Amigos protectores de Letras-Uruguay

La posta
Cuento de Gustavo de la Arada

Idas y venidas del escritor

 

 

Un relato dislocado que parece centrarse en el "ser escritor" como tema. Personajes y narradores que aparecen y desaparecen a modo de mamushkas. El final ordena lo que desconcierta y nos brinda una idea singular del tema: ser escritor tiene mucho de locura, poco tiene que ver con la idea de publicar y menos aún con un rol social funcional al sistema.

Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago

No me dejen mentir, muchachos, dijo el Chanta, forzando las estrías, desafiando a la que tocaba donde una vez tuvo cintura y ahora él llamaba Banda Ancha. No me dejen mentir, muchachos.

 

Entre las frases que de tan sinceras son falsas, ésta era la que el Chanta mejor usaba. No me dejen mentir. A veces quebraba la Banda Ancha y señalaba hacia un mostrador vacío, con ese ademán de político bonachón y bien cogido. Eso no va con su estilo, pensó el Cerva.

 

El Chanta siguió, como si otro le dictara las palabras. En el facilísimo arte de quebrar una mina, recitó tanguero, sobresalen los ansiosos por sacar punta. Y largó la carcajada. El Cerva sonrió. Estaba pensando al Chanta como al típico puntero barrial, político. No estaba mal, el chiste. Pero el narrador le erraba con "bien cogido". Le arruinaba el personaje.

 

Esta vez, se dijo, quiero que se den cuenta. Para darle vida a cada personaje hay que engendrar primero un narrador implacable, siniestro en el arte de elegir las frases, los ángulos, la visión global del montaje.

 

Si el Cerva, megalómano extremo, hubiese padecido una paranoia menos estrecha, se habría desquiciado con sólo imaginar la posibilidad remota, lúdica o metafísica, de que alguien, a su vez, lo escribiera. A Él.

 

Decime si no está bueno, le preguntó el Chanta. Sí, sí, ta bueno, ta bueno, contestó el Cerva. El personaje.

 

El creador del narrador en cambio, apenas escuchó la pregunta, seguro de que su elegido no lo iba a defraudar en eso: En meterlo dentro de la historia.

 

Era muy simple. El Cerva confiaba ciegamente en que el narrador hiciera una parodia feroz de su padre, amo y señor. La única condición para habitar su paraíso creativo era morder la manzana del mal trazado Cerva en cada novela del Cerva. Estaba en todas, nunca como personaje principal. Era siempre un idiota que cumplía con ser buen público ante cualquiera de quien pudiese obtener un trago gratis, un pase o una llevada hasta la casa en la peor de las madrugadas. El Cerva a componer era fácil. El compositor no. Por eso empujaba siempre a narradores arrogantes, impetuosos, desbordados, descuidados o ajenos a los detalles. Para cuidadoso estaba él.

 

Creo que me amasé con el Cerva, dijo Charles. Con los dos Cerva, contestó Rymond.

 

Se hacían llamar Rymond y Charles porque sonaba bien. Alberto y Tato, escritores natos. El problema con los escritores natos, o innatos (la gente, el común, los usa indistintamente tanto para un sujeto como para su cualidad o talento), el problema con este tipo de escritores lo tienen ellos: TIENEN QUE SER ESCRITORES.

 

Y contra eso estaban, puertas adentro, donde una chapa los nombraba Rymond & Charles, Alberto y Tato. Se habían propuesto enfrentarlo, superarlo, luego de haberlo asumido en una charla de borrachos que no quisieron dejar que terminara simplemente como otra charla de borrachos olvidada una semana después. Por ese motivo, aquella noche, decidieron seguir chupando en el estudio, estudiando el caso. El caso de un pibe que sabe que va a ser escritor, pero lo que no sabe es que no lo sabe, lo cree. O se lo hicieron creer, en la casa, en la escuela, en un libro, en el suplemento de un diario.

 

Existen dos casos, piensa el Cerva: El atormentado y el que atormenta. El primero de los dos, si bien nunca será un narrador de los míos, tiene posibilidades de llegar a escribir algo.

 

Otra vez con el Cerva, dijo Rymond.

 

Y bueno, dijo Charles.

 

Te puede, dijo Rymond.

 

Le cabe, defendió Charles.

 

Concedo, reconoció Rymond.

 

Coincido, agregó Charles.

 

Alberto tuvo el temor de que Tato rematara una vez más con su marca de cierre en las discusiones, un redundante final innecesario, bajo, empobrecido desde la rima.

 

"Cocido", agregaba siempre, con media sonrisa, como si supiera que su parte en la sociedad festejaba lo que la otra no.

 

Pero esta vez Tato era menos Tato y más Charles, concentrado, genuino tal vez desde el seudónimo adoptado o expropiado. Estaba librando, desde la idea, la misma batalla que siempre entablaba con las palabras: que no lo obligaran a empujar una historia según rimas o asociaciones antojadizas, traicioneras. Cosa que hacía muy bien Rymond, o Alberto, a quien detestaba por las dos cosas. Por hacerlo, o permitírselo, y porque algo tan azaroso le saliera bien. Tal vez el propósito perteneciera a Alberto, y el resultado a Rymond. En ese caso los odiaba a los dos. En conjunto o por separado. Desde su doble ser o desdoblado. Un ejemplo conflictivo era el Cerva, a quien él, Tato, o Charles, escribía magistralmente, habiendo sido concebido por Rymond. Y de quien se le pegaban frases como "empujar" una historia, un personaje. A veces dudaba sobre si Rymond no lo disfrutaba desde un escalafón más alto. Desde la chapa de la sociedad y su primeridad musical en el nombre. Otras, lo imaginaba a Alberto con 30 kilos de más en un bar girando y diciendo: No me dejen mentir, muchachos. Sin embargo le encantaba trabajar con Rymond, o Alberto, quien no se cansaba de repetir "El Tato es el alma del dúo", o "el secreto del éxito". Habían escrito, con buenos resultados, los dos guiones cinematográficos de sus dos novelas premiadas. El actor del momento había pedido un secundario en las dos películas para interpretar al Cerva...

 

"Cerva, Cerva", se dijo, a media voz, suspirando, Anselmo, cansado de escribir, como cada viernes, una o dos páginas más. Levantó el lápiz de Mickey Mouse que le había regalado a su hija. Con la goma de borrar del lápiz se levantó los anteojos. Con la otra mano se los sacó, los puso sobre el cuaderno de Barbie. La parte más gruesa del lente derecho de los bifocales agrandaba la palabra Cerva. Eso intensificó su sed. Pensó en repasar y controlar la respiración del relato, pero era menester, primero, vigilar la respiración de su hija, enferma de los pulmones. No la encontró. Estaba seguro de haberla dejada durmiendo, de haberle dado el remedio, de que no la iba a dejar agravarse en la semana que le tocaba tenerla a él. Cami había llegado saludable, pero la primera noche empezó a respirar mal. A la segunda noche de enfermero, Anselmo vio el lápiz sin punta, el sacapuntas como él que usaba en la primaria, el cuaderno de Barbie, la botella de vino, todo sin abrir, como él, que tanto hacía se cerraba ante la idea, que escribir le resultó la única opción a falta de cervezas que abrir, vaciar, eructar y mear. Su hija dormía profundamente, pero no sabía dónde. Decidió escaparse un rato. Cuando iba saliendo, el enfermero del neuropsiquiátrico, adoptando el papel de portero, le preguntó:

 

-Y a dónde es que va, don Anselmo, a esta hora.

 

-Al bar La Posta, dijo Anselmo. Me espera el Chanta con una grapita.

 

-Si no se ofende, ya mismo le alcanzo la prótesis, que se la está olvidando.

 

-Bueno, dijo Anselmo, contrariado, tratando de recordar en qué momento le dio al portero tanta confianza o la llave de su departamento.

 

Lo vio venir con una jeringa en la mano.

 

Después de abrazarlo e inyectarle la dosis, Santiago, el siquiatra residente de turno, volvió con Anselmo hasta su cuarto, lo acostó, buscó el borrador donde contaba, a modo de diario, las idas y venidas del famoso escritor condenado, enloquecido. Después fue hasta el pabellón y buscó debajo de la almohada el cuaderno de Barbie, para ver qué había escrito Anselmo ese viernes, qué había agregado, acabado o empezado, esperando encontrar, por fin, el relato de la noche fatídica en que se puso a escribir sin parar durante dos días, olvidándose de su hija enferma, convirtiéndose primero en criminal, luego en paciente psiquiátrico. Santiago soñaba encontrarse con la primicia, robársela, usarla todavía no sabía cómo, si cambiándola por dinero o publicándola con su sello, biografiando al Anselmo loco, asesino genial, dentro de su propia obra.

 

Lá primera vez que husmeó, Santiago se encontró con el Chanta. La segunda vez con un Cerva. Después con otro. Luego aparecieron Rymond y Charles. Y Alberto y Tato. Pero este viernes, al fin, apareció la palabra, el nombre diminuto, cariñoso: Cami, la hija muerta.

 

A la exaltación feliz de Santiago le siguió el shock, un puñetazo donde un personaje nuevo, un enfermero que fingía ser portero, buscaba una prótesis, una jeringa, su borrador y un cuaderno ajeno. A juzgar por el cierre, el relato estaba terminado. Anselmo lo había titulado al final, rabioso, atravesando el papel, tatuando el nombre del cuento al pie de la página en blanco siguiente.  

Gustavo de la Arada
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
29 de agosto de 2010

Ir a índice de América

Ir a índice de de la Arada, Gustavo

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio