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Los gatos son ustedes
Cuento de Pablo Dema

Es una noche de perros así que no pregunto más. Hotel España me dijeron, a dos cuadras de la plaza. Hotel de viajantes, es decir barato, tal vez no mugriento pero sí más que humilde.

 

De llovizna ya pasó a lluvia y para colmo la puerta está con llave. Timbre no hay así que golpeo y me asomo entre las cortinas por el vidrio. De adentro, entre tinieblas, un hombre ofrece su frente brillante y su cabeza jaspeada por unos pocos pelos canosos. Me estudia brevemente y como parece reconocerme me franquea la puerta con el seño fruncido del que experimenta una confusión.

 

Buenas noches, joven, me dice. Lo hacía ya en cama. 

La frase me desorienta, el hombre me habla como si estuviera al tanto de mis horarios de descanso. Vacilo un momento, miro hacia la puerta de entrada que acabo de atravesar como si no estuviera seguro de estar allí por primera vez, para asegurarme de que entro a un lugar desconocido cuya puerta me es franqueada por un desconocido.

 

Me parece que me confunde, le digo al hombre que me da la espalda y comienza a caminar como si al abrirme la puerta ya hubiese hecho por mí todo lo que yo necesitaba en ese momento. Entonces trato de inclinarme un poco más cerca de la lámpara de pie para que el hombre me mire bien y le repito que me parece que está confundido. El hombre se detiene a mirarme de nuevo pero en lugar de fijarse en mi cara pone atención en el bolso de mano que contiene ropa para dos o tres días. Ah, dice entonces, y sigue caminando, meneando la cabeza hasta ponerse detrás de un mostrador forrado de cuerina marrón cuya pared trasera está llena de llaves colgando. Su ah, es todo lo que hace por subsanar el error y simplemente pasa a otra cosa, a lo obvio, el precio del cuarto, las toallas, el jabón y la percha. Enfrento la estructura empinada de granito, primero unos diez escalones rectos, luego un descansillo en el que hay una mesa ratona con adornos anticuados: un elefante de cerámica blanca, una media naranja de plástico que es un cenicero, una bota también de cerámica, marrón, con ballenitas dentro. Veo todo porque subo lentamente, detrás de él que va cargando mi bolso mientras yo llevo las toallas, el jabón y la percha. Después del descansillo, otros diez o doce escalones doblando en ele. Arriba un espejo de medio cuerpo en el que primero aparece la cara del hombre y luego la mía con el fondo gris de las paredes cubiertas de un empapelado viejo con motivos de flores. Llegamos a la catorce, el hombre pone la llave en la puerta, da un giro, abre y dice: la catorce. Permiso, digo yo. Suyo, señor. En la pieza, dos camas de una plaza, en la pared, un cuadro con un nene. Tiene, pero es una impresión mía, una miradita diabólica. En el regazo del niño que mira de costado, un gatito blanco que también me mira. En el baño no me sorprenden los azulejos verde claro; mientras orino, encuentro una palabra que me hace acordar a la casa de mis abuelos, en el campo. Le apunto, como entonces lo hacía, a la palabra TRAFUL, escrita con letras azules en la taza del inodoro. Las ballenitas en la bota, el elefante de cerámica, los sanitarios anticuados, el campo, mis abuelos. Me acuesto enseguida entre las sábanas gruesas y frías pero limpias del hotel España. Tengo la impresión de haber visto ya estas cosas, ¿pero no se parecen todas las camas ajenas, todas las camas de los hoteles? Hay un Hotel España en un cuento de Mastrángelo; hay un Hotel tétrico, el "Comercio", en uno de Kordon; está, por supuesto, el de "La puerta condenada", pero basta, si no... 

 

El velador parpadea, sin siquiera abrir el libro que tengo empezado lo apago antes de que se queme el foco. Cierro los ojos y me duermo, como siempre, en el acto y con la cara hacia el techo.

Lo que me despierta es el sonido de ese carro metálico y el repiqueteo hartante, irregular pero continuo de una... máquina de escribir. Abro los ojos y el ruido para, miro alrededor y no distingo más que grados de espesor en la negrura del cuarto. Entiendo que soñaba con la máquina de escribir y no que la oía como una invasión externa, el sonido que sí me invade es el del llanto desconsolado de un bebé que parece sometido a una tortura pero que en realidad es un gato, o tal vez varios. Me quedo quieto en la cama, boca arriba, con la estúpida sensación de que prender la luz no vale la pena pero con el temor real de quedar en la oscuridad más absoluta. ¿Temor a qué? A no ver, a que haya algo. Unos minutos después sigo a oscuras y otra vez escucho el traqueteo metálico, la sucesión irregular y continua de los sonidos que repiquetean en algún lugar del hotel. Me levanto de la cama sin prender la luz y salgo tanteando al pasillo iluminado con lámparas de bajo consumo. Si existe el infierno, seguramente tiene esas lámparas que emiten una luz turbia, lechosa, que mancha todo de tristeza. Mientras camino por el pasillo hacia el lugar del traqueteo de la máquina las paredes empapeladas con motivos de flores y tallos que no había distinguido van deshaciéndose mientras crece la floresta a mi alrededor. El sonido de la máquina sigue y de nuevo se oyen los gatos, ya no hay dudas de que son varios y en vez de quejarse parecen pelear, no entre ellos sino con algo, con alguien. Hay algunos maullidos lentos, prolongados y que hablan de la tensión implicada en la maniobra de los animales, y luego un repentino maullido agudo, breve y feroz, un aullido de dolor. Después de eso la máquina repica con mayor intensidad y los maullidos decrecen hasta que al cabo de unos minutos se reinician otra vez, tensos, prolongados, monótonos. Del hotel va quedando poco y nada, apenas los números de las puertas que al cruzar por mi vista se desasen en la espesura de la maleza del sitio baldío que está al lado de mi casa. Allí estoy entonces, tratando de ver qué pasa con el famoso ruido, la máquina y los gatos. Son ellos los que me guían, varios gatitos blancos, con las costillas a la vista en sus cueros rosados casi lampiños. Un maullido de dolor se oye más adelante y cruza junto a mi cabeza un gato que pasa volando hasta dar contra una de las tapias del sitio. El tremendo golpe no parece amedrentar a los otros cuyos ojos chispean cuando se miran y avanzan en pelotón, agazapados, maullando, con las colas cintilando de ansiedad. Unos metros más adelante descubro a su enemigo. En un escritorio de madera, de espaldas a mí, un hombre mueve sus manos en el ademán del que tipea. Desde aquí no veo la máquina ni las manos, sólo los codos y los antebrazos que suben y bajan, que ondulan casi, sobre el teclado invisible. Los gatos, los gatitos, todos blancos, famélicos y de escaso pelo (hay, incluso, algunos con una mínima pelusilla que no cubre la piel rosada en la que se marca el costillar) avanzan hasta quedar cerca del escriba y de golpe saltan hacia él. Se prenden, feroces, de sus muñecas, de sus manos, y él revolea los brazos haciéndolos volar. A uno que quedó prendido de su puño izquierdo lo arrancó enérgicamente con su mano derecha. Pero cuando tiró de sus patas, de su torso, lo decapitó de un tirón, pero sus poderosas mandíbulas de piraña quedaron prendidas en la mano del hombre hasta que también se la quitó arrancándose un pedazo de piel. Los gatos, los gatitos, son del tamaño de lauchas ahora, son lauchas con cuerpo de gato, de gato blanco, lampiño y desnutrido. El combate es furioso pero no parece que haya un fin cercano, el proceso se repite más o menos del mismo modo. Varios gatos juntos saltan sobre los antebrazos y las manos del escriba y éste, sin prestarle atención casi, se los quita de encima con movimientos brutales aunque sin modificar su postura (la espalda curvada, los codos hacia fuera, las piernas quietas) y sin mover mucho su cuello para ninguna parte, lo que demuestra que sigue atentamente lo que escribe. Los gatos vuelan por el aire y, si no mueren o quedan muy maltrechos, vuelven a la carga con el mismo procedimiento y sin que mengüe su afán. Siempre saltan a las manos y muerden cerrando los ojos, como si sus vidas se les fueran en eso. No parecen hacerlo por hambre sino por odio, tampoco atacan otras zonas del cuerpo del hombre sino sólo las manos que van enrojeciendo, lastimándose poco a poco hasta quedar completamente rojas. Enguantado de sangre, el hombre sigue escribiendo, salpicando su camisa celeste de gotitas rojas, mientras yo me voy volviendo, de a poco, por donde vine, hasta mi cuarto en el que despierto al otro día en medio de una fiesta de luz.

 

Mientras me cambio, recuerdo el sueño y trato de poner las cosas en su lugar. El escriba, esa rata gigantesca, inmunda, soy yo. Soy la rata, sí, pero los gatos son ustedes. 

Pablo Dema
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
10 de octubre de 2010

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