Promoción:
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Película
http://www.youtube.com/watch?v=QOawg2G8Yz0
Vigo, 19 de mayo del 2012 (domingo; 7:34 p.m.)
¡Silencio! Vamos a entrar en la intimidad de un alma.
Querida Marta:
¡Nunca pensé que me demoraría tanto para ver la película que hiciste
sobre tu mamá!
La tenía ahí, en mi agenda, siempre dispuesto a hacerlo; pero, una u
otra cosa se me atravesaban, sin que pudiera aplicarme a la realización
de mi deseo de mirar la cinta con los ojos bien abiertos; aproveché que
el jueves pasado, día de las Letras Gallegas, que es festivo en toda la
comunidad, que fala o galego, para disponerme a hacerlo.
Me interesaba particularmente porque he tenido una relación demasiado
tangencial con tu madre, con quien sólo crucé unas breves palabras el
día que presentabas la película sobre los inmigrantes en Catalunya, y de
quien la emérita malarióloga colombiana, Silvia Blair, además mi amiga
del alma, hace años, en alguna conversación que tuvimos me dijo:
- La mujer más inteligente que conozco es María Teresa Uribe.
Entonces tuve que preguntarle quién era; ni siquiera la había oído
mentar y me contó que era una investigadora sobre la violencia en
Colombia, muy querida por su hermana Elsa Blair, otra profundizadora
tenaz, desde el campo de la sociología, de ese profundo malestar en la
cultura que han dejado los inquietantes demonios que andan sueltos en
Colombia, los cuales marcaron el proyecto existencial de tu madre, quien
desde una forma sublime se ha acercado a un fenómeno tan grotesco y
doloroso, que debería de llenarnos de vergüenza a todos los colombianos,
así la violencia sea inherente a la condición humana, como un asunto que
cada uno debe tramitar en su interior, para poder tomar una posición
frente a ella, que en unos casos será la actuación casi refleja, al
estilo del Zarco, ese personaje inolvidable de La vendedora de rosas,
como único medio para sobrevivir en una sociedad salvaje, o el caso de
tu progenitora que la piensa y la repiensa para encontrar soluciones
frente a los desastres que la pulsión tanática provoca en el seno de la
cultura.
Arturo Cova, el protagonista de La vorágine, esa excelente novela de
José Eustasio Rivera, declaraba al principio de esa magna obra de la
literatura colombiana:
- Antes de que me hubiese apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón
al azar y me lo ganó la violencia.
En el caso de tu mamá, pareciera ser que otra hubiese sido la
circunstancia, que antes de que se hubiese apasionado por hombre alguno,
más allá del tierno amor agradecido a un padre protector y a un abuelo
héroe - en el mejor estilo del Coronel Nicolás Márquez Mejía, el abuelo
de nuestro entrañable Gabito - lo azaroso de la violencia se ganó el
corazón y la mente de una niña de siete años, para convertirse en un
enigma por desentrañar, que es lo que tú nos presentas en la película
que haces sobre tu madre, aunque no sea todo sobre tu madre sino apenas
el comienzo de un viaje iniciático. De tal forma, que esa nena sí que
supo qué hacer con ese trauma, convertido en obsesión y en indagación
científica.
El epígrafe de la cinta, con los versos de Emily Dickinson:
Muchas veces pensé que era llegada
la paz, cuando la paz estaba lejos,
así como los náufragos en el centro del mar
piensan que ven la tierra.
Y amainan el esfuerzo, sólo para encontrarse
tan lejos como yo de la esperanza.
Cuántas ficticias playas
Hay antes de llegar a la vida.
con estos versos, acompasados por el doblar de las campanas y el trinar
matinal de los pajaritos, al repuntar el día, pude intuir que ibas a
darnos una mirada distinta de la violencia y cuando, entre las ramas,
nos introdujiste en el dormitorio de tu madre, me dije una frase, que no
recuerdo a qué autor le leí, quizás a Thomas Mann, quien empezaba un
relato diciendo:
- ¡Silencio! Vamos a entrar en la intimidad de un alma.
Ya estaba yo ahí frente al plato de cereales, junto a las pantuflas y
los queridos libros de la habitación propia de tu madre, como si
entráramos, a través de la ventana, casi en compañía de esas tórtolas,
mensajeras de paz, a una de las piezas del apartamento florentino o la
mansión de Amherst, donde tejieron sus poemas esas dos mujeres célebres,
Elizabeth Barrett Browning y Emily Dickinson, para asistir a la mirada
reflexiva que se desliza por la primera plana de un periódico, quizás
con titulares acerca de una violencia que estalla en la paz íntima de la
alcoba personal, como un ruido en sordina, como los bichos y las
alimañas, que vienen a romper una paz soñada, en los puntos de unión de
las secuencias fílmicas. Esos ojos maternos que no sin un deje
melancólico retumban en el alma de quienes somos sensibles al dolor de
la humanidad, siempre incomparable, con los pequeños dolores que nos
acompañan en nuestro trajín cotidiano.
Los ojos melancólicos de tu madrecita, parecían degustar una tristeza
reflexiva y serena, de quien ha mirado el mundo con los ojos bien
abiertos, entremezclada con el humo de deliciosos cigarrillos, para irse
tras los espejismos del recuerdo, a la manera de Marcel Proust, en busca
de un tiempo perdido, pero siempre vigente, en medio de un eterno
presente.
No estábamos entonces ante un vulgar biopic televisivo, sino ante una
lírica y artística película biográfica, que me llevaba -al menos a mí- a
aquellos paseos en las fincas antioqueñas de mi infancia, con todo lo
naïf, que puede haber en ellas, al compás de una cajita música,
evocadora de las ternezas infantiles, que pareciera cantar el happy
birthday de una mujer tan ilustre, como María Teresa Uribe, justo en ese
momento, en el que el catecismo de Astete, nos decía que adquiríamos el
uso de la razón, y encontrarnos con esas huellas mnémicas, esos engramas,
que almacenan los recuerdos más profundos, como el vínculo con un padre
admirable, tu abuelo, Eduardo Uribe, un sabio clínico, quien al pie de
la cama de sus pacientes, prodigaba su amor, en una entrega que la
medicina contemporánea ha olvidado, aún en el campo que debería ser más
humanitario, el de mi especialidad, la psiquiatría, lo que lleva a
gritar:
- ¡Qué se hicieron los maravillosos doctores de antaño!
Y así con esa herencia sabia, transgeneracional, nos llevas con tu madre
a recrear el acontecimiento, a través de las montañas paisas, para
llegar donde una bisabuela, que bien pudiera recordarnos a la Úrsula
Iguarán, como si fuera una de esas mamás grandes, que pueblan el
territorio colombiano, campo donde han florecido más de cien años de
soledad y de desgarramiento por la violencia; bien sabemos, Martica, que
no todo empezó en 1948, con la muerte de Gaitán, sino que hay una
historia con un montón de guerras civiles en el siglo XIX, que se
adentra en el XX, bajo los cañonazos de la llamada Guerra de los Mil
Días, como si la Patria Boba hubiera entontado para siempre al país, con
el cuento de mantener a toda costa una beligerancia cruenta, como digo
yo, con una música que se repite con distintas letras, que nos condena a
continuar viviendo no sólo cien años de soledad sino a la eterna
repetición de lo mismo, entre vorágines, hojarascas y rastrojos, siempre
salpicados de sangre y tan rastreros como ellos mismos.
Pero son encantadores, tus paseos de cámara, gracias a la magia de la
fotografía de Manel Dalmau y Santiago Herrera; en esos, en los que
detienes la narración para trasladarnos de una a otra secuencia de la
cinta, a través del humo del que supongo es un oloroso cigarrillo o
fotografías casi abstractas, para llevarnos a través de los tejados,
cubiertos por la pátina del tiempo, por esos techos, que me permiten
evocar mis vivencias en los pueblos antioqueños, donde suelen reaparecer
los bichos, que supongo has colocado como símbolos de la violencia, tan
feroz en la realidad, pero que en el relato de tu madre y el tuyo
propio, apenas aparece como un asunto aludido, largamente elaborado,
bajo el influjo próvido de un Paul Ricœur, quien nos enseña que la
narración argumentada y asumida como una mimesis, como imitación
creadora, no se queda circunscrita a ser una simple reproducción, más o
menos fiel, de los hechos, sino que hace que por medio de la metáfora y
el relato mismo se logre una transformación, a través del pensamiento y
del lenguaje, para aportar nuevos sentidos a la representación de la
realidad material, lo que tributa novedades al acontecimiento, y puede
reorientar acciones en el oyente, lector o espectador, como quieras
llamar al receptor del mensaje.
Y estoy seguro de que ello tendrá efectos en el mundo de la vida real,
de la experiencia, al conducirnos a nuevas reflexiones filosóficas,
tanto éticas como políticas, que atraviesen como hilos cruzados, las
redes culturales y simbólicas y nos ubiquen en un contexto histórico y
social, para ver el pasado desde el presente, en procura de un futuro
distinto; de tal modo que esos relatos que hacen a la Historia con
mayúscula, como pequeñas historias, se conviertan en instrumentos de
análisis y comprensión, que nos permitan lanzarnos en nuevos proyectos
transformadores, donde la crítica del pasado se transforme en
posibilidades de superación del presente, como bien lo señalara el
historiador catalán, Josep Fontana, en su libro La historia de los
hombres.
Y así, al compas del péndulo del tiempo, tu mamá une las ideas de sus
recuerdos al sentimiento del horror que produce la impiedad, como la que
sonaba cuando el eco de los vientos de una guerra parecían llegar a los
campos de Uramita, un conflicto bélico, tan macuenco, en el que más de
un cadáver descuartizado aparecería entre la maleza, mientras se ponía
al orden del día, el aplanchamiento, el planazo, castigo que se daba con
la hoja plana del acerado machete, como parte de una estrategia
reaccionaria de persecución a los liberales, por parte del gobierno
conservador de entonces, por lo que las víctimas pensaban que era
necesario buscar apoyo en las autoridades de su partido para conseguir
armas, con las cuales defenderse y no dejarse matar, así no más, como
conejos de monte, sin pensar que podían meterse en una guerra de
consecuencias impredecibles, aunque otros, como tu abuelo, el doctor
Eduardo Uribe pensaban que la violencia no tenía sentido, para que,
finalmente, un gran desastre se cerniera sobre todo el país, a pesar de
la marcha del silencio de Jorge Eliécer Gaitán, quien se convertiría en
el florero de Llorente que desencadenaría esa terrible guerra civil, no
declarada, que haría que toda la nación ardiera en llamas, cuando tu
mamá contaba tan sólo con ocho años, enfrentada con un pan duro de roer
para los colombianos, pero sobre todo para una nena que apenas empezaba
a incursión por los primeros días de la edad de la razón, como nos decía
el padre Astete y se encontraba con la sinrazón del mundo adulto que la
rodeaba, en un contexto en el que se condenaba a la muerte, al exilio o
el desplazamiento, a quien pensara distinto, mientras la violencia, como
un río embravecido inundaba los campos de aquella Colombia, que Rubén
Daría como una tierra de leones, pero ahora su cielo podría ser ya más
su oriflama, pues lo único que ondeaba en el ambiente eran las llamas de
las casas incendiadas de los campesinos, a cuyo lado quedaban cadáveres
a los que habían hecho los cortes de franela, de corbata o de florero, o
agonizantes desesperados – como me contaban en Concordia, Antioquia,
cuando hice la medicatura rural – porque dentro del vientre les habían
metido una gallina viva para que los picoteara por dentro, apresada por
las suturas con cabuya que hacían en el abdomen del moribundo, los
vándalos asesinos, un horror de horrores, más allá de lo que leíamos en
las novelas de terror, al decir de tu madrecita, perteneciente a una
estirpe de soñadores liberales, perseguidos por los “pájaros” de la
violencia colombiana, como si hicieran parte de una verdadera “chusma”,
bajo la bendición del Sagrado Corazón y la doctrina laureanista, que se
ponía las camisas azules del Generalísimo Franco, para sentirse fieles a
un ideal, por encima de todo.
- Es cuestión de principios. – nos diría el cínico León María Lozano de
Cóndores no entierran todos los días.
De esa forma dogmática y fanática, pretendían, extirpar todo aquello que
brillase con un rojo rutilante para teñir el país de un intenso azul de
Prusia y hacer doblar las campanas como en la España del joven Hemingway,
sin preguntarse por quién lo hacían, ni importarles el carmesí de la
sangre que derramaban.
Afortunadamente tu mamá supo qué hacer con el conflicto que le venía del
mundo de afuera, sin frenar su capacidad de reflexión, para poder pensar
lo impensado, quizás lo impensable, y tratar de indagar qué originó
tanta violencia y comprender qué demonios, de repente, se soltaron para
hacer de nuestra Colombia un calvario, a pesar de los consejos de un
padre interno, quien, en sueños, le proscribiera que avanzará en la
investigación; sin embargo, la desobediente terminó por no hacer caso de
esa angustia señal, ni abandonaría la misión de la indagación, que
asumiría con absoluta valentía, como si supiese que el valiente no es
aquel que no siente miedo, sino el que puede pensar el peligro, medirlo
y usar estrategias para sortearlo y, si no, morir como un héroe, sin
dejar de transitar por el camino propuesto, a diferencia del arrogante
que se lanza sin pensar, movido por una potencia tanática, tal vez para
no caer en la melancolía y en la depresión, cosa que no pasa a los
valientes cargados de erotismo, que se hace del lado del Amor, en
contraposición con la odiosa violencia del gigantesco mensajero de la
muerte.
Así con el transcurrir de la mañana hacia la noche, oí la voz de tu
mamá, en absoluto, silencio, con mis hpertrofiadas orejas de
psicoanalista pero bajo el imperativo de esa frase que atribuyo a Thomas
Mann: ¡Silencio! Vamos a entrar en la intimidad de un alma.
Un espíritu cercano al de esa Hannah Arendt, quien protestaba frente a
los que creían que era una filósofa, diciendo que ella no pertenecía a
ese círculo, ya que su profesión es la teoría política, al no ser
mujeres que filosofan sino que actúan, ambas pertenecientes a una
estirpe liberal, ambas movidas por el deseo de comprender desde muy
pronto cosas que, quizás, nunca debieron permitirse, si nos importa el
mundo, entendido como espacio en el que se vuelven públicas las cosas,
como espacio que habitamos, en el que todo lo posible aparece, al que
deben ser invitados los poetas y otros personajes, para que todos
podamos participar de él, sin ser arrojados contra nosotros mismos ni
contra los demás, ya que, como decía Karl Jaspers, la humanidad personal
nunca se alcanza en soledad sino cuando uno se aventura en el dominio
público, al exponerse a la luz pública, como personas, en cada acción
que expresa la personalidad misma del sujeto, como al hablar, que es una
forma de acción, al introducirnos en una malla de relaciones, que no
sabemos a dónde puedan conducirnos, que en eso mismo es, precisamente,
en lo que radica la aventura, la cual requiere una cierta confianza en
lo humano de los seres humanos, valga la redundancia.
Estas son mis reflexiones que les mando con un inmenso afecto y gratitud
por haberme permitido conocer esta joyita de la cinematografía
colombiana, tanto para ti, como para Manel, como para esa gran
protagonista de una historia sangrante, que desde su paz interior, ella
puede convertir en conocimiento y reflexión para ver cómo sea posible
ayudar a tantos que han padecido el horror de la violencia.
Un abrazote,
Jesús
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