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Secretas alcobas del poder

Isabel, nuestra primera reina
Rompió, como mujer, los mitos de su época
Susana Dillon

"Como todos los absolutismos, el monárquico debía, para imponerse, asentarse sobre una mística, erigirse en adalid de un fanatismo colectivo. Y ese intenso sentimiento religioso en España, que había inspirado por la Reconquista iba a ser explotado, en tal sentido por la monarquía.

Historia Universal, Jacques Pirenne.

"Los ojos de Isabel se quedaron en la nuca del mocetón. Era la testuz del toro en la época de la brama, una bola de poder, rodilla de gladiador".
Los perros del paraíso, Abel Posse.


"Tanto monta, 

monta tanto 

Isabel como Fernando".
Canto popular español.

Los semanarios dedicados a la mujer frívola, sobre todo, a las del "jet set", reiteradamente se ocupan de los devaneos de las reinas o princesas actuales. Fuera de lucir modelos despampanantes o mostrar sus nuevos amantes en las reuniones sociales nada ha cambiado para ellas desde la Edad Media.

Sin embargo, Isabel de Castilla rompió los moldes de su época. Esta nota también trata de romper un mito y darle carnadura actual a un personaje del que se sabe más su leyenda que su propia historia.

Imposible evocar el descubrimiento de nuestro continente, sin nombrar a Isabel de Castilla. Desde niños se nos ofreció la paradisíaca fábula con coloridos y brillantes descubridores descendiendo de los veleros como dioses, inflamados de la santa fe y servidores fieles de sus majestades los Reyes Católicos. .. y por allí, como para condimentar tanta aventura marina, el descubrimiento, no tan sólo de tierras exóticas, sino los no menos exóticos y pintorescos salvajes... y luego todo aquello del oro cambiado inocentemente por espejitos y cuentas de colores, amansando a los naturales con el catecismo y las buenas costumbres traídas de la metrópoli... Pero de las terribles matanzas para sacarles el oro y las vituallas, ni mu. 

Toda la acción contenida en aquel escenario estuvo rebasada por la figura de Isabel, eclipsando a su consorte, dueña y señora de la epopeya. La reina sensible a la locura del genial marino, cuando todos lo tildaron de delirante. La reina sentada en su trono, escuchando interesada la retahíla del rubio genovés que insistía en que la tierra era redonda y se podía llegar a las Indias por el camino contrario al rumbo practicado desde la remota antigüedad... y todo aquello de la especiería. La reina hurgando en los arcones, en busca de las joyas de la leyenda...

Pero la dulce reina, para esas épocas ya se traía su historia. Isabel había guerreado toda su vida, desde que era una adolescente, así que nada de dejarnos impresionar por las cándidas imágenes de los textos escolares ni por el título de Reyes Católicos otorgado por el sensual papa Alejando VI Borgia. Isabel y Fernando se conocieron en forma muy particular. Ella era una princesa pobretona y huérfana desde los tres años, no tenía ni la mínima posibilidad de ceñir corona, a menos que se sacara del medio a sus reales competidores. Pero desde niña pintaba ser todo un carácter. Él, un avezado cazador de los montes aragoneses, forzudo y retacón, ancho de espaldas y de astuta mirada. Su exterior era el de un rudo montañés pero probó ser un político ávido de poder, sumamente sutil. 

Como en aquellos tiempos los príncipes se casaban a la distancia, por conveniencias políticas y en alianzas para guerrear (que nadie se llame a engaño pensando en que se comportarían como Carolina de Mónaco), se enviaban retratos tramposos a los recíprocos Interesados. Las sorpresas que tenían los contrayentes una vez logrado el real matrimonio no tenían reclamo. Fernando de Aragón, un adolescente de diecisiete años, retozón e inquieto, sabía que su prometida Isabel de Castilla era rubia y saludable, pero no estaba dispuesto a cargar con una cacatúa. Fue entontes que se disfrazó de pastor y merodeó por el rústico castillo, donde retozaba cerril la rubia y pecosa Isabel, de soberbios muslos de amazona. Tuvieron que encontrarse como dos aldeanos, sin protocolos, ni pajes, ni chaperonas, sobre la arisca tierra castellana. Se gustaron y se amaron. En los castillos hubo escándalo ante semejante conducta principesca. La boda vino después, pero no terminó aquí el cuento de colorín colorado, sino que más bien comenzó. Y comenzaron las luchas por la corona de Castilla: Isabel tenía un hermano, que más tarde sería Enrique IV. La corte castellana de esos tiempos no era precisamente un espejo de buenas costumbres y hete que el monarca estaba más inclinado a vestirse de dama que a ocuparse de los asuntos de Estado, abandonó en mano de su favorito Don Beltrán de la Cueva todo el poder. A él se le achacó la paternidad de la infanta Doña Juana, llamada la Beltraneja por el pueblo, que no se pudo tragar tamaño anzuelo. Tras muchas intrigas y luchas, la conflictiva heredera quedó descartada. También murió su indeciso hermano, así que por eliminación ciñó a la corona Isabel, pero corrió mucha sangre por la agreste estepa castellana. Desde entonces la nueva reina dio muestras de saber lo que quería. Cabalgó junto con Femando por las bravas tierras de su reino, juntó prosélitos, celebró alianzas y fundió en un solo reino Aragón y Castilla. Luis XI de Francia pretendió invadir el norte de España, y allá fueron los reyes a defender lo suyo. Para consolidar aún más sus reinados y someter a los judíos, que eran los virtuales dueños del comercio, no dudó Isabel e impuso la Inquisición, arma terrible para aherrojar desde el estado de terror a quienes había dispuesto aniquilar.

La mística de una religión persecutoria y fanática le reportó sumisión y las riquezas de los judíos pasaron a sus reales arcas.

No les fue mejor a los moros que, luego de siete siglos de conquista y permanencia en España (precisamente lo más bello y productivo, el sur), fueron por fin arrojados al África, luego de que perdieron Granada. Los que se quedaron debieron abrazar el catolicismo o someterse bajo el tormento, el fuego y las persecuciones. La pareja cabalgaba en sus guerras y se dijo "tanto monta Fernando, como monta Isabel", lo que no se conseguía con la espada de Isabel, se obtenía con la astucia de Fernando; y, mientras tanto, la reina daba hijos al mundo.

Se decía por aquellos entonces que cabalgaba hasta que los embarazos cupieran en su armadura. Posiblemente ella habría sacado sus cuentas, y sus ambiciones se habrían colmado al vencer a Boadbil, aquel rey moro a quien su madre, la sultana, le reprochara: "Llora como mujer lo que no supiste defender como hombre"... Tal vez ésa habría sido su hora estelar: la unificación definitiva de España. Pero había llegado a su corte un genovés estrafalario que tercamente insistía en que la tierra era redonda. Y la historia menuda sostiene la escena del huevo, los sabios recalcitrantes y los monjes que abrieron sus conventos y escucharon al extraño marino. Isabel había llegado a su madurez, soñaba con descansar de tantas guerras y dedicarse a su lectura favorita: "El Decamerón" de Bocaccio, que hacía las delicias de los cortesanos de esos tiempos, tan eróticos como los actuales. Sin embargo, el destino le deparaba otra epopeya: alentar a la secta de los buscadores del Paraíso que no eran otros que Colón y su gente. Hubo de dejar los libros picarescos y apagar su lámpara. Tras breve descanso, otra vez la lucha. Entonces el temple de la guerrera dio paso a la estadista. Alentó al visionario que pondría en sus manos el imperio más grande de la Tierra; jamás soñado. 

El 12 de octubre de 1492, el genovés delirante por fin se salió con la suya: llegó a las Indias legendarias, mas él seguía soñando con haber descubierto el Paraíso. En cuanto a la reina, las guerras habían agotado su temple y quebrantado sus fuerzas. Murió a los cincuenta y cuatro años, sus hijos tuvieron nefasto destino. Vio morir al heredero y enloquecer a Juana. Pidió, en trance de muerte, que la enterraran como a una campesina, tan pobremente como cuando naciera. Apesadumbrada por la suerte corrida por los indios, sus nuevos vasallos, caídos en esclavitud y masacrados, en su testamento ordenó protegerlos... Mas ya era tarde, los feroces emisarios del Imperio, escudados en una religión que debían imponer "para mayor gloria de Dios" y en "servir al Rey", deshabitaron el paraíso descubierto, allende el mar.

A su muerte, Fernando, convertido en un vejete ridículo, contrajo nuevas nupcias con una cortesana francesa de picante trayectoria, Germaine de la Foix, y encerró a Juana en un lóbrego castillo, para acentuar aún más su locura.

A su muerte, el más grande imperio jamás conocido fue a parar a manos de su nieto, un extranjero en España: Carlos V.

Por las manos de Juana se escurrió el Imperio. Ella estuvo prisionera de su locura de amor. Pero ésa es otra historia.

Los mitos que se crearon alrededor de Isabel

No fue como las reinas de los cuentos, suave y generosa, sino una guerrera que unificó España, que estaba dividida en pequeños reinos. Participó con su espada y su armadura en cuanta batalla hubo. La conquista de Granada, lo más bello de la península, la convirtió en una rica soberana. Lo de regalar sus joyas para el viaje de Colón fue una leyenda. Al viaje lo solventaron con los impuestos del erario de ciudades.

-No se casó con un príncipe impuesto por razones de Estado. Fernando e Isabel se conocieron por cuenta propia y un pajar del castillo fue su lecho de bodas, con agrios chismes en la corte de Castilla. Se casaron con un escándalo mayúsculo, pese a que las costumbres eran muy desordenadas y nadie podía hacer reclamos. 

-En Barcelona no fue recibido Colón de su primer viaje del descubrimiento porque Femando padeció un atentado estando a punto de morir por un lanzazo. Isabel se hizo cargo del reino y no estaban para fiestas. Según los barceloneses, el cuadro del recibimiento con indios, papagayos y monitos con los reyes recibiendo a un Colón de utilería es pura invención del pintor que lo compuso para dar envidia a los vecinos.

-Colón jamás supo lo que había descubierto, se creyó en el paraíso y lo convirtió en un infierno. 

-El gran almirante fue el primer esclavista de América. En el primero de sus viajes llevó nueve indios a quienes dejaron morir de frío y hambre. En el segundo llevó quinientos y los vendió como bichos raros, duraron poco y enjaulados.

-Isabel no pudo proteger a sus nuevos vasallos de la codicia de sus enviados, pues sus leyes protectoras no fueron aplicadas por los encomenderos en América. Cuando se los amonestaba por sus excesos, ellos respondían: "Dios está en el Cielo, la reina está lejos, aquí mando yo". 

-Los indios pensaban que quienes llegaban eran dioses, pero rápido sospecharon que eran demonios. En poco tiempo se despobló América. Así se trajeron africanos para esclavizarlos. 

-La reina Isabel fue perseguida por sucesivas desgracias. Vio morir adolescente a su único hijo varón, las cuatro princesas fueron desdichadas reinas en otros países. Juana, la heredera, murió supuestamente loca.

Bibliografía
España y América. Espasa Calpe. 

Los perras del Paraíso. Abel Posse. 

Las lecturas de una Reina Germán Arciniegas.

Susana Dillon

6 de junio de 2010
Secretas alcobas del poder
Diario Puntal (Córdoba, Arg.)

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