Entre el silencio y el olvido, las cautivas
Susana Dillon

"La memoria es un factor esencial en la batalla por el poder, quien controla la memoria de la gente, también controla la dinámica social".

Michel Foucault

 

"La esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en común y que hayan olvidado las mismas cosas".

Ernest Renán

Las cautivas blancas caídas en poder de los indios durante las largas épocas del poder español y luego de los gobiernos criollos, han sido tratadas en las novelas, los ensayos, las canciones, muy tardíamente en la pintura y al final en el cine. Sin embargo, la historia oficial mezquinó el tema hasta sacarlo a flote cuando hubo que justificar la campaña del desierto con consecuencias dramáticas.

 

A los indios eliminados del mapa se los borró también de la memoria, tan así que ni se los censa. De ellos han quedado imágenes difusas o figuras folklóricas que encantan a los chicos, pero que no se tiene más que un pasajero relato. A los negros traídos del África para su esclavitud se los mandó a morir en cuanta guerra demandó carne de cañón.

 

A las mujeres blancas, cautivas en la frontera, les tocó un perverso destino al ser rescatadas y devueltas a sus hogares donde se las estigmatizó por haber tenido hijos con el captor y haber sido su compañera sexual. Muchas, ante el trato discriminador y despreciativo, volvieron al aduar por sus hijos y por su hombre.

Pero lo que todavía sigue sin comentarse ni tenerse en cuenta es el cautiverio de las indias, su reducción a la esclavitud sometiéndolas a la prostitución que nunca ejercieron en América, a la vez que les transmitieron las enfermedades de origen sexual e infecciosas desconocidas hasta entonces en el continente.

 

De esas indias violadas, que parieron sus hijos y luego fueron abandonadas, no nos ha quedado ni un solo nombre. Se les ha mandado al olvido una vez saciados los apetitos del invasor. No hubo ninguna reacción humanitaria, ni siquiera de la Iglesia, ninguna institución fue capaz de señalar ni por ser civilizada ni católica. Tampoco se protegió al hijo mestizo el gaucho; que sería en el futuro perseguido, un "vago, mal entretenido" que engrillado y encadenado se lo llevó la leva para ser mandado a matar a los de su sangre cuando lo metieron en el ejército de la Campaña del Desierto.

 

De las cautivas indias, nadie se ha preocupado de hacer una investigación seria, porque no dejaron ni sus huellas ni sus voces. Si algo importó fue la cautiva blanca para demonizar al salvaje.

 

A las mujeres indígenas sobrevivientes de la campaña se las destinó al servicio de las es­posas de los terratenientes que se quedaron con las tierras que antes ocuparon los pueblos primitivos, donde se las trató como esclavas o se las prostituyó.

 

Esto viene a cuento para explicar el malón, su origen y sus consecuencias, ya que primero agredió el blanco llevándose la familia del indio.

 

Es la devolución de lo que comenzó el invasor. La historia debe contar la verdad para que sea entendible, para que no quedemos a mitad de camino.

 

Nuestra literatura y una que otra obra pictórica rioplantense nos han mostrado tanto como alguna obra teatral y hasta la tan mentada crónica de Lucio V. Mansilla Una excursión a los indios ranqueles, toda una abundante como estremecedora referencia a cautivas llevadas a lomo de veloces corceles donde ondean las crines al viento, desparramo de cabellos rubios de doncella, negras crenchas del salvaje, mientras la quemazón y el humo del rancherío incendiado cubre púdicamente las desnudeces. El fiero cacique lleva a su prisionera desmayada a su cubil, entre alaridos y retumbar de cascos, gemidos lastimeros de las víctimas.

 

Allá irá en ese mundo primitivo y hostil, la bella cautiva, casta, blanca, rubia; a comenzar la vida de ignominia, será la concubina de su raptor, el constante saciar del "torpe placer" y "su desordenado amor", como lo cataloga Ruy Díaz de Guzmán en el poema referido a Lucía Miranda "La Argentina". Se sobreabunda, desde el vamos, en este tema del martirio de la cautiva, preciado objeto del malón. Desde Ruy Díaz, contando el mito de Lucía Miranda, pasando por Juan Cruz Várela, Esteban Echeverría, José Hernández, Lucio V. Mansilla, Eduardo Mansilla de García hasta Jorge Luis Borges, que abordó el tema pero con cautiva inglesa, rubia, de ojos azules, para seguir siendo fiel a sí mismo; todos, todos, nos dieron la misma y prototípica imagen: la infeliz cautiva caída en la degradación física y moral por el infiel bárbaro, por el indio ladrón.

 

En toda esa literatura que influyó notable­mente en el conocimiento de sus lectores, no se habló de los atropellos, las matanzas, los robos de nativas y sus hijos, que el hombre blanco, no bien pisó el Nuevo Mundo, realizó para proveerse de mujeres que le servirían en el lecho y en sus posesiones como mano de obra esclavizada, y esto se reproduce en todas las latitudes y por todos los que abordaron la conquista y la colonización, ya sean anglosajones, franceses, holandeses, portugueses o españoles.

 

Los malones fueron la respuesta a la primera arremetida de los blancos, consecuencia lógica de la prepotencia, la avaricia y lujuria del civilizado.

 

Los modernos investigadores sobre este tópico van corriendo el telón del mito, la leyen­da, el teatro y la "historia oficial" para dejar a la vista la verdad escondida detrás de tanto "verso".

 

Las mujeres blancas, venidas de España a poblar las tierras a colonizar, también se  dieron a la tarea ¡y cómo! de adecentar maridos metidos en verdaderos serrallos, aquí en América, paraíso donde cada colono podía llevar a sus tierras todas las mujeres e indios que pudiere, no bajando de 200 piezas humanas cada uno. Entre los bienes a arrebatar a los naturales figuraban: primero el oro, tierras y títulos más la posesión de puestos burocráticos y, si no podía ni lo uno ni lo otro, que hubiese mujeres en abundancia para satisfacerse físicamente y para que entre tanto trabajasen en las tierras de labranza, bajo el sistema de "encomienda".

 

La conquista se realizó sin mujeres blancas. Las órdenes reales en las primeras expediciones era venir sin ellas, la mujer reblandece el temple del guerrero y provoca el deseo del indio, dice Cristina Iglesias.

 

Pero cuando fue llegado el tiempo de la colonización debía hacerse sobre la reafirmación del hogar de pura cepa española; la casta go­bernante, también sería racial.

 

Las expediciones de Solís, Gaboto, Mendoza, venidas al Río de la Plata, todas fracasaron estruendosamente; el río que debía conducirlos al fabuloso cerro del regio metal, a la riqueza, a la fama, al poder, sólo los condujo al hambre y al desastre. La tierra tenía sus defensores naturales. Las mujeres, las primeras españolas venidas con Mendoza (1556), son las que salvan la expedición de ser extinguida totalmente. Isabel de Guevara, una de las que se aventuraron, escribió lo sucedido en esa terrible empresa al monarca español y esa carta la saca del anonimato, es la primera en entrar en esta historia gracias a su pluma.

 

Otra mujer de esos tiempos es la que se dio en llamar La Maldonada, aquella que abandona la Buenos Aires hambreada y sale so pena de ejecución a buscar alimento en la pampa salvaje. Según un mito, era un puma el que la surtía de perdices en sus escapadas que, por cierto, son descubiertas por los mandamás. Aquí ya se avizoran las soluciones mágicas para estas narraciones aleccionadoras: los españoles la condenan a morir atada a un árbol, en medio del desierto, pero otra vez es el puma el salvador que con los dientes desata la soga del suplicio y queda cuidando a la mujer para que otras fieras no la devoren. La cosa se resuelve sin más trámites... "y si las fieras se apiadaron, ¿por qué no los hombres?".

 

Desde el vamos nos embrollan estos mitos la memoria colectiva.

 

Luego vendrán más expediciones y con motivo de la destrucción del fuerte de Sancti Spíritu, surgirá de la pluma de Ruy Díaz de Guzmán el tan zarandeado mito de Lucía Miranda, prototipo de cautivas blanca, que cede a los requerimientos amorosos de dos hermanos indios para salvar su vida y la de su esposo. Sin embargo, ella muere en la hoguera y él, como San Sebastián, a flechazos. El relato era funcional: alertaba sobre los riesgos del mestizaje.

 

El conquistador y luego el colonizador entra­ban en las tierras a ocupar y narraba a su gusto y conveniencia. Mientras se aposentaba, edificaba fuertes sometiendo a los nativos, pe­ro en este sentido era prolijo: primero se daba a la tarea de contar cuántos indios había en esos alrededores para luego reducirlos a las "encomiendas", es decir, encomendarlos a la esclavitud más abyecta, a la sumisión más completa. Se realizaban constantemente batidas y rastrilleo de los bosques donde se guarecían los naturales y brutalmente se los sometía a sangre y fuego; ocupar, avanzar y volver a avanzar, siempre en persecución del botín humano. Cuando la respuesta de la indiada era igualmente agresiva, se disponía de la tan celebrada táctica de la "pacificación", en la que intervenían las órdenes religiosas, naturalmente, que también buscaban las codiciadas pre­bendas: tierras y sus servidores.

 

Sobre este particular, se trabajaba al detalle, con escribanos y cronistas, venidos al efecto, tanto para repartir entre los expedicionarios, tanto como un quinto para el rey, allá en El Escorial.

 

De allí la codicia por poseer encomiendas: a más indios encomendados, mayor riqueza y mayor extensión de tierras.

 

La primitiva Buenos Aires es abandonada por sus famélicos pobladores, se van por el Paraná a Asunción, tierra cálida y exuberante, paso obligado al Perú donde el oro y la plata brotan a raudales, según lo contado por sus conquistadores.

 

Irala, hombre fuerte de Asunción les ha dado a 700 mujeres para que los sirvan en sus casas y en las rozas, se tiene tanta abundancia de mantenimientos para la gente que allí reside más para otros tres mil encima. Luego de tantas hambrunas y sufrimientos Irala los premia con "mujeres ardientes". Es tal esta moderna Babilonia con este Irala tan apegado a los placeres del mundo y a las tórridas guaraníes a las que tanto hace trabajar en sus "rozas" como en los placeres del servicio sexual, que los cronistas religiosos han juzgado y reprobado la conducta de los conquistadores. El oficial real Gerónimo de Ochoa escribe, escandalizado: "... es tanta la desvergüenza y el poco temor de Dios que hay entre nosotros en estar como estamos con las indias amancebados que no hay Alcorán de Mahoma que tal desvergüenza permita, porque si veinte indias tiene cada uno con tantas o más de ellas creo que ofende, que hay hombres tan encenagados que no piensan en otra cosa ni se darán nada por ir a España aunque tuviesen aquí muchos años por estar arraigado en nosotros este mal vicio..."Con estas historias le iban a Su Majestad encomendando poner remedio”.

 

Los soberbios enviados de la corona acuñaron para estas líneas, esta frase: Dios está en el cielo, el Rey está lejos, aquí mando yo.

 

He aquí como están las cosas en esta Asunción, que no tiene oro, pero que está en el camino y sí tiene una proverbial fama de desbarajuste. Los indios que pueden huir a los bosques se quedan pues sin sus mujeres o bien las esconden en la espesura, por ella, dice el mismo cronista:"... reñían en las calles, se esperaban emboscados o se buscaban a la salida de misa". Esta ciudad en que se daban tales hechos, era la más aislada de todas las zonas de América poblada, donde el mestizaje se lanzó furiosamente como experiencia. Los hijos de estas primeras cautivas indias, fueron los mestizos, la resultante adecuada de la violación, el sometimiento y la esclavitud de sus madres.

 

De allí que el monarca español, ante este desmadre, dispusiera la venida de las esposas legítimas de estos verdaderos sementales. Ricardo Rojas dice sobre este tema:"... europeos que entraban incendiando las hutas de los pobres indios para poseerlas juntas, como manada de padrillos en las salvajes madrigueras que eran sus campamentos".

 

Martín del Barco Centenera, uno de los clérigos más díscolos que había en el reino, según afirma el proceso levantado en su contra en Lima, escribe ese poema en que nuestra tierra se llamará por segunda vez "La Argentina" o sea camino y tierra hacia la plata. Nombre engañoso si lo hay, ya que por esa ruta no consiguieron la plata ambicionada, por mucho que transitaron soledades y guerrearon con indios que defendieron lo suyo fieramente. Narra "La Argentina" las luchas sin cuartel y el nacimiento de ese nuevo mestizo: hijo de español que viola y somete a las indias. Centenera condena a esos orgullosos "mancebos de la tierra" con una fórmula original: los llama "la canalla argentina". Ese es el primer calificativo con que el encomendero etiqueta a los que reaccionan contra su prepotencia y su rapiña. Representa la ilegimitidad, resulta por tanto subversivo. De allí en más se narrarán las tropelías del indio y del mestizo en el malón, pero se tiene callado el quién comenzó la carnicería y el despojo, justificando lo injustificado.

 

No es casual, pues, que todos nos hayamos solidarizado con la cautiva blanca, que la literatura naciente nos apisonó; hasta aquí no hay narrativa importante que aporte personajes sobre la cautiva india. Lucía Miranda es un ejemplo poderosos, una obra concisa de lo que se puede hacer mediante la concientización sobre el mito y la correspondiente moraleja. Obra escrita para ponerle un alto al mestizaje.

 

Todavía falta la gran página con la epopeya de la india cautiva, primer ser humano caído en la esclavitud, en este paraíso que creyó haber descubierto Colón y que por obra de los hombres blancos se convirtió en un infierno.

 

Los españoles que llegaron a estas playas venían desde la Edad Media con el sueño del feudo propio, mezclado con el otro viejo sueño del enriquecimiento rápido, de vértigo al contacto con el oro. En su fantasía también entran las mujeres indias, "mujeres ardientes"... y todavía hay quien se pregunta ¿por qué son machistas los latinoamericanos?

Susana Dillon
De "Cazando historias" - Biografías inéditas de audaces mujeres del pasado

Diario Puntal - Córdoba - Argentina

28 de septiembre de 2008

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