El planeta sin sombras
Marta Iris Díaz Gioffè

Aquel planeta, el quinto en un sistema binario, estaba circundado por tres lunas. Se distinguía por días largos, encendidos por la luz simultánea de ambos soles, y noches de nácar con lunas sonrosadas, porque reflejaban brillos acumulados. Se yuxtaponía sobre la superficie del planeta los reflejos de sus dos estrellas, hasta teñirlo, también a él,  de un rosa desmedido.

Los habitantes poseían un solo ojo y casi no lo abrían. Ostentaban párpados gruesos, más una membrana interna y radial, que se cerraba hasta reducir su abertura a un minúsculo punto céntrico. Así se defendían de la luz apabullante, oponiéndole una ceguera estructural y necesaria.

Esta quinta posición planetaria, muy alejada de los soles, procuraba un clima frío aunque fúlgido. La vegetación, abundante y monótona, tendía a los verdes decaídos y era incapaz de generar la mínima sombra. Esta circunstancia no ayudaba a los habitantes para plegar su párpado hermético.

Medían el tiempo según un acontecimiento asombroso: durante cierto período los dos soles parecían situarse sobre los extremos de una línea recta paralela al horizonte, y mientras esto duraba los objetos exhibían un celaje agrisado. Eso consistía como lo más parecido a una sombra. Por este hecho medían sus años y regían sus cosechas, las hembras concebían y se apareaban los animales. Tanto era el valor que daban a este encuentro horizontal y periódico.

Sus nidos procuraban ser tibios, por contraposición con el clima, brillante y frío. Cuando no tenían obligaciones les gustaba hacer música y recitar poesías. Pero su solfeo era uniforme y su poesía semejaba un salmodio monótono. Agradecían mucho los contrapuntos y los contraluces, y aunque no sabían crearlos, los reconocían. Su música carecía de síncopas y silencios, y su paleta de colores no conocía el negro, al que reemplazaba por mezclas exquisitas de violetas y encarnados.

Una leyenda primordial los proclamaba descendientes de un huevo que al dividirse para dar lugar a la especie había perdido una mitad, así, se reconocían hijos de la luz y huérfanos de su gemelo, las sombras, por lo que estaban sentenciados a perseguir eternamente el reencuentro. El advenimiento de las sombras proyectadas por los objetos era esperado con grandes fiestas y concursos. Realizaban diversas obras arquitectónicas para aprovechar al máximo la perspectiva que les ofrecía esa posición recostada de sus soles. Techumbres y alerones de formas variadas conseguían multiplicar las escasas penumbras, hasta lograr oscuridad en un paisaje con pocos matices.

Aquel pueblo, de nombre impronunciable para nuestras lenguas, poseía un idioma con cinco vocales y cinco no vocales. Al escribirse, cada una se diferenciaba de las otras por la representación esquemática de sus soles y sus lunas, y al pronunciarse, por la posición de la lengua contra el paladar. Estas gentes la poseían muy gruesa, terminada en un extremo romo, y la manejaban con agilidad. Sus letras se escribían así: ò, ó, õ, ō, ŏ, ơ, ớ, ố, ỗ, ộ.

La organización social se fundaba en ciertos hechos sólo aparentemente simples. Los habitantes eran ovíparos. Las parejas ponían un huevo cada tres temporadas y alternaban entre ellos el cuidado de su cría. Lo atendían tiernamente hasta que eclosionaba, y luego, hasta que el vástago se abastecía por sí mismo. La señal de adultez y pericia se probaba con la edificación de la primera techumbre y la confección de las primeras sombras. Algunas temporadas después se elegían las parejas y recomenzaba el ciclo lejos del domicilio parental. Formaban colonias, y si  algún desastre natural mataba a uno de los progenitores, otros se hacían cargo de cuidar su huevo y alimentar su vástago.

Demasiado ocupados con la reinvención de su música, su poesía, y el proyecto y ejecución de su obra arquitectónica anual, tenían poco tiempo para la agresividad. No eran una especie técnica, más bien se dedicaban a la filosofía y a la creación estética. Cada uno acompañaba al objeto que creaba con una larga exposición melódica en la que relataba su labor y la consecución detallada de su logro. Estas obras musicales se incluían más tarde como parte de una novela familiar que ensalzaba su linaje y su procedencia. El relato pormenorizado también servía de historia y de canción de cuna para sus crías, aunque esta no era la intención primera.

El mayor problema de estos seres consistía en el logro del espacio que les tocaba en la feria de cada año. Allí establecían sus habilidades, y alguno, ocasionalmente, se alzaban con la fama y el reconocimiento de sus congéneres. Esta circunstancia no dejaba de causarles dolores de cabeza, su vanidad no tenía descanso. Procuraban mantener en secreto los detalles: el material, la forma, y la rapidez de la construcción. Ni siquiera sus parejas conocían los pormenores y no eran afectos a trabajar en equipo. Ejercían la solidaridad pero declinaban las asociaciones. Lo único que la comunidad conocía de cada proyecto era su ubicación respecto de un monolito, un triángulo isósceles invertido, hundido en tierra por el vértice opuesto a la base, y que cuando sus soles yacían reunidos y recostados en el horizonte, proyectaba la penumbra de la base en un sitio muy alejado. Esa medida, desde el vértice a la proyección de la base, les servía de referente y unidad longitudinal y horaria. Localizar su trabajo a menos de mil (ōō) no sólo era para los muy privilegiados sino para los más viejos. Un aprendiz no debía pretender menos de diez mil (ōō). La desventaja de situaciones tan alejadas consistía en que para cuando los concurrentes a la muestra llegaban a cierta distancia del triángulo, los soles comenzaban a recorrer sus órbitas de separación, y los objetos volvían a su carencia existencial. Ya nada, ni los artilugios más comprometidos de cada arquitecto, lograban obtener, o producir, la mínima sombra. Y todo quedaba para el próximo período, a merced de su inutilidad y avejentado por los vientos de la desilusión.

Sin embargo la feria anual ponía en movimiento múltiples acontecimientos colaterales: la formación de parejas y el establecimiento de camaraderías y rivalidades construidas durante la espera de los paseantes.

Las expectativas de esos días gloriosos reunía a los jóvenes en veladas de música, canto y poesía: ¿Quién llega?, ¿cuántos han visto tu trabajo?, ¿nos alcanzará el tiempo para que se valore nuestro ingenio?

Los más cercanos al triángulo, también los más añosos, aprovechaban el reconocimiento de sus coterráneos de modos utilitario. No eludían las insinuaciones acerca de las virtudes de la última cría, las pesquisas sobre los nuevos materiales, las críticas disimuladas considerando el poco resultado en relación con la cercanía del triángulo. La envidia aumentaba con las posibilidades.

En uno de los tantos períodos, en nada diferente a los otros, uno de los aspirantes, quizá empujado por la curiosidad y la falta de experiencia, usó para su obra dos materiales sumamente novedosos, conseguidos a fuerza de exploraciones y reniegos por zonas distantes.

Uno de ellos semejaba nuestras maderas de ébano, el otro, una piedra desconocida, quizá turmalina. Por cierto, en ese planeta,  ni uno ni otro eran tan negros como los conocemos en la Tierra. La composición molecular de los objetos, con seguridad químicamente idéntica, no resultaba la misma a la luz de sus soles. El ébano tomaba matices purpúreos y la turmalina sostenía un carmín profundo, casi amoratado. Sin embargo este aprendiz intuyó como conseguir de ambos sus reflejos más oscuros, un verdadero descubrimiento, un golpe de suerte y de ingenio. Pulió varias vigas hasta arrancarles brillo y las patinó con su último invento, un barniz semejante al grafito. Así obtuvo un gris intenso, ineludible. Edificó con ellas el soporte de un pabellón  circular que techó con cortes de piedra encimadas, una sobre otra, hasta completar un cono. La habitación, sin más abertura que una estrecha grieta, obtuvo con su forma sencilla un interior lóbrego. La sorpresa de sus compañeros agrandó el placer de su conquista. No evitó que la noticia corriera por su colonia, y aún por las ajenas. Se sentía un inventor de fuste, un creador en el sentido más acabado de la palabra. Comenzó a considerar que el triunfo en la feria sería una victoria menor, la verdadera ganancia era ese interior nebuloso donde podía instalarse a su antojo y abrir el párpado radiado hasta su circunferencia máxima. Se asentó para mirar desde dentro la luz recortada del exterior que parecía permanecer afuera con humildad. Y aguardó. En el estómago sentía hormigueos desbocados: las sombras eras sus aliadas, casi sus víctimas, las sometía a su antojo. Su placer era erótico.

No le importó esperar a los visitantes. Le importaba imaginar donde iba a edificar su próxima construcción, un imperio ignoto de misteriosas penumbras y opacidades secretas. Con este ánimo comenzó a componer su epopeya: como había conseguido sus piedras oscuras y sus maderas charoladas. Su poesía, nacida en el hueco de su notable creación, poseía versos novedosos. Su lengua traqueteaba en el interior de su boca pronunciando palabras inéditas, su canto poseía vibraciones nuevas y solemnes, parecía que la consecución de su espacio negro lo dotaba con inspiraciones dramáticas. Y el principiante le cantó a su esfuerzo y al vacío existencial, a la carencia de sombras y  a las sombras dominadas, a la pérdida de su mitad germinal, y a su hallazgo, que paradójicamente se le hizo íntimo y penoso.

No tardó en conocerse el acontecimiento.  La noticia voló de rincón en rincón. El acontecimiento fundó una revolución. La creación del aprendiz era una revuelta ética y estética, nada retornaría  a ser como había sido. El color negro ya no sería una mezcla exquisita de púrpuras y escarlatas. Debían encontrarse sustancias nuevas para componerlo, para darle cuerpo, como el creador de la oscuridad lo había hecho con las sombras y con el dramatismo de sus letras.

Cuando culminó el tiempo de la exhibición y los dos soles volvieron a recorrer las órbitas habituales de sus llamaradas, el refugio cilíndrico de techo cónico quedó en pie. Nadie se atrevió a desarmarlo y se convirtió en el sitio obligado de encuentros, investigaciones, y proyecto para simposios y congresos. No faltaron las alabanzas y sobraron las críticas. A esto debieron sumarse las composiciones musicales y la creación de dos letras distintivas, la primera significaba la división del tiempo en un antes y un después, y la otra, el hallazgo de la mitad perdida y recuperada, (ф, ө).

Estas dos letras, de creación medular, enriquecieron con sonidos graves y nasales un idioma hasta ese momento parecido a un tableteo lingual, o a un repiqueteo autoritario entre dental y palatino.

El principiante fue colocado en la mira de los ancianos. Algunos le expresaron su admiración, otros, su audacia. Otros más, criticaron esa osadía para concebir la falta, y lo tildaron de extremista, violento y cismático. Aunque las opiniones conmovían la sensibilidad del aspirante, prosiguió con el proyecto de edificar su próxima obra.

Su logro inicial fue apenas el preámbulo de una vida señalada por las diferencias. Empeñado en la edificación de su quiosco paradigmático, desatendió las sugerencias de sus padres y no tomó la pareja indicada por las costumbres. Se alejó para retornar a sus exploraciones, y persiguiendo el rastro de yacimientos de turmalina y bosques de ébano, se distanció de los sitios habituales hasta anteponer su búsqueda a su vida. Terminó aislado.

Para la feria siguiente construyó un templete, bastante más complicado que el cono de la temporada anterior. El domo cónico se apoyaba sobre paredes perfectamente balanceadas y lo rodeaba un atrio ancho, con columnas delgadas, lo que agregaba una media sombra circular. El novel arquitecto comenzaba a jugar con el objeto de su pasión. Una puerta giratoria de cuatro hojas obturaba la que había sido antigua grieta, permitiendo que una mota de luz entrara alternativamente, a su voluntad, en el interior.

Pero la belleza y la perfección no fueron gratuitas. El joven, agotado por el esfuerzo, adquirió un carácter irritable, destemplado, y con tendencia al insomnio. Las dilatadas horas de búsqueda y experimentación dejaron huellas en su temperamento. El premio que significó la admiración de sus coterráneos acabó por resultarle vago e innecesario. La soledad a que aludía la mitología se hizo carne dolorida en su nostalgia.

Ambos padres, a pesar de poseer una prole numerosa, tenían hacia él una inclinación especial. Consideraban su aislamiento como el estigma oculto de la especie, y veían en su búsqueda la herencia de una raza cegada por los brillos excesivos. Pensaban que su hijo, el arquitecto revolucionario, era el exponente de su época, que actuaba de un modo valiente pero temerario, con inclinación innecesaria a vulnerar normas ancestrales. Se preocupaban por él.

Los ancianos, que sentían peligrar su lugar cercano al triángulo, lo tomaron por comidilla de sus lenguas. Temor superfluo, ya que el joven creador había encontrado el modo de suplir esa vecindad. Él generaba su propia sombra. Y ese descubrimiento lapidario fue su desastre.

Su soltería fue el centro de las injurias más extravagantes y su obra resultó el cogollo de impúdicas sospechas. ¿Qué hacía en tanto tiempo “dedicado a la búsqueda”? ¿Qué hacía cuando se alojaba en su “creación”, a cantarle recitados plagados de letras insólitas? Mal bicho resultaban él y sus innovaciones. Y peor alimaña sería lo que no se veía, lo que se sospechaba. Fue tal el alboroto, aumentado por la prodigalidad de sus innovaciones, que terminó censurado. Y para el arquitecto, su obra terminó siendo la sepultura de su fama y de su honra.

El tercer año sumó a sus ya notables aportes otras contribuciones. La primera fue la mezcla de hollín con gelatina de huesos, hasta obtener un producto semilíquido con que teñía diferentes maderas, más fáciles de obtener y trabajar que las de ébano.

El segundo invento fue la cocción del barro de su propia tierra en panes rectangulares, lo que daba lugar a piedras de buena consistencia y perfectamente manejables.

Tanto la tinta negra como los ladrillos implicaban un despliegue técnico extraordinario. Fuego, hornos, trabajos en equipo, en fin, cada vez se acentuaban las diferencias, los esfuerzos, las alianzas y compañerismos. Los logros. Dos espléndidos recintos concéntricos, rodeados de galerías amplias, con techos de pizarras y puertas giratorias que se cerraban apenas la entrada era traspasada por un invitado. Y en el interior, el colmo, para iluminar semejante negrura, ardían dos lámparas alimentadas con aceites aromáticos y solemnes.  No sólo se lograron las sombras, lograron la independencia de las medidas. Ya no interesaban a cuantos miles de (ōō) se situaba la creación. Existía más allá de cualquier distancia, emancipada del tiempo. Su autonomía planetaria quebró la paciencia de los más tolerantes.

Aquel pueblo, de humor pacífico, vio caer sus mitos. Uno sólo de ellos, un jovenzuelo impertinente, había cuestionado su forma de vida, sus tradiciones más arraigadas, su existencia planetaria.

Llegado a este punto, aquellas gentes, no fueron diferentes al resto del universo. Reaccionaron con virulencia porque se sintieron atacados. Y censuraron.

Si al principio habían criticado, o temido, acabaron castigando y prohibiendo. Prohibieron las construcciones concéntricas, cónicas y circulares. Prohibieron los barnices enlutados, las maderas oscuras, las puertas giratorias, los ladrillos y la turmalina. Prohibieron las letras novedosas (фө), y concluyeron exilando al arquitecto prodigioso, al superador de su epopeya mítica, al que encontró lo que buscaban.

Nadie le avisó que los juegos periódicos alrededor del monolito eran las complejas redes de sus intentos, su límite y su reaseguro.

Nadie le avisó que la falta debía permanecer vacía. No lo sabían.