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El muro
Cuento de Carlota Dalton

"El burgués es el perfecto animal humano domesticado"

Aldous Huxley

Algunas hojas secas barridas por las ráfagas del viento se amontonaron a sus pies en ese anochecer de fines de febrero, preanunciando un otoño temprano semejante al que vivía su alma.

 

La noche se pronunciaba fresca y vacía de estrellas, mientras una voluminosa luna brillante le hacía guiños desde lo alto de los pinos, detrás del muro.

 

En la sencilla placita que partía en dos la línea recta de la calle arbolada reinaba un silencio desacostumbrado. Sin voces, sin rugidos de motos, sin alcohol. 

Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago

Desde el banco donde había permanecido sentada desde hacía un largo rato, Analía se había distraído intentando descifrar la letanía errante de ese viento al colarse en los jardines de las casitas que delimitaban la calle, cuyas puertas cerradas y persianas bajas guardaban historias y sueños variados.

 

El abrazo del chal sobre sus hombros le proporcionaba un calor somnoliento del cual le resultaba difícil emerger. Sus ojos enrojecidos resistían la pesadez de los párpados ante esa imperiosa necesidad de dormir que iba arrebatando su voluntad, desconectándola de ese mundo desconcertado al cual pertenecía. Estaba allí, sentada frente al muro, liberando los ríos del espíritu.

 

Irguió la cabeza. Su mentón altivo y su perfil resuelto. La mujer frágil combatía el yugo con un gesto inusual que dejó perplejo a más de un integrante de la reunión organizada en el salón del Golf Club. Ricardo detuvo sus manos a pocos centímetros de su delgada y bella esposa, extasiado por ese fuego nuevo que emergía en aquellos ojos verdes. Algunos vasos se entrechocaban. Risas ritualistas, pasos estudiados en la escuela del hacer... cacofonía harto repetida. Y el esplendor de las luces cabalgando sobre sedas y pedrería, alfombras rojas, fragancias extranjeras compitiendo entre sí, mesas alineadas y rostros enmascarados, acartonados mozos, contorsionistas intrépidos entre los artilugios de una sociedad agónica que para Analía ya estaba llegando a su fin. Mara permanecía inmóvil junto a Ricardo, tratando de librarse del asombro ante su imprevista aparición. Mara, su mejor amiga, su confidente compañera en tantas noches de angustia de esa vida que repudiaba. Mara, la que recibió a su hijo prematuro y lo mantuvo muerto contra su pecho mientras ella se consumía en el dolor lejos de su esposo, eterno viajero del egoísmo y la mezquindad.

 

Ella los descubrió detrás de la mata de arbustos, en un extremo de la pileta del Club, luego de buscar a Ricardo infructuosamente, aquejada por un fuerte dolor de cabeza. Lo que vio coronó todas sus sospechas, justificó todas sus sospechas, justificó todas sus pastillas y psicólogos, encaminó sus esperas y otorgó sentido a su vacío de intentar ser para Ricardo lo que él pretendía que fuese. Nada más y nada menos que una hermosa muñequita articulada que él manejaba a su antojo con los hilos del poder al que lo había acostumbrado su importante función dentro del gobierno provincial.

 

-Esperá, esto no es lo que vos... ¡Por favor, esperá! -El grito le quitó las fuerzas que pobremente había acumulado. Él avanzó hacia ella y la aferró de los hombros. Su tonto amor sacrificado huyó mientras él trataba de alcanzarla en el salón, tropezando con todo lo que se interponía a su paso, ejecutando torpes movimientos de ballet entre aquellos que se habían reunido para homenajearlos en su nuevo aniversario de bodas. Alguien corrió para detenerla, haciéndose eco de los llamados del hombre luego de caer sobre la alfombra al trastabillar contra uno de los mozos que llevaba un carrito de bebidas.

 

Pero alguien más la llamó más allá de las luces y de la música. Nadie pudo detenerla cuando subió al auto estacionado frente a los abetos. En su huida derribó la barrera de contención de la garita y, aumentando la velocidad, se alejó del lujo, del miedo y de la arrogancia.

 

Apenas se vislumbraba un trazo claro y delgado en el horizonte cuando detuvo el auto frente a la Plaza Mójica, cerca de la casa de piedra donde vivió su infancia en plenitud, delante del muro tras el cual se elevaba la enorme casona rodeada por tantos árboles. Pero la vieja casa ya no estaba. La habían demolido. Pero era tan viva la imagen que ella tenía de la casa que su mero recuerdo le permitía proyectarla y recrearla. Sólida, única y fuerte ante los ojos de la niña que había reemplazado a la mujer.

 

Caminó hasta el muro donde las puertas de rejas se alzaban para mostrarle el sendero. Y al empujarlas sobre la grava y al pisar la arena apelmazada, la quinta se abrió ante ella para recibirla como a una hija pródiga. El tiempo se plegó a sus necesidades y dejó de ser dimensional. Ahora era un espacio que la cubrió con un abrazo tan auténtico que le infló el alma y le arrebató los sentidos, conduciéndola hacia un vórtice de luz cada vez más refulgente. La niña de trenzas rubias la condujo de la mano por cada rincón de la vieja casa, y pudo aspirar otra vez el aroma de jazmines y magnolias, de rosas y alhelíes, en el reino de la primavera y en el lecho del invierno. Los intervalos entre estas estaciones conformaron la vorágine de sus jóvenes años y la mansedumbre de aquel amor que de tan sincero y transparente estuvo condenado al fracaso desde el principio.

 

Alejandro partió de su vida una tarde de abril, y ella lo vio irse sin objetar, resignados los dos a la determinación de sus mayores. Pero Alejandro nunca se fue. En realidad estaba allí, en el patio con macetones rojos y baldosas negras, bajo los parrales, en las galerías y en las habitaciones, junto al aljibe donde le ofreció su corazón como una plegaria.

 

La niña de trenzas rubias la vio llorar sobre el brocal, y luego incorporarse y observar la lima desteñida sobre la negrura del agua. Y le retuvo la cabeza con sus pequeñas manos, balbuceando aquella vieja canción de cuna hecha de rocío y de lluvia. Y entre la cadencia de aquella melodía, Analía escuchó la voz de su padre pidiéndole perdón.

 

Ya había amanecido. Los primeros signos de la vitalidad cotidiana se conjugaban dentro y fuera de las casas de la calle Buenos Aires. Analía se puso en pie con la firmeza plasmada en cada movimiento. La noche se había llevado su miedo y le devolvía su sonrisa de ayer.

 

La gente pasaba cerca, extrañada al contemplar a aquella mujer con su vestido de satén largo, su chal azul y sus cabellos claros y enrulados. Tenía los pies descalzos y sostenía con los dedos sus sandalias plateadas. La vieron reír mientras corría hacia su auto estacionado frente al muro de la obra en construcción. Algunos obreros madrugadores la piropearon al verla pasar. El mundo giraba en su hoy y ella estaba conforme de ser parte de él.

 

Detrás de la puerta de rejas de la vieja casa-quinta, una niñita de trenzas rubias sonreía con sus pequeñas manos elevadas en un gesto de adiós.

Carlota Dalton
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
26 de setiembre de 2010

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