De dónde les viene a las chilenas el ser emprendedoras
Susana Dillon

Esta historia es muy popular en Chile, aun desconocido, en tiempos que los araucanos vieron por primera vez a los blancos montados en poderosas bestias desconocidas que les hacían la guerra a patadas y relinchos. Pero también vino una porfiada mujer que se las arregló para ser un personaje de jerarquía en la conquista, pese a que no las querían sus compatriotas verlas en las luchas, tan aguerridas como el más fiero varón.

 

Con sus apenas 26 años Inés de Suárez vino a América haciéndose a la mar en la campaña de adecentar maridos por estas tierras de mujeres desnudas que no tenían el culto de la virginidad. La guapa muchacha no quiso quedarse en España a "guardar ausencia", como se estilaba entonces, ponerse lánguida en la eterna espera sin que la mantuvieran ni perro que le llore.  

Se empeñó en venir a estas tierras, cuadró su atado con la ropa, algunas vituallas, el libro de oraciones, algunas nueces, una ristra de salames y una manta para las noches frías. En el viaje por mar tuvo que compartir el lecho con vacas, caballos y gallinas. La bajaron en Venezuela, donde pensaba encontrar a su marido, pero no lo conocieron, de modo que como era de aventuras el viaje, pues, ¡a Cuzco! (por favor, mirar el mapa) y para allá marchó, donde se le dijo que lo habían muerto. Ya que estaba en camino no se iba a volver a pasar miserias, ella también tendría su parte en el botín. Algo sabía hacer; cuidar puercos, gallinas y vacas. ¿Volverse? -¡Qué esperanza! - En pocos días se encontró solicitada.

 

He recorrido el camino que hizo Inés por el desierto que va desde el Perú a Santiago de Chile, en ómnibus y haciendo escalas. A la gente que iba con Inés le llevó año atravesar el desierto, la montaña y rodear el Pacífico. No hay lugares en América más desolados y escasos de agua potable. Pero ella vino a fundar ciudades, a luchar contra los araucanos que fueron los guerreros más temibles de América. Don Pedro de Valdivia tuvo con ella su fogoso romance, pero como siempre pasa, vinieron los frailes y ¡se acabó la fiesta!. Tal vez, en esas tierras, se libraron las batallas más sangrientas entre los codiciosos españoles y los temibles conas (soldados araucanos).

 

De aquellas gestas son los más grandes jefes de la raza mapuche: Caupolicán y Lautaro. Pero allí estuvo también Inés, metiéndole susto al miedo. Si el viajero cruza los Andes, del otro lado, pregunte por Inés y por la "Quintrala", no se aburrirá con lo que le cuenten, además averigüé dónde queda el "pozo de Inés", una epopeya como las de la Biblia.

 

Doña Inés de Suárez

 

Los cronistas venidos con los conquistadores fueron algo así como los secretarios de prensa de aquella empresa que todavía nos conmueve: el cómo, dónde y cuándo se desarrollaron los acontecimientos que dieron a España el imperio más grande jamás conocido. La conquista de México fue narrada magistralmente por Bernal Díaz del Castillo. Fue dicha con la elocuencia que las circunstancias requerían.

 

Tuvo buen tino Cortés al elegir a su secretario; con Pizarro al Perú llegó Cieza de León, apenas un muchacho, pero con agudo sentido de la observación; al Río de la Plata, con Don Pedro de Mendoza, llegó el alemán Ulrico Schmidell, que dejó una pormenorizada crónica de las miserias que debieron soportar los pobladores de las primitivas Buenos Aires.

 

Las naturales no se dejaron intimidar como en otras partes por el caballo, ni por el trueno de la pólvora...

 

Pero lo que más ¡lustró sobre la gesta fueron las cartas que cada conquistador o adelantado escribió a su cesárea majestad, el emperador Carlos X, verdadera veta de información cuya lectura no sólo sorprende, fascina.

 

En cada crónica del Nuevo Mundo y en cada carta, el principal actor de este drama refería con lujo de detalles y mucho besar a Vuestra Graciosa Majestad pies y manos, la cantidad e importancia de lo descubierto geográficamente, las ceremonias de las fundaciones, los trabajos a que sometían a los conquistados, los combates, las guerras y matanzas de las que se gloriaban para mejor servir al emperador y por supuesto, el oro incautado, saqueado, robado, fundido a sus dueños, pero esas cifras no siempre resultaron claras, tal como correspondía al reparto del botín, cuyo quinto debía enviarse a Su Majestad. Las deudas contraídas con los usureros alemanes, los Fulgor, los Welsers (verdadero Fondo Monetario Internacional de aquellos tiempos) para pagar los intereses del costo de las guerras sostenidas por el imperio. Otro dato que escapa a las crónicas y a las cartas al soberano es qué hicieron las mujeres de los españoles en América, las damas que vinieron a parir prole legítima, a ordenar la vida social entre tanto desbarajuste con los naturales... una vez descubiertas las Indias y "las indias".

 

De las que se ha soslayado en la crónica hay una precisamente que llama la atención por experimentar una aventura tan extraordinaria y tan cercana a nosotros, precisamente en la conquista de Chile, si es que Chile alguna vez fue conquistado, pues los araucanos demostraron ser los más indoblegables defensores de su tierra. Raza dura y guerrera, inteligente y estoica, los araucanos no fueron vencidos por los blancos; antes se apoderaron de armas y tácticas de los invasores oponiendo la resistencia más heroica y prolongada que vieron los cielos americanos.

 

En sus cinco cartas a Carlos V, don Pedro de Valdivia cuenta cómo eran los araucanos, desbordando una notoria admiración hacia este enemigo noble, tan aguantador e inteligente, con el que combatió en forma encarnizada hasta caer vencido. Pero lo que Valdivia nos oculta en esas cartas es la figura femenina a la que estuvo ligado durante su aventura en el Arauco y que impregnó con su presencia toda la gesta.

 

¿Quién era esa dama que se arriesgó en aquel desierto inconmensurable que va desde el Cuzco hasta el Mapocho? Inés de Suárez, una de las tantas que vieron partir a sus maridos, allá en los puertos de España y, al no te­ner noticias de ellos, se hicieron a la mar, contrariando a sus propios familiares, a los cléri­gos y a la misma sociedad de su tiempo.

 

Está indignada con la suerte de las que quedan guardando ausencia, con diez castellanos de oro mandados una vez por su marido y mucho "Inés del alma mía", pero ella tiene veinticinco años que le estallan en las venas y que la ponen más bella cada vez que se indigna. Le traen a cuento los peligros de la selva, las alimañas, los salvajes, la sed, el hambre... y ella responde: "¿Acaso las hembras somos menos duras para luchar contra todo eso que espanta a los soldados en las Indias? "Qué pongan a mi marido a tener un hijo y ya veremos cómo grita y se desmaya". "Me largo para Venezuela", dijo Inés. Y se largó nomás.

 

Quedó el mujerío a los comentarios en el atrio de la iglesia. Los hombres embarcaban de a miles, pero mujeres se contaban con los dedos de una mano. Allá partió para donde están los peores aventureros, donde no hay esposa ni moza decente, que aguante y se atreva. El cura de la aldea, que sabía de estos temas, intentó hacerla pensar con calma, que se diera cuenta del riesgo que corría, porque Inés era honesta, más que muchas de afiladas lenguas. Además los hombres son todos lo mismo, desde Adán hasta el presente. Y ella: "Que digan lo que se les venga en gana".

 

Se embarcó Inés con su sobrina, una especie de garantía para esos avalares. Fueron a parar a las bodegas con los puercos, los caballos, las gallinas, los granos, el vino, todo entreverado con armas y aperos, el acre olor de los soldados, a espuma del mar que salta desde la cubierta y. por todos lados, rezos de ellas y blasfemias de los rústicos, y por ahí "¿quién me habrá metido en esto, Dios mío?". Todo por el sueño de pisar América. En el viaje Inés se interesó por las gallinas y los puercos. Convivía con ellos.

 

Cuando llegaron a Venezuela, todo fue un correr tras la sombra del ausente..., pero ni el rastro. Un día se lo dijeron nomás: "Su marido ha muerto. Vuélvase a España". Pero las cartas ya estaban echadas y por la costa del Pacífico se fue al Perú y de allí al Cuzco. Pensó "tal vez mi marido esté con los Pizarro".

 

No fue fácil ser bonita y viuda a los treinta. Todos los bravos de espada al cinto quisieron consolar a Inés. Pero ella les cosía la ropa, los cuidaba como una madre... hasta les atendía las gallinas y los puercos.

 

Teniendo casa y repartimiento de indios, había huerto y ganado que acrecentar. Pero ya los conquistadores, que habían comulgado repartiendo una sola hostia entre cuatro, se estaban asesinando por la división del botín. No solamente corrió sangre india sobre las piedras sagradas del Cuzco, también hubo sangre española de entre hermanos.

 

Una noche Inés fue asaltada por uno de sus merodeadores. Era demasiado apetecible para que durmiese sola. Inés gritó y se defendió.

 

Apareció Pedro de Valdivia, hombre de Almagro, rubio, fornido, gran espadachín. Trazó con el codicioso círculos de acero en la noche cuzqueña, se batieron ferozmente por la hembra. El que la quería por la fuerza tuvo que huir e Inés cayó en brazos de su defensor.

 

Así el amor era otra cosa y ya no durmió sola de criadora de gallinas.

 

Hubo alboroto en el Cuzco, puesto que Valdivia tenía esposa allá en España. Lo de la trifulca nocturna fue nada en relación con el griterío que se armó por causa de los nuevos amantes. Se tuvieron que ir a Chile, que todavía resultaba una incógnita, el misterioso llamado de la "Ciudad de los Césares", la eterna constante en la búsqueda del "Rey blanco". La Trapalanda fabulosa..., la locura del oro.

 

No era Valdivia un talento como Cortés, ni tenía la fiereza tremenda de Pizarro, ni la prestancia galante de Alvarado, ni la vena literaria de Quesada, pero sí astucia, sentido común y tenacidad, que era el común denominador de estos hombres crueles, fruto de tiempos crueles. ¿Qué hombre estaba entero por aquellos siglos en Europa? Todos habían luchado, ya en el saqueo de Roma, ya en Pavía, ya en Flandes y todos recibieron lo suyo. Pero Chile no era la Italia del Renacimiento. Era un largo desierto ya helado, ya ardiente, según fuese la noche o el día.

 

Inés se fue con sus gallinas, sus puercos, sus ovejas y algún caballo, sus semillas y su gente; Valdivia con 126 castellanos, de a pie y de a caballo, cuando un caballo valía por tres hombres. En el Cuzco al verlos partir les dijeron: ¡Locos!

 

En más de un año cruzaron el desierto más despiadado del mundo, padecieron hambre, fueron atacados por los indios y sobre todo sufrieron sed. Una vez, ya muriéndose todos, Inés les ordenó a sus indios: "¡Aquí, aquí, cavad aquí...".

 

Y habiendo ahondado cosa de una vara salió al puntó agua en abundancia, que a todo el ejército satisfizo. Convengamos que desde Moisés para estos tiempos, ésas son las cosas buenas que quedan para el comentario. Entonces se le llamó "el pozo de Inés".

 

El 12 de febrero de 1541, Valdivia fundó San­tiago e Inés no sólo cuidó de puercos, gallinas y ovejas, sino que sembró el valle y florecieron las huertas cuidadas de día y de noche, pues los araucanos sabían que con comida los españoles no se podrían vencer. Inés salvó a su hombre de varias conspiraciones, pues sus subordinados no habían venido a América a hacer de pacíficos hortelanos... y se fueron a buscar el oro.

 

Muchas crueldades cuentan las crónicas y las cartas sobre esas campañas. No sólo son interesantes aún hoy, a 500 años de los acontecimientos, sino que hay estilo y atractivo en la narración, como si lo hubieran escrito pensando en el tremendo látigo de los críticos de la posteridad. Hombres de manos callosas por el uso de las armas, ¿cómo pudieron empuñar esa arma tan pequeña y sutil como es la plu­ma?

 

Se internó Valdivia en los dominios del Arauco en pos de las riquezas por las que se ha­bía lanzado ferozmente. Indio que caía en sus manos era esclavizado en el lavado de las arenas auríferas, a los que escapaban y eran atrapados se les cortaban manos y narices. Los araucanos respondían cada vez con mayor bravura.

 

Hubo traiciones entre los españoles y sublevaciones entre los invadidos. El oro duramente arrancado tuvo destino incierto. Los araucanos se fueron sobre Santiago y la incendiaron. Ardieron los huertos, las casas, los pertrechos. De toda esa quemazón salvó Inés una pareja de puercos, un pollo y una gallina además de una bolsa de semillas de trigo. A comenzar otra vez. Como Noé, salvó a los suyos, pero en el mar de arena.

 

Cuando vino de España el licenciado La Gasea, para poner en cintura a los que provocaron la guerra civil en el Perú, desarmó a la pareja amancebada e hizo casar a doña Inés con el que más tarde sería gobernador de Chile y mandó venir de España a la legítima esposa de Valdivia. Las leyes y los funcionarios de la Corona eran muy tolerantes con las matanzas -provocadas por sus enviados, pero muy remilgados en temas de adulterios.

 

Valdivia volvió a la lucha contra Lautaro, aquel indio que no se asustó de los caballos sino que se apoderó de ellos convirtiéndolos en una eficiente arma de combate, en un fiel aliado, en un bravo compañero, como cuando probó el uso de las armas de los blancos. Al tiempo el conquistador cayó en una emboscada, persiguiendo el sueño del oro. Se dice que los indios le dieron de beber oro derretido, ya que eso había venido a buscar provocando tantos horrores.

 

Su esposa española fue viuda al pisar tierra limeña. Así estaban las cosas en esos siglos y entre esa gente.

 

En las crónicas escritas por los conquistadores que practicaban el más recalcitrante machismo, Inés entró por la puerta de servicio, entre un revoloteo de sabrosas y prosaicas gallinas, con los puercos gruñéndole a la historia.

Susana Dillon
De "Cazando historias" - Biografías inéditas de audaces mujeres del pasado

Diario Puntal - Córdoba - Argentina

14 de septiembre de 2008

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