Relatos maravillosos
Esas viejas casonas de derruido encanto
Susana Dillon

"Potosí, como la primera ciudad del capitalismo,

acunó el dinero que irrevocablemente

cambio la fisonomía económica del mundo"

"en este suelo andino

donde el viento acaricia

el rostro con rigor,

nació una villa urbana

que solo aspiraba a concentrar

los elementos técnicos y

la población necesaria

para el aprovechamiento

de un mineral argentífero

que guardaba a raudales

una monta  a prodigiosa"

 

Wilson Mendieta Pacheco (El descubrimiento de América y Potosí)

 

A veces. sin querer, una se pone a "hacerles el caldo gordo” a las empresas de turismo narrando lo visto por el mundo, como si tal cosa nos reportara algún beneficio monetario, amén de ese otro regocijo del espíritu que presupone el ir rodando caminos para avizorar por ahí que salte alguna historia apasionante y como si fuera una martineta copetona, gorda como bataraza, darle caza, para llevar a nuestra cocina el trofeo, previa fanfarronada con amigos y vecinos.

Desde hacía veinte años había quedado en volver al Altiplano para meterme en las minas de Potosí, en el mercado de la brujería en La Paz y en buscar, en Sucre, la Universidad de Chuquisaca y el banco que ocupó Mariano Moreno, nuestro más fogoso revolucionario. Pero, por sobre todo, transitar las empinadas callejas coloniales, tan al estilo español, con sus casonas de tres patios y arquerías donde al centro murmura una fuente que sacia la sed de los malvones, con sus balcones tallados al bolillo y aquellas puertas fortaleza, tachonadas de rotundos remaches que al abrirse pareciera que un cuervo-gigantesco batiera sus alas tenebrosas dejando pasar algún señor poderoso seguido de su esclavos. ¡Ah! Esas viejas casonas con su austeridad de claustro, con su aroma que bruta de los arcones con espliego, la capilla de las beatas familiares adormecidas con sahumerios y letanías, conservando la fe a fuerza de terrores del demonio y varios infiernos, de dolorosas y castigadas, más para el gusto de mentes inquisitoriales que para el pleno goce de la gracia.

 

Un poeta potosino, Raúl Jaimes Freyre, se inspiró en lo mismo que ahora nos causa encanto: 

"Yo adoro las ciudades coloniales

de viejas catedrales.

de tapias conventuales,

de tortuosas callejas,

donde dicen las piedras mohosas,

tristezas de las cosas,

historian añejas

rancias consejas...

Yo adoro las ciudades coloniales..."

Todas las ciudades de aquellos tiempos traen a la memoria damas recatadas yendo a misa, caballeros embozados y de espada al cinto, rumbeando a la taberna por una copa de jerez y luego tentar naipes y cubilete, para en la madrugada, entre las sombras cómplices, visitar alguna dama velada. Madrugadas de cholas y mestizas con sus alfajores y azucarillos para la venta callejera cruzándose con los pongos venidos del campo a traer la carga de sus frutas y verduras, subiendo la cuesta como agarrados de los adoquines de calle arriba. El borrico con paso caprichoso lleva su haz de leña y más atrás se oyen los pregones, tal como nos contaron. Yo adoro esas callejas coloniales donde cada piedra posee una historia y cada esquina su nombre: calle de las tabernas, la de la puerta falsa, las de las siete vueltas, la de la amargura, la del Negro Pila, la calle de la ollería... Las ciudades coloniales dan cátedra de arquitectura, todavía persisten, luchando contra el tiempo aquéllas cuyos frentes ostentan blasones de pretéritos condes y marqueses que compraron los títulos sangrando indios mitayos, encomendados o esclavos para vivir del aluvión de la plata de las minas. Fascinante es la calle que se pierde a lo lejos en el recodo donde hay verjas y rejas de artísticos hierros en volutas separando lo tuyo de lo mio, pero no hay que hilar muy fino para saber el origen de tanta hidalguía de blasonada piedra por el frontis. Allí están las mansiones de los Condes de San Miguel de Carina, los Marqueses de Santa María de Otavi, la del Mastre de Campo Antonio López de Quiroga, en cuyos salones sus antiguos dueños lucen el boato de su clase en cuadros guarnecidos de regios marcos decorados al panecilo de oro.

 

Calles coloniales de Potosí, de Sucre, de La Paz, Cartagena, México, estrechas y arrogantes como una dama de alcurnia. Galeano había visitado Potosí días antes que esta curiosa viajera y los guías de tours repetían embelesados lo que el uruguayo con su pluma flamigea denunciara: "En esta sociedad potosina enferma de ostentación y despilfarro, aún queda la vaga memoria de sus esplendores y las ruinas de sus templos y palacios". Algunos en ruinas, otros remozados a modo de expiación por ios descendientes de aquellos que provocaron el genocidio, pretendiendo resarcirnos del pasado lleno de culpas, oculto tras la historia oficial.

Debe, ser por eso que Buenos Aires no recuerda ni remotamente su origen hispano, salvo su cabildo mutilado, no ha perdonado nada. Más se parece hija del París finisecular.

 

Las provincias han conservado, gracias a su construcción en piedra, un remanente de aquellas épocas que recuerdan a las damiselas de cintura breve, grandes crinolinas, peinetón, mantillas y abanicos, acompañadas por caballeros que anclaban metidos en pendencias, pasiones por la riqueza y aventuras non sanctas. Córdoba, Salta, Catamarca y Jujuy lucen sus blasones en los frentes que, aunque mudos, susurran sus historias.

 

Adentro de las casonas, muebles perdonados por la carcoma crujen en las noches en que el público se desvanece para refugiarse en las luces vívidas de la existencia diaria. Sin embargo, un viejo guardián de aquellas casas donde anidan leyendas, me ha confiado:" No conviene acercarse a los antiguos espejos que hace siglos reflejaron a sus dueños, porque de allí brotan sus fantasmas..." ¿Y la nuestra? Acaso no fue fundada en los tiempos coloniales con la gonle que se hallaba dispersa por estos arenales sacudidos por vientos desbocados, aturdida por los que venían a escarmentar a los foráneos que lo.s llevaban lo.s ganados y ocupaban sus tierras. El primitivo rancherío no se construyó de piedra, era más fácil hacer barro, amasarlo con paja brava, bosta de animales y aplicarlo a una enramada bien tejida, levantar paredes y lechar como los indios y otra vez paja brava, algún tronco que le hiciera peso y puertas de cuero estaqueado. ¿Había acuso otra perspectiva? Aquí no se levantaron palacios ni suntuosas iglesias. Toda construcción resultó efímera dada la naturaleza hostil y los naturales poco amistosos.

 

La vida en esta aldea de frontera no podía ser más precaria y alejada del mundo, por más que fuera lugar de paso, de descanso o de quedarse, un tiempo, lo justo como para darse un respiro y seguir la huella.

 

Leyendas y relatos que nos son comunes a los latinoamericanos

 

"Tiene la mitología una seducción que quita aridez a la casuística antropológica y sus especialidades o derivaciones interdisciplinarias.

Ahí está la clave, en la atracción que tienen el misterio y el miedo"

Tomás Miró

"Motivos Mitológicos del Paraguay"

 

Cuantas veces me he largado a los caminos y a las rutas aéreas en busca de leyendas o cazando historias, he vuelto por más a las ciudades de mi preferencia: Santiago de los Caballeros de Guatemala y Cartagena de Indias, en dos países arrullados por el Caribe o en la nunumental México, la antigua Tenochtitlán de los aztecas.

 

Si cada país tiene sus propios y origínales personajes, también tiene seres luminosos y encantadores.

 

Entre tanto andar en su búsqueda, una descubre que los hay comunes, como "La mula ánima”, que también se llama Siguanaba en Guatemata.

 

Ese mismo personaje aparece en varios países con parecida suerte.

 

El aparecer "la viuda" por algún camino solitario o peligroso, tanto se cuenta en México como en la Argentina. "La llorona", mujer que abandonó a su hijo pequeño, se cuenta en México y en toda Centroamérica. El Supay o toro Diablo lo encontramos en las leyendas de Perú, Bolivia y nuestro norte. La yacumana o diosa del agua, deidad de nuestros Andes, en Brasil la asocian a Iemanyá que trajeron de África los esclavos negros.

 

Como vemos, hay creencias que caminan con nuestra fantasía o nuestras supersticiones por todas las rutas de la América india, donde los creyentes se empeñan en verlas y honrarlas con rituales, algunos hasta tienen amuletos y se les da de fumar como a los conocidos Ekekos, duendes de la abundancia. Y ya que estamos con los duendes, los costarricenses, que son muy fantasiosos, los sitúan en las grietas de sus famosos y visitados volcanes.

 

Nuestros mapuches los vieron y oyeron en los volcanes cordilleranos y hacen las mismas travesuras que los nuestros: como hacernos perder los lentes y el monedero y acá se visten con ponchitos y allá andan casi en cueros. En todas partes son los que se divierten escondiéndonos nuestras cosas de uso diario y hasta dicen las gentes que les saben oír sus risitas burlonas.

 

Para que esto no ocurra, hay que dejarles, antes de que vayamos a dormir, sobre la mesa de la cocina, un plato de algo rico y un vasito de buen vino.

 

A la mañana siguiente alguien lo hizo desaparecer.

 

Son muy parecidos a los duendes de Irlanda, como los que contaba mi tía Maggie cuando yo era niña.

 

Los pueblos nórdicos creen en las hadas; las de los cuentos son bellas, pero las hay buenas y malas. Aquella tía de mi infancia que me contaba las de sus tierras, agregaba: "Hay que pensar que las brujas son hadas que se echaron a perder, por eso se pusieron feas, viejas e insoportables”.

 

La Siguanaba de Jocotenango (entre encantos y espantos)

 

Antigua, ciudad de Guatemala que fue arrasada por varios terremotos, tiene una f'antástica colección de leyendas que les v¡enen del tiempo de los mayas. Al llegar loa españoles, todas aquellas creencias se fueron sincretizando y de cada ruina brota una historia. Las fuentes que murmuran sus aguas de siglos han sido visitadas por fantasmas, duendes y lloronas de toda índole, pero hay un personaje muy original y fantástico que visita la fuente de Jocotenango, barrio de la ciudad, que en tiempos de la colonia estaba alejado del mero centro.

 

En esa fuente, que ya lleva casi cuatro siglos de manar aquella deliciosa agua proveniente de un manantial, se bañaba en las noches de luna llena, la siguanaba.

 

Las estrellas, prendidas al terciopelo azul de la noche, que contemplaban aquel cuadro como queriendo mojarse las pestañas, eran los únicos testigos. La fuente barroca, durante el día era visitada por las alegres mozas que allí llenaban sus cántaros, iba el agüita fresca para ser conservada en los tinajones de las enormes casas solariegas.

 

Ellas cantando se perdían por las callejas y andando con la gracia con que vuela una paloma. Aquel cántaro era su corona. Como iban, ahora van. El tiempo ha pasado conservando esta costumbre. Siguen cantando mientras trepan y bajan por las calles trazadas en tiempos de la colonia por esta ciudad que se llama la Grecia de América. En el pasado, llegada la noche de plenilunio, la gente decía que alguien se bañaba deleitosamente en la fuente famosa. Otros añadían: es una bella mujer que luce sus encantos y provoca, y hasta había quienes añadían picantes detalles de aquellas seducciones. Damián, joven galanteador de doncellas... y otras que no lo eran tanto, había sido designado por el cabildo con el cargo de alguacil del Juzgado.

 

Su tarea consistía en hacer la ronda por la ciudad, desde que se hacía la noche hasta la madrugada. Redoblaba la vigilancia si ladraban insistentemente los perros o caía gente foránea. Su trabajo era comprometido sobre todo en aquellas noches oscuras y silentes donde solo pueden vagar borrachos, fantasmas o sombras perdidos. Justo una de ésas, de luna llena, que se caía de puro bonita, en su tarea andaba el alguacil, después de una copiosa cena con sus amigos, cuando lo atacó la sed. No hay como unas buena lajas de jamón rociadas con vino para dar sed. Enderezó para la taberna y la encontró cerrada. No quedó pues otro recurso que resignarse a apagarla en la fuente pública. No estaría a diez pasos de la pila cuando vio a una espléndida mujer bañándose complacida en las frescas aguas. Displicentemente deslizaba su peine de oro por los largos cabellos empapados y con un cuenco se echaba agua sobre el pecho y los muslos, poniendo en evidencia sus formas perfectas a medida que el jabón las acentuaba. Damián era joven, sano y audaz, de modo que ahí nomás se le pintó la ocasión para abordar a la bañista. Se acercó sigiloso y con esa voz aterciopelada que les brota a los que se sienten seductores en esas lides, le susurró: ...¿Y si te jabono la espalda, no nos podríamos bañar juntos, vidita...? Luego siguió la andanada de lisonjas para cada encanto que iba descubriendo, hasta ensayó meter la mano en la espuma jabonosa. La mujer, sin responder, juntó su manto, sus sandalias y sus petates, tomando el viejo camino del cementerio.

 

Le costaba al mozo ponerse a la par de su perseguida. Intentó tomarle la mano y por fin de un salto le destapó la cabeza que llevaba bajo el manto.

 

Se dio ante un rostro de mula, largo y de peludas orejas. Tenía ojos fosforescentes y de su boca dientuda salió una voz ronca: -Mira mi carita ahora ¿o es que, me quieres refregar la espalda? ¿No te gusto, vidita?- Dos manos huesudas con tremendos cascos le acariciaban los hombros. Lo último que escuchó fue: -Aquí me tienes, para lo que gustes… Cuando llega el día, unos arrieros lo encontraron a la orilla del camino, ensangrentado y con marcas de haber sido pateado por una mula herrada.

 

En Antigua, durante esas noches que tienen el color del silencio y el aroma del misterio, todavía se les recuerda a los muchachos que andan de conquista, a los farristas empedernidos y a los viejitos verdes, que por la fuente de Jocotenango, sale la Siguanaba.

Susana Dillon

Relatos maravillosos 
Diario Puntal

29 de marzo de 2009

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