En busca de la monja erudita
Susana Dillon

Llegar a la ciudad de México es darse de pronto con la constante presencia de mujeres bravas que defendieron la tierra aun a costa de su sangre, que hicieron época por su influencia en ese país por su participación bélica o que brillaron con un arte original y transgresor.

 

La historia mexicana tiene una viva presencia femenina, de la que se lleva la palma la monja a la que no se podía conocerla sin amarla.

 

Leer a Sor Juana Inés de la Cruz es enamorarse de su espíritu, su sabiduría y su gracia.

 

Métase en el Convento de las Jerónimas, donde desató sus versos e iluminó su siglo. México sin Juana Inés es un amasijo de razas guerreras que cantan como los dioses, pero ella aporta, para emparejar las pasiones, su exquisita verba, su espíritu inquieto, la sabiduría gozosa en su reino de filigrana.

 

La mujer que escribe es la más de las veces una transgresora de las normas sociales, o de su medio o por fin del sistema en que se ve envuelta.

 

Se toleró en el pasado que la mujer escribiera novelas burguesas, de temática amo­rosa, folletines lacrimosos o relatos de gelatina, donde imperó "la esfera de los sentimientos".  

Las mujeres recibieron pues un mensaje -para ellas-, pero no sinceramente -de ellas-, fue una literatura para mujeres y no "de" mujeres.

 

La irrupción de la mujer dentro de la literatura de características socio-políticas es un fenómeno reciente. Especialmente cuando se adueña de su rol de educadora,  defendiendo sus derechos y los de su prole. También hay que remarcar que la escritura femenina empezó siendo y sigue siendo un privilegio de clase.

 

Cuando se le hizo un espacio, la mujer debió escribir moralizando (Gabriela Mistral, Juana Manso), escribió poesías líricas, cartas, diarios íntimos, testimonios, lo que se da en llamar géneros menores.

 

También debemos anotar en nuestras escritoras de principios de siglo, esa proclividad al bilingüismo. La clase alta escribía en francés (Delfina Bunge de Gálvez, Victoria Ocampo), las intelectuales paquetas fueron seducidas por Europa, que nos imponía modos de pensar, trapos y costumbres. No se era elegante ni siquiera se esta­ba "a tono", pensando y escribiendo a la criolla.

 

De allí que cuando nos damos de pronto con Sor Juana Inés de la Cruz, en esta reseña de mujeres de América, nos encontramos con una subversora del orden establecido para su época, una verdadera oveja descarriada del colonialismo.

 

Había nacido en San Miguel del Nepantla, una aldea cercana al Popocatepelt, en México (1651), y cuando todo niño hablaba en su media lengua, esta chamaca ya sabía leer. Se dice que el uso de las sutilezas femeninas le vino antes que la razón. A los ocho años rimaba.

 

Nació con el don de hacer versos. El tema era lo de menos. Los abordaba a todos. Quiso ir a la universidad como cualquier mu­chacho.

 

¿Qué hacer con esta niña que aprendió latines en veinte lecciones? Además era bella, bellísima, por dentro y por fuera.

 

De su modesta aldea la llevaron a México, la ciudad más grande de América por esos tiempos, donde desconcertó a sus maestros y confesores. Llegó a los 15 años y en la calle le decían cosas, que ella replicaba con estocadas de ingenio. Trataba el amor de atraparla, pero el amor se le escapaba de las manos. Juego entre tanto fuego. "Al que ingrato me deja, busco amante, al que amante me sigue, dejo ingrata... Y no puedo tenerte ni dejarte... ¿Qué hacer con esta esgrimista de las rimas? La llevaron al palacio del Virrey, el Marqués de Mancerra y se adueño del título de favorita de la virreina.

 

El estado colonial seducido por el estado de gracia

 

Mucho se ha tejido sobre los motivos que la llevaron al convento a tomar los hábitos del Carmelo. Sin embargo, a poco de estudiar a esta "marisabidilla", una se pregunta ¿cómo iba a casarse con quien no tuviera su cultura? Como era de origen humilde y por lo tanto sin dote, ¿a quién la prometerían en matrimonio? Se dijo que fue por amores contrariados, pero me inclino a creer, con uno de sus biógrafos más felices, Germán Arciniegas: porque se le dio la gana, ésta es la verdad, en toda su dimensión. En aquellos tiempos, recordemos, los casamientos se pactaban sin la opinión de los verdaderos interesados y a las niñas casaderas no les quedaba más opción que, de no gustarles el candidato... ¡al convento! Estuvo tres meses en el Carmelo, pero la regla era dura y débil la niña del "Virreinato del filigrana". Parecía que habían ganado la partida los galanes que la acosaban, pues sí que era ésta su virtud dominante, la gracia, el donaire que todos elogiaban y que las que no poseían ni una pizca, envidiaban. Mas no paró allí la cosa: volvió a la corte a componer versos, a verse asediada, a contradecir a sabios y filósofos, a entrar en sesudas discusiones con matemáticos y físicos, a los que rendía tanto con su sapiencia como con su gracia.

 

Al año y medio, entró en el convento de San Jerónimo, "Pensé yo -dice años después- que huía de mí misma, pero ¡miserable de mí! Trájeme a mí conmigo...

 

Por aquel entonces, el virrey visitaba conventos, no tanto por devoción, sino porque las dulces monjas hacían música, cantaban como los ángeles, bordaban primores con la aguja para la virreina y, por supuesto, halagaban al poderoso huésped con mil delicias de chocolate, alfajorcitos y azucarados. Sor Juana recitaba o se trenzaba en coloquios con frailes y obispos, y en estas charlas primero eran mansas aguas y al rato nomás encrespadas olas. El virrey y su esposa se divertían con éstas y otras picardías de la monja erudita, la disfrutaban, la consentían, pero había quien tragaba amargo. Toda vez que había sarao en el palacio, Sor Juana Inés era invitada de honor. Ella era la sal y el aroma. Más tarde escribió: Era de mi patria toda el objeto venerado... y.... ni el ros­tro lo deslucía, ni lo desairaba el garbo.

 

¿Y el convento? Vivía rodeada de libros, consultada y consultando. Las monjitas, almas cándidas y piadosas, eran arrebatadas por este aluvión de sabiduría, gracia y empuje. Sonaban a plata las campanas de las risas jóvenes en los claustros austeros, había revolotear de tocas y hábitos, como si fueran palomas y Sor Juana era el centro de tanta algazara.

 

La madre superiora, de sólidas virtudes y también analfabeta, la amonestó. "Los libros son o casa del diablo o de la Inquisición" y se los mandó quitar.

 

Pero Sor Juana leía en las flores, en el agua, en el aire, en las almas de sus compañeras, incluyendo a la superiora... y tal fue el revuelo que tuvieron que devolverle lo quitado, pues la monja escribía cuadernos con la experiencia de cada una ¡y aquello fue un petardo! Miguel Toussaint, un mexicano estudioso de esta décima musa azteca dijo rotundo: Fue mucha mujer, esta mujer, y don Alfonso Reyes en su Virreinato de filigrana recogió esta advertencia: No es fácil estudiarla sin enamorarse de ella.

 

Hasta nosotros, Sor Juana Inés de la Cruz subvirtió los valores de su época y no pidió permiso para entrar al lujoso y prestigiado mundo de la literatura, más bien echó abajo sus portones.

 

Vivió hasta los sesenta y cuatro años y murió de pes­te, contagiada por asistir a los enfermos. Como la rosa a quien ella cantara: Viviendo engañas y muriendo enseñas...

 

Su Dios, ese amor abstracto por el que había optado, la impelió a conquistar el espacio vedado: el de la creación y ser ella misma un objeto de admiración y amor. Se adelantó a los tiempos y dejó sus huellas.

 

Pero hay algo en la personalidad de Juana que ha apasionado a psicólogos y psiquia­tras: la han investigado en microscopios y psicoanálisis, la han leído, releído, analizado y viviseccionado, descuartizado y vuelto a armar... y el enigma sigue, los doctos y los monos sabios han desvariado por décadas. La han tratado de genio y de degenerada, o le cambiaron el sexo. Han dictaminado que todo lo que bulló en su interior, fue por tener la libido reprimida, el sexo castrado, la neurosis, el masoquismo. Cada profesional en taras mentales elaboró teorías a cual más caprichosa y tendenciosa.

 

Sin duda el espíritu exquisito de la sépti­ma musa mexicana, se debe estar sonriendo socarronamente desde el parnaso criollo, como cuando desconcertaba a los eruditos que la querían arrojar al fuego. 

 

Susana Dillon
De "Cazando historias" - Biografías inéditas de audaces mujeres del pasado

Diario Puntal - Córdoba - Argentina

24 de agosto de 2008

 

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