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Como un enjambre 
Cuento de Pablo Dema

Los negros del pabellón hicieron tanto quilombo que al final nos pusieron el televisor. Al principio el jefe no quería tranzar, entonces algunos, los más pesados, amenazaron con amotinarse. Simón, ese gordo que está sentado delante de todos con la boca abierta, fue el que le dio clarito el mensaje a Estévez, el guardia. Si no nos dejan ver la final, en media hora les quemo veinte colchones y doy vuelta este raterío. Decíselo a tu jefe, andá. Decile que si no se pone las pilas va a haber problemas.

Cuando yo entré había una sala donde nos sabían pasar películas. Después se rompió la video y una vez que había partido alguien hizo bosta el televisor. Se habían puesto a discutir dos hinchas de equipos rivales y cuando terminó el partido uno hizo estallar un vaso en la pantalla. De ahí no hubo más películas ni partidos, hasta hoy, que Simón metió presión para ver la final del mundial y nos pusieron un televisor.

Yo me senté al último, chito la boca. Yo no me doy con nadie de los de ahora. Los de antes fueron saliendo por buena conducta o el dos por uno, otros están afuera condicionales. Antes era más piola, ahora hay muchos pendejos nuevos, todos faloperos, quemados, te entierran un destornillador en la espalda por cualquier cosa. Se roban del taller las herramientas para pelear. Yo en el taller la paso bien, hago cositas en madera, arreglo sillas, pinto los tablones del comedor. Para mí es un descanso, sino todo el resto del día estoy maquinando, haciendo trabajar el balero, meta pensar y pensar. Porque yo con los otros no me doy, son tipos pesados, no les importa nada. Menos mal que está Simón que me conoce bien, de antes, y que los tiene a todos los otros tranquilos conmigo. Pero yo chito, no jodo y nadie me jode.

Estévez dejó el fierro y se vino a ver el partido, se sienta al lado mío y me da una palmada en la gamba. Yo lo miro. Estévez no me cae ni bien ni mal, no charlo con él porque los otros me marcan enseguida y se pueden pensar que soy un botón, armar cualquier fantasía. Yo simplemente lo dejo que se me siente al lado, él pregunta cómo va la cosa y yo lo miro. Estévez es un tipo que se la pasa todo el día acá adentro, un preso más. En qué parte de la cabeza te cabe -le decía a Daniela cuando venía a visitarme- que un tipo se pase el día encerrado por gusto. Tiene que ser cana, que es como decir marciano. Tipos raros los canas. Mirá que se pueden hacer cosas en la vida, ¿pero cana?, le decía yo, a quién se le ocurre. Daniela me decía que es un trabajo como cualquier otro, te acostumbrás, me decía. Igual que todos nos acostumbramos a los laburos de mierda que tenemos.

A lo de los laburos de mierda lo decía para pasarme una factura a mí. Yo siempre la tuve como a una reina, pero desde que me guardaron dejó de entrar guita y ella en pocos meses se quemó toda la que había juntado yo en los buenos tiempos. Pacheco se borró, los otros que se decían mis amigos también desaparecieron, unas bostas esos tipos, unas hienas que se alimentan de carroña. Ahora ella no viene casi nunca, entró a trabajar en un súper y hace catorce horas por día. Dice que es por el trabajo que no viene, que es un laburo de mierda, que te mata estar todo el día agachada en las góndolas. Yo desde acá no puedo hacer nada, lo único que me queda es hacer trabajar el balero, pensar y pensar, todo el día meta con lo mismo.

Cuando lo vi a Simón con la boca abierta se me vino patente la imagen de aquella noche. Daniela también puso esa cara y después las manos en los cachetes, estirándolos para abajo, mirando el tipo que había quedado en el piso, diciendo que no con la cabeza; se agarraba la cara, la frente y decía que no, qué hiciste Mario, me decía. Todo queda blanco, la mente se te frena, se traba, no podés pensar, no lo podés creer, fue un segundo, un estallido de rabia nomás, pero ya no se puede hacer nada.

Hace dos minutos los negros se reían, gritaban porque hicieron apuestas aunque no juegue Argentina. Les encanta la timba, por cualquier cosa apuestan guita, merca, cartones de cigarrillos, ropa, relojes, de todo. Siempre encuentran una excusa, este mes fue el mundial que escuchaban por radio. Hoy es el último partido y de nuevo se generaron discusiones sobre el resultado. Entonces alguien sacó una libretita y empezó a levantar apuestas. Algunos le van a Italia, la mayoría a Francia. A Francia porque ahí juega el maestro, papá, decían que estaba viejo pero les tapó la boca a todos, vociferaba Simón. La verdad que el partido deja mucho que desear, pero es cierto que Francia, como dijo el locutor, "había sido un poco más en el primer tiempo". Y también es cierto que hasta ahora Zidane era el único que daba menos lástima que el resto de los jugadores. Pero de repente enfocan al árbitro que va corriendo para el lado de él, y lo echa. Zidane le acababa de pegar un cabezazo a uno de los otros, lo vieron todos, fue guaso, sin pelota. Los gritos y las carcajadas se cortaron de golpe, yo le vi la cara a Simón, la boca abierta, y me acordé de Daniela. Uno de los periodistas decía que era el último partido de Zidane, que estaba a un paso de la gloria y de terminar como un héroe su carrera. No puede ser, dice el gordo Simón. Me muero. Yo me acuerdo de Daniela y de sus palabras aquella noche. Yo tampoco lo podía creer, yo también pensé que me moría. Pero no, acá estoy, fue por una pelotudez más grande que una casa pero ahora ya no se puede volver atrás.

Yo no tendría que haber salido esa noche, le había dicho a ella que nos quedáramos porque estaba cansado y un poco dolorido. Pero ella quería salir, el día anterior había sido su cumpleaños y yo no estuve porque me había ido a pelear a un pueblo cerca de Río Cuarto que ni me acuerdo cómo se llama. Yo que fui campeón argentino, que peleé con Martillo Roldán en el Luna Park, ahora me iba a trenzar con un bruto que apenas sabía pararse en el ring. Y para peor en ese pueblo de mala muerte, en un galpón lleno de negros gritones y borrachos y por una bolsa de cuatrocientos pesos, según me había informado mi manager Pacheco. Resulta que cuando estoy en el vestuario viene y me dice que hay doscientos cincuenta en vez de cuatrocientos. Que hay poca gente, me dice, y me pregunta qué voy a hacer. Lo miro con bronca. El me dice que no es su culpa si hace un frío de cagarse y la gente no quiere salir de la casa. Le digo que vamos para adelante, que ya estamos ahí, que peleo. A los cinco minutos vuelve, yo ya estoy vendado y por ponerme los guantes, Pacheco me dice que el otro acusó setenta y ocho quilos. Le digo que por qué no me dijo antes, que me va a destrozar un tipo que pesa casi ocho quilos más que yo. Me dice que sí, que tengo razón, que el otro manager le dio mal el peso, que si no me animo me corta las vendas y nos pegamos la vuelta, le digo que yo no me voy a volver.

Si me hubiera agarrado de lleno con alguno de esos viandazos me tumba, pero no. Me pega entre los dos antebrazos, yo me agacho y pongo la guardia sobre la cara, sobre la cabeza casi, y él me pega ahí desde arriba. Pum pum, dos y va para atrás, pum pum, otra vez, siempre sobre la guardia, sobre los guantes que resuenan en el galpón semi vacío. Me separa loe brazos cuando me pega, me hace ir para atrás pero no me toca la cara. No se cansa nunca, pega y pega, yo me defiendo y cada tanto le tiro algún golpe. Pero el otro además de más pesado es bastante más alto y mis brazos nunca le llegan a la cara. Al final se la dan a él por tres puntos, no me agarró nunca de lleno pero algunas manos me puso, sobre todo una que me alcanzó en el ojo. Decí que fue con la zurda, si no me duerme, seguro.

Al final la saqué barata después de todo. Me volví con unos pesos que repartí con mi manager Pacheco. Al otro día amanecí con el cuerpo dolorido, además tenía unas pintitas de sangre adentro del ojo, un derrame; el párpado se me fue ennegreciendo a lo largo del día como si la vergüenza de haber perdido fuera madurando y pudriéndose en la cara. Yo no quería mostrarme con el ojo en compota, pero Daniela insistía y tuve que salir. Creo que fue culpa de ese ojo que pasó lo que pasó.

Ahora volvieron los murmullos y las risas, pero se nota que el partido no le importa a nadie. El único que quedó serio es el gordo Simón. Él, que alababa tanto a Zidane, lo vio irse hacia el vestuario, ensimismado y furioso, a tranco largo y pasando al lado de la copa sin mirarla. Ya le estarán pasando por la cabeza las imágenes de lo que acaba de suceder, pero se le nota en la cara que no entiende, que no lo puede creer. Lo mismo que yo, que nosotros aquella noche, la del día después del cumpleaños de Daniela. Estábamos tranquilos en el boliche, yo me estaba tomando el tercer o cuarto whisky sentado en una banqueta de espaldas a la barra. Daniela estaba adelante mío hablando con una amiga. Al lado de ellas hay dos tipos charlando, no parecen pesados ni nada, tipos normales. En una de esas veo que uno de ellos, el más petiso, se les acerca y le dice algo a la que está con Daniela. La piba sigue hablando como si nada y el tipo se le arrima más, le toca la oreja con la boca. Ella se corre un poco y sigue sin mirarlo. Entonces Daniela retrocede un paso y se queda al lado mío, apoyándome la espalda en el pecho, y la agarra de la mano a su amiga. El petiso vuelve al lado del otro, me miran, el petiso se toca el ojo izquierdo, el que yo tengo negro alrededor y con unas manchitas rojas adentro por el derrame. Se toca el ojo y se ríe, se ríen los dos. Entonces me levanto, voy hasta donde están ellos y les pregunto si hay algún problema. No pasa nada, dice el más petiso; cuando me estoy dando vuelta, agrega: campeón. Y se ríe, no lo escucho por la música pero veo de reojo su mueca burlona.

Simón me dijo una vez que los fierros enloquecen a la gente, que cuando andás con un fierro encima y un poco de merca te creés Dios. Y que si alguno te mira feo te viene el impulso de sacar el chumbo, que es como una descarga de corriente en el brazo. Cuando te querés dar cuenta ya lo sacaste y tenés el dedo en el gatillo. Si estás bien entrenado es igual, sacar una mano rápida es como dar un golpe de vista cuando escuchás un choque, algo que sucede sin que te des cuenta. Y si estás con alcohol encima tu cerebro es un gatillo celoso. Me acuerdo que una vez vi un cuadro de un tipo de acá, un tal Giorgis, en la que había un hombre de frente y una mujer de perfil que le hablaba al oído. De la boca de la mujer salía una lengua roja y filosa que se le metía al tipo por el oído y le tocaba el cerebro. Así me pasó a mí, la lengua del petiso se me metió en la cabeza, tocó algo adentro, dijo campeón, y se reía, yo vi que se reía. Cuando me di cuenta el tipo ya estaba en el piso, sentí que el hueso de la mandíbula se partió cuando le di la piña. El ni se enteró, no alcanzó a prevenir el golpe. Simplemente le entró la mano, cayó para atrás y dio con la nuca en el primer escalón de cemento de la escalera que lleva al entrepiso. El amigo desapareció en el acto. Vino Daniela que se agarraba la cara, la cabeza, y todos los que estaban cerca se quedaron duros igual que yo. La mente en blanco, un hervidero de nada, de ideas que se electrocutan, y vos no entendés, no escuchás, vos decís que no puede ser, vos sentís que el tiempo se detiene pero no, poco a poco comienza alguno a acercarse al caído, hacen señas, llaman por teléfono, viene un médico, la cana. Vos estás aturdido y no entendés lo que pasa. Ves la gente saliendo del boliche con la cara desencajada, todos pálidos, algunos con la mano en la frente, una piba llorando, los que van pasando por la vereda miran para el boliche, y te miran a vos que estás en el patrullero como dormido, como soñando. Es un segundo, mil noches soñás con la escena pero en vez de darle la piña te volvés, seguís caminando. O en otras le pegás pero el tipo no se golpea la cabeza, o no tomás whisky y entonces no te levantás cuando te provocan, no pasa nada y la vida sigue. Todo eso maquinás cada noche, cuando estás tirado en el colchón y ves la sombra de los barrotes proyectada en la pared. Calculás el tiempo que hace que estás, lo que te falta, y volvés a aquella noche. Te decís de nuevo que fue nada, un rayo de ira que partió tu vida en dos, un segundo consumido por la furia y que no podés recordar pero que sigue zumbando en tu cabeza como un enjambre.

Pablo Dema
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
14 de febrero de 2009

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