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Secretas alcobas del poder

Historia de una "tapada" Rosita Campusano, la mujer de San Martín en el Perú
En la cama se confían más secretos que en el confesionario
Susana Dillon

En Lima, no fue cuento lo de las "tapadas". Existieron desde los tiempos del virreinato, ni bien las damas comenzaron a andar solas por las calles en horas peligrosas buscando entretenimientos "non sanctos".

En aquellas épocas, pecadoras y decentes, arriba de sus vestidos ajustados y transparentes, que dejaban entrever sus formas, usaban mantos que las cubrían de la cabeza a los pies, dejando un solo ojo al aire... y lo demás cubierto, casi tanto como las mahometanas. El asunto era "tapar" lo que se tenía por valioso, porque estas señoras tenían que esconder su identidad, en ello les iba no sólo la incógnita, sino la vida. Si las descubrían sus consortes, las entregaban a la Inquisición.

Era frecuente verlas salir hacia el templo muy cubiertas y escurrir el manto por cualquier calleja oscura, para mostrar la mercadería a los que las andaban buscando. Así las cosas en la Lima virreinal que aprovecharon las que querían que viniera el caballero del sur a darles patria, sobre quien se rumoreaba que tenía sangre india.

Lima era a los fines del siglo XVIII la Paris de la América del Sur, reino de la coquetería femenina, paraíso de los caballeros enriquecidos con lo que quedó de la Conquista, el oro y la plata de los indios, lo logrado con la espada, el arcabuz y la codicia.

Las señoras salían con sus esclavitas a mandar mensajítos (rollitos de papel -ni pensar en celulares-) a los caballeros de capa y espada para encontrarse en La Alameda o en algún mesón donde acomodarse luego de los brindis, mientras los maridos jugaban al tresillo en la taberna de Baco.

Rosita, que era guayaquileña, apareció por Lima a los diecisiete años. Hija ¡legitima de una mulata y de un noble español, de esos que les hacían hijos a las esclavas de la casa.

De semejante mestizaje, ¿qué saldría? Lo que se esperaba, fuego. Fuego en el cuerpo y en el espíritu revolucionario...

Ya andan por el puerto del Callao los barcos haciendo oír sus cañonazos. Las "tapadas" también pasean por si las llaman. Bajan de los barcos de guerra de Lord Cochrane, con la Esmeralda al frente, capturada hace un rato, los soldados que vienen de atrás de los Andes, con argentinos y chilenos, trayendo la libertad para desparramarla por la América Austral. Desembarcan en Huacho las tropas del Ejército de los Andes. También las mujeres que alzaron en el puerto. Lord Cochrane sabe lo que hace. Sin él, su amigo José de San Martín no hubiera podido acercarse al Perú. ¡Ahí, pero sin las mujeres tampoco...

El Perú está sembrado de mujeres revoltosas. Allí, San Martín, el que vino del sur, en su tienda de campaña se encontrará con Rosita Campusano, la que le trae mensajes de los que lo esperan para independizarse de España. Son importantes las noticias que la mujer recolectó en los pasillos del palacio virreinal. Le cuenta de los tibios que quieren seguir jugando a que son nobles, continuar disfrutando de la bonanza palaciega y le comenta de los que son capaces de jugarse la cabeza para ser libres...

El general, ese hombre sobrio, de gesto adusto, la recibe complacido, ella le ruega que comience la guerra de una buena vez. Él, caviloso, pero aplomado, le responde: -No deseo entrar en Lima como vencedor y no iré a no ser que el pueblo me invite.

Rosita lo ha mirado a los ojos, esos profundos ojos negros, esa piel cetrina, esa apostura, esa voz convincente... el general la ha impresionado.

Entregados los papeles, se saludan, y ella se va callada, casi abatida. -¡Qué mujer! -se dice el general-. ¡Cuántas como ella nos harán falta!

Los jefes realistas se reúnen cerca de Lima. Se quejan de la pereza del virrey y del avance diplomático del recién llegado que va venciendo resistencias a fuerza de ingenio. Rosita anda como una lanzadera de un lado a otro llevando mensajes.

Los propios realistas quieren desbancar al virrey y con bayonetas, una noche, en rueda de generales españoles, lo cambian y ponen a uno de ellos: La Serna. Rosita está cada día más comprometida con su puesto de enlace, cada día más cerca del general. La Serna, que la conoce, sabe que con ella puede confiar, tiene fama de ser una tumba, se permite un toque en las mejillas, quiere demostrar familiaridad frente al argentino.

San Martín sólo la mira intensamente, mientras le besa la mano al despedirla. Al llegar al carruaje que los levaría de vuelta a la ciudad, el general la toma de los hombros hasta sentirla cerca: -Quiero que me entienda. Yo quiero a Lima sin sangre. Dígale a La Serna que seguimos mañana, otra vez en la quinta de La Magdalena.

Esa noche el carruaje se para en el alojamiento del general. Todo está dicho.

No tarda Rosita en conseguir reunión de los altos mandos. En la hacienda de Pinchagua estarán el virrey La Serna con su gente, el mariscal de Campo La Mar, Monet, Canterac, Landázuri, Ortega y García Gambia; San Martín llega con los coroneles Llano, Las Heras, Paroissien, Necochea, Guido y García del Río. Los dos jefes se encuentran y se abrazan. Dice el nuestro: -Uno y otro podemos hacer la felicidad del país.

Se amplía la charla en el interior de la finca. Hay una corriente amigable entre los jefes, mientras beben los vinos del país.

Cada quien muestra sus cartas, pesan sus palabras, calculan en milímetros qué dan y lo que les van a dar. A veces saltan opiniones al unísono y se sonríen vagamente cuando dicen lo mismo buscando más coincidencias. La tensión del comienzo se disipa. Al fin triunfa la receta de la convergencia:

-Que la independencia del Perú no es irreconciliable con los más grandes intereses de España-avanza La Serna, y el resto recuerda que se tenga en cuenta: -Que las relaciones de hombres de la misma lengua, de la misma raza, se sientan con iguales sentimientos de ser libres.

A lo que La Serna agrega: -Así también habla Fernando VII.

Y tal afirmación es recibida con el beneplácito de todos.

Por las ventanas, en el otro salón, y mirando hacia el campo, casi cubierta por el manto, Rosita escucha sin perder una palabra.

Esta vez su mirada perdida está serena. Al anochecer, se sirvió una frugal comida, pareciera que al verlos distendidos todo ya caminaba sobre rieles. Pero siempre queda un resabio de impaciencia, que es el común denominador de los que tienen en sus manos miles de destinos y son conscientes de sus responsabilidades.

Cuando todos emprenden el regreso a Lima, San Martín encuentra en su carruaje a Rosita dormida, trata de no despertarla. Pero el arranque de los caballos la despierta. Se recuesta sobre el pecho del general y finge volver a dormir. San Martín le sigue el juego y van a parar al alojamiento del militar. Rosita no sólo será su confidente, su amiga, su agente de enlace, su querida, sino que tendrá un departamento en el centro de la ciudad y allí también reunirá a los que estén por la independencia.

San Martín realiza su tarea de organización con un equipo de hombres que son sus compañeros de armas. Bernardo de Monteagudo es su brazo derecho, quien redacta la correspondencia del ejército que lo acompaña, quien vela por su seguridad, quien lo atiende cuando sus malestarres respiratorios y gástricos lo atormentan, a quien recurre en busca de nuevas ¡deas. El brillante Monteagudo que siempre encuentra las palabras exactas para cada ocasión, el Monteagudo que le será fiel hasta su injusta muerte.

Suele reunirse con Rosita y Bernardo a pergeñar planes, también organizan reuniones con los demás adeptos. Hasta celebran actos públicos, bailes y saraos para cumplimentar a los que vienen llegando para asegurar lo ya organizado o las nuevas conjuras que se avecinen.

Nunca dudó San Martín de la fidelidad política de esta mujer que era la personificación del coraje, pero llegó un día en que Monteagudo, que también tenía dotes para hacer inteligencia, nada más que por asegurarle las espaldas a su amigo, personalmente investigó a esta revolucionaria nata, llegando a esta conclusión: estaba casada con un zapatero suizo que tenía su taller en la calle de los zapateros, un buen lugar para hacer contraespionaje. Siempre las mujeres se tenían que hacer allí el calzado y no era de sospechar que con tanto taconeo no se les deteriorara. El hombre se llamó Juan Weninger y tuvo de él un hijo llamado Alejandro, que cuando supo la historia de su madre se creyó hijo del Protector.

Pero de Guayaquil la había traído un gentil hombre cuando sólo tenía diecisiete años, poniéndole casa. Se acostumbró a la ropa fina y a andar en carroza, a tener buena mesa y a asistir a las veladas del teatro cuando actuaba Micaela Villegas, la chola que sedujo al virrey Amat.

La mestiza tenía su agarre: opulenta de pechos y de nalgas, era de esas bellezas redondeadas, tan de moda en esas épocas, de cintura fina y pies pequeños, con la piel color canela y ojos que sacaban chispas. De genio vivo y respuestas rápidas, osada y brava, como para meterle susto al miedo. Era de las que se necesitan para hacer favores y ser de coraje ciego para obtener noticias. Así, con esas prendas, le gustó meterse a revoltosa y los hombres comenzaron a adorarla. Algún sacudón se debe haber producido a nuestro sobrio y serio "Santo de la Espada".

¿Cómo lo vieron en Lima a nuestro héroe?

En la intimidad le gustó ser un hombre silencioso, retraído sobre todo en sus horas de lectura o estudio. En la mesa, nuestro prócer era franco, cordial y ocurrente. No hacía distinciones de rango. Allí todos eran iguales, pues lo mismo emitía su opinión el subalterno como el general. Todos eran recíprocamente respetuosos.

La comida que se servía si él la ordenaba era exquisita, al otro día se presentaba otra muy diferente a la anterior, riquísima. Los postres eran delicados, de frutas y de dulces.

Todo lo que tenía de rígido y circunspecto en actos de servicio, en privado era cariñoso y amable.

Nunca se le escucharon palabras descomedidas con los inferiores en rango. Miraba y escuchaba a los jóvenes que él mandaba, severo pero afable.

De él emanaba una fuerza interior que se intuía por su seguridad, por su cortesía recta sin caer en ternuras simplistas.

Valoraba la opinión de los entendidos, uno de los más escuchados fue Bernardo de Monteagudo, su sabio consejero que fue quien más estuvo a su lado en momentos de angustia.

Era poco amigo de las chanzas, pero dejaba rodar alguna que otra ironía sin ponzoña en sus comentarios. Tenía la sutileza de observar detenidamente a cada uno de sus colaboradores para sacar de ellos lo más provechoso para la causa. Así fue cómo se percató de la utilidad y de la memoria pasmosa de Álvarez Condarco, el oficial que sabía de los vericuetos de la Cordillera de los Andes cuando lo mandó a diseñar el camino por donde debía pasar el ejército rumbo a Chile, pero sin ningún plano que lo delatara si caía en poder de los realistas.

Fue cumplido caballero cuando debió promover reuniones de importancia, en el palacio de Pizarro.

En esos momentos, Rosita era una colaboradora a la vista de la sociedad. El día que se festejó la Independencia o en el que les creó la bandera fue de gala, condecorando a Rosita y a Manuela Sáenz como "Caballerosas de Sol". Dignidad que obtuvieron por su empuje revolucionario.

Ellas descubrieron todos los secretos, desbarataron planes, llevaron la seducción a cuanto lecho se ofreció como acto de patriotismo.,. Se pueden haber dicho a sí mismas en estas instancias: "Qué vamos a andar con medios días, habiendo días enteros". Habrán buscado sus mantos, se habrán calzado bien cómodas y, una vez envueltas como de sombras, sigilosamente se habrán metido en el templo, no para rezos ni ceremonias, sino para espiar quién fue a cumplir bajo la mirada de la Inquisición, Terrible garra de la Iglesia que hasta esa época mandó gente al potro del tormento y a las hogueras.

Así, todas las "tapadas", ricas y pobres, jóvenes o viejas, por las calles o en las galerías de palacios, anduvieron levantando la roncha del coraje y el que tenga coraje ¡que se ponga! Ellas fueron las que abrazaron la libertad de la causa americana. Y a las damas de alto coturno también se les dio por revolear el poncho... digo mejor, ¡el manto!

Y desde Chile se vino la copla: "Las mujeres buenas se van al cielo. Y las 'otras'... a todas partes".

San Martín, llamado El Protector, se empeñó en organizar el país una vez caído el poder virreinal. El 8 de septiembre de 1820 se había declarado la libertad del Perú, en un acto grandioso, el pueblo lo festejó con su libertador, pero no llegó la paz tan ansiada. Siempre las revoluciones devoran a sus hombres, siempre se extiende el caos ante el cambio, siempre queda el resquemor de la venganza o de recuperar lo perdido. Los realistas juntaron sus fuerzas y volvieron a atacar. No se hubieran permitido abandonar lo que había sido un imperio incaico.

El general San Martín tuvo que optar por frenar la ira de los ahora excluidos, y no fue fácil. Por todos los países que habían sacudido el yugo, los ejércitos hispanos aparecían, tanto en Venezuela, como en Colombia. Bolívar cabalgaba por los lomos de los Andes, libraba batallas y sofocaba rebeliones. Estaba comprometido el éxito de las revoluciones. Por eso se llega hasta Ecuador para pactar con San Martín. Se encuentran en Guayaquil, en tanto las patriotas estaban en todo: ya haciendo contraespionaje, ya juntando fondos para comprar barcos o telas para uniformes, ya confeccionándolos, o comprando armas. Manuela Sáenz y Rosita están donde haya trabajo y que organizar a quienes se jueguen en momentos álgidos.

San Martín desarrolla una tarea tan intensa como efectiva, pero su salud se resiente, postrándolo un doloroso reumatismo y lo siguen persiguiendo los vómitos de sangre. Este impasse es aprovechado por los realistas para organizar revueltas y atentados. En su ausencia, Monteagudo lo reemplaza para sofocar este estado de ebullición, debe tomar medidas extremas: hubo fusilamientos, confiscaciones y mandados a destierro. El terror comenzó a cambiarles el carácter a los limeños. San Martín se siente frustrado, él jamás quiso que Perú se desangrara.

Se encuentran en la conferencia de Guayaquil, donde llega primero Bolívar al frente del ejército. El recibimiento es impresionante. Ambos dialogan en privado, los dos quieren seguir la contienda, pero sólo uno llevará la jefatura. San Martín le cede los soldados que trajera desde Mendoza. Había entre ellos un tácito acuerdo. Para librar aquella batalla decisiva se necesitaban todos los soldados. Queda Bolívar dispuesto a librarla en Ayacucho. Hasta allá llegaron los granaderos, crédito y orgullo de nuestro héroe.

Apesadumbrado y enfermo, San Martín vuelve a Lima donde renuncia a sus cargos y organiza su vuelta. De la escena de la partida, hay en la plaza que leva el nombre del Libertador una hermosa escultura ecuestre donde se recuerda al héroe con los brazos cruzados sobre el pecho, con una mirada triste, y el caballo al paso. San Martín se aleja del lugar donde culmina su obra.

Sólo le queda la vuelta y todavía no sabe qué será de su vida.

¿Se habrá despedido San Martín de Rosita?

Nuestro héroe en Perú estuvo constantemente asediado, recargado de compromisos. Con Manuelita Sáenz, se acordó Rosita en cierta ocasión que no lo pudo ver, tal vez por esa tan inoportuna nostalgia y recato que tienen los varones cuando aflojan con sus emociones. Aquellas dos mujeres que en las mismas campañas estuvieron con los dos libertadores de América finalizaron sus relaciones del mismo modo: los vieron alejarse en la bruma de Los Andes, como se alejan los cóndores.

Somos muchos los que tuvimos que esperar que pasaran doscientos años para que las conociéramos.

Bibliografía

Palma, Ricardo. Rosita Campusano - El amor escondido de San Martín. Lima, 1998.
Palma, Ricardo. Tradiciones Peruanas. Ed. La Colmena, 1989. Sosa deNewton, Lily. Mujeres argentinas en la historia. Plus Ultra, 1969. 

Puente, Silvia. Rosita Campusano - La mujer de San Martín en Lima. Ed. Sudamericana, 2001.

Susana Dillon

6 de junio de 2010
Secretas alcobas del poder
Diario Puntal (Córdoba, Arg.)

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