Leyenda de los soles

por Ernesto de la Torre Villar

Sol fotografía ultravioleta retocada de la NASA en 2020

La cultura náhuatl formó una rica literatura mediante la cual transmitía en plenitud su concepto del mundo, de sus divinidades, de los hombres y su origen, y de sus valores tradicionales y las creaciones de su fantasía. Esa literatura se ha conservado en parte, pese a la continua destrucción de que ha sido víctima. Buena parte de ella contiene relatos míticos referentes al principio del cosmos, las fuerzas naturales divinizadas, la cual revela la intensa actitud épica de la imaginación creadora del pueblo náhuatl, dotado de una inmensa capacidad poética envuelta de ficciones.

El texto conocido como Leyenda de los Soles forma parte de una serie de poemas sacros que se cantaban en el Calmecac y es revelador del mito cosmogónico más importante del pueblo nahoa. Este texto fue recogido de viejos informantes hacia 1558, mas su origen y antigüedad van muy atrás, hacia remotas épocas.

La literatura náhuatl, manantial inagotable para reconstruir y recrear poesía e historia de remotos ancestros, al igual que la literatura maya quiché, no han sido estudiadas con rigor metódico, conocimiento y capacidad sino hasta hace pocos años. Los mejores trabajos en este aspecto son los múltiples de Angel María Garibay K, La literatura de los aztecas, México, Joaquín Mortiz, 1964, 138-[4] p., (El Legado de la América Indígena) y en forma muy especial su magna Historia de la Literatura Náhuatl, 2 v. México, Editorial Porrúa, S. A., 1953-54, y el de Miguel León Portilla, Las Literaturas precolombinas de México, México, D. F., Editorial Pormaca, S. A., 1964, X-205 p. (Colección Pormaca 5). A León Portilla débese maduro estudio acerca del pensamiento náhuatl; La filosofía Náhuatl estudiada en sus fuentes, 2a. ed. México, Universidad Nacional de México, 1959, (Seminario de Cultura Náhuatl). La primera edición es de 1956 del Instituto Indigenista Interamericano. Otra útil referencia de este autor: Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares, México, Fondo de Cultura Económica, 1961, 200 p. ils.

Fuente: Epica Náhuatl. Divulgación literaria. Selección, introducción y notas de Angel María Garibay K. México, Ediciones de la Universidad Nacional Autónoma, 1945. LIV-157-[5] p., ils. (Biblioteca del Estudiante Universitario 51). p. 11-22.

Leyenda de los soles

Es de noche; aún no brilla el sol, aún no hay aurora. Se reunieron los dioses, se juntaron en consejo allá donde es ahora Teotihuacan. Unidos, se dijeron: “Ea, dioses, venid acá, ¿quién toma a su cargo, quién se echa a cuestas el oficio de ser sol, de hacer aurora?” Entonces el que habla y se presenta delante es el Dios del Caracol. Dijo a los dioses: “¡Dioses, seré yo!” Una vez más hablaron los dioses y dijeron: “¿Quién otro más?” Inmediatamente juntos todos se miran unos a otros, se detienen en mirarse unos a otros, unos a otros se dicen: “¿Cómo ha de ser esto? ¿Cómo hemos de ser nosotros? Nadie se atrevía a ofrecerse como otro más; antes, todos tienen miedo, retrocedían, y ni uno solo se presentaba delante.

Había uno llagado de su cuerpo que estaba atento, prestando oído, en tanto que se hacía la discusión. A ese mismo al momento llamaron los dioses: “¡Eli, Purulento, tú serás el otro!” El, de buen grado acató el mandato, con toda voluntad lo acogió diciendo: “Bien está, dioses, una gran merced me habéis hecho.” Entonces se pusieron a hacer penitencia: por cuatro días ayunaron el Purulento y el Señor del Caracol. Fue entonces cuando se encendió el fuego. Ya arde allá el fogón, el fogón que llaman Roca de los Dioses. Los instrumentos de penitencia del señor del Caracol eran todos de gran precio: en vez de ramas de abeto, tenía plumas de quetzal; en vez de bola de grama para clavar las espinas, tenía una bola de oro; en vez de espinas comunes, tenía espinas de jade, y la sangre coagulada, la sangre sucia que queda en la herida, era coral, y el incienso que ofrecía, el más rico de los inciensos. En cambio, el Purulento en vez de ramas de abeto, tenía carrizos verdes; brotes de caña verdes, recogidos en manojos, gavillas diversas atadas, todas ellas nueve, por estar de tres en tres; en lugar de bolas de grama, tenía bolas de hoja seca de pino y sus espinas de sacrificio con que se sacaba sangre eran verdaderas espinas de maguey, y lo que salía al sangrarse, era en realidad su propia sangre, y en lugar de incienso ofrecía la raedura de sus llagas mismas.

A uno y a otro se le hizo una montaña, en la cual estuvieron haciendo su penitencia por espacio de cuatro días con sus noches. Cuando llegó a su término la cuarta noche de penitencia, fueron a arrojar luego, fueron a echar lejos de sí sus ramas de abeto y todo aquello con que habían estado haciendo su penitencia. Esto se hizo al llegar el remate de su penitencia, cuando llegada la noche tenían que entregarse a su oficio, habían de mudarse en dioses. Cuando la noche llegó, las ropas les distribuyen, ya los atavían, ya los engalanan. Al Señor del Caracol le dieron un morrión de blancas plumas de garza, de forma cónica, y su almilla de rica tela; pero al Purulento, solamente le dieron papel; una peluca de papel con que ceñir su cabeza, una tiara de papel y un braguero de papel.

Llegada así la medianoche, todos los dioses se pusieron en torno del fogón que llaman Roca de los Dioses, en el cual por cuatro días había estado ardiendo el fuego. Se pusieron de ambas partes, se pusieron en dos filas, y en medio colocaron, hicieron parar a los dos, al llamado Señor del Caracol y al llamado Purulento. Los pusieron con el rostro dirigido hacia el fuego, los pararon con la cara vuelta hacia el fuego del fogón. Entonces alzan la voz los dioses y al Señor del Caracol dijeron: “¡Ea, pues, Señor del Caracol, échate, arrójate al fuego!” Él va inmediatamente a arrojarse dentro el fuego; pero cuando llegó ante él, el ardor era insoportable, insufrible, intolerable, como que por mucho tiempo el fogón había estado ardiendo, se había hecho un fuego abrasador, había un hacinamiento de ascuas. El entonces sintió miedo, se detuvo a medio camino, retrocedió, volvió atrás. Y va otra vez a lanzarse, haciendo todo el esfuerzo para arrojarse con ímpetu, para dar consigo en el fuego; pero no pudo atreverse a ello. No bien hubo Pegado a él el ardor de la fogata, no pudo menos que retroceder y echarse a huir: ¡no lo podía soportar! Cuatro veces hizo lo mismo y otras tantas no pudo sufrir el fuego. No pudo arrojarse al fuego, por fin. Y solamente cuatro veces se permitía hacer la prueba.

Cuando tal cosa vieron los dioses, luego gritaron al Purulento: “Ahora tú, ahora es tu turno, Purulentillo; anda pues.” El Purulento hizo un ímpetu y de un solo empuje se lanzó atrevido, hizo violencia a su corazón y cerró los ojos para no sentir el miedo; por nada se amedrentó, no se detuvo en la carrera, no volvió atrás, sino que al punto se dejó caer, de una vez se lanzó impetuosamente al fuego. En uu momento se abrasa en llamas, estrepitosamente chisporrotea y resplandece mientras arde, su carne en el fuego cruje. Cuando el Señor del Caracol vio al otro que ya estaba ardiendo, también él se lanzó al momento y también se abrasó en llamas.

Y es fama que entonces entró también el Aguila al fuego, se fue en pos de ellos, se abalanzó al fuego, en el fuego se metió, y se quemó enteramente: por esto tiene el plumaje todo oscuro y requemado. Y también se metió el Tigre, pero no se quemó mucho cuando en el fuego cayó: solamente se chamuscó, se pintó con el fuego, no del todo se quemó, a medias sintió los efectos del fuego: por esto solamente tiene la piel manchada, como teñida de tinta; manchado en parte y salpicado de color negro. Y dicen que desde entonces se tomó de ahí la ley de llamar y dar nombre a los valientes en la guerra: Aguila-Tigre. Primero se menciona el Aguila, porque ella fue la primera en lanzarse al fuego y sólo entonces el Tigre la siguió y por esto en una voz se llama el guerrero valiente Aguila-Tigre.

Cuando al fuego se hubieron arrojado ambos, enteramente ardieron hasta consumirse. Entonces los dioses todos se sentaron a esperar por dónde había de salir el Purulento que se había lanzado el primero, para ser el sol, para dar ser a la aurora. Cuando hubo pasado largo tiempo de que así estuvieron esperando, comenzó a enrojecerse el cielo, por todas partes rodeaba el horizonte la aurora, la claridad de la luz. Dicen que entonces los dioses todos se arrodillaron para esperar por qué rumbo había de salir el que se había convertido en sol. A todos lados miraban, por todas partes fijaban la vista. Estaban en círculo dando vuelta. No tenía concierto su palabra, no convenían en su razonamiento, nada de lo que decían resultaba verdadero. Unos pensaban que por el Norte habría de salir y hacia allá tenían el rostro; otros pensaron que por el Poniente, o por el Sur, y en estos puntos fijaban la vista. Por todos los puntos opinaron que saldría, como que por todo el rededor estaba la claridad envolviendo al cielo.

Unos hubo que estuvieron mirando hacia el Oriente y dijeron: “Por aquí precisamente tiene que salir, por allí ha de salir el sol.” Verdadera y mucho fue su palabra de quienes allá miraron y allá con el dedo señalaron. Los que veían al Oriente eran el Dios del Viento, Nuestro Señor el del Anillo, el Señor del Espejo Rojo Humeante, y también las Serpientes de Nube, que no pueden ni numerarse, tantas son. Cuatro mujeres también: Nuestra Hermana la Mayor, la Hermana que le sigue, la Tercera y la Hermana postrera.

Y al fin salió el Sol, al fin se puso delante, rojo enteramente, cual si de color hubiera sido teñido. Una vez salido, se estuvo contoneando de un lado a otro. Nadie podía verle el rostro, mortificaba los ojos, mucho resplandecía y lanzaba de sí rayos. Su irradiación llegó a todas partes, a todas partes penetró su calor. En pos de él salió el Señor del Caracol, y le iba siguiendo en el mismo punto del Oriente, al lado del que en sol se había mudado. Tal como habían caído en el fuego, el uno en pos del otro, así del fuego salieron, siguiendo el uno al otro. Y, según la fama narra, la luz de ambos era igual. Cuando los dioses miraron que era igual el resplandor con que ambos relucían, otra vez hicieron consejo entre sí y dijeron: “¿Cómo ha de ser? ¿Cómo ha de hacerse esto? ¿Acaso los dos unidos irán siguiendo el camino? ¿Acaso han de relucir con igual luz ambos?” Y todos los dioses dieron la sentencia: “¡Sea, hágase esto!” Entonces uno de ellos salió corriendo, hirió la cara del Señor del Caracol, dándole con un conejo, y así le estragó la cara, la hirió tal cual hoy se mira.

Cuando los dos se presentaron a la vista, tampoco podían moverse, no podían seguir su ruta, sino que permanecían en pie fijos, estaban parados, sin ánimo de moverse. Por esto de nuevo los dioses dijeron: “¿Cómo vamos a vivir? No se mueve el Sol, ¿hemos de vivir tal vez confundidos con los hombres? No, que ellos resuciten, aunque nosotros muramos. Que medren y suban, aunque muramos todos.” Entonces el Dios del Viento se puso a hacer su oficio y dio muerte a todos los dioses. Un dios hubo, sin embargo, que, como la fama cuenta, se resistía a morir. Era Xólotl, que decía: “¡Oh dioses, que yo no muera!” Y entre tanto lloraba, lloraba tanto que los ojos se le inflamaron, se le hincharon los párpados. Y cuando a él llegó la Muerte, él se lanzó a huir corriendo ante ella. Se escabulló y fue a refugiarse entre las matas del maíz verde. Allí tomó el aspecto y la forma de una caña, en caña doble se convirtió, de las que tienen doble tallo, y se llama por esto Doble-Labrador. Pero, visto entre las matas, otra vez se echó a huir frente a su perseguidor, y se fue a meter entre los magueyes, y también se convirtió en maguey de doble corazón, por lo cual se llama Doble-Maguey. Pero aun allí fue visto y de nuevo huyó y se fue a meter en el agua, y se convirtió en ajolote: pero al fin allí le atraparon y le dieron muerte.

Cuenta la fama que aunque los dioses todos habían muerto, ni por eso el Sol anduvo, no pudo seguir su camino el Dios Sol, y entonces el Dios del Viento se puso a hacer su oficio. Se irguió e hizo grande esfuerzo, con su viento hizo un enorme ímpetu: al fin se movió el Sol y comenzó a andar su ruta. Y en tanto que él seguía su camino, la Luna quedó allá detenida. Cuando entró el Sol su entrada por la tarde, entonces salió la Luna. De esta manera se apartaron, hicieron derrotero diverso cada vez que han de salir. Todo el día dura el Sol y la Luna por la noche. De noche ejerce su oficio, por la noche es su trabajo. Y ella debiera haber sido el Sol, pues fue quien se presentó primero y las cosas que ofrecía eran todas de gran precio.

Luchando estaban en guerra los otomíes con los popolocas. Para mostrar la grandeza de su dios pidieron los otomíes a los popolocas que hicieran tres señales de esa grandeza. Que en la llanura apareciera una ciudad y al momento desapareciera. Así fue hecho. Que aparecieran dos ejércitos que luchaban, formados de innumerables hombres, y de los cuales morían muchos, y que, al querer ellos, desaparecieran. Así fue hecho. Y en tercer lugar, que al mediar la tarde, el Sol se detuviera en su carrera. Para este fin enviaron los popolocas un mago suyo, el cual volando por los aires fue a presentarse al Sol y éste le preguntó a dónde iba y qué quería. El mago respondió: “Vengo a pedirte que tú te detengas, pues nuestros enemigos deben quedar vencidos.” El Sol le respondió: “Detenerme yo no puedo; soy un gran dios, y hay muchos dioses que me esperan adelante de mi camino. Tengo que ir de prisa para darles alcance, para ver qué hacen. Pero para que venzáis a vuestros enemigos, y veáis que yo os tengo en mucho, toma estas mis barbas, que son lo que yo más amo, y di a esos perversos que si dan batalla contra vosotros, los venceréis, y si ellos vencen, yo los destruiré a todos.” Regresó el mago con las barbas del Sol y con sólo verlas los enemigos huyeron espantados. Eran largas, rojas y gruesas.

Cuantos morían en la guerra, o en el altar del sacrificio, iban a la casa del Sol. Todos andaban unidos en una inmensa llanura. Cuando el Sol va a aparecer, cuando es tiempo de que salga, empiezan ellos, entonces, a lanzar gritos de guerra, hacen resonar los cascabeles que llevan en los tobillos y a golpear sus escudos. Si su escudo está perforado por dos o por tres flechas, por aquellas hendeduras pueden contemplar al Sol; pero aquellos cuyo escudo no tiene abertura alguna, no pueden mirar al Sol, no pueden fijar sus ojos en el rostro del Sol. Cuantos cayeron muertos entre magueyes y cactus, entre espinosas acacias, y cuantos han ofrecido sacrificios a los dioses, pueden contemplar al Sol, pueden llegar hasta él.

Cuando han pasado cuatro años se mudan en bellas aves: colibríes, pájaros moscas, aves doradas con huecos negros alrededor de los ojos, o en mariposas blancas relucientes, en mariposas de fino pelambre, en mariposas grandes y multicolores, como los vasos de beber, y andan libando allá en el lugar de su reposo, y suelen venir a la tierra y liban en rojas flores que semejan sangre: la poinsetia, la eritrina, la carolínea, la caliandra.

Y las mujeres que mueren en guerra, o mueren en el primer parto, son igualadas a los guerreros que cayeron en el campo de batalla. Todas van a la casa del Sol, todas moran en el Poniente. Cuando el Sol por la mañana sale, le van siguiendo y agasajando y festejando los valientes guerreros hasta llegar al mediodía. Allí salen a su encuentro las mujeres, ataviadas con sus armas y le van acompañando con gran regocijo y fiesta. Le llevan en unas andas hechas de plumas de quetzal y cubiertas con un dosel de plumas: entre ricas plumas le llevan. Y en tanto que los guerreros van a libar flores en la tierra, ellas van voceando alegres, haciendo alarde de guerra y festejo grandioso hasta llegar al ocaso, en donde dejan al Sol y vienen los moradores de la región de la muerte a recibirle. Ellas se esparcen por las sombras de la noche a infestar al mundo.

 

por Ernesto de la Torre Villar (selección, prefacio, notas y tablas cronológicas)

 

Publicado, originalmente, en: Lecturas históricas mexicanas Tomo I

Lecturas históricas mexicanas  es editado por el Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México

Link del texto: https://historicas.unam.mx/publicaciones/publicadigital/libros/lecturas/T1/LHMT1_004.pdf

 

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