Época de la Colonia
Susana Dillon

Al comenzar a poblarse con otros elementos étnicos las ciudades y campañas de la región aledaña a la línea de fronteras, ya se avecinan vientos de cambio en sus míseros poblados. Si bien Santiago de Chile y Buenos Aires, las dos puntas de camino, están a grandes distancias, Córdoba está en la línea de influencia. De allá vienen noticiáis de cómo se vive, se combate, se negocia, se aprende. Las reuniones se van diferenciando entre lo religioso, lo civil, lo doméstico. Se fortalece el lugar de los blancos, se lucha denodadamente contra los indios, desaparecen pueblos enteros, entre ellos los nueve pueblos de comechingones, pacíficos pobladores de las sierras de Córdoba, a los que se envía como mitayos a Chile o se los reduce a encomiendas en las explotaciones rurales. Se introducen los esclavos traídos de África para paliar la ausencia de mano de obra. Se incrementa la población de mestizos. La población se tabica, se diferencia, se divide según la raza. La gente se reúne por diversos motivos, sobre todo por las fiestas religiosas o por homenajear a las autoridades españolas: cumpleaños y cambios de reyes, nuevas autoridades, etc. Se asoman los primeros tablados, aparece el teatro, tan deseado por los españoles y del que son tan afectos en la metrópoli, pero que no tenía como allá escenario ni actores avezados. Este período marca una ruptura con el anterior sistema de gobierno. Se crean los virreinatos, se cambia en lo económico y en lo cultural. Los jesuitas establecen las primeras y eficaces escuelas de primeras letras. Los conventos reciben niñas para su instrucción. A las mujeres se les abren los pesados portones de las casas-fortalezas para asistir a cultos por propia iniciativa y aunque no eran muy bien vistas las damas importantes en la calle, ya pueden mirar a través de los balcones lo que pasa afuera, lo que allí representan cómicos y titiriteros, saltimbanquis y actores ambulantes, a los que se tenía por gente de la más baja ralea. Al comienzo, los papeles femeninos eran interpretados por hombres disfrazados, luego pusieron allí a esclavas y por último eran actrices las mujeres de la familia de los actores y empresarios.

Aquellas primeras obras que tuvieron como temas escenas religiosas o míticas eran -¡al fin!- momentos de solaz para el auditorio femenino que se había emocionado con lo relatado y actuado por aquellos cómicos de la legua, a los que se fueron sumando estudiantes y algún que otro aficionado. Se hacían representaciones en salas de colegios, cabildos y tablados, con el auspicio y creación de los jesuitas, que invitaban a las autoridades, a docentes y estudiantes. Todavía las mujeres importantes no estaban facultadas para decir lo suyo sobre las tablas; las pocas que se animaban o eran esclavas o tenían algo que ver con los actores. El público estaba constituido en su gran mayoría por hombres, tenía divisiones de lugares para ambos sexos, cuidando de que no se mezclasen. En Buenos Aires, se levantó un Teatro de Operas y Comedias que tuvo actividad entre 1757 y 1760, de cuyo movimiento no se han tenido mayores noticias, pero ya había quien escribía obras como Cristóbal de Aguilar, un español que vivió en Córdoba, al que se le deben las primeras comedias en esa ciudad. Otro dramaturgo cordobés fue Luis de Tejeda a quien se consideraba el más importante durante esta época. Esta ciudad, con universidad e inquietudes artísticas, comenzó a ser desde entonces un polo cultural y quien viajaba a ella traía comentarios a los apartados rincones del "Camino del Sur".

En 1783 se tienen noticias de que hubo manifestaciones artísticas teatrales en las que intervienen mujeres, algunas venidas de Brasil y otras que eran familiares de actores, de modo que el desprestigio les venía de familia. También se compraban esclavas para que hicieran ese trabajo tan poco honroso. Las obras interpretadas por aficionadas se ponían en escena para solaz de las damas prominentes al celebrar casamientos, bautizos o cumpleaños de los reyes y virreyes como también del arribo de nuevas autoridades. Las muertes de tan importantes personajes también tenían su recordatorio y su función. Los incipientes gremios hicieron lo suyo, siendo los estudiantes los más atrevidos, ya que en sus sátiras llegaron a ridiculizar a los personajes importantes provocando la algarabía de los ocupantes de plateas de ánimo levantisco.

Los indios catequizados por los jesuitas a menudo intervenían en distintas escenas, a los que se adherían los sirvientes de las casas ricas. Las señoras cordobesas, según referencias, en 1684 tuvieron un comentado desliz al presenciar una obra satírica que se representaba en el patio del convento de los jesuitas; casi fue "violación de clausura". Por lo tanto, se dispuso de allí en adelante que tales funciones se hicieran en la calle y para todo público.

A las mujeres, en estas épocas les estaba vedado leer y menos escribir; las niñas de familias de prosapia estaban condenadas a la ignorancia y al ocio pues aquello era considerado "un perfume que protegía a la fragilidad femenina". El escribir podía "ser usado para mantener correspondencia con sus amantes", según deducciones de Herminia Brumana, una feminista que avizoró cómo se sometía a la mujer con tales argumentos.

Para estas épocas, los colegios y escuelas de los jesuitas fueron los que dieron luz a aquellas mentes, una ventana abierta al conocimiento que naufragó cuando los expulsaron en 1767.

En la segunda mitad del siglo XVIII, con la influencia del Iluminismo llevado a España por los reyes borbones, se viene otro cambio de costumbres. Se abren escuelas de primeras letras en Córdoba, en Buenos Aires y en Santiago de Chile a las que podían acceder los blancos emparentados con el poder, pero la clase baja compuesta por indios, negros y mestizos sólo podían aprender el catecismo.

Las mujeres de la clase alta seguían siendo objeto de cuidados y encierros, no podían disponer de sus propios bienes, sino que se los administraban los varones de la familia. Sólo las viudas tenían este privilegio, al que muchas veces renunciaban por no saber de números ni de letras. Las demás no estaban facultadas ni para trabajar ni para estudiar a la par del hombre. Eran sólo un agente de reproducción afianzando al patriarcado, incrementando el capital humano de la familia y, por lo tanto, de patriarcado y sobre todo, dando soldados al sistema. La mujer y los hijos eran propiedad del marido, con derechos hasta de vida y muerte, así que los miembros estaban sujetos a la férrea autoridad del jefe de familia y, muerto éste, heredaba el hijo mayor (mayorazgo), de modo que nada de pensar, hablar u obrar por cuenta propia. Para esa época, la independencia y los derechos eran temas subversivos. Lo que se mandaba debía ser acatado con sumisión y prontamente.

Susana Dillon
De "Las locas del camino"
Universidad Nacional de Córdoba, 2005

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