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La canción de las máquinas
Cuento de Pablo Dema

Escuchar al otro; descifrar el mensaje de un lenguaje oculto

La plaza Mógica ha sido conquistada por una tribu urbana de jóvenes que tiene como particularidad principal el desplazamiento en moto de sus integrantes. Como si la redondez de la plaza fuese el visor de un caleidoscopio, el narrador -involucrado en la historia de este cuento- con su ser profundo y sus roles sociales nos va regalando distintas vistas del lugar y el fenómeno riocuartense. Cambios de perspectivas qué se suceden con la sutileza que caracteriza a la escritura de Dema.

El narrador es un padre que lleva a su hijo a jugar a la plaza, es un vecino escritor, profesor de una escuela nocturna que reconoce al "Cóndor" -personaje que protagoniza un accidente fetal- como uno de sus alumnos. Con detalles insinuantes, este cuento nos activa la congoja, los miedos y la ternura.


 

Hace un par de años vimos la plaza desde el Google Earth. Entonces vos todavía eras la idea permanente de vos en nosotros, en mí una pregunta que me hacía sin quererlo, una suerte de presencia interior que me disparaba escenas en las que estábamos juntos acomodándonos el uno al otro. Yo me imaginaba diálogos, dilemas que te aquejarían y respuestas posibles o consejos elaborados en largas noches de insomnio o durante los viajes. Pero después de todo quedabas como pregunta en mí, un interrogante nunca formulado que siento hoy como la simple frase ¿cómo será? No cómo serías vos sino cómo sería todo a partir de vos. En esa época, como te digo, la plaza era un simple lugar de tránsito y desde el Google fue un punto de referencia para ubicar nuestra casa. Desde arriba se veía como un disco gris con manchones verdes y marrones; pero ahora, desde acá abajo, en la plaza misma todo se multiplica y adquiere nitidez, mejor dicho, nos damos cuenta de todo lo que se borra a la distancia y de cuan engañosos son los planos generales del mundo. Nosotros deambulamos o caminamos, como esta tarde, en círculo, de derecha a izquierda viniendo por la Buenos Aires en el sentido opuesto al que van los autos. Casi siempre a esta hora nos cruzamos con el viejo que camina en sentido contrario seguramente rehabilitándose de una operación de cadera o algo así. El viejo camina despacito, da unas cinco a seis vueltas y después desaparece. Hoy también está la chica del labrador de pelo dorado, la que se sienta de espaldas al monumento de don Mójica que tiene la cabeza y los hombros cagados por las palomas. La chica usa unos lentes negros que impiden saber hacia donde mira, a mí me da la impresión de que nos observa y hace conjeturas sobre nosotros mientras su perro deja que el perfume de su pelo lavado con shampú se mezcle con el de los demás canes desclasados que rodean al hombre que duerme en la plaza.

A veces nos cruzamos al quiosco a comprar pañuelos o "Polvoritas" y allí también la chica que atiende arma sus hipótesis con respecto a nosotros. Pero ella, menos discreta que la que pasea el labrador de pelo dorado, se deja ganar por su espontaneidad y suelta su teoría: ¿Te engancharon?, me dijo la primera vez que nos vio juntos, yo le sonreí confundido porque no entendí el chiste sino hasta un rato después. Según ella me habían "enganchado" para cuidarte, como si se tratara de un hecho excepcional, un castigo impuesto por tu madre al que cedí tal vez por falta de firmeza. El resto de los días, tal vez imagina ella, zafo, me salvo. La comprensión de la broma se asienta sobre una idea compartida: sentimos el trato con lo inocente como una condena, no sabemos estar con un niño sin sentir que dejamos de ser nosotros mismos, que perdemos o resignamos algo. Si supiera de verdad estar con vos, si pudiera entregarme al contacto absoluto que solo sucede por fuera del lenguaje... Pero ya ves, escribo mientras andamos, recolecto imágenes para ordenarlas más tarde cuando todo duerma. Estoy acá pero estoy allá también, escribiendo sobre los otros personajes de la plaza: el hombre que duerme debajo de un arbusto y que toma vino en caja rodeado de sus perros, una abuela que suele llevar a unas mellizas a las hamacas, algunas parejitas efímeras de adolescentes y el famoso grupo de los varones que andan en moto. Una cosa que he descubierto es que cuando estoy con vos la gente es más amable, sobre todo las mujeres mayores, que siempre te hacen un comentario simpático y te sonríen. Los hombres no tanto, pero por lo menos nos excluyen de la comente de agresividad que les brota en la calle sobre todo cuando están en grupo tomando cerveza. Hubo una época en que cruzar la plaza de noche se hacía complicado. En general todo comenzaba con una interpelación cualquiera o ni siquiera eso, con un saludo. Si contestaba el saludo lo siguiente era un acercamiento, alguien que dice: hola, facha, ¿tenes niego? ¿Tenes un peso para la birra? y cosas por el estilo. A veces tengo, a veces no, a veces no tengo ganas de que me paren y hay enseguida alguna puteada por lo bajo o una amenaza. Hace un par de años, más o menos en la misma época de la vista aérea del Google, yo caminaba sintiendo ya el parfume rico del porro flotando en el aire húmedo cuando se me adelantó uno de los chicos que estaba sentado en grupo alrededor de la escultura central de Mójica. Era un poco después de las once de la noche y yo venía de dar clases en el colegio nocturno. El que se acercó me preguntó si tenía una moneda y yo me paré, me toqué los bolsillos y, como no tenía, me metí la mano en el bolsillo de atrás del pantalón para sacar la billetera. Pero cuando llevé la mano atrás de pronto me paralizó la desconfianza y me quedé inmóvil unos segundos. El que estaba delante de mí esperaba y los otros, los que estaban sentados, comenzaron a bromear. Guarda que te afana, gritó uno, ése es medio choro. Había risas y expectación por lo que iba a pasar. Yo no llevaba mucha plata encima, me acordaba que tenía por lo menos dos billetes de dos pesos así que saqué la billetera y en menos de un segundo tenía los dos pesos en la mano extendida. El chico lo tomó, dijo joya facha y se dio vuelta mientras algunos de los amigos seguían haciendo bromas, otros lo felicitaban por lo recaudado y él decía dale Cóndor te toca ir al quiosco. Yo había quedado solo y quieto, mirando al chico volver con sus amigos; cuando reaccioné me di vuelta para irme pero ya tenía en la retina la cara del chico interpelado y comenzó una suerte de scaneo vertiginoso por mi memoria. El apodo me sonaba, la cara también me sonaba. Ya de espaldas escuché de nuevo la voz del que interpelaba a su amigo y el apodo se me juntó con el nombre: dale Cóndor, culia-do, te toca... Le hablaba a uno de sus amigos que yo había visto sentado en el suelo sosteniéndose la cara con la mano, completamente indiferente a la urgencia de los demás. Así que era él, me dije, porque esa posición era la de uno de mis alumnos de la nocturna que, como muchos, había empezado y dejado antes de terminar el primer mes de clases. Igual que ahora, en el aula el chico se sostenía la cara con la mano, dormitaba casi mientras alrededor los amigos vociferaban excitados. Cuando crucé la calle de la plaza Irene en el quiosco y demoré en elegir unos caramelos mientras miraba de reojo al chico cruzar detrás de mí. Lo esperé acomodando con lentitud la bolsa de caramelos en la mochila y cuando lo sentí cerca me di vuelta de golpe buscando su mirada pero él bajó la vista; vi la curva convexa de su nariz, el perfil aguileño inconfundible. Eso fue lo más parecido a un incidente con los de las motos, ahora en general me vuelvo en el auto así que no los cruzo por la noche y cuando los veo es de día y yo estoy blindado de la respetuosa distancia que genera andar con vos de la mano. De todas maneras este grupito no es una patota sino simplemente el núcleo de un grupo de chicos que el fin de semana se completa y copa la plaza y los alrededores. No sé cuántos serán, pero cuando los veo a todos juntos se me ocurre la palabra cientos. En el barrio es un tema lo de las motos. Los domingos a la noche se reúnen en la plaza y a partir de cierta hora arrancan todos juntos y suben por la Buenos Aires. No hacen picadas ni van demasiado rápido. Simplemente ponen sus motos en marcha y salen todos a la vez ocupando completamente la calle. Los vecinos se asoman a la ventana o salen a la vereda, a veces llaman al comando para que venga a poner orden. Desde mi cama escucho primero un rumor lejano y después el leve temblar del piso de la planta alta en la que vivimos. El dueño de la verdulería dice que su hijo está todo el día con los audífonos enchufados al teléfono escuchando música, que no se expresa, dice, y que no saca el culo de la moto y parece que está perdiendo el había.

Es cierto que los chicos de las motos no hablan con nosotros, a lo mejor no lo hacen porque saben dar mejor su mensaje a través de la canción de sus máquinas. Es un mensaje de un solo signo pero con un sentido que no deducimos con facilidad y que nos inquieta. Lo que dicen se confunde con un temblor, un derrumbe, una tormenta. Es un estruendo que llega desde lejos, pasa y se pierde para volver al rato, a veces durante horas en las que no es difícil imaginarse a todas las conciencias insomnes del barrio entero preguntándose ¿volverán? ¿hasta cuándo? En verdad se trata de un mensaje cifrado en un código con dos signos: uno, el extenso, monótono, prologado y grupal de los motores durante las noches; el otro es individual, esporádico y breve, es el de los choques que cada tanto se producen entre una moto y un auto. Verlos pasar sin casco, con sus capuchas y sus audífonos, verlos descolgarse de los grupos y acelerar al máximo y cruzar las esquinas sin frenar es estar pendiente del momento del choque que cada tanto, irremediablemente, llega. Cuando sucede los vecinos salimos, vemos las manos en las bocas o en las frentes de las señoras, la estupefacción en los ojos, el hormigueo de los curiosos y la llegada de la ambulancia y de la policía que hace desaparecer a todos los demás motociclistas, como si se tratara de cómplices de un delito y quisieran escapar antes de ser incriminados. Así se instala un diálogo extraño y algo siniestro entre la gente del barrio y los chicos de las motos: las miradas de los vecinos, las llamadas a la policía, las noches de insomnio por un lado; por el otro, la presencia de las decenas de motos cantando su canción grave y monótona, los cuerpos que estallan como insectos camicaces contra los autos de señores que circulan por la mano y pagan el seguro, que llevan cinturón y no esperaban arruinarse el día porque uno de los motociclistas se estampó así sin más contra su auto. El domingo pasado, sin ir más lejos, hubo un choque en la esquina de casa, el verdulero dijo que un chico en moto se metió contramano para eludir un control policial y se estampó contra un auto, el lunes a la mañana vi la mancha de sangre en el pavimento y una inscripción que al principio no entendí: estamos con vos fuerza, decía escrito con un aerosol gris cerca de la mancha en el lugar del accidente. Ahora atardece y yo colecto imágenes, escribo en silencio un cuento sin argumento tratando de que quede inscripta la vivencia de esta tarde juntos; aunque los sabios dicen que ya no hay experiencia yo siento que hay algo nos atraviesa en esta tarde y que se iría para siempre si no lo escribo. Por eso hago un inventario de la ¿inexperiencia?, de lo que los ojos de la imaginación querrán ver más tarde cuando me siente y diga: veo a la chica del labrador que está de pie con las manos en los bolsillos vigilando a su perro, al hombre que duerme debajo de los arbustos y que mendiga una mirada y un saludo que no le damos por miedo, al viejo obstinado que hace su ronda para rehabilitar los huesos de su cadera operada, veo las casas inmensas, un poco vergonzantes, del frente de la plaza con sus fachadas en media luna copiando la curva de la calle, la pareja de adolescentes con sus cabezas gachas, cada uno en su teléfono tipeando sus mensajitos a toda velocidad, y veo, por supuesto, a los chicos de las motos, al núcleo duro de seis o siete que hace excursiones al kiosco y dirime un asunto, al parecer, de cierta complejidad. Están en uno de los extremos de la plaza, alrededor de un banco que da a la calle, frente a la parada del colectivo y cruzando el taller abandonado que está junto a la rotisería. Uno sale en su moto y se va sin saludar, ofuscado. Otros tres están sentados en el banco con las manos en los bolsillos, llevan, igual que los que están de pie, buzos con capuchas de distintos colores. Hay uno que tiene debajo de la capucha una gorra con visera. Es ése el que se va caminando y cruza la calle ante los otros que lo miran y observan, a su vez, para todos lados. El primero cruza y saca un tubo de aerosol que escondía debajo del buzo, luego cruzan dos más detrás. Veo que el primero se agacha y comienza a escribir en el tapial del taller abandonado, los otros dos lo cubren con sus cuerpos parados delante de él y dándole la espalda, los del banco miran y dan órdenes con la cabeza con un gesto severo y la mirada cargada de ansiedad. Un auto toma la rotonda y disminuye la velocidad frente a la rotisería, el que pinta se incorpora y guarda el aerosol. Entonces los del banco se levantan, uno grita dale, culiado, dale, y cruzan también los otros tres la calle y el primero vuelve a concentrarse en la pintada. Nosotros vemos todo pero nadie nos presta atención, yo te sigo de cerca y te tomo la mano si te acercas mucho al cordón de la vereda. Pero deambulamos sin rumbo fijo, vos guiado por la curiosidad, yo sin perderte de vista y relojeando lo que sucede alrededor. Te quito una tapita que levantás del piso y que estás llevándote a la boca como todo lo que cae en tus manos, te ofrezco la mano y decido que ya es hora de volvemos a casa. Me fijo que no venga nadie y comenzamos a cruzar la calle. La epifanía amarga se produce cuando siento tu mano apretando mi dedo índice mientras se completa la escena de réquiem con la palabra final del epitafio bizarro y patético ("Cóndor la calle es tulla"): cuando el motociclista abrió sus ojos por primera vez, alguien vio en su iris el origen de un arco que estallaba en un futuro de mil tonos fulgurantes, ahora, sin embargo, ese hijo es un apodo vulgar escrito con aerosol negro en un tapial descascarado, es una imagen que cruza una bocacalle y se estrella para siempre en las cabezas de unos chicos que se encuentran todos los días en la plaza Mójica. Alguien habrá sido devoto de ese niño, habrá sido su vigía, su guardián entre el centeno durante sus primeros años, alguien habrá puesto su alma en ese cuero sin saber que la devoción primera no blinda, que los cuerpos escapan del cerco del amor, que la canción de las máquinas atraviesa la cera filial y que las sirenas buscan besar los labios lívidos sobre la marea de cemento. Nosotros entramos a casa y entramos en la noche. Yo quiero ser el hacedor de silencio. Te escribo con dedos de algodón una fábula que se confunde con un sueño.

Pablo Dema
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
30 de agosto de 2009

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