sur del puente del arroyo, donde se quiebra el terreno. Un invierno maj frío que los otroj, redepente, ¿no va que se congela? Las cigüeñas, los flamencos y el paterío quedaron maneados por el yelo y no pudieron sacar las pataj. Terrible griterío. Siguió frío todo el día y los bichos ahí presos. Viera el escándalo. Por fin pusieron de acuerdo. Se alzaron a volar hasta que tomaron altura a pura juerza de las alas... y bue! Se llevaron la laguna!

-¿La laguna helada? Así que se la levantaron norrias -fingí creerle para ver adonde iba a parar.

-Sí señora, se la llevaron nomaj, y como resultaba pesada, ahí fue que la descargaron en Suco. Eso sí, cuando se reditió, se hizo grande, grande, como está ahora y nunca maj se congeló.

 

Satisfecho del efecto producido, todavía me sermoneó: -Eso prueba que loj bichoj de la naturaleza, animalitos de Dios, cuando se ponen de acuerdo hacen grandes hazañas.

 

-¿Y había ranas y sapos en la laguna aquélla? -le tiré a ver si mordía.

 

-Capazmente, toda laguna que se rispete loj tiene.

 

-Bueno, Eleuterio, ya acabo de tragarme uno.

 

-¿Y Ud. lo dice por la laguna que se llevaron? Güeno, por ahí andan hablando de los platos voladores, ¡eh? ¿y yo no puedo decir nada de la laguna voladora? -me reconvino entre ofendido y caviloso. Vea, no se puede con la inorancia de algunos léidos -se apretó el sombrero de alas anchas que era parte de su humanidad y le siguió dando sebo a los tientos con los que trenzaba bozales y riendas, con tanta pericia como urdía sucedidos y mentiras.

Susana Dillon

Relatos maravillosos 
Diario Puntal

1 de marzo de 2009

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