Un paraíso extraño
Philip K. Dick

El capitán Johnson fue el primer hombre en salir de la nave. Estudió las grandes selvas onduladas, kilómetros y kilómetros de un verde que hería los ojos. El cielo era de un azul muy puro. Más allá de los árboles se veía el límite de un océano, del mismo color que el cielo, a no ser por la burbujeante superficie de las algas marinas, increíblemente brillantes, que oscurecían el azul hasta proporcionarle un tono púrpura.

Sólo un metro separaba el tablero de control de la escotilla automática, y desde allí bastaba con bajar la rampa hasta pisar la blanda tierra negra, removida por el chorro de los motores y esparcida por todas partes, todavía humeante. Se protegió los ojos del sol dorado y, al cabo de un momento, se quitó las gafas y las limpió con la manga. Era un hombre de corta estatura, delgado y de tez cetrina.

Parpadeó nerviosamente y volvió a ponerse las gafas. Aspiró una profunda bocanada del aire caliente, lo retuvo en sus pulmones, dejó que se expandiera por todo su sistema, y luego lo expulsó a regañadientes.

—No está mal –comentó Brent desde la escotilla abierta.

—Si este lugar estuviera más próximo a Terra, habría latas de cerveza vacías y platos de plástico por todas partes. Los árboles habrían desaparecido. Habría motores a reacción viejos tirados en el agua. Las playas despedirían un hedor de mil demonios. Construcciones Terranas habría instalado ya un par de millones de pequeñas casas de plástico.

Brent manifestó su indiferencia con un gruñido. Saltó al suelo. Era un hombre ancho de pecho, fornido, de brazos morenos y peludos.

—¿Qué es aquello? ¿Una especie de senda?

El capitán Johnson sacó un plano estelar y lo examinó.

—Ninguna nave ha informado sobre la existencia de esta zona antes que nosotros. Según este plano, todo el sistema está deshabitado.

Brent lanzó una carcajada.

—¿No se le ha ocurrido que podría existir aquí una civilización no terrana?

El capitán Johnson acarició su pistola. Nunca la había utilizado. Era la primera vez que le encomendaban una misión de exploración fuera de la zona patrullada de la galaxia.

—Tal vez debiéramos marcharnos. De hecho, no tenemos mapa de este planeta. Ya hemos trazado los mapas de los tres planetas mayores, y éste no hace falta.

Brent se acercó a la senda. Se agachó y palpó la hierba arrancada.

—Algo ha pasado por aquí. Hay marcas impresas en la tierra. –Lanzó una exclamación de asombro–. ¡Pisadas!

—¿Gente?

—Parece una especie de animal. Grande... Tal vez un felino. –Brent se irguió con expresión pensativa–. Tal vez podríamos ir de caza, aunque sólo fuera por deporte.

El capitán Johnson agitó las manos, nervioso.

—Ignoramos cómo son estos animales. Juguemos sobre seguro y quedémonos en la nave.

Realizaremos la exploración desde el aire; el proceso habitual será suficiente para un lugar como éste. No tengo ganas de continuar aquí. –Se estremeció–. Me pone la piel de gallina.

—¿La piel de gallina?

Brent bostezó, se estiró y se internó en la senda, hacia la extensión ondulante de selva verde.

—A mí me gusta. Un parque nacional de buen tamaño, incluida fauna salvaje. Usted quédese en la nave. Yo voy a divertirme un poco.

Brent avanzaba con cautela por el oscuro bosque, la mano apoyada sobre su pistola. Era un superviviente de los viejos tiempos. En su buena época había visitado muchos lugares remotos, los suficientes para saber lo que estaba haciendo. Se detenía de vez en cuando, examinaba la senda y palpaba el suelo. Las huellas continuaban y se añadían otras. Todo un grupo de animales había recorrido este camino, varias especies, todas de gran tamaño. Debían acudir en busca de agua. Un río o laguna.

Trepó a una elevación..., y se agachó de repente. Algo más adelante, un animal estaba enroscado sobre una roca plana, con los ojos cerrados, dormido. Brent describió un amplio círculo, siempre de cara al animal. Era un felino, desde luego, pero de una clase que no había visto nunca. Parecía un león, pero más grande. Tan grande como un rinoceronte terrano. Larga melena, grandes patas almohadilladas, una cola semejante a una soga retorcida. Algunas moscas deambulaban sobre sus flancos; los músculos se tensaron y las moscas salieron volando. Tenía la boca entreabierta. Vio los blancos colmillos que brillaban al sol. Una lengua rosada enorme. Respiraba lenta y pesadamente, y roncaba.

Brent jugueteó con su pistola. Como buen deportista, no podía matarlo mientras dormía. Tendría que tirarle una piedra para despertarlo. Como un hombre enfrentado a una fiera que le doblaba en peso, estuvo tentado de perforarle el corazón y transportar los restos a la nave. La cabeza quedaría fenomenal; todo el maldito pellejo quedaría fenomenal. Inventaría una historia adecuada: el animal había caído sobre él desde una rama, o tal vez había surgido como una exhalación de la espesura, rugiendo de manera espeluznante.

Se arrodilló, apoyó el codo derecho sobre la rodilla derecha, aferró la culata de la pistola con la mano izquierda, cerró un ojo y apuntó con cuidado. Respiró hondo, estabilizó el arma y soltó el seguro.

Cuando estaba a punto de apretar el gatillo, otros dos grandes felinos pasaron a su lado, olfatearon un momento a su dormido compañero y se internaron en la espesura.

Brent bajó la pistola con la sensación de haber hecho el ridículo. Los dos animales no le habían prestado la menor atención. Uno le había dedicado un breve vistazo, pero ninguno se detuvo o mostró extrañeza. Se puso en pie, vacilante, la frente cubierta de un sudor frío. Dios santo, si hubieran querido le habrían hecho trizas. Les daba la espalda...

Tenía que ser más precavido. No debía quedarse quieto, sino continuar avanzando o regresar a la nave. No, no quería regresar a la nave. Aún necesitaba dar una lección al mediocre de Johnson. El pequeño capitán, probablemente, estaría sentado ante los controles, nervioso, preguntándose qué le habría pasado. Brent se abrió paso con cautela entre los arbustos, dejó atrás al felino dormido y volvió a entrar en la senda. Exploraría un poco más, encontraría algo que valiera la pena llevarse, tal vez acamparía para pasar la noche en algún lugar protegido. Tenía un paquete de raciones y, en caso de emergencia, podía llamar a Johnson con su transmisor de garganta.

Desembocó en una pradera llana. Crecían flores por todas partes, amarillas, rojas y violeta. Caminó a buen paso entre ellas. El planeta era virgen, en estado todavía primitivo. Ningún humano lo había hollado. Como Johnson había afirmado, dentro de un tiempo estaría sembrado de platos de plástico, latas de cerveza y desperdicios podridos. Quizá pudiera obtener el derecho de explotación.

Fundar una empresa y reclamar la entera posesión. Después, lo parcelaría poco a poco, sólo para gente exquisita. Con la promesa que no habría comercios, sólo las casas más exclusivas. Un paraíso para terranos acaudalados que tuvieran mucho tiempo libre. Pescar y cazar; toda la caza mayor que les viniera en gana. Y mansa, desconocedora de los humanos.

Su plan le satisfizo. Mientras salía del prado y se internaba entre los árboles, pensó en cómo conseguir la inversión inicial. Quizá debería asociarse con otras personas, gente de dinero. Necesitarían promoción y publicidad, poner toda la carne en el asador. Los planetas vírgenes escaseaban; hasta podía ser el último. Si fracasaba, tal vez pasaría mucho tiempo antes que tuviera otra oportunidad de...

Sus pensamientos se interrumpieron. Todo su plan se vino abajo. Experimentó una cruel decepción y se detuvo bruscamente.

La senda se ensanchaba más adelante. Los árboles estaban más distanciados. La luz del sol penetraba en la silenciosa oscuridad de los helechos, matorrales y flores. Un edificio se erguía sobre

una pequeña elevación. Una casa de piedra con escalinata, porche, sólidas paredes blancas como mármol. Un jardín crecía a su alrededor. Ventanas. Un camino particular. Edificios más pequeños en la parte de atrás. Todo muy pulcro, bonito..., y de aspecto muy moderno. Una pequeña fuente esparcía agua azul. Algunas aves deambulaban por los senderos de gravilla.

El planeta estaba habitado.

Brent se aproximó con cautela. Un hilo de humo azul surgía de la chimenea de piedra. Detrás de la casa había gallineros, algo parecido a una vaca que dormitaba en la sombra, cerca de su abrevadero. Otros animales, algunos semejantes a perros, un grupo compuesto, en apariencia, de ovejas. Una granja normal, aunque no se parecía a ninguna granja que hubiera visto. Los edificios parecían de mármol, o al menos ése era su aspecto. Y una especie de campo de fuerza impedía que los animales se escaparan. La limpieza era total. En un rincón, un tubo de evacuación absorbía las aguas y las introducía en un depósito a medias enterrado.

Llegó a la escalinata que conducía al porche y, tras una breve vacilación, empezó a subir. No estaba especialmente asustado. Calma y serenidad reinaban en aquel lugar. Era difícil imaginar que acechara algún peligro. Llegó a la puerta, titubeó y buscó el pomo.

No había pomo. Nada más tocarla, la puerta se abrió. Brent entró, desconcertado. Se encontró en un lujoso pasillo. Cuando sus botas pisaron las tupidas alfombras, se encendieron unas luces indirectas. Largos cortinajes ocultaban las ventanas. Muebles enormes. Miró en una habitación: máquinas y objetos extraños, cuadros en las paredes, estatuas en los rincones. Dobló una esquina y desembocó en un amplio vestíbulo. Ni rostro de presencia humana.

Un animal enorme, del tamaño de un pony, salió por una puerta, le olfateó con curiosidad, lamió su muñeca y se alejó. Le vio marchar, con el corazón en un puño.

Manso. Todos los animales eran mansos. ¿Qué clase de seres habían construido ese lugar? El pánico se apoderó de él. Tal vez se trataba de otra raza, procedente de otra galaxia. Tal vez el planeta era la frontera de un imperio extraterrestre, una especie de posición avanzada.

Mientras pensaba en todo esto y se preguntaba si debía salir, correr de vuelta a la nave e informar a la estación Orión IX, oyó un crujido a su espalda. Se volvió de inmediato, la mano presta a sacar la pistola.

—¿Quién...? –jadeó.

Y se quedó petrificado.

Vio a una muchacha ante él, una muchacha de rostro sereno, grandes ojos oscuros, larga cabellera negra. Era casi tan alta como él, algo menos de un metro ochenta. Cascadas de cabello negro se derramaban sobre sus hombros y colgaban hasta la cintura. Vestía una túnica de un extraño material metálico. Incontables facetas brillaban, centelleaban y reflejaban las luces del techo. Sus labios eran rojos y sensuales. Tenía los brazos cruzados bajo los pechos, que se movían al compás de la respiración. A su lado estaba el animal parecido a un pony que le había olfateado antes.

—Bienvenido, señor Brent –dijo la muchacha, sonriente.

Brent distinguió sus diminutos dientes blancos. Su voz era suave y melodiosa, de una pureza notable. Dio media vuelta de repente. La túnica revoloteó a su espalda cuando atravesó la puerta y entró en otra habitación.

—Acompáñeme. Le estaba esperando.

Brent obedeció con cautela. Había un hombre al final de una larga mesa, que le observaba con evidente desagrado. Era enorme, más de metro ochenta, de hombros y brazos robustos que se tensaron cuando se abotonó la capa y caminó hacia la puerta. La mesa estaba cubierta de platos y cuencos. Criados robot se llevaron las cosas en silencio. Era obvio que la muchacha y el hombre habían terminado de comer.

—Éste es mi hermano –dijo la chica, indicando al gigante de rostro sombrío. Dedicó un cabeceo a Brent, intercambió unas pocas palabras con la muchacha en un idioma desconocido y líquido, y se marchó sin más. Sus pasos se alejaron por el pasillo.

—Lo siento –murmuró Brent–. No era mi intención interrumpirles.

—No se preocupe. Ya se iba. De hecho, no nos llevamos muy bien. –La muchacha apartó las cortinas y dejó al descubierto una amplia ventana que daba al bosque–. Su nave está estacionada ahí fuera. ¿La ve?

Brent tardó un momento en localizar la nave. Se fundía con el paisaje a la perfección. Sólo cuando se elevó de repente en un ángulo de noventa grados, comprendió que había estado allí todo el rato. Había pasado a escasos metros del vehículo.

—Es una gran persona ædijo la muchacha, y volvió a correr la cortina–. ¿Tiene hambre?

Siéntese y coma conmigo. Ahora que Aeetes se ha ido, estoy sola por completo.

Brent se sentó, cauteloso. La comida tenía buen aspecto. Los platos eran de un metal semitransparente. Un robot dispuso ante él platos, cuchillos, tenedores, cucharas, y esperó las órdenes. La muchacha habló en su extraño idioma líquido. El robot sirvió a Brent y se retiró.

La muchacha y él se quedaron a solas. Brent comió con avidez; la comida era deliciosa. Rompió las alas de algo parecido a un pollo y las devoró con pericia. Bebió un vaso de vino tinto, se secó la boca con la manga y atacó un cuenco de frutas. Verduras, carnes condimentadas, mariscos, pan caliente, lo engulló todo con placer. La muchacha apenas comió. Le miraba con curiosidad, hasta que terminó por fin y apartó los platos vacíos.

—¿Dónde está su capitán? æpreguntó la joven–. ¿No ha venido?

—¿Johnson? Se quedó en la nave. –Brent eructó ruidosamente– ¿Cómo es que habla terrano? No es su idioma natal. ¿Cómo ha sabido que no he llegado solo?

La joven lanzó una melodiosa carcajada. Se secó sus bonitas manos con una servilleta y bebió de una copa de color rojo oscuro.

—Les observamos por la pantalla. Despertaron nuestra curiosidad. Es la primera vez que una de sus naves llega tan lejos. Sus intenciones nos intrigaban.

—No habrá aprendido terrano observando nuestra nave por una pantalla.

—No. Gente de su raza me enseñó el idioma. Hace mucho tiempo. Hablo su idioma desde hace tanto tiempo que ya no recuerdo cuándo lo aprendí.

Brent se quedó estupefacto.

—Pero ha dicho que nuestra nave ha sido la primera en llegar al planeta.

La muchacha volvió a reír.

—Es verdad, pero hemos visitado a menudo su pequeño mundo. Sabemos todo sobre él. Cuando viajamos en esa dirección es un punto de parada fijo. He estado muchas veces, aunque no últimamente, sino en los viejos tiempos, cuando viajaba más.

Un escalofrío recorrió a Brent.

—¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen?

—Ignoro cuál es nuestro planeta madre. Ahora, nuestra civilización se ha esparcido por todo el Universo. Es probable que se iniciara en un sólo lugar, en épocas legendarias, pero ahora está por todas partes.

—¿Por qué no nos hemos encontrado antes con ustedes?

La joven sonrió y siguió comiendo.

—¿No me ha oído? Se han encontrado con nosotros. A menudo. Incluso hemos traído terranos aquí. Recuerdo una ocasión muy concreta, hace unos cuantos miles de años...

—¿Qué duración tienen sus años?

—No tenemos años. –Los oscuros ojos de la muchacha se clavaron en él, brillantes de ironía–.

Quería decir años terranos.

Brent tardó un minuto en asimilar el golpe.

—Mil años æmurmuró–. ¿Ha vivido mil años?

—Once mil –respondió la joven con naturalidad. Movió la cabeza y un robot quitó los platos. Se reclinó en la silla, bostezó, se estiró como un gato y se puso en pie bruscamente–. Venga. La comida ha terminado. Le enseñaré mi casa.

Brent corrió tras ella. Su confianza se tambaleaba.

—Es usted inmortal, ¿verdad? –Se interpuso entre ella y la puerta, la respiración alterada, el rostro congestionado–. No envejece.

—¿Envejecer? No, claro que no.

Brent consiguió farfullar algo más.

—Son dioses.

La muchacha sonrió y sus ojos oscuros centellearon.

—En realidad no. Ustedes poseen casi lo mismo que nosotros; casi tantos conocimientos, ciencia, cultura. Algún día se pondrán a nuestra altura. Somos una raza vieja. Hace millones de años, nuestros científicos lograron detener el proceso de decadencia. Desde entonces, ya no morimos.

—Por lo tanto, su raza permanece constante. Nadie muere, nadie nace.

La muchacha abrió la puerta y salió al pasillo.

—Oh, no paran de nacer niños. Nuestra raza crece y se expande. –Se detuvo ante una puerta–.

No hemos renunciado a ningún placer. –Examinó a Brent, sus hombros, brazos, pelo oscuro, cara rotunda, con aire pensativo–. Somos casi como ustedes, excepto que nosotros somos eternos. Supongo que algún día también resolverán este problema.

—¿Han vivido entre nosotros? –preguntó Brent. Empezaba a comprender–. Entonces, todos aquellos mitos y religiones antiguos eran ciertos. Dioses. Milagros. Se pusieron en contacto con nosotros, nos dieron cosas. Hicieron cosas por nosotros.

La siguió al interior de la habitación, maravillado.

—Sí, supongo que hemos hecho algo por ustedes, cuando íbamos de paso.

La muchacha paseó por la habitación y bajó los enormes cortinajes. Una suave oscuridad cayó sobre los sofás, libreros y estatuas.

—¿Juega al ajedrez?

—¿AJEDREZ?

—Es nuestro deporte nacional. Se lo enseñamos a uno de sus antepasados brahmanes. –El desencanto se dibujó en su menudo rostro–. ¿No juega? Qué pena. ¿Qué hace? ¿Y su compañero?

Daba la impresión de poseer una capacidad intelectual mayor que la de usted. ¿Juega al ajedrez? Tal vez debiera ir a buscarle.

—Yo no opino lo mismo –contestó Brent, y se acercó a ella–. Por lo que yo sé, no hace nada de nada.

La tomó por el brazo. La muchacha se soltó, atónita. Brent la rodeó con sus grandes brazos y la apretó contra su cuerpo.

—Creo que no nos va a hacer la menor falta.

La besó en la boca. Sus rojos labios eran cálidos y suaves. La joven se debatió con violencia. Brent notó los movimientos de su esbelto cuerpo, que se frotaba contra el suyo. Una nube de fragancia surgía de su cabello oscuro. Ella le arañó con sus uñas afiladas. Sus pechos se agitaron con el esfuerzo. Se liberó y retrocedió, los ojos brillantes, la respiración entrecortada, el cuerpo en tensión, y apretó la túnica luminosa contra el cuerpo.

—Podría matarte –susurró. Tocó su cinturón enjoyado–. No lo entiendes, ¿verdad?

Brent avanzó.

—Es probable que puedas, pero apuesto a que no lo harás.

La joven dio un paso atrás.

—No seas idiota. –Una fugaz sonrisa pasó por sus labios rojos–. Eres valiente, pero no muy inteligente. En un hombre, de todas formas, no es una mala combinación. Estúpido y valiente.

—Esquivó su mano con agilidad y se puso fuera de su alcance–. Estás en buena forma física. ¿Cómo lo consigues a bordo de esa pequeña nave?

—Cursos de preparación física trimestrales –respondió Brent. Se interpuso entre ella y la puerta–. Debes aburrirte mucho aquí, tan sola. Después de los primeros miles de años debe ser angustioso.

—Siempre se me ocurre algo que hacer. No te acerques más. Aunque admiro tu atrevimiento, te advierto que...

Brent la atrapó. La joven se revolvió como una fiera. Brent aprisionó sus manos detrás de la espalda, arqueó su cuerpo y besó sus labios entreabiertos. Ella respondió con un mordisco de sus diminutos dientes blancos. Brent gruñó y apartó la cara. La muchacha, sin dejar de luchar, rió, con un brillo burlón en sus ojos. Su respiración se aceleró. Tenía las mejillas coloradas, sus pechos casi al descubierto temblaban y su cuerpo se retorcía como un animal atrapado. Brent rodeó su cintura y la aprisionó entre sus brazos.

Una ola de fuerza le golpeó.

Soltó a la muchacha, que recobró el equilibrio con facilidad y retrocedió con gráciles movimientos. Brent estaba doblado por la mitad, pálido de dolor. Un sudor frío cubría su cuello y manos. Se desplomó en un sofá y cerró los ojos. Tenía los músculos agarrotados y el cuerpo transido de dolor.

—Lo siento –dijo la chica. Paseó por la habitación sin hacerle caso–. Ha sido por tu culpa; ya te dije que fueras con cuidado. Será mejor que te largues y vuelvas a tu nave. No quiero que te pase nada. Matar terranos es contrario a nuestros principios.

—¿Qué..., qué ha sido eso?

—Poca cosa. Una forma de repulsión, imagino. Este cinturón fue construido en uno de nuestros planetas industriales. Me protege, pero no tengo ni idea de cómo funciona.

Brent consiguió levantarse.

—Eres muy dura para ser tan joven.

—¿Joven? Soy muy vieja para ser una joven. Ya era vieja antes que tú nacieras. Ya era vieja antes que tu raza fabricara cohetes espaciales. Ya era vieja antes que supieran fabricar ropa y escribir sus pensamientos con símbolos. He visto a tu raza avanzar, caer en la barbarie y avanzar otra vez. Infinitas naciones e imperios. Ya vivía cuando los egipcios empezaron a esparcirse por Asia Menor. Vi a los constructores de ciudades del valle del Tigris levantar sus casas de ladrillo. Vi los carros de guerra asirios dirigirse hacia la batalla. Mis amigos y yo visitamos Roma, Grecia, Minos, Lidia y los grandes reinos de los pieles rojas. Éramos dioses para los antiguos, santos para los cristianos. Vamos y venimos. A medida que tu raza avanza, nuestras visitas son menos frecuentes. Tenemos otras estaciones de tránsito; el de ustedes no es nuestro único punto de parada.

Brent permaneció en silencio. Su cara empezaba a recobrar el color. La chica se había dejado caer en uno de los mullidos sofás; se había recostado contra una almohada y le miraba con serenidad, un brazo caído a un lado y el otro descansando sobre el regazo. Tenía sus largas piernas dobladas bajo el cuerpo, con los diminutos pies apretados. Parecía una gata satisfecha, reposando después de cazar.

A Brent le costaba creer lo que había oído, pero su cuerpo le dolía. Había recibido una ínfima descarga de energía y casi le había matado. Debía pensar en aquello.

—¿Y bien? –preguntó la joven–. ¿Qué vas a hacer? Se está haciendo tarde. Creo que deberías regresar a tu nave. El capitán se estará preguntando qué te ha pasado.

Brent se acercó a la ventana y apartó los pesados cortinajes. El sol se había puesto. La oscuridad se había adueñado de los bosques. Las estrellas ya empezaban a salir, diminutos puntos blancos que se destacaban contra el fondo violeta. A lo lejos se dibujaba la silueta de unas colinas, negras y ominosas.

—En caso de emergencia puedo comunicarme con él. –Brent señaló su cuello–. Puedo decirle que estoy bien.

—¿Lo estás? No deberías estar aquí. ¿Crees que sabes lo que estas haciendo? Crees que me puedes manejar. –Se incorporó un poco y apartó el cabello negro de los hombros–. Veo lo que pasa por tu mente. Soy muy parecida a una chica con la que tuviste un lío, una morena a la que tratabas como te daba la gana, y luego te jactabas de ello ante tus compañeros.

Brent enrojeció.

—Eras telépata. Tendrías que habérmelo dicho.

—Sólo en parte. Justo lo necesario. Tírame tus cigarrillos. Aquí no tenemos esas cosas.

Brent rebuscó en el bolsillo, sacó el paquete y se lo tiró. Ella encendió uno y lo inhaló con aire satisfecho. Una nube de humo gris la envolvió y se mezcló con las sombras de la habitación. Los rincones se fundieron con la penumbra. La joven se convirtió en una forma vaga, encogida en el sofá, el cigarrillo encendido entre sus labios rojos.

—No tengo miedo –dijo Brent.

—No, no eres un cobarde. Si fueras tan inteligente como valiente... Pero entonces no serías valiente. Admiro tu valentía, a pesar de la estupidez que indica. El hombre tiene mucho valor. Aunque está basado en la ignorancia, no deja de ser impresionante. –Hizo una pausa–. Ven a sentarte a mi lado.

—¿Por qué debo estar preocupado? –preguntó Brent al cabo de un rato–. Si no conectas ese maldito cinturón, no me pasará nada.

La muchacha se removió en la oscuridad.

—Hay algo más. –Se incorporó un poco, ordenó su cabello, colocó una almohada debajo de su cabeza–. Somos de razas completamente diferentes. Mi raza lleva un adelanto de millones de años a la tuya. El contacto con nosotros, el contacto íntimo, es mortífero. No para nosotros, por supuesto, sino para ustedes. No puedes estar conmigo y seguir siendo humano.

—¿Qué quieres decir?

—Experimentarás cambios. Cambios evolutivos. Ejercemos cierta influencia. Estamos cargados por completo. Un contacto íntimo con nosotros influirá en las células de tu cuerpo. Esos animales que has visto han evolucionado un poco; ya no son fieras salvajes. Son capaces de comprender órdenes sencillas y seguir rutinas básicas. Sin embargo, carecen de lenguaje. Es un proceso muy largo en animales de ese tipo, y mi contacto con ellos no ha sido muy íntimo, pero tú...

—Entiendo.

—No debemos permitir que los humanos se nos acerquen. Aeetes se ha marchado. Yo soy demasiado perezosa para irme... Me da igual. No soy madura ni responsable. –Sonrió levemente–. Y mi estilo de contacto íntimo es un poco más íntimo que el de la mayoría.

Brent apenas podía distinguir su forma esbelta en la oscuridad. Estaba recostada sobre las almohadas, los labios entreabiertos, los brazos cruzados sobre los pechos, la cabeza echada hacia atrás. Era adorable. La mujer más hermosa que había visto. Al cabo de un momento se inclinó hacia ella. Esta vez, la joven no se apartó. La besó con dulzura. Después, rodeó entre sus brazos aquel cuerpo esbelto y lo apretó contra sí. La túnica crujió. Su cabello suave, cálido y aromático, le rozó.

—Vale la pena –susurró Brent.

—¿Estás seguro? No podrás volverte atrás. ¿Lo entiendes? No volverás a ser humano. Habrás evolucionado, de acuerdo con los parámetros que tu raza seguirá dentro de millones de años. Serás un paria, un precursor del porvenir. Sin compañeros.

—Me quedaré.

Acarició su mejilla, su cabello, su cuello. Sintió el latido de la sangre bajo la piel aterciopelada, un veloz latido en el hueco de su garganta. Respiraba con rapidez; sus pechos subían y bajaban, se apretaban contra él.

—Si me dejas –añadió.

—Sí –murmuró ella–.Te dejaré, si eso es lo que en verdad deseas, pero no me eches la culpa. –Una sonrisa triste y traviesa a la vez pasó por sus afiladas facciones. Sus ojos centellearon–. Promete que no me echarás la culpa. Ya ha sucedido otras veces... Detesto que la gente me haga reproches. Siempre digo nunca más. Sin importar lo que ocurra.

—¿Ha sucedido otras veces?

La muchacha lanzó una suave carcajada. Le besó apasionadamente y le abrazó.

—En once mil años –susurró–, ha sucedido muy a menudo.

 

El capitán Johnson pasó muy mala noche. Trató de localizar a Brent con el comunicador de emergencia, pero no obtuvo respuesta, tan sólo una débil estática y el eco lejano de un programa televisado de Orión X. Música de jazz y anuncios empalagosos.

Los sonidos de la civilización le recordaron que debía proseguir su misión. Sólo le habían autorizado a permanecer veinticuatro horas en el planeta, el más pequeño del sistema.

—Maldita sea –masculló.

Preparó una cafetera y consultó su reloj. Después, salió de la nave y paseó un poco bajo el sol de la mañana. La atmósfera había pasado del violeta oscuro al gris. Hacía un frío de mil demonios. Se estremeció, pateó el suelo y observó que algunas aves revoloteaban alrededor de los arbustos.

Empezaba a pensar en que debía haber dado cuenta a Orión XI cuando la vio.

La joven se acercó con paso rápido a la nave. Era alta y delgada, vestida con una chaqueta de piel.

Johnson se quedó clavado en su sitio, patidifuso, tan asombrado que ni siquiera se le ocurrió sacar la pistola. Abrió y cerró la boca cuando la muchacha se detuvo a escasa distancia y empujó su cabello negro hacia atrás. Una nube de aliento plateado surgía de su boca.

—Lamento que haya pasado una mala noche –dijo–. Ha sido por mi culpa. Tendría que haberle enviado de regreso en seguida.

El capitán Johnson abrió la boca, sin salir de su asombro.

—¿Quién es usted? –farfulló, aterrorizado–. ¿Dónde está Brent? ¿Qué ha pasado?

—Ahora viene. –Se volvió hacia el bosque y movió la mano–. Creo que debe marcharse sin más dilación. Él quiere quedarse aquí y es mejor así..., porque ha cambiado. Será feliz en mi bosque con los demás... hombres. Es curioso lo idénticos que llegan a ser los humanos. Su raza avanza por un sendero muy extraño. Quizá nos fuera útil estudiarles, algún día. Debe estar relacionado con su pobre nivel estético. Por lo visto, poseen una vulgaridad innata que acabará por dominarles.

Una extraña forma surgió del bosque. Por un momento, el capitán Johnson pensó que sus ojos le engañaban. Parpadeó, aguzó la vista, lanzó un gruñido de incredulidad. Aquí, en este remoto planeta..., pero no había error. Se trataba, definitivamente, de un gigantesco animal parecido a un gato, que salió del bosque y se acercó a la joven con parsimonia, como afligido.

La muchacha se alejó, y luego se detuvo para agitar la mano en dirección al animal, que paseó alrededor de la nave sin dejar de gemir.

Johnson contempló al animal y experimentó una oleada de miedo. Su instinto le dijo que Brent no volvería a la nave. Algo había ocurrido en este extraño planeta. Aquella chica...

Johnson cerró la escotilla de aire y se precipitó hacia el panel de control. Tenía que llegar a la base más próxima y redactar un informe. Esto exigía una completa investigación.

Cuando los cohetes se encendieron, Johnson miró por el visor. Observó que el animal agitaba en vano una enorme pata en dirección a la nave que se alejaba.

Johnson se estremeció de pies a cabeza. Aquel gesto le recordaba demasiado al de un hombre encolerizado...

F I N - Título Original: Strange Eden © 1954.

Philip K. Dick

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