La estación: rueda maestra del progreso pasado

"Buen día, Nostalgia"
Río Cuarto... de donde venimos y como somos
Por Susana Dillon

Ahora la vemos restaurada, con otro color del que fuera su origen, recuerdos de infancia la vieron de otro modo. Tenia también otro olor, el olor a carbón de piedra quemado y cuyo humo salía por la chimenea bordando en el cielo unas largas nubes grises. Olor particular sólo percibido en las fraguas de las herrerías, donde un hombre vigoroso ablandaba los hierros con fuego y darle a la maza.

Cosas de la infancia: la estación tenía una mágica campana que sonaba para que la locomotora empezara a moverse y arrastrara los vagones. Daba miedo, el monstruo resoplante que hacia temblar las vías y la tierra, sonaba el silbato y el convoy tomaba velocidad. Los resoplidos y el humo se me hacían como los de los dragones de los cuentos. De entre las ruedas salían nubes festoneadas como las de las sábanas de la abuela, llenas de puntillas. Luego el tren tomaba un ritmo constante con su chucu chucu que llegaba a otros sonidos al pasar por los puentes. Entonces la ciudad iba mostrando su trazado junto a las vías y el humo del tren se nos metía en la nariz por las ventanillas que dejaban ver las casitas y más tarde el campo con sus tonos de verdes recortados.

Nos habían despedido en el andén los familiares, en la estación dejamos los cariños, los amores, los buenos deseos, las recomendaciones -¡Escriban pronto!-Ahora estábamos emprendiendo la aventura.

Me gustaba el café con leche del salón comedor, con vajilla de alpaca, sobre un mantel inmaculado con olor a limpio, bizcochos recién horneados y manteca hecha rulitos, mermelada y servicio de loza con las iniciales de la compañía. Un mozo pulcro, de traje negro y servilleta en el antebrazo era una pinturita de la prolijidad. "El tren de los ingleses", decían las señoras de sombrero y velo, cuando ponderaban la meticulosa atención del ferroviario de los tiempos idos.

A pesar de la añoranza y la irrupción de otros medios de transporte, el tren sigue siendo una veta inagotable de inspiración, como el lenguaje de las señales que permiten el inicio de la aventura, ese soltar al gitano que nos habita para comenzar caminos. Se me ocurre llenar de sueños la valija y salir a repartirlos por donde se me albergue o me presten la oreja para que les cuente cómo y dónde me voy.

Las estaciones ya no tienen galpones donde el trigo y el maíz esperan embolsados para ser transportados a los puertos y de allí... vaya a saber. Ahora están vacíos, tal vez allí se escondan los sueños de viajeros de otros tiempos, y quedaron olvidados.

Pero ya no oímos los silbatos de los trenes a horario, los que quedan ni arrojan humo, ni to­can pito. Las estaciones albergan fantasmas y gatos enamorados por los techos.

Las estaciones fueron invadidas por otros intereses.

La cultura muestra allí sus mil facetas, la gente se vuelca a actividades artísticas o intelectuales, pero nos llevaron la vieja locomotora a vapor. Tal vez esté en alguna vía muerta. Tampoco la campana anuncia partidas. Ya no hay despedidas, ni lágrimas, ni besos, ni seguir unos pasos al amor que se va con ese olor a humo de tren. 

La estación: rueda maestra del progreso pasado

Todo aquello pasó entre las décadas del 30 al 40, en que los campos argentinos eran las ubres de América, mientras en Europa se preparaban para la Segunda Guerra Mundial.

Los trabajos rurales daban cabida a gran cantidad de obreros llamados golondrinas, porque arribaban no bien comenzaban a madurar las cosechas de los granos finos. Ondulaban los trigos, las cebadas, los centenos, mares amarillos de susurrantes espigas y toda la actividad se relacionaba con siembras y cosechas.

La del maíz, o gruesa, nucleaba a juntadores que realizaban la ruda tarea a mano, arrastrando maletas de cuero, surco por surco, para con el contenido llenar las pesadas bolsas rastrojeras que luego se llevaban las chatas tiradas a caballos hasta las trojas, esos cuernos de la abundancia cuyo rinde marcaba la fortuna o la miseria del chacarero. Este trabajo, uno de los más sacrificados de las tareas rurales, necesitaba de muchos y fuertes brazos, además de anchas espaldas, ya que todo se movía por tracción a sangre, tanto humana como animal.

En el invierno se producía "la desgranada", entonces todo un contingente formado por la máquina a vapor, la desgranadora, la casilla y el carro aguatero se asentaban en los patios de los campesinos procediendo al desgrane y clasificación del cereal. Todo aquel tesoro iba a parar a las bolsas y éstas formaban verdaderas pirámides de aquel grano rojo y brillante destinado a ser el alimento de los países europeos hambrientos y en guerras.

Las estibas formadas por aquellos millares de bolsas repletas eran acondicionadas matemáticamente por un enjambre de obreros que iban y venían por un planchón hasta el burro, escalera que permitía que aquella pirámide de la abundancia creciera en forma simétrica y segura. Los hombres, con el torso desnudo o sólo cubiertos con una arpillera, cargaban sobre sus hombros aquellas bolsas de 70 Kg. o más como si fueran a un baile y la gran mayoría realizaba aquel trabajo agotador con el mejor humor, con una sonrisa o con una estrofa intencionada cuando recibía desde la altura la bolsa: "-Largue la linga que soy el macho de la gringa"- que era retrucado por otra no menos soez. Los estribillos picaros hacían más llevadera la tarea que permitía llevar el sustento a sus hogares, donde todos soñaban con un futuro mejor, sin las angustias de los malos tiempos: cosechas llevadas por el granizo, el agua o la sequía.

Entrando el verano, se producía la cosecha fina, era el oro del trigo lo que hacía feraces nuestros campos, pero no fue el oro que buscaron sin encontrar los conquistadores. Tuvieron que llegar los inmigrantes para, con sudores, sembrarlo y cosecharlo.

Nadie piense en las técnicas actuales para levantar toda aquella riqueza. Todo se hizo a pulmón y esfuerzo, de cara al cielo para interpretar en cada caída de sol el caprichoso comportamiento de las nubes, los vientos y las lluvias. Y otra vez en los patios de las chacras el trencito de la máquina a vapor, la desgranadora, la casilla y el aguatero para separar la paja del grano y embolsar la riqueza que formaban las estibas piramidales de granos que constituían la esperanza de mejoras, pagar deudas atrasadas y vivir con algo más de bienestar... y toda aquella pirámide se volvía a desarmar para cargarla en los inmensos carros tirados por aguantadores percherones, que a los tumbos venían por caminos de tierra a ser almacenados en los galpones del ferrocarril.

Era el tiempo en que el barrio de la estación se poblaba de un hormigueo humano venido de los barrios alejados, de los campos y de alguna provincia norteña.

Los galponeros vivían en improvisados reparos por los alrededores de la estación. Mujeres, niños y jornaleros daba movimiento, con este trabajo a destajo, a buena parte de los negocios del barrio.

Aquellas mujeronas rotundas, de brazos en jarras, pañuelo en la cabeza y pollera presta a arremangarse según el ritmo del trabajo, no les iban a los hombres a la zaga en aquello de hombrear bolsas. Si se ofrecía la oportunidad ellas también se echaban la bolsa al hombro y por el planchón hacia la estiba, pesos de 70 Kg. eran levantados por aquellas exponentes del sexo femenino (débil?).

Aquellos fueron años en que no se soñaba con los silos, el chimango, la carga a granel, la cinta mecánica que sincronizadamente va llevando el cereal de los graneros a los camiones. Eran tiempos de hinchar el lomo bajo el yugo de un trabajo que no admitía flaquezas, donde sobrevivía el más fuerte y medraban los vivillos, que también los habla. Toda una plaga de "Tutti a venti", prostitutas, fiólos y matones políticos que hacían de punteros, se entreveraban con los trabajadores y sus familias.

Pero todas aquellas mujeres esforzadas, aquellas duras y saludables matronas, no eran tampoco mansas de arrear ni de traicionar. Llevaban en las ligas de sus medias la infaltable faca o sevillana por si algún aprovechado se cruzaba o alguna percanta se quería levantar a "su hombre" o vivirlo a su muchacho. De las palabras pronto se pasaba a los hechos, originándose sangrientas tragedias en las que debían, inevitablemente, intervenir los vigilantes del boulevard, rondines que durante la noche hacían oír su silbato para avisar cualquier alteración del orden. La autoridad, constituida en dos agentes, recorrían a pie saliendo uno de las Cinco Esquinas hacia la Estación y el otro hacía el camino contrario, encontrándose en el medio. La población de la zona veía en ellos una presencia que los tranquilizaba; cuando terminaban su horario, pasaban por El Génova y allí sus dueños los recompensaban con un trago de lo que fuere para aliviar la sed o el frío, según el clima.

Frente a la Estación y luego por el Ameghino los mateos esperaban pacientemente la clientela de viajeros, solicitada materia prima que movía la rueda del progreso ciudadano.

Ha quedado en el recuerdo de los antiguos comerciantes, aquellos que disfrutaron la bonanza de los años de oro, que era preocupa­ción de los hoteles de categoría elegir la clientela para que no decayera el prestigio adquirido.

Todo un mundo colorido, moviéndose alrededor de los trenes, esos necesarios, imprescindibles elementos del paisaje inspirador de tanta novelería, poemas y obras teatrales. Todos los personajes: linyeras, catangos, mirasoles, galpones, changarines, vendedores, transportistas, mezclándose con parejas en luna de miel, viajeros apurados, niños llenos de asombro ante el monstruo resoplante que hace estremecer las vías, el suelo... y ese eterno gitano que llevamos en el corazón.

Datos obtenidos de los recuerdos de don Pancho Rossi.

Por Susana Dillon
"Buen día, Nostalgia"
Río Cuarto... de donde venimos y como somos

Diario El Puntal (Río Cuarto - Córdoba)

19 de octubre de 2008

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