Historia con Calavera
Susana Dillon

“Las noches de viento y tormenta son especiales para alborotar los duendes de la casa", solían decir en La Josefina. En ese ambiente venían solitas las historias, los relatos y las anécdotas de difuntos que regresaban al mundo de los vivos, de fantasmas que a los lamentos arrastraban cadenas, ánimas que gimen sus penas por lo que hicieron en vida, jinetes sin cabeza que llegan a la carrera y golpean en tu ventana cuando más arrecia el vendaval, en fin, que en esas noches una se quedaba dormida apoyada en la mesa porque ni loca se iba a acostar sola en el cuarto.

 

Para aquellas circunstancias, los hombres de la casa demostraban lo corajudos que eran ante la truculencia del relato, buscando una salida racional a todos los terrores que preferían transferirlas al terreno de la risa, de ese modo los chicos vencíamos los miedos.

Y para ver qué tal andábamos de valentía, nos mandaban a los más chicos, a propósito, a buscar cosas, tal como abrigos para reponer botones, costureros o libros de los cuartos del fondo de la casa. Hasta allá debíamos llegar, buscar la prenda colgada en el perchero o en algún oscuro mueble y volver a la carrera. Como no había luz eléctrica el cruce de los pasillos y cuartos se hacía con un candil o palmatoria, pues los faroles a querosén eran peligrosos en manos de los niños. Nuestras mismas sombras, proyectadas en la pared eran motivo de pánico. Pero aquí también jugaba la otra fuerza: nuestro orgullo. Que no se fuera a decir que en La Josefina "alguien arrugaba" o "se filtraba". ¡Faltaba más! Así que a apechugarla y salir a buscar lo pedido con paso firme cumpliendo con el mandato de tía Maggie, de modo que pegara el dichoso botón, riesgo que había que correr para no quedar descalificado.

 

Hasta que una noche terrible se le ocurrió contar aquello de la calavera.

 

Allá en una vieja aldea de Irlanda, bien al sur, había un granjero que tenía un único hijo. El mozo era trabajador y honesto, pero discutía con su padre muy a menudo por cuestiones del manejo de la granja.

 

Nadie recuerda cómo el joven murió repentinamente, pero el padre, todavía ofuscado por una discusión originada en una arada no quiso asistir al funeral.

 

Al poco tiempo murió también un vecino, entonces el granjero asistió a los oficios y lo acompañó al cementerio. Andaba por las callecitas que separan las tumbas, cuando encontró a flor de tierra una calavera. La tomó en sus manos, se sentó sobre una lápida y comenzó a dialogar con ella.

 

—¿Quién habrás sido? Seguro que fuiste en vida una persona joven y apuesta. Me gustaría saber tu historia. Entonces la calavera habló y dijo:

 

—Mañana iré a pasar la noche a tu casa si tú vienes a devolverme la visita.

 

—Así será -dijo el granjero y se persignó.

 

Por el camino a su casa encontró al cura de la aldea y le contó su encuentro con la calavera y por supuesto lo que había hablado.

 

—Jamás le voy a creer que la calavera lo converse -y luego, mirándolo fijo mientras le olisqueaba el aliento le preguntó-: Hijo mío, ¿no vendrás de tomarte unos tragos? -sin escuchar la respuesta siguió su camino.

 

—Venga a mi casa mañana por la noche y ya verá -le gritó el granjero de regreso a su casa.

 

A la noche siguiente, estaban los dos sentados a la mesa esperando la visita. Las mujeres trajinaban en la cocina nerviosamente. Se sirvió la comida y en comer estaban cuando alguien llamó a la rústica puerta.

 

La noche era un verdadero pozo de sombras, silbaba el viento y aullaban los perros. Nadie hizo el menor movimiento, ni los sentados a la mesa ni las mujeres que los atendían. Todos clavados y a la expectativa.

 

La puerta chirrió abriéndose, entró un esqueleto completo, cubierto con una sábana. Se sentó también a la mesa, y con toda parsimonia se sirvió estofado de carnero que olía de maravillas. Comió todo lo que había, repasando el plato con el pan, se tomó un vino, eructó ruidosamente y sin decir palabra, se envolvió en la sábana y salió. A la cocinera se le cayó el cuchillo, a la hija se le cayeron los platos, el cura y el granjero se quedaron atónitos y pálidos.

 

—Es que no te ha hablado -dijo el cura.

 

—¿Por qué sería? -se preguntó el dueño de casa- Bueno, mañana lo sabré cuando le devuelva la visita allá en el cementerio.

 

—¿ Y vas a ir, gran loco? -le reprochó la mujer.

 

—Eso prometí y eso haré -respondió, terco, el granjero.

 

Al atardecer del otro día marchó nuestro hombre al cementerio. Todo era silencio en el camposanto. Una niebla espesa se expandía por entre las tumbas, a lo lejos chistaba un buho.

 

—Mamá -saltó Frankito- ¿por qué siempre en los cuentos a los cementerios se va de noche? ¿No sería más práctico y seguro ir de día?

 

—Usted se calla y deja de estropear los cuentos. De día no hay suspenso, los pajaritos picotean y cantan, ponen huevitos y vuelan de aquí para allá. Eso no asusta a nadie. Ya me despanzurraste el cuento, sigamos -tía Maggie enderezaba la narración para que no se la desbarrancáramos con nuestras intervenciones desatinadas.

 

Andaba el granjero recorriendo las tumbas en medio de la niebla cuando encontró una sombra más densa. Era un sepulturero que andaba recogiendo sus palas. Le preguntó:

 

— ¿No ha visto a una calavera junto al ciprés grande?

 

— ¡Ah!, si lo que busca es eso, se va a tener que ir a la casa que está a dos millas de aquí, en el barranco. Suele ir para ese lado. En vida fue su dueño, según dicen -y se perdió entre la bruma.

 

Pasó por todo el cementerio sintiendo gemidos, golpes y voces. Apuró el paso y rumbeó para el lado del barranco donde ya la niebla se había disipado. Entró en una casa enorme y lóbrega donde estaba el esqueleto envuelto en su sábana esperándolo.

 

Lo atendían tres mujeres. La calavera le ordenó a la más vieja que les diera de cenar. La señora trajo un pan negro y dos vasos de agua. El granjero ni tocó aquella comida, una por el susto y otra porque por mal que anduvieran las cosas, nunca comería aquello.

 

Después la calavera le rogó a la segunda mujer que les diera de cenar. Primero la mujer se hizo la que no oía, al rato le trajo una cena todavía peor. El pan era viejo y el agua turbia.

 

A la más joven le pidió que los sirviera. Esta señora puso un hermoso mantel, servicio de porcelana, cristalería y una comida muy apetitosa. El granjero y la calavera comieron y bebieron, luego interrogó a su anfitrión:

 

— ¿Qué significa todo esto?

 

— Lo que viste en el cementerio son los eternos avarientos que no miden sus actos para alcanzar sus ambiciones. Discutirán y pelearán por siempre jamás, no alcanzarán la paz.

 

En cuanto a estas tres mujeres, ellas han sido en vida mis tres esposas. La primera sólo tendrá en la eternidad pan y agua, la segunda ni eso, la tercera subirá al cielo por paciente y bondadosa.

 

En cuanto a tí, viniste hasta acá por no querer perdonar a tu hijo por aquella discusión en el tiempo de la arada. Si te arrepientes tal vez merezcas el perdón. ¿Cuánto tiempo has estado desde que saliste de tu casa? -preguntó la calavera.

 

—Me marché ayer por la tarde -respondió el granjero.

 

—Llevas aquí más de quinientos años -recalcó la calavera.

 

Así que el hombre volvió adonde habían enterrado a su hijo, oró y se arrepintió ante Dios y ante su propio hijo.

 

Vio salir de entre la tierra la mano de su hijo, la tomó entre las suyas y la cubrió de besos llorando sus errores.

 

En la aldea se sigue contando esta historia como si hubiera ocurrido ayer.

 

 

 

 

— Chicos, asómense a ver qué pasa afuera que aúllan tanto los perros -dijo tía Maggie y le cerró un ojo a tío Pancho.

 

Viendo que nadie se movía, nuestro tío alzó el talero y nos dijo:

 

— A los miedos hay que salir a buscarlos y darles unos buenos talerazos. No hay mejor remedio.

 

Ahí fue cuando lo vi al Eleuterio sacarse las alpargatas y hacer con ellas una cruz en el piso.

 

— Yo lo acompaño, patrón -dijo y salió en patas.

 

Cuando los otros chicos descubrieron la superchería, comenzó la jarana, pero tía Maggie que estaba siempre alerta, nos previno:

 

— Cada quien espanta sus miedos según sus creencias, unos rezan, otros cruzan las alpargatas. . . Y ahora a dormir.

Lo descubrimos al Eleuterio espiando por la ventana, se asomó, le vimos los ojos con un brillo muy especial y haciendo voz de ultratumba para estremecemos dijo:

 

— ...Y van a dormir; si no, sale la calavera...

Susana Dillon
Los viejos cuentos de la tía Maggie
(Una irlandesa anida en la pampa)
Editor: Universidad Nacional de Río Cuarto
Córdoba, 1997

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