¿Hubo esclavos en Río Cuarto?

"Sus dioses y sus costumbres los ayudaron a soportar el inhumano trato del blanco a los trabajos más crueles"
"Buen día, Nostalgia"

Río Cuarto... de donde venimos y como somos
Por Susana Dillon

"No hay esclavitud sin degradación". Gilberto Freyre

Casa grande y Senzala.

El cristianismo terminó con la esclavitud en Europa, era incompatible con su doctrina libertaria, sin embargo, los que vinieron con la cruz y la espada la implantaron en América, sin remordimientos de conciencia.

 

Los negros africanos cazados como animales y amontonados como carbón humano en los barcos negreros atestados, tratados a latigazos y separados de sus familias, para surtir a las grandes ciudades de América con escasez de mano de obra, se diseminaron a los cuatro vientos. Ingleses, holandeses y portugueses estuvieron a cargo de esta empresa criminal. Murieron más de la mitad al cruzar el océano, pero las ganancias fueron millonadas.

 

En tiempos virreinales los indios fueron desapareciendo de las encomiendas, lugar de trabajos forzados donde murieron por malos tratos, enfermedades y hambre. Algunos, como nuestros Comechingones, que levantaron la ciudad de Córdoba con su trabajo esclavo, huyeron a esconderse en las sierras. A los Pampas y Ranqueles no los pudieron dominar por ser razas aguerridas que prefirieran morir a servirlos.

 

Los que llegaban a Buenos Aires eran luego transportados al interior donde había demanda, dándose en subasta en las plazas, frente a las iglesias, para hacer los trabajos de las minas, las canteras, los ingenios, las estancias, las construcciones civiles, militares, conventos, represas, puentes, barracas. Las parejas eran separadas, los niños quitados de sus madres y vendidos aparte, rematados por toneladas.

Hasta en iglesias y conventos hubo esclavos para todos los trabajos. No había individuos que con este destino durara más de cinco años. En Río Cuarto, también el que pudo comprarlos, tuvo su servicio de esclavos y esclavas que eran procedentes de Benguela, del Congo, Bantúes, destinados a los saladeros, transporte, construcción y tareas agrícolas.

 

Como aquí no había minas y lavaderos de oro, la vida de estos desdichados era algo mejor, sus trabajos no eran tan extenuantes; quinteros, hortelanos, monteros, hacheros, aguateros, serenos, vendedores. Ya los vimos en los manuales escolares, como las pintorescas mazamorreras, empanaderas, cebadoras de mate, nodrizas, niñeras, cocineras, fregonas y algo insólito; la despiojadora que debía ocuparse de esa tarea que reclamaban las grandes familias invadidas por los parásitos. La negra debía ser muy prolija y de confianza, pues debía tratar todos los bichos que alberga el cuerpo y en gente de poca higiene como eran aquellos tiempos, tenía sus buenas propinas. Con el tiempo, se podía comprar un caballo y hasta su libertad. Pero seguía con su oficio porque era muy importante: también traficaba información de casa en casa. (No había secretos de familia que la negra no tuviera en su nutrida clientela) de allí que era requerida no sólo para despiojar sino para que diera datos de las demás intimidades. Por este informado personaje se intercambiaban chismes de embarazos, romances secretos, infidelidades, riqueza, bancarrotas, conquistas y de culebrones que ocurrían entre las paredes de las muy vigiladas casas coloniales.

 

Un secreto muy bien guardado

 

La cazadora de piojos, una realidad que se guarda­ron de mostrar nuestros historiadores, sí se conoció en nuestros países limítrofes, en tiempos virreinales. Todo el mundo occidental estuvo invadido de parásitos del cuerpo, donde la escasa higiene reemplazada por perfumes, que por supuesto no alcanzaba a usar el pueblo. Quien ha visitado los soberbios palacios reales, donde el lujo era la primera necesidad, habrá notado que en los innumerables cuartos destinados a los placeres, la holganza y las fiestas eran para vivir alocadamente y en la molicie. El palacio real "de Oriente" tiene más de 2.000 habitaciones, pero sólo dos baños. En Versalles y Tullerías, pasó lo mismo, las necesidades se hacían en bacinillas que luego su contenido se arrojaba por las ventanas a los jardines. De esta manera también los rodeaban las enfermedades, las plagas y las pandemias. Una investigación muy entretenida me llevó a esta nota que incluí en el Oro de América, página 215. Era por lo general una negra, de largos y finos dedos, de vista de águila, capaz de encontrar el piojo mas resabiado o la liendre más oculta en cualquier lugar del cuerpo, desde la cabeza, barba, pasando por los sobacos, hasta las partes pudendas, regiones anatómicas negadas a la ciencia y a las conversaciones de la gente decente, dándoles extermino al bicherío en menos de que los cuento.

 

Colocaba la cabeza del paciente en su regazo, apartando minuciosamente los mechones, desde la nuca a la frente y con verdadera saña se lanzaba contra los bichos que reventaba entre sus largas uñas, hombres, mujeres y niños, amos y esclavos, pasaban por su requisa. Casaba los piojos con la misma celeridad que una gallina picotea los granos de maíz del patio, mientras conversaba con los deudos del piojoso. No había de esa manera familiar nada que se le escapara, a cambio, desparramaba rumores, desmoronaba reputaciones, creaba intrigas, instigaba enredos mientras daba cuenta con métodos y parsimonia de los piojos con pasmosa rapidez. Cuando la cabeza quedaba bien catada y revisada era lavada con jabón de la tierra (común de lavar), enjuagándola con una infusión de hierbas de Santa María y... que pase el que sigue.

 

La tarea se realizaba al sol, para mejor encontrarlos. Resultaba un espectáculo común ver al paciente adormecido sobre las faldas de la negra con expresión de deleite. Debía ser delicioso ser revisado y tratado por la especialista. Cuando de la cabeza había que seguir por otros lugares, privados, de pie revisaba la pelambrera del tratado. Sus manos rápidas, ágiles, sabias, recorrían implacables axilas y pubis no dejando repliegue sin investigar por recóndito que fuere. Entonces eran manos de mujer, sabedora de todos los secretos de la piel humana, de todas las humanas miserias y de todas las humanas flaquezas. "Después del almuerzo o de la cena, en la red de la hamaca era donde los señores patriarcas hacían la digestión, escarbándose los dientes, fumando cigarro, escupiendo, eructando fuerte, pedorreándose en ristra, rascándose los pies y los genitales, unos rascándose por vicio, otros por enfermedad venérea o de la piel". Así explica el antropólogo Darcy Ribeiro en "Indianidades y venutopías", la escena por demás realista sobre estas minucias, la experta visitadora, podía preferir a la comunidad inquisitiva toda una suerte de datos anatómicos y fisiológicos de su clientela, dichos, claro está con voz confidencial y muchos reclamos de secreto. Su memoria, era tan proverbial como su eficiencia, su profesión le deparaba prestigio además de que en esa época, por haber nacido en la senzala (lugar de confinamiento de los esclavos recién llegados), se estaba destinada a la esclavitud. La historia oficial nos ha privado del regocijo de saber que desde los virreyes hasta el último esclavo, desde nuestros héroes inmarcesibles hasta las románticas damitas de peluca y crinolina han tenido que ser hurgadas y revisadas en lo más íntimo por estas animadoras de los más calientes chismes del antiguo jet-set ¡Qué nos hemos perdido!

 

Despejando misterios. Río Cuarto, portal de la Trapalanda

... Y el Diablo dijo: "Hagamos la timba".

 

Revolviendo las notas dejadas por don Libio Consolé, respetado periodista de otros tiempos no muy lejanos, he encontrado unas páginas en que nuestro sabio y ameno antecesor nos cuenta de la Trapalanda, conforme se iban sumando historias, las más iniciadas en leyendas, allá por el año 1528. Don Libio argumentaba que esta Villa fue el portal de una región de riquezas fabulosas, por donde se iba, vaya a saber por cuales rutas, a la ciudad de los Césares, patraña inventada y agrandada por gente de gran imaginación e inocultable codicia a la que trataron de encontrar vanamente para hacerse ricos de una buena vez y volverse a España a lucirse en la corte de los reyes exhibiendo riquezas y lo que más los ufanaba: fama, renombre, vivir en la holganza, como si dijéramos ahora: llegar al jet-set. El tema histórico no dejó pluma quieta, las grandes rotativas trabajaron febriles para aventar el pasado mítico nuestro. La Nación, La Prensa, La Voz del Interior, La Capital de Rosario, revistas y publicaciones especializadas se esmeraron en publicar el asunto como atractiva leyenda, así nos pusieron en primera plana, pero por siglos permaneció en el misterio, Don Juan Filloy, tampoco mezquinó tinta en cuanto a aventurarse en el tema y fue en "Urumpta" que dejó que su pluma se recreara en perseguir el origen de esta Trapalanda que lo atrapó en su hechizo, para legarnos páginas memorables. "Leyendas, leyendas descalabradas, rendidas por el fracaso, volvieron todas las expediciones que fueron en pos de presuntos "El Dorados de la Trapalanda", pasaron por el Soco Soco de ida y vuelta...".

 

Según Aníbal Montes, arqueólogo e historiador, allá por los años 1528 al 1573, sostiene que existieron circunstancias extraordinarias que hicieron vincular al paso de los conquistadores con la especie de chismerío que hicieron circular los habitantes del valle del Conlara y los de La Chocancharaba[1] que ya sabemos eran las tierras del cacique Chocan, en que se pusieron de acuerdo con Yungulo, del valle citado para sacarse de encima a los molestos recién venidos, que luego se convirtieron en enemigos por sus imperiosas exigencias de víveres, compañía femenina y el paradero de la ciudad maravillosa.

 

Tanto Chocan como Yungulo que eran comechingones y bastante listos, pues se dieron cuenta de las negras intenciones de los blancos, fueron astutos en darles datos. Cuando les preguntaron dónde estaba el oro. ¿Oro? dijeron asombrados, sí, más al sur, y los hicieron llegar hasta la Patagonia y pasar hasta la actual Chile con el mismo cuento. Tantos fueron los buscadores de la mítica ciudad de los Césares y lodos los resultados fueron negativos. No dieron ni con la más mezquina pepita de oro. pero se conoció la región, se descubrieron caminos, llegaron a las costas del Atlántico y hasta pudieron confeccionar mapas. Según don Libio esta verdadera pasión por encontrar aquello que los hacía caminar como si tuvieran las botas de las siete leguas, les duró hasta el siglo XVIII en que la entrada o portal seguía siendo nuestra modesta y polvorienta Villa, una población mísera, sacudida por malones, lugar de paso, encrucijada de caminos, pobre y arrumbado fortín, refugio de gente de toda laya, descanso de viajeros, recreo de carreteros, posta y fogón de troperos... Levantada tantas veces como fue destruida, centro geográfico de un país que apenas si era conocido, ciudad, la nuestra, que alguna vez don Carlos Mastrángelo llamó "la capital del centro argentino'1, ¿sería predestinación? o será que desde el vamos nos gustó contar las cosas más grandes de lo que eran, o recrearnos en inventar alguna fanfarronada que se les quedó para siempre. Se critica a los habitantes de esta Villa de ser veleidosos, agrandados, fantaseosos, amigos de gustarles la vidriera, darse corte, jactarse de tener amigos prominentes, en fin, creer que se está en la cresta de la ola por salir en algún semanario haciendo rostros con el whisky en la mano en el centro de la reunión... que ya que les hicieron creer que estamos en el Imperio, somos los nietos de Sobre Monte.

 

Son muchos los que descienden de caciques, pero nadie se declara indio de pata en el suelo. No señor. Las chicas puede que sean princesas ranqueles. Aquí nadie se achica, es más, inventaron la consigna: "Si hay miseria que no se note". El señor Mastrángelo descubrió que aquí se hicieron los mejores cuentos por que desde allá venimos, de los Yungulo y de Chocan que iniciaron la dinastía de los agrandados y mentirosos sin abuela. Venimos de las ciudades con los techos de oro y los adoquines de plata, las ventanas de gema de colores, los ríos de buen vino, las puertas sin cerraduras y hasta la mujer de la guadaña no tenía nada que hacer, porque la gente gozaba de eterna juventud, con salud sin mutuales. Ahora, vamos a tener que averiguar de dónde nos viene esto de vivir en permanente jolgorio, a eso lo inventaron los nuevos trapalandones.[2]

 

Y el diablo dijo: ¡hagamos la timba!

 

En 1528 y siguiendo la ruta que antes había navegado don Juan Díaz de Solís cuando descubrió el Río de la Plata llamándole Mar Dulce porque nunca se había conocido río más ancho, don Sebastián Gaboto encontró buen lugar para fundar un fuerte a orillas del río Carcarañá donde vuelca sus aguas en el Paraná. La expedición era muy sencilla y el marino italiano al servicio de España, traía órdenes de encontrar alguna vía fluvial que se comunicara con la gente que se suponía venía del Perú. Los indios querandíes, que habitaban esas regiones eran belicosos y fuertes. Al río le habían puesto ese nombre porque significaba devorador de hombres, tan peligroso y torrentoso era. Como al principio los indios les conseguían buena pesca y animales de caza, también los censaron para luego empadronarlos y hacerlos sus esclavos por el sistema de la "Encomienda" y comenzaron los abusos.

 

Gaboto construyó el fuerte al que se le llamó Sancti Spíritu con la ayuda y el trabajo de los indios, pero siguieron las exigencias. De modo que las relaciones entraron en crisis. El objetivo que llevaban los expedicionarios era fundar ciudades y fuertes, reconocer el territorio, buscar ríos que se comunicaran para acercarse a los otros españoles que por el Pacífico habían llegado con el mismo fin.

 

Gaboto, reparó sus bergantines, naves livianas y bastante veloces, para iniciar el reconocimiento del Paraná hacia el norte. Dejó un grupo de soldados al cuidado del fuerte indicándoles los trabajos que harían en su ausencia, recomendándoles muy especialmente que no se entretuvieran en juego de azar a los que eran muy aficionados sus soldados, que como todos los españoles eran muy inclinados a esos entretenimientos. Gaboto ya había experimentado ese inconveniente, también los advirtió de los peligros que representaban los indios vecinos... Y no estando el gato, los ratones hicieron la fiesta. Las toscas mesas del fuerte, día y noche funcionaron como garitos, mientras hubiera víveres y velas, seguirían azotando a los indios para que los siguieran abasteciendo.

 

A tanto llegó el abuso que una noche cayeron los querandíes a los alaridos incendiando el fuerte con los jugadores adentro.

 

Al tiempo llegó de regreso Gaboto de su excursión, encontrando el desastre. Sus hombres incinerados, junto a los naipes, los dados y las fichas. Derrotado y furioso se volvió a España sin encontrar lo que buscó. De aquellos tiempos al presente, el juego, vicio, enfermedad, entretenimiento o como quieran llamar­le, nos ha dejado marcados.

 

En nuestro país, que todavía no existía, ni se sabía hasta dónde llegaba se había instalado "la timba'' antes que fundar ciudades. Aquí, en nuestra ciudad pasó algo parecido: en tiempos del intendente Cantero se instaló un casino, en lugar de una fábrica que era lo que la población necesitaba para tener trabajo digno. Pero quienes viven del vicio y de las coimas prefieren, como los soldados de Gaboto terminar sus días incinerados...

 

Notas:

 

[1]  Paso a casos concretas, buscados en los archivos desempolvados para nuestro goce.

[2]Trapalandones: según el poeta Osvaldo Guevara son los habitante de la Trapalanda y desde el siglo de oro la vino usando don Miguel de Cervantes en su inmortal “Don Quijote”, gran fabricante de locuras.

 

BIBLIOGRAFÍA AGRIPA VASCONCELOS "CONGO SOCO". ED. BRASILIA 1968 • DARCY RIBEIRO INDIANIDADES Y VENUTOPÍAS. ED. BRASILIA 1990 GH.RKRTO FREIRÉ CASA GRANDE Y SENZALA. ED. RÉCORD 1989 • GUSTAVO ADOLFO OTBHO • LA VIDA SOCIAL EN EL COLONIAJE - ANDINA 1991

Por Susana Dillon
"Buen día, Nostalgia"
Río Cuarto... de donde venimos y como somos

Diario El Puntal (Río Cuarto - Córdoba)

18 de enero de 2009

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