La cita es en la Villa

"Buen día, Nostalgia"

Río Cuarto... de donde venimos y como somos
Por Susana Dillon

La suerte de los arrieros y carreteros... "seguir y seguir la huella sin nada que lo entretenga".

A no ser la aparición de la indiada, los bandidos y la gente alzada.

 

Aquellos eran tiempos de largos y peligrosos caminos aún no trazados. De Chile a Mendoza, de Mendoza a Río Cuarto, de Río Cuarto a Pergamino, de Pergamino a Buenos Aires... Cada tanto se podían encontrar con otros que venían en sentido contrario: se hacía un alto en el lugar y se cambiaban noticias de los peligros o de las novedades que se presentaban en donde tener un resuello, hacer una reunión, comer algún asado, o aprovisionarse para tener más aliento en seguir el camino.

 

Cada viaje no era una rutina, era una aventura, un tutearse con la muerte o con la suerte, según fuese con quien se cruzara.

 

Las tropas de carretas siempre eran numerosas, cientos de ellas componían el convoy, llevando gente armada para protegerlas de las contingencias. El horizonte era un permanente e inquieto interrogante, las sombras de la noche, la proximidad de los indios, de los bandidos, de la gente alzada contra el gobierno de turno... Al llegar a las poblaciones era común que los troperos, no bien se acomodaban para el descanso, bajo algún árbol frondoso, mientras algunos preparaban las leñas para el asado de rigor, alguien hacía sonar la guitarra para invitar a los lugareños a participar de alguna reunión con baile y canciones. Las paisanas se acercaban a las ruedas en busca de compañía y novedades. El paradero de las tropas de carretas era bien conocido: bajo el aguaribay que se está muriendo frente al ahora Colegio Nacional. Para entonces el árbol magnífico extendía sus retorcidas ramas para cobijar a los carreteros y sus pasajeros.

Entonces era un barrio de gente humilde, donde las jóvenes, al sentir el sonido de las guitarras, se ponían una flor en las trenzas y se paseaban como quien va a hacer mandados por entre los recién llegados. Curioseaban lo que traían, ya fueran dulces, nueces, orejones o ropa tejida por las indias o lo que venía de Chile en platería. Los troperos, con mucho tiempo de abstinencia femenina, a menudo atentaban contra los recatos de las mozas... a lo que respondían los muy mañosos con las consabidas expresiones: "Y, la carne es débil... o la ocasión te hace ladrón,... o, metió el diablo la cola... O mejor que se la coman los humanos antes que los gusanos...". Primero eran frases floridas, después los manotones. A los requiebros seguían las lisonjas, el convite, las promesas... algún regalito, rasguidos de guitarra, bailes intencionados, precalentamiento, idas al oscurito, osadías y claudicaciones. A todo esto lo disfrutaban algunos, pero los jueces pedáneos estaban para arruinar la fiesta con su severidad de contener tanta algarabía debajo del aguaribay, tanto alocado desenfreno... Por el año 1817, un juez pedáneo quiso ponerle freno a tanto desbarajuste redactando un bando que decía: "Enterado de los desórdenes que se comenten en las tropas de carretas y arrías, mandó que no salgan solas las mujeres solteras, y que, pasada la oración, no se encuentre mujer alguna en las dichas tropas, bajo la pena de ser depositadas y puestas donde las sujeten y celen las operaciones. Se prohíben los bailes escandalosos y cantinas desordenadas que comúnmente se hacen, en las juntas de gente soez, bajo pena de cincuenta azotes". No he tenido otras novedades de los resultados de tamaña forma de conseguir mejor moral, ni buenas costumbres, ni cuantos azotes recibieron los bailarines. Esa parte de la primitiva Río Cuarto fue nuestra antigua zona roja donde hasta pasó alguna vez el tranvía que osó transitar ese barrio, llevando y trayendo parroquianos y "mariposas de noche". El servicio estaba condicio­nado a las borracheras que cargaban el conductor y el guarda.

 

Cuando ahora nos quejamos del tránsito endemo­niado de nuestra orgullosa urbe, recordemos de dónde venimos... Lo que se hereda no se hurta, estimados vecinos.

 

Sobre Monte, público y privado. La corrupción del marquesado

 

Sobre Monte, tercer marqués de la dinastía de don Rafael Castillo, Ángulo y Núñez, había nacido en Sevilla en 1745, en esa ciudad que se hizo rica y rumbosa a expensas del oro que se arrancaba de América a fuerza de latigazos, hambre y muerte. Fue hijo del marqués Don Raimundo quien lo mandó a hacerse hombre, desde los catorce años como cadete del Regimiento de las Reales Guardias Españolas.

 

Pese a haber nacido en la región de la alegría, la gracia, el cante jondo, que tiene la mejor geografía del país, fue un hombre bilioso, autoritario y soberbio, al que le gustaba autoponderarse y asignarse más honores de los que merecía. Con tales características el jesuíta Ludovico García Loydi lo pinta como un sujeto que "tuvo muchos enemigos o si se quiera mejor: que no supo ganar amigos". Casi un muchachito fue designado a Santo Domingo, y luego a Cartagena, la más hermosa ciudad del Caribe, luego en Ceuta, donde tal vez por sus escasos años no hizo gran cosa por lo que pudiese descollar, visto por tanto su mediocridad, se lo trasladó a los confines de su imperio, el Virreinato del Río de la Plata, así lo dispuso Carlos III en 1783 con el cargo de gobernador de Córdoba. Durante ese período fundó Río Cuarto, La Carlota y Villa de Merlo ya que era urgente poblar, distribuir tierras, reforzar fronteras, promover la agricultura y sobre todo buscar afanosamente la creación de impuestos, principio y fin de los gobiernos imperiales.

 

Al morir el virrey del Pino, se tuvo que hacer cargo del Virreinato.

 

No era cosa de alegrarse mucho de tal investidura en esta Buenos Aires, último bastión del imperio español, ciudad hecha de barro, paja y terrón sin comodidades, sin palacios ni templos suntuosos. Nada que ver con las bellas ciudades caribeñas como Cartagena de Indias, Veracruz, Portobello y La Habana, puertos donde una vez al año llegaba la Real Armada trayendo preciosidades europeas: vinos, licores, telas suntuosas, rasos, terciopelos, lanas, pieles, muebles, joyas, pelucas, trajes, instrumentos musicales, afeites, perfumes, en fin lo que hacía la vida mas digna de vivirse, así se tuviera que pagar con el oro arrancado a azotes a los indios.

 

Cuando fue nombrado por Carlos III gobernador de Córdoba del Tucumán, se encontró a sus anchas, pues la ciudad le recordaba a los caseríos españoles, con gente que le hacía remilgos y genuflexiones, tan realistas como en su tierra. Por lo menos, las casas eran de piedra y los templos suntuosos, le dio por mejorar su aspecto, organizó el cobro de impuestos, alentó la agricultura, lo preocuparon las líneas de fronteras, se interesó por la salud pública (pero no supimos si se fundaron hospitales) y lo que sí, fundó pueblos. Creyó en la abundancia de oro cuando le trajeron pepitas de La Carolina y cerquita nomás le fundó la Villa de Merlo, pero se agotó pronto la veta. En Córdoba, conservan "la casa del virrey", pero en aquel tiempo sólo era gobernador y en tal caso fue alquilada para tan ilustre personaje. Desde entonces los cordobeses capitalinos quedaron tildados por los títulos y los linajes. Quien visita ahora la casona convertida en museo, una se da idea de cómo se vivía en esa época: caserón de muchos y espaciosos cuartos, con muebles sólidos, y recamados, al estilo barroco, con algunas comodidades y para ser atendida por varios esclavos.

 

Un patio sevillano con plantas aromáticas, jazmines, enredaderas y de sombra, lugar para huerto, cocinas, despensa y cuartos para los esclavos algún reducto para la higiene y lavaderos de ropa. Pero no se advierte el despacho del gobernador, pues lo tendría en el Cabildo. Sala de reunión para distraerse con amigos. Al marqués le gustaban los juegos de naipes como a todo hispano, sus tardes de chocolates y azucarillos, sus veladas nocturnas con caballeros y damas linajudas. Típica casa de techos de tejas con ventanas resguardadas de rejas, balcones en el primer piso y mucho lugar para los doce hijos.

 

Sabemos que Sobre Monte era muy dado al teatro y a los banquetes donde se regodeaba con buenas presas de caza de granja, bebía su buen jerez y demás bebidas que hacía venir de su lejana Sevilla. Le gustaban las fiestas, los saraos, las ceremonias donde él y su esposa Doña Juana María de Larrazábal ocupaban el sitial del rey, con todo el empaque del rango. En 1797 lo enviaron a Montevideo como subinspector general de tropas del Virreinato, pasando a ocupar el lugar que el virrey del Pino, enfermo de muerte en Buenos Aires, dejara vacante. El 10 de noviembre de 1804 y por pliego de mortaja fue designado virrey del Río de la Plata.

 

Luego vino todo aquello de las invasiones de los ingleses que lo dejan muy mal parado ante la historia, pues, en lugar de defender la capital del virreinato no atinó a otra cosa que juntar sus petates, su larga familia y lo más importante el tesoro propio y el que había juntado para España. Meter todo aquello en carruajes y bajo lluvia torrencial, huir a Córdoba. Este proceder indignó a la población que ya no le tenía simpatía, Liniers ocupó su lugar porque sí quiso y pudo reclutar a los que defendieron su ciudad y echaron a los invasores. Miguel Wiñazki, en su libro "Sobre Monte, una historia de la codicia argentina", tiene una página muy elocuente.

 

"Sobre Monte huía". Huía con 9.000 onzas de oro tambaleándose en su mueble monetario arriba de un carretón, custodiado por un tren de artillería que había quietado a las milicias. Huía con un millón de pesos fuertes en barras de plata, tambaleándose en otras siete carretas que apenas podían entre el barro y la lluvia de esa senda de mil demonios exasperados que sólo permitía velocidades de babosas para viajes desde Buenos Aires a la Villa de Lujan.

 

Huía, con su familión adelante suyo y hacia Córdoba en galeras cobardes y distantes a cualquier pendencia verdadera.

 

Huía pedorro, pimpante, señorial, cretino y ventajero. Huía con la sangre azul del virreinato, con tintero amilanado de burócrata, huía con el oro, la plata y sin espada, huía con su alma y su cuero que no le daba ni para enfrentar un gato en celo". Pasado el peligro, los ingleses cabizbajos se fueron en su soberbias naves, algunos se quedaron y se dedicaron al espionaje... O no se fueron nunca del todo. El Cabildo Abierto no permitió que don Rafael reasumiera su cargo, lo destituyeron y lo devolvieron a España en 1809 donde lo esperaba un Consejo de Guerra.

 

Mucho debe haber meditado don Rafael al esperar el resultado del juicio, mucho habrá recordado sus años mozos en Cartagena de Indias, ciudad fortificada con palacios, grandes templos, rumbosa vida social, teatro y sobre todo, algo que no se olvidaría jamás: la llegada de la Armada Real, con cientos de veleros y galeones, con millarse de marinos v las bodegas llenas de miles de preciosidades, objetos de lujo venidos de España para adornar las casonas de los nobles, los comerciantes enriquecidos, los funcionarios, los militares de altos rangos, en fin, toda la gente de mando y fortuna que tenían que ver con suculentos negociados, alternando con bailes, procesiones, ceremonias y galanteos a los que era afecto este hombre palaciego, arrogante, presuntuoso, enfatuado por el cargo y casado para colmo con una señora con muchos pájaros en la cabeza. Eso dice el jesuita Ludovico García Loydi en su libro "El marqués de Sobre Monte" editado en 1973 por el Archivo Histórico Nacional (Casa de Gobierno).

 

Mucho debe de haber echado de menos a las ciudades del Caribe, el hormiguero humano con la llegada de las grandes flotas: el tráfico de mercadería, el trasiego del tesoro en lingotes venido desde México y desde el Perú para empalmar en Cartagena donde en el Castillo de San Felipe se almacenara y se cargaba rumbo a Sevilla. ¡Oh! Sevilla, la del cantar ¡la más bella ciudad de la cristiandad, más hermosa aún que Roma!, con más oro del que se llevaban de América en lingotes para que la corte lo derrochara alegremente, mientras en América morían de a millones las razas oprimidas.

 

Ese oro pagaba guerras, deudas, eternas hipotecas, reyes de los que jugaban sus coronas y reinas putas que sólo pensaban en lucir para sus amantes, vidas inútiles y costosas que decían mandar en nombre de Dios.

 

¡Ah!, se decía al borde de las lágrimas, arreglándose la peluca empolvada y retocando su cara maquillada: ¡Venir a parar en este culo del mundo, país de salvajes e indómitos, venir a transitar calles de sempiterno barro, casas con techo de paja y paredes que se caen con la lluvia donde con Vértiz les construimos un teatro mísero para gozar de las pantorrillas de las tonadilleras en bailes escandalosos, además de ponerles el alumbrado público con candiles de cebo. ¡Gente de mierda... indios asquerosos!

 

También tuvo que lidiar con esa mujer ambiciosa y mal gestada, su Juana María, que como tenía ínfulas de reina para el día de su cumpleaños hacía pasear en procesión su retrato por las calles de Buenos Aires, como lo hacían con el retrato del rey para su día. Además exigía regalos de alhajas y pieles. Por esta dama los pobladores de Buenos Aires tenían una manifiesta antipatía, que estalló violenta cuando los Sobre Monte regresaron de Córdoba, en que los recibieron con insultos

arrojándoles cascotes, ratones muertos, cueros de los mataderos y cuanta inmundicia arrojadiza encontraron. Pero lo que más apreció fueron los estribillos insolentes.

 

María Elena Walsh, ha rescatado una coplilla que fue cantada en aquélla ocasión, luego de echados los ingleses que levantaron anclas.

"Veis aquel bulto lejano

que se pierde tras del monte,

es la carreta del miedo

con el Virrey Sobre Monte.

 

La invasión de los ingleses

le dio un susto tan cabal

que buscó guarida lejos

para él y su capital

 

Al primer cañonazo de los valientes

disparó Sobre Monte con sus parientes".

La figura del marqués se opaca, se va con más penas que glorias, el juicio de residencia fue una mascarada, lo juzgaron sus pares y fue absuelto. Muerta su primera esposa, se volvió a casar de inmediato, lo que hizo estallar un tremendo escándalo familiar sobre todo con su docena de hijos cuando ya tenía 75 años. Murió a los 82 en Cádiz. Sobre Monte fue un adelantado en cuestión de negocios turbios y falta de responsabilidad. Los ingleses se llevaron el tesoro y lo pasearon por Londres, en marcha triunfal. Los arcones se los arrebataron durante la huida. No les fue nada bien a los jefes de la invasión, les hicieron juicio y los destituyeron. Allá, en la Rubia Albión castigan a los que fracasan en misiones de piratería y pérdidas de territorios. Acá les levantamos monumentos a los que mataron indios, a los que entregaron la Patria y a autoridades cobardes. Sobre Monte sacó cría.

Por Susana Dillon
"Buen día, Nostalgia"
Río Cuarto... de donde venimos y como somos

Diario El Puntal (Río Cuarto - Córdoba)

11 de enero de 2009

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