De Pavos y Devociones
Susana Dillon

Desde la ventana de mi dormitorio en La Josefina veía apuntar la aurora que cada mañana me regalaba un paisaje cautivador y cambiante, pese a la monotonía de la llanura por donde cruzaba el Arroyo del Medio. Era la hora en que todo el mundo se ponía en movimiento, gente y animales.

 

Amaba sentir el olor a mañana, la frescura de los pastos, el perfume de la arboleda despertándose, ver los cuadros de maíz y los interminables potreros salpicados aquí y allá con las siluetas de vacas y caballos. Más hacia la cañada, la majada se reunía o se dispersaba según los perros ovejeros dispusieran el cambio de rumbo, interpretando los silbidos de los peones... Y ese olor penetrante, característico del bañado, tierra salobre donde la chuza de la paja brava se ralea para darle lugar a la "cola de mula", pasto amargo, resistido por los animales hasta con hambre.

 

Pero éste no era el caso de lo que debían comer los pavos. Ellos embuchaban lo mejor. Los pavos mamouth eran la hacienda de la tía Maggie junto con las gallinas coloradas, ponedoras y carnudas. Las finanzas caseras se manejaban con esta explotación que ella ejercía como si el atender aquel antiguo caserón que había sido fuerte y siete u ocho hombres activos y de buen diente no le fueran basta.

 

Los pavos pastaban en el alfalfar que rodeaba al casco y luego de hartarse de cogollos, orugas y mariposas se paseaban por el camino hacia la tranquera en una algarabía de gorgoritos o haciéndoles la rueda a sus hembras para enamorarlas.

 

Los pavos de la tía Maggie eran famosos en la comarca. En Pascuas o Navidades estaban siempre listos para sacrificarlos honrando las mesas festivas. Eran tiempos en que la tía hacía "sencillo" — y por sencillo se entendía la plata chica que entraba por el lado de la mujer, como en toda explotación rural — . Venían uno o dos camiones y se llevaban los pavos machos a los gorgoritos... pero no por amor a sus pavas, sino por el pánico que les producía lo incierto de su suerte.

 

La tía Maggie cobraba meticulosamente una vez constatado el peso y discutido el precio. Los billetes iban a parar al bolsillo de su delantal y luego al misterio de su ropero, un monstruo de caoba con espejo de luna que llegaba hasta el techo y que contenía en su interior otro mueblecito con puerta y cerradura. Allí, con orden impecable se apilaba el ajuar de la casa, los trajes y las capelinas que ella amaba usar para cubrir sus blancuras. Una vez, pude vislumbrar, mientras la ayudaba a atarse los bigudíes para rizar sus lacios cabellos de lino, la puertita secreta del monstruo, ésa del mueblecito interior. Era su "secretaire", tenía una preciosa llave cincelada, un auténtico misterio. El tal "secretaire" era cosa de picarle la curiosidad al más indiferente.

 

Por supuesto que la picardía infantil fue más fuerte que todo lo que se me había enseñado sobre la discreción. No pude más y le tiré a quemarropa:

 

— Y esa puertita tan escondida, ¿qué es?

 

Me hizo una señal cómplice y respondió:

 

Allí guardo mi devocionario.

 

Sí, tía, pero yo no veo que recés mucho, salvo cuando vas a misa. El trabajo no te deja tiempo –encaré.

 

—Chito, uno reza con o sin libro, cuando está inspirada o cuando hace falta, o para San Patricio o...

 

—¿Y no me lo mostrarías? Los misales antiguos tienen bellas láminas y estampas. Además allí las señoras anotan las cosas más importantes de sus vidas: el nacimiento de sus hijos, sus muertes, los casamientos, los funerales... qué sé yo.. .

 

La tía parece algo turbada por mi cháchara, pero al fin, me mandó a cerrar la puerta con llave que daba al otro cuarto, para transmitirme el secreto sin sobresaltos ni meteretes.

 

—Bueno, pero ahora hagamos un pacto. De lo que verás, nada a nadie -y se cosió la boca con un gesto y me la hizo coser a mí también.

 

Con la llavecita llena de adornos abrió la puerta secreta, y sacó de la penumbra un viejo libro de oraciones, antiguo camarada de un alhajero de plata, un paquete de fotos, otro de cartas amarillas, un abanico de nácar y un ajado ramo de novia.

 

El libro, forrado en cuero de Rusia estaba amarrado con una faja elástica pues parecía albergar más hojas que con las que había nacido. Mi tía corrió la faja y abrió los folios. Entre las hojas de liviano papel de biblia, billetes y billetes de cien pesos. Los famosos canarios de los años en que la plata argentina era la más fuerte del mundo. Era su pequeña fortuna. El dinero para los por-si-acaso. El producto de la pavada y los huevos de las coloradas.

 

.

 

A veces los chicos que juegan junto a los grandes, dan la sensación de estar atentamente en "sus cosas", pero sin querer escuchan las bromas de los mayores. A la tía Maggie, su marido, el tío Pancho, la solía azuzar con sus "secretos de alcoba" o con "las devociones de mi mujer", haciendo alusión a lo que ella guardaba celosamente en su "secretaire". Cada vez que los hombres hablaban de carreras en tal o cual pueblo, había gran movimiento en el gran ropero y yo veía todo aquel ajetreo con los respectivos comentarios como quien no oye. Pero tenía las orejas como cartucho para no perderme nada. Una vez escuché a una de las mujeres de la familia hacer comentarios:

 

—Yo no sé, esta Maggie, para qué junta tanto en el devocionario si después se lo juega a las patas de los matungos.

 

La tía Maggie me resultó "burrera"1, pasión que desde entonces comparto, ¿quien, con medio litro de sangre irlandesa en las venas no la tiene?

 

1 Burrera: Vulgarismo. El que se dedica a las carreras de caballos.

Susana Dillon
Los viejos cuentos de la tía Maggie
(Una irlandesa anida en la pampa)
Editor: Universidad Nacional de Río Cuarto
Córdoba, 1997

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