El cóndor ciego

cuento de César Dávila Andrade

—Huelo a carne quemada —dijo el viejo y alzó hacia el aire enrarecido su perfil ganchudo.

—Sí, carne quemada —repitió, moviendo la cabeza tras el sutil efluvio.

—Son los indios de la Hacienda "Ingachaca" —dijo Huáscar desde su sitio.

—¿Los indios... ?

—Sí. Están marcando el ganado en las lomas del frente —explicó Chambo.

Se hallaban a dos mil metros de distancia, y podían observar con claridad la operación y percibir la chamusquina. Es decir, el viejo no podía ver. Pero había sido el primero en olfatear. Sus ojos claros y duros, color de incienso, estaban transparentes, pero no veían nada. Sin embargo, podía percibir a dos mil metros y más la pequeña putrefacción de una rata campesina si el viento soplaba favorable.

La Hacienda "Ingacha" era una mancha verdinegra, rodeada de lomazos y grietas. Un río —aún imperceptible— bañaba los terrenos de sembradura y se hundía entre las depresiones cubiertas de vaho matinal. Lentas y numerosas humaredas demoraban en las profundidades.

El viento de la altura soplaba en la gorguera de los cóndores, pero no conseguía arrancarles a la sombría obstinación de su atalaya.

De súbito, en la remotísima llanura del mar, a través de soñolientos bancos de nubes, penetró un rayo de sol, delgado y tierno. Viniendo desde oriente, había rebotado en una garganta baja del Illiniza.

—Ya se despiertan los gusanos —dijo Huáscar.

—Ya se despiertan también los loros —dijo otro cóndor.

Conversaban sobre un estrecho balcón de granito negro, salpicado de lascas y excremento. Atrás, en la oscuridad del muro, entre enormes colmillos de roca, estaban los nidales, casi desnudos. Olían a fiera.

Desde las ásperas patas de los rapaces, clavadas sobre el borde erizado, caían largas flecaduras graníticas bordadas de hielo.

El ciego arrastró el ala derecha y se volvió:

—Sarcoramphus —dijo—, elévate y otea la comarca. Te esperamos.

El aludido salió de su ensimismamiento y giró acrimonioso.

—Mientras mis ojos vean... —exclamó. Su talla oscura crujió agitada por el viento, sobre el perfil de la roca. Andaba lentamente, con la cola un poco estirada hacia un lado.

Hubo un lento rumor de abanicos. Corrió unos segundos con las alas entreabiertas y las extendió violentamente, hasta el fondo tenso de la envergadura. Estaba en el aire. Recogió las patas y giró frente al grupo, saludando con trágica solemnidad.

—¡Grr... grr!

Al cabo de un momento, reapareció, alto y distante. Tenía las alas tensas, casi inmóviles, y el cuello curvado hacia abajo en actitud de espiar. El sol naciente le arrancaba destellos acerados y rojizos que se pulverizaban en la tempestad de las vibraciones y volvían a integrarse.

El sol subía paulatino. Inesperados resplandores, escintilaciones, biseles fúlgidos, vetas radiantes y ásperas esquirlas, brotaban asustadas de la mágica orografía. Y la nieve devolvía una mañana inverosímil desde el límite de su reposo duro.

Inmovilizados en suntuosa acrimonia, miraban las inmensas almenas nevadas, las escarpas vertiginosas, las cuchillas murmurantes de hierbas, el altiplano servido en infinitas terrazas de sustancias, las ingles de los pequeños valles colmadas de vapores fecundos.

Es asombrosa la acuidad de su mirada. Desde inaccesibles oteros o desde el aire, perdidos entre las nubes, clavan sus pupilas casi ígneas en la lagartija friolenta que asoma un instante entre las grietas de las cercas; o sobre el conejo fatigado de correrías y de vejez, que la muerte vapulea en el pajonal.

Fríos, pétreos de poderío y de malhumor, prefieren los caballos espatarrados a los toros cimarrones que mueren solitarios sobre sus cuartos traseros, en lo más desolado de los páramos.

Cuando marchan sobre la nieve, bajo el sol del mediodía, se detienen a veces, y ladeando la cabeza con aquel tic suyo tan noble y humorístico, observan minuciosamente la esplendente masa; distinguen las pequeñas estrellas radiadas, las cristalizaciones columnarias, los finísimos canales pneumáticos y las miríadas de naderías que forman la catedral helada.

Sarcoramphus regresó envuelto en una oleada de ázoe. Describió un giro sinuoso ante el balcón de piedra y recogió las alas.

Imperturbable, sin transparentar su emoción, fue a alinearse al lado de sus compañeros.

—Hay comida suficiente —informó, sin dejar caer aquella especie de frío monóculo de la solemnidad.

—¿Algo nuevo... ? —inquirió el ciego.

—Sí. Un hombre y su mula rodaron anoche en la Quebrada Seca, al pie de las solfataras. Sus cadáveres están frescos.

—¡Oh, qué bien! —exclamó Huáscar.

—¿Qué quieres almorzar: bofes, hígado, abomazo...?

—El corazón del hombre y sus testículos... —repuso el ciego, y agregó: —¡Quiero volar!

—¿Volar tú... ? —repuso Chambo con respetuoso interés.

—Mi último vuelo.

Los ojos de color de incienso se iluminaron de salvaje entusiasmo. Pero los veló con perspicacia en seguida.

—Díganle a Amarga que la espero esta tarde.

Hundió el cuello y la gorguera entre las alas y se deslizó entre la penumbra del nidal.

Huáscar, Sarcoramphus y Chambo saltaron sucesivamente al vacío con rumorosa corpulencia, y, de pronto, cada cual fue la boca de un gran deseo, bebiendo a raudales el espacio.

Con vuelo tenso y potente, ascendieron hasta ponerse sobre todas las cumbres y los cráteres, y dibujaron tres lentísimos círculos entrelazados.

—¡Mira la Quebrada Seca!

—¡Es un indio..., un indio joven!

—¡Y la muía está gorda..., gorda!

—¡Miren la Quebrada...!

A pesar del contradictorio océano del viento, cada uno de los rapaces percibió distintamente la fragancia de los azúcares negros de la muerte, correspondientes al infortunado jinete y a la bestia.

Eran viejos bebedores de efluvios mortales. Y, sin olvidar el pedimento del ciego, hicieron su íntima elección.

El cóndor ciego parecía dormitar sobre sus poderosos tarsos, emplumados hasta los talones. Su cuerpo negro y acerado, recorrido de largas plumas nevadas y grises, emanaba funesta potencia. Su cresta estaba hinchada aún de sangre rapaz; pero sus ojos velados por la membrana nictitante, aparecían contradictorios. No dormía. Contemplaba el sol de un abril lejano —casi vapor de sol y de recuerdo—, en ese nivel de los grandes rayos al que no llega el humo de los montes. El y Amarga revolaban oteando la comarca. El Pastaza fulguraba abajo. A veces lo escuchaban como un inmenso plumero de metal sacudido por el viento. El y Amarga revolaban, revolaban. De pronto vio él una ternera extraviada, mugiendo lastimeramente al borde de un desfiladero. La garganta se le hinchó de pasión y giró en torno de Amarga, gritando:

—¡Voy a separar tu desayuno...!

Y como un relámpago negro descendió de un solo rasgo los mil quinientos metros que le separaban de la víctima. La ternera se encogió al sentir el huracán viviente sobre su cuerpo. Pero él, con un aletazo matemático, lanzó a la bestezuela dentro del desfiladero.

Amarga bajó en seguida, y devoraron juntos.

¡Cómo resplandecían los bellos ojos de su compañera entre el vaho picante de las visceras!

Regresaron pasado el mediodía. El ciego dormitaba de verdad. El aleteo de los compañeros le sacó del sueño. Irguió la enérgica cabeza sobre el plumaje, y preguntó:

—¿Qué tal estuvo?

—Grr... grr... —repuso Chambo, que tenía el pico desocupado. Huáscar y Sarcoramphus se aproximaron de lado, majestuosos; y depositaron ante las patas del ciego los sangrientos manjares señalados.

Sin contenerse, el ciego empezó a devorar.

Terminó el fúnebre almuerzo, restregó el pico entre las rocas y agradeció: —El indio era joven..., descanse y vuele.

—¡Descanse y vuele...! —repitió Chambo, convencido..

—Y muera esta misma tarde conmigo... —exclamó el ciego con repentino aire de misterio.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Si ven a Amarga, díganle que la espero al atardecer.

Y con pausado tranco se dirigió al fondo del nidal.

Por ahí mismo se descolgaba una rugosa masa de lava petrificada. Del incendio que había sido su rumorosa juventud, quedaba el silencio mineral salpicado de musgo rojizo parecido a limalla de cobre.

No se había vuelto aún, cuando los oyó elevarse, uno a uno. Sintiéndose solo, se recogió para digerir. Y mientras se adormilaba, escuchaba ese silencio lúcido de afuera, que florece en las cumbres como la sublimación de todas las batallas.

Mediaba la tarde cuando regresaron. El ciego les esperaba ya en el sitio acostumbrado. Luego que todas las alas estuvieron cerradas, preguntó:

—¿Han visto a Amarga... ?

—Amarga no ha sido vista —respondió Chambo, contrariado.

El ciego no protestó. Se contentó con limpiarse el pico en la roca. Después de unos instantes propuso:

—Es tiempo. Subamos a la piedra negra.

Y empezó a ascender.

Le siguieron en silencio uno detrás de otro. Y todos iban pensando: "El lo sabe todo. Algo querrá decirnos. El nos enseñó a dispersar un rebaño y a separar la víctima. El nos enseñó el golpe de flanco que derriba. El nos enseñó a elegir las nubes que hacen invisible nuestro plumaje".

Se detuvo sobre una planicie negra y angosta que terminaba a pico sobre el occidente. Parecía un gigantesco trampolín encallado contra el cielo.

Al fondo, bajo el sol oblicuo, fulguraba el mar lejano, semejante a una piedra pura, derretida. La costa remedaba sólo un reflejo que se persiguiera en su vaivén, desconociéndose a sí misma.

El ciego sacudió la cabeza y dijo:

—¡Descanse y vuele el hombre. Y muera otra vez conmigo hoy mismo!

Luego, empezó a correr a lo largo de la rampa, en dirección al sol occiduo.

Sus alas se fueron desplegando poco a poco en la carrera. Las largas plumas blancas —las remeras— se prolongaron en la línea máxima de la envergadura. Extendió el libre cuello y recogió los tarsos. Así entró en la atmósfera.

El grupo de sus compañeros avanzó hasta el borde de la rampa. "El nos enseñó el golpe de flanco que derriba. El nos mostró la ciudad del hombre, rodeada de basureros. El nos mostró la unión de la tierra y del océano, como un largo sudor de espumas..."

El ciego ascendía serenamente, adivinando la inmensa candela de la tarde. Ya era una sola mancha horizontal contra la ilimitada transparencia, sobre las aguas. La sal húmeda y bullente de las profundidades le llegó al sentido. La aspiró con gusto mortal para el último gesto. En seguida, sabiéndose sobre el abismo, cerró las alas de golpe.

Ellos miraban.

Un cuerpo oscuro y apretado cayó girando como un fruto.

cuento de César Dávila Andrade
Panorama del cuento ecuatoriano" - II
Lectores de Banda Oriental
Montevideo, 1983

Ver, además:

                     César Dávila Andrade en Letras Uruguay

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