Las abejas de bronce

cuento de Marco Denevi

Desde el principio del tiempo el Zorro vivió de la venta de la miel. Era, aparte de una tradición de familia, una vocación hereditaria. Nadie tenía la habilidad del Zorro para tratar a las Abejas (cuando las Abejas eran unos animalitos muy irritables) y hacerlas rendir al máximo. Esto por un lado.

Por otro lado el Zorro sabía entenderse con el Oso, gran consumidor de miel y, por lo mismo, su mejor cliente. No resultaba fácil llevarse bien con el Oso, un sujeto un poco brutal, un poco salvaje, cuya rudeza de maneras no todo el mundo estaba dispuesto a tolerarle.

Incluso el Zorro, a pesar de su larga práctica, tuvo que sufrir alguna desgraciada experiencia en ese sentido. Una vez, por ejemplo, a causa de no sé qué cuestión trivial, el Oso destruyó de un zarpazo la balanza para pesar la miel. El Zorro no se inmutó ni perdió su sonrisa (Lo enterrarán con la sonrisa puesta, decía de él su tío político, el Tigre). Pero le hizo notar al Oso que, conforme a la ley, estaba obligado a indemnizar aquel perjuicio.

—Naturalmente —se rió el Oso—. Te indemnizaré. Espera que corro a indemnizarte. No me alcanzan las piernas para traerte la indemnización.

Y se reía como lo que era, como una bestia.

—Sí —dijo el Zorro con su voz tranquila—, sí, le aconsejo que se dé prisa, porque las Abejas se impacientan. Fíjese, señor.

Haciendo un ademán teatral, un ademán estudiado, señaló las colmenas. El Oso se fijó e instantáneamente dejó de reír. Porque vio que millares de Abejas habían abandonado sus panales y con el rostro rojo de cólera, el ceño fruncido y la boca crispada, lo miraban de hito en hito y parecían dispuestas a atacarlo.

—No aguardan sino mi señal —agregó el Zorro, dulcemente—. Usted sabe, detestan las groserías.

El Oso, que a pesar de su fuerza era un cobarde fanfarrón, palideció de miedo.

—Está bien, Zorro —balbuceaba—. Repondré la balanza. Pero por favor, que ésas se vuelvan a sus colmenas.

—¿Oyen, queriditas? —dijo el Zorro melifluamente—. El señor Oso promete traernos otra balanza.

Las Abejas zumbaron a coro. El Zorro las escuchó con una expresión respetuosa. Cada tanto asentía con la cabeza y murmuraba:

—De acuerdo. Ah, se comprende. ¿Quién lo duda? Se lo transmitiré.

El Oso no cabía en su vasto pellejo.

—Qué es lo que están hablando, Zorro. Me tienes sobre ascuas.

El Zorro lo miró fijo.

—Dicen que la balanza deberá ser flamante.

—Claro está, flamante. No iba a ser de segunda mano.

—Niquelada.

—Niquelada.

—Fabricación extranjera.

—¿También eso?

—Preferentemente suiza. No fallan.

—Ah, no, es demasiado. Me extorsionan.

—Repítalo, señor Oso. Más alto. No lo han oído.

El Oso rezongó:

—Está bien, está bien Trataré de complacerlas. Pero ordénales que de una buena vez se vuelvan a sus casas. Me ponen nervioso tantas Abejas juntas, mirándome.

El Zorro repitió su ademán de ilusionista y las Abejas, después de dedicarle al Oso una última ojeada amenazadora, desaparecieron dentro de las colmenas. El Oso se alejó, un tanto mohíno y con la sospecha de que era víctima de una estafa. Pero al día siguiente trajo una balanza flamante, niquelada, con una chapita de bronce donde se leía: Made in Switzerland.

Lo dicho: el Zorro sabía manejar a las Abejas y sabía manejar al Oso. Pero ¿a quién no sabía manejar ese zorro del Zorro?

Hasta que un día se inventaron las abejas artificiales.

Sí. Insectos de bronce, dirigidos electrónicamente, a control remoto (como decía usando un galicismo el prospecto ilustrado), podían hacer el mismo trabajo que las Abejas vivas. Pero con enormes ventajas. No se fatigaban, no se extraviaban, no quedaban atrapadas en las redes de las Arañas, no eran devoradas por los Pájaros, no se alimentaban a su vez de miel (pura pérdida para el Zorro), entre ellas no había reinas ni zánganos sino que todas iguales, todas obreras, dóciles, fuertes, activas, obedientes, de vida ilimitada, resultaban, en cualquier sentido que se considerase la cuestión, infinitamente superiores a las Abejas vivas.

El Zorro en seguida vio el negocio y se decidió. Mató todos sus enjambres (porque el prospecto ilustrado lo decía claramente: “la proximidad de las abejas artificiales impulsa a las Abejas naturales al crimen), demolió las colmenas de cera, con sus ahorros compró cien abejas de bronce y su correspondiente colmenar también de bronce, mandó instalar el tablero de control, aprendió a manejarlo, y una mañana los animales presenciaron, atónitos, cómo las abejas de bronce atravesaban por primera vez el espacio aéreo.

Sin levantarse siquiera de su asiento, el Zorro movía una palanquita y una nube de abejas salía rugiendo hacia el norte, movía otra palanquita y otro grupo de abejas disparaba hacia el sur, un nuevo movimiento de palanca y un tercer enjambre se lanzaba en dirección al este, et sic de ceteris. Los insectos de bronce volaban a velocidades nunca vistas, con una especie de zumbido amortiguado que era como el eco de otro zumbido, se precipitaban como una flecha sobre los cálices de las flores, sorbían rápidamente el néctar, volvían a levantar vuelo, regresaban a la colmena, se incrustaban cada una en su alvéolo (estaban numerados), hacían unas extrañas contorsiones, unos ruiditos secos, cric, crac, cruc, y a los pocos instantes destilaban la miel, una miel pura, limpia, dorada incontaminada, aséptica, y ya estaban en condiciones de recomenzar. Ninguna distracción, ninguna fatiga, ningún capricho, ninguna cólera. Y así las veinticuatro horas del día. El Zorro, en los momentos de descanso, se frotaba las manos, un poco para desentumecérselas (las tenía agarrotadas de tanto mover la palanquita) y otro poco para desahogar su satisfacción.

La primera vez que el Oso probó la nueva miel puso los ojos en blanco, hizo chasquear la lengua y, no atreviéndose a opinar, le preguntó a su mujer:

—Carolina, ¿qué te parece?

—No sé —dijo ella—. Le siento gusto a metal.

—Sí, yo también.

Pero sus hijos protestaron a coro:

—Papá, mamá, qué disparate. Si se ve a la legua que esta miel es muy superior. ¿Cómo pueden preferir aquella otra, elaborada por unos bichos tan ignorantes y con una técnica primitiva? En cambio ésta es más limpia, más moderna, más fina.

El Oso y madame Oso no encontraron razones con que rebatir a sus hijos y permanecieron callados. Pero cuando estuvieron a solas insistieron:

—Qué quieres, Ramón. Sigo prefiriendo la de antes. Tenía un sabor...

—Sí, yo también. Hay que convenir, eso sí, en que la de ahora viene pasterizada. Pero aquel sabor...

Tampoco se atrevieron a confiar a nadie sus reservas, porque en el fondo se sentían orgullosos de servirse en un establecimiento donde trabajaba esa octava maravilla de las abejas de bronce.

—Cuando pienso que, bien mirada la cosa, las abejas de bronce fueron inventadas exclusivamente para nosotros... —decía madame Carolina.

El Oso no añadía palabra y aparentaba indiferencia, pero por dentro estaba tan ufano como su consorte.

De modo que por nada del mundo hubieran dejado de comprar y comer la miel destilada por las abejas artificiales. Y menos todavía cuando comprobaron que los demás animales también acudían a la tienda del Zorro a adquirir miel, no porque les gustase, sino a causa de las abejas de bronce y para alardear de actualizados.

Con todo esto, el negocio del Zorro iba viento en popa. Tuvo que tomar a su servicio a un ayudante y eligió al Cuervo porque le aseguró que aborrecía la miel. Las cien abejas pronto fueron mil; las mil, cinco mil; las cinco mil, diez mil. Zorro y Cuervo cumplían jornadas agotadoras junto al tablero de control. Se comenzó a hablar de las ganancias del Zorro como de una fortuna fabulosa. El Zorro se sonreía y se frotaba las manos (y los brazos acalambrados).

Y entretanto los enjambres iban, venían, salían, entraban. Los animales apenas podían seguir con la vista aquellas ráfagas de puntos dorados que cruzaban sobre sus cabezas. Las únicas que, en lugar de admirarse, pusieron el grito en el cielo fueron las Arañas, esas analfabetas, cuándo no. Sucedía que las abejas de bronce atravesaban las telarañas y las hacían pedazos.

—¿Qué es esto? ¿La guerra? —chillaron las damnificadas la primera vez.

Pero como alguien les explicó de qué se trataba (fue una Mosca, a la que obligaron a hablar mediante torturas), amenazaron al Zorro con iniciarle pleito por daños y perjuicios. ¡Qué coraje! Como decía madame Carolina:

—Es la eterna lucha entre la luz y las tinieblas, entre el bien y el mal, entre la civilización y la barbarie.

También los Pájaros se llevaron una sorpresa. Uno de ellos, en la primera oportunidad en que vio una abeja de bronce, abrió el pico y la tragó. ¡Desdichado! La abeja metálica le desgarró las cuerdas vocales, se le embutió en el buche y allí le formó un tumor, de resultas del cual falleció al poco tiempo, en medio de atroces dolores y sin el consuelo del canto porque había quedado mudo. Los demás Pájaros escarmentaron.

Después ocurrió el episodio de las peonías de la Gansa. Una tarde, al vaciar una colmena, el Zorro descubrió entre la miel rubia unos goterones grises, opacos. Los probó con la punta del dedo y los halló amargos y de un olor nauseabundo. Tuvo que tirar toda la miel restante, que había quedado contaminada. Y estaba en eso cuando entró la Gansa como un huracán.

—Zorro —silabeó—, ¿te acuerdas de aquellas peonías artificiales con que adornaba el porch de mi casa y que eran un recuerdo de mi finado marido? Pues bien: mira lo que tus abejas han hecho de mis peonías.

Alzó una mano. El Zorro miró, vio una masa informe, comprendió en seguida y, como buen comerciante, no anduvo con rodeos.

—¿Cuánto? —preguntó.

—Veinte pesos —respondió la Gansa.

—Quince.

—Veinticuatro.

—Dieciséis.

—Veintiocho.

—¿Estás mal de la cabeza? Esto no es un remate.

—Hago correr los intereses.

—Basta. Toma tus veinte pesos.

—Treinta y dos.

—Está bien, no sigas. Me rindo.

Cuando la Gansa, recontando el dinero, se hubo alejado, el Zorro se abandonó a todos los excesos del furor. Se paseaba por la tienda, daba patadas en el suelo, golpeaba con el puño las paredes, gritaba (pero en voz baja):

—¡La primera vez! ¡La primera vez que alguien me saca dinero!

Y miren quién, esa imbécil de la Gansa. Pero desde que los Gansos graznaron en el Capitolio, han adquirido tanto prestigio que no me conviene tenerlos de enemigos. ¡Treinta y dos pesos! ¡Treinta y dos pesos por unas peonías de celuloide que no valían más de cuarenta!

Y todo por culpa de las abejas. La falta de instinto les hace cometer equivocaciones. Han confundido flores artificiales con flores naturales. Las otras jamás habrían caído en semejante error. Pero quién piensa en las otras. En fin, no hay nada perfecto en esta vida.

Otro día una abeja, al introducirse como un rayo en una azucena, degolló a un Picaflor que se encontraba allí alimentándose. La sangre del pájaro tiñó de rojo la azucena. Pero la abeja, sensible sólo a sus impulsos electrónicos, libó néctar y sangre, todo junto. Y la miel apareció después con un tono rosa que alarmó al Zorro. Felizmente su empleado le quitó la preocupación de encima.

—Si yo fuese usted, patrón —le dijo con su vocecita ronca y su aire de solterona—, la vendería como miel especial para niños.

—¿Y si resulta venenosa?

—En tan infeliz hipótesis yo estaría muerto, patrón.

—Ah, de modo que la probó. Mis propios subalternos me roban miel. ¿Y no me había jurado que la aborrecía?

—Uno se sacrifica, y vean cómo se lo retribuyen —murmuró el Cuervo poniendo cara de dignidad ultrajada—. La aborrezco y además me provoca ardor de estómago. Pero quise probarla para ver si era nociva. Corrí el riesgo por usted. Ahora, si cree que he procedido mal, despídame, patrón.

¿Qué querían que hiciese el Zorro, sino seguir los consejos del Cuervo? Tuvo un gran éxito con la miel rosa especial para niños. La vendió íntegramente. Y nadie se quejo, en fin, algunos padres se quejaron porque a sus hijos les había dado por hacer versos, pero nadie relacionó esa manía con la miel rosa.

De todos modos el Zorro ya no salía a la calle: los Pájaros se la habían jurado. Lo supo por el Cuervo.

—Esos anarquistas han decidido, en asamblea general, declararlo persona indeseable, patrón. Cuídese.

—¿V usted? ¿Usted no se pliega?

—¿Yo? Yo sigo siéndole leal, patrón.

—Pero usted es un pájaro.

—Desde cierto punto de vista. Cuando mister Poe nos incluyó en un poema, resolvimos hacer rancho aparte.

—¿y no teme las represalias?

—No me haga reír. ¡Con el miedo que nos tienen a causa de nuestra lengua!

Al pasar el tiempo, el Zorro empezó a notar que sus insectos tardaban cada vez más en volver de sus viajes. Una noche, encerrados él y el Cuervo en la tienda, consideraron aquel enigma.

—¿Por qué tardan tanto? —gemía el Zorro—. ¿A dónde van? Ayer un enjambre demoró cinco horas en regresar. Así la producción diaria disminuye y los gastos de electricidad aumentan. Además, esa miel rosa la tengo todavía atravesada en la garganta. A cada momento me pregunto: ¿qué aparecerá hoy? ¿Miel verde? ¿Miel negra? ¿Miel azul? ¿Miel salada?

—Accidentes como el de las peonías no se han repetido, patrón.

Y en cuanto a la miel rosa, no creo que haya de qué quejarse.

—Lo admito. Pero ¿y este misterio de las demoras? ¿Qué explicación le encuentra?

—Ninguna. Salvo...

—¿Salvo qué?

El Cuervo cruzó gravemente las piernas, entrelazó las manos y miró el cielo raso.

—Patrón —dijo, después de reflexionar unos instantes—. Salir y vigilar a las abejas no es fácil. Vuelan demasiado rápido. Nadie, o casi nadie, puede seguirlas. Pero yo conozco a una persona que, si se le unta la mano, se ocuparía del asunto. Y le doy mi palabra que no volvería sin haber averiguado la verdad.

—¿Y quién es esa persona?

—Un servidor.

El Zorro iba a cubrir de insultos al Cuervo, pero lo pensó mejor y optó por aceptar. Cualquier recurso era preferible antes que quedarse de brazos cruzados, contemplando la progresiva e implacable disminución de las ganancias.

El Cuervo regresó tardísimo, jadeando como si hubiese vuelto de la China. (El Zorro de pronto malició que todo era una farsa y que quizá su empleado conocía la verdad desde el primer día, una verdad que él, en cambio, encerrado en la tienda, ignoraba.) Su rostro no hacía presagiar nada bueno.

—Patrón —balbuceó—, no sé cómo decírselo. Pero las abejas tardan, y tardarán cada vez más, porque ya no hay flores en la comarca y deben ir a libarlas en el extranjero.

—Cómo que no hay flores en la comarca. ¿Qué tontería es ésa?

—Lo que oye, patrón. Parece ser que las flores, después que las abejas les han sorbido el néctar, se doblan, se debilitan y se mueren.

—¡Se mueren! ¿Y por qué se mueren?

—No resisten la trompa de metal.

—¡Canastos!

—Y no termina ahí las cosas. Las plantas, una vez que las abejas les asesinaron las flores...

—¡Asesinaron! Le prohíbo que use esa palabra.

—Digamos... una vez que las flores pasaron a mejor vida, las plantas se niegan a florecer nuevamente. ¿Qué me dice, patrón?

El Zorro no decía nada. Estaba aterrado.

Y lo peor es que el tiempo le dio la razón al Cuervo. Los clientes ya comentaban el tema en la tienda del Zorro:

—¿Qué es lo que está pasando? Mi jardín no da flores.

—El mío tampoco.

Y miraban al Zorro de soslayo. El Zorro, para disimular, decía:

—Es una epidemia provocada por los Pájaros.

Pero sus palabras rebotaban en silencios y muecas hostiles.

Pronto el problema se agravó. Porque las abejas artificiales también devastaron las flores de los países vecinos. Entonces pasaron a los países remotos. Y así, de país en país, dieron la vuelta al mundo y en todas partes ocurrió lo mismo: las plantas se negaron a florecer nuevamente. Hasta que las abejas volvieron al punto de partida y ese día ya no hubo más flores en el mundo entero.

El Zorro, tercamente, seguía enviando enjambres hacia los cuatro puntos del horizonte. Las abejas volvían, anidaban en sus alvéolos, se contorsionaban, hacían cric crac cruc, pero no destilaban una miserable gota de miel. El Zorro se desesperó. Sus negocios se desmoronaron. Aguantó un tiempo gracias al dinero que había ahorrado. Pero incluso este dinero se evaporó. Tuvo que cerrar la tienda y despedir al Cuervo (quien difundió entre los animales la verdad de lo sucedido, y los animales quisieron linchar al Zorro).

El único que no se resignaba era el Oso.

—¡Zorro! —vociferaba—. ¡O me consigues miel o te levanto la tapa de los sesos!

—Espere —le respondía el Zorro, atrancado dentro de la tienda—. Mañana recibiré una partida de los Estados Unidos.

Finalmente, una noche el Zorro desconectó todos los cables, destruyó el tablero de control, enterró en un pozo las abejas de bronce, y al favor de las sombras huyó con rumbo desconocido.

Cuando iba a cruzar la frontera escuchó a sus espaldas unas risitas y unas vocecitas de vieja que lo llamaban:

—¡Zorro! ¡Zorro!

Eran las Arañas, que a la luz de la luna tejían sus telas prehistóricas.

El Zorro les hizo un ademán obsceno y se alejó a grandes pasos.

 

Cuento de Marco Denevi

 

Publicado, originalmente, en: Revista "Sur" Nº 269 marzo - abril de 1961 Buenos Aires, República Argentina

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

Link del texto: https://catalogo.bn.gov.ar/F/?func=direct&doc_number=001218322&local_base=GENER

 

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                      Marco Denevi, en Letras Uruguay

 

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