El Gaucho que vio Hadas
Susana Dillon

“Hadas negros, grises, verdes blancos, juerguistas de ¡a luz de la luna y sombras de la noche."

William Shakespeare 
"Las alegres comadres de Windsor"


“Su falda era de seda verde hierba de mayo su capa majestuosa de fino terciopelo. Luego, a cada lado de la crin del caballo cincuenta campanillas que elevaban el vuelo.

Francis J. Child

Tía Maggie tenía especial cuidado en aquello que tuviera que ver con las reglas de la urbanidad para con huéspedes, visitantes y caminantes. Le encantaba, en aquel apartado rincón de pampas y lejanos horizontes recibir a amigos y familiares que la impusieran de novedades, noticias y comentarios. La alegraban, en aquel mundo de hombres, las visitas femeninas.

 

Con mi madre se trenzaba en entusiastas conversaciones sobre los acontecimientos de la parentela, recetas de cocina y algo de modas: aunque ambas eran sobrias y prácticas, no les caía mal, de vez en cuando, divagar sobre alguna frivolidad al alcance del bolsillo.

 

Pero donde se observaban a rajatablas las reglas de la hospitalidad era con la llegada de algún caminante, o linyera, o croto, o mendigo que para el caso daba lo mismo.

El caminante sabía caer, por lo general en horas del crepúsculo, con sus bultos cargados a la espalda, gastada o hecha jirones la ropa, una vara con pava, olla y parrilla; en conjunto, un tipo estrafalario que causaba temor en los niños y sospecha en los mayores. Esta clase de andarines caían de tanto en tanto en busca de comida y reparo por una o dos noches, seguros de ser recibidos.

 

Nadie debía contrariarlos ni molestarlos con preguntas, menos aún echarles los perros. Nuestra tía salía a recibirlos en persona para asistirlos en sus necesidades. Les daba cobijo en un cuarto, que era también el de los peones, donde había catres y ponchos que el hombre podía usar, tina para bañarse y todo lo necesario para la higiene. Una vez instalado el viajero, nos mandaba a nosotros con yerba, azúcar y tabaco. De esa manera los surtía de "los vicios chicos", como es tradición en el campo. Tampoco les faltaba un plato de comida, la misma que se cocinaba para la familia y los peones, en la enorme y acogedora cocina de la casa.

—¿Quiénes son? -solíamos preguntar, porque aquellos caminantes eran gente de buenos modos, casi siempre extranjeros, que recorrían, en el techo de los vagones de carga de los trenes, todo el país. A veces trabajaban temporariamente en lo suyo: hojalateros, talabarteros, carpinteros, artesanos, que una vez arreglado lo que en la casa pedía a gritos renovación y comprar nuevo, ellos seguían su camino silenciosamente, con algunos pesos en los bolsillos, cargados de misterio.

 

Ella entonces, ponía su índice sobre los labios y...

—Shissss -nos mandaba a callar-. Puede ser un hada disfrazada de mendigo, puede ser un duende que viene a traer alguna noticia, o tal vez Nuestro Señor que llama con su báculo en las puertas de nuestro corazón para probar cómo andamos con la caridad o tal vez san Patricio que vuelve a andar por el mundo...

 

A todo esto, el Eleuterio callaba, escuchaba y escudriñaba el campo hacia el lado de los jagüeles viejos, en la estancia vecina, donde también había veraneantes. Lo tenían intrigado la construcción de represas artificiales para abastecer a la hacienda. Idas y venidas de gente foránea que aprove­chaba, en aquellos tórridos veranos, las aguas allí juntadas por las lluvias para darse alegres chapu­zones.

 

Mientras preparaba la cena, tía Maggie rememoraba:

 

—Las hadas, allá en mi tierra, tienen un modo muy semejante al nuestro de vivir, salvo que su existencia es maravillosa. También montan briosos y magníficos caballos a los que cuidan con esmero sus pajes, porque viven cientos de años. Con ellos realizaban cabalgatas a la luz de la luna en las noches de verano. Ondeaban sus rubias cabelleras al mismo tiempo que las crines y colas de los caballos. En los pretales llevaban cascabeles de oro, los cascos eran musicales porque las herraduras estaban fundidas en pura plata. Las hadas, sobre sus cuerpos no tenían otro vestido que túnicas de gasa que flotaban como nubes confundidas con los gallardetes de sus insignias. Aquellas fantásticas cabalgatas solían terminar en los estanques, ríos o lagos donde se bañaban deleitosamente. Los pájaros las acompañaban con sus cantos, abriendo las flores sus corolas para que ellas tejieran guirnaldas con las que se adornaban.

 

—¿Y también llevaban perros? -preguntamos, porque no concebíamos el mundo sin nuestros amigos.

 

—Sí, había varios, parecidos a Chep y otros chiquitos como la "Milonga", esa perra mostrenca, que según ustedes ya sabe hablar -contestaba para darnos el gusto.

 

La charla derivaba hacia fantasías que nos resultaban tan necesarias como la comida, en tanto el Eleuterio firme, con sus ojos oblicuos y brillantes mirando hacia los jagüeles viejos, ahora convertidos en aguada muy concurrida. Todo anduvo normal hasta que una mañana, mientras desayunábamos aquel formidable tazón de café con leche de medio litro, con pan, manteca y mermelada, cayó el Eleuterio, que venía de recorrida, pálido, como de muerte. Entonces Frankito adivinó:

 

—¡Zas!, ¡el Eleuterio ha visto fantasmas!

 

Y en efecto, aquel gaucho descendiente de indios, "con más espinas que un tala", de común impasible, se había transformado en la viva imagen del espanto. Señalaba con el rebenque para el lugar donde se construía la represa y casi sin poder articular palabra, farfullaba:

 

—¡Las vide a todas, son las hadas que dice doña Maggie. Andan desnudas arriba de los caballos. Se meten en el agua y alborotan a las risadas, haciéndose bromas y a los gritos! Nada que ver con los cantos de los pajaritos, como dice la patrona. Bastante mal enseñadas me han parecido... Ahora que, como buenas mozas, vea... ¡qué lindura! Los cuatro muchachones de la casa salieron de la cocina a los empellones a reírse con todas sus ganas. Frankito los siguió para no perderse la jarana. Tía Maggte empuñó el cucharón saliendo tras sus cinco hijos a decirles algo en inglés donde lo más chiquito era "stupid", que les cayó como chaparrón.

 

Tío Pancho, en ese mismo instante salía a dar su recorrida habitual, se apeó haciendo sonar el talero en sus botas para darle una mano a su hombre de confianza.

 

—Vamos, Eleuterio, hay que dar una vuelta por los jagüeles viejos ahora que se arremolina tanta gente, a ver qué pasa de día, ya que de noche se ven visiones -y mirando hacia el lugar donde estaban sus hijos-: ¡Habrá que preguntarles a esos cinco pavos qué han visto, que ni siquiera se han animado a darles unos pellizcones a las bañistas!

 

Ya sobre los caballos, todavía le sentí entre sonrisas cómplices:

 

—Ya va a ver Eleuterio, que a los espíritus de la noche hay que tratarlos cara a cara, por muy malenseñados que sean, así nos quieran jorobar con la pinta.

 

Y allí partieron los dos jinetes a emprender la aventura, recortando sus siluetas contra el horizonte que se poblaba de vida.

 

En el cuarto de los muchachos seguía la algarabía mientras tía Maggie todavía empuñaba el cucharón. Me acerqué a ella, a modo de solidarizarme con su actitud. Tuvo un arrebato típicamente feminista:

 

—Un buen cucharonazo, en el momento oportuno, sobre esos lomos, es más eficiente que muchos discursos -me previno, y tal argumento me ha servido de por vida.

Susana Dillon
Los viejos cuentos de la tía Maggie
(Una irlandesa anida en la pampa)
Editor: Universidad Nacional de Río Cuarto
Córdoba, 1997

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