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Braceando bajo la lluvia 
Gustavo de la Arada

Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago

La ciudad está vacía, llueve, es la madrugada y los bracitos del limpiaparabrisas hacen su trabajo con el agua. De vez en cuando los dejo descansar y avanzo a ciegas bajo la cortina de agua. Lluvia de la noche. Los semáforos inútiles, bocacalles como arroyos y el rollo en mi cabeza que no rima en esta calma, esta paz para los otros, paz de otros. El silencio es un campo magnético donde chocan mis choques eléctricos. Cerebrales, mentales, demenciales. Tengo que matarla, pero la lluvia puede con la ira. Ir hacia dónde. Vueltas en círculos, espirales, remolinos para ahogar los pensamientos que me ahogan, se me cierran, marean lo que sobra y vale o no la pena. Ya nada vale, ni la pena ni la vida en la penumbra. Rimo cuando fumo, fumo y rimo. 

Lo veo al Viejo en la esquina, bajo una lluvia que no lo moja, me hace señas, cruza sus brazos en alto. Sube. Hace rato que no lo encuentro. Me pide que le recite algo. Nube seca y dulce que me envuelve dentro del auto: no me enciendas, no dilates la importancia de los hechos, las imágenes, los gestos como flechas o piedras contra el sueño del dueño de los sueños...

Estamos temáticos estamos, me dice, me interrumpe. Y no me vengas con los sueños, que me los conozco de memoria. Dame una seca, no hablemos de trabajo.

No puedo no hablar de los sueños, pienso, sé que me escucha. Yo fui el dueño de muchos. Los administraba bien, compartía algunos, cedía otros, me guardaba para mí los peligrosos para el resto. Esta mujer me los cagó a flechazos, los apedreó hasta el limbo, los hizo polvo. Un gesto suyo valía y restaba cuatro o cinco sueños, o más, y me cegaban sus gestos.

Me ciegan, me expulsan a la lluvia, al silencio ajeno, a una guerra contra nadie en esta noche enferma de paz, de tregua entre los cuerpos. Su cuerpo duerme ahora entre almohadones, su rostro asimila cruces, tumbas que cavó con cada mueca, moradas para mis sueños muertos donde ella se acomoda, se consuela y siembra la culpa.

Dale, dice el Viejo, exhalando el humo, contate otro. 

Estábamos enfermos, digo, y, sucedió que, menos por menos más, ya que estamos, salvémonos, hagamos con tu hastío y mi desasosiego un nudo, un primer peldaño. Lavemos los platos rotos con guantes de acero, echémoslos a la basura relucientes. Fragmentos limpios del pasado roto, sucio en la memoria, mochila que araña la espalda, acaricia la nuca, endereza. O quiebra la espina, el peso en la memoria.

Ta bueno, dice el Viejo, medio ahogado con el humo, y tose. Seguí, dice.

Contra el puñal de la mentira no existen detectores. Al puñal de la mentira se lo combate con puñales. Tengo que matarla. Clavarle mis verdades. Dejar de narrar tibiezas, liviandades, dejar de dar vueltas en círculos, de ahogarme en sesudas discusiones con mis propias idioteces. Fumar de nuevo. Bracear hacia la orilla, bracear hacia la noche. Dejar que las palabras vuelen, ondulen como en sueños, susurren átomos de estúpidas verdades que perforen el ladrillo del día, la mentira construida como un templo para el dios nuestro de cada tarde, el dios efímero y presente y renovable, descartable hacia la noche con tormentos, prescindible en cada mesa, en cada fiesta, en los brindis de año nuevo, en cada día viejo que comienza.

El Viejo ríe, fuma. Entonces elevo la voz como un predicador enfebrecido: 

Y Dios vendrá conmigo a escupirles las orejas, a reírse de aquellos que lo adulan, a incomodar a quienes lo invocan en momentos de ocio. Nos daremos de codazos a las carcajadas, ante el asombro de incrédulos e imbéciles, sobre los crédulos e inútiles, vagaremos pateando tachos y, cuando ya se aburra, le voy a pedir lo que ya sabe: que la apuñale, que la mate en mi nombre, que los mandamientos son para los hombres, como el fumo lo es para la rima.

Lo miro, espero. Ya no ríe, me palmea, me cachetea la nuca con cierto cariño, pero niega con la cabeza, porque no se anima, Dios, a cargarse, despacharse a mi ex, amor o amante.

Qué van a decir los curas, argumenta y se defiende. Ya me ablandaron bastante, lo suficiente como para hacer del Mar Muerto un yacuzzi para penitentes. Ya nadie me asocia con la ira, con la espada. Los terremotos se los adjudica la ETA, los maremotos Al Quaeda, mis profetas rankean por debajo del horóscopo chino y a los milagros los patentan los científicos creyendo que inventan o crean cuando descubren mi obra. No tengo ganas. Siempre te pedí por otros, loco, le digo, lo increpo. Es la primera vez que te pido algo mío, para mí, tu predilecto. 

Se ríe de nuevo. Lo miro, lo veo: chiquito, envejecido, encorvado, filoso como espada samurai, oscuro como un Ninja. 

Si yo mato es para que se sepa, pendejo, para que sirva de lección. Pero hoy por hoy, no existo, soy la palabra de una idea sin cuerpo, una excusa para infinidad de fines. Me han puesto fin, estoy muerto, así que no jodas, hijo, y espantemos a esa vieja enclenque de ahí enfrente, para que sepa que está viva, todavía.

Entonces abre la puerta y baja. Lo veo cruzar la calle a los saltitos, levantar los brazos como un espantapájaros y hacer su obra, asustar a la vieja, revivirla como si fuese un exhibicionista que muestra a la marioneta de la noche espantaviejas derruidas. Sus bracitos divinos se mueven bajo la lluvia como los del limpiaparabrisas. Desaparecen. No sé si se la cargó para agregarla al cielo o la devolvió a su casa con unos años menos.

La ciudad vuelve a estar vacía. 

De Dios, de la vieja, de la idea de matarla, a ella, que dejo para otro día, otra noche. Para otro dios menos justo, más serio. Para otra lluvia o pena asesina.

Gustavo de la Arada
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
27 de junio de 2010

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