Vamos a buscar lo que es nuestro.
Reflexiones sobre caminar

Ensayo de María Cruz | Ensayos

¡Ven, pues! Salgamos al aire libre,
vayamos a buscar lo que es nuestro, por lejos que sea.
                                                              Hölderlin

Caminar siempre será un acto de recomienzo, una especie de regreso al origen. Camino porque quiero hacerlo; hallarme y hallar en el camino una respuesta que no me entrará por la cabeza, sino por los pies. Caminar es un acto antiguo y sin embargo entrar en él es siempre nuevo, desconocido, porque su enseñanza va desvelándose paso a paso sin que su objetivo sea dar una lección. Cuando camino soy yo misma; es mi oportunidad de estar conmigo y de inventarme una ruta personal. Caminar se parece a crear porque el camino también aporta sus sugerencias de dirección y de encuentros. El que camina debe estar en disposición de abrirse. Sin forzar la apertura, al caminar parecen disiparse las nieblas de la mente: el movimiento tiene, en su principio de agitación, la alegría. Nada complace más al cuerpo que el vibrar de la caminata; al activarse, se activa la existencia entera. Los pensamientos abren sus compuertas y salen, no intentan escapar; más bien practican una danza libre, nuevas asociaciones comienzan a crearse. Se trata de la imaginación. Caminar para imaginar. Si acaso hay nudos internos de agotamiento mental o emocional, el meneo de los pasos va desatando esas marañas y trae algo inusitado: tal vez ideas, creaciones, fantasías o simplemente bienestar, una curiosidad recién estrenada que, conforme se avanza, va creciendo. Al caminar se está solo, y no se está porque uno se siente acompañado por lo que le rodea; si es un ámbito natural, los cantos de los pájaros, el sonido del viento, hacen eco del caminante y en la ciudad los estímulos son infinitos e irrumpen con más decisión. Todo lo vital tiene un lenguaje y la caminata, por principio, provoca el confrontarse con uno mismo. Si el cuerpo se siente cómodo, energético, lo expresa; si se siente indispuesto, cansado, la caminata se altera. Se puede concebir una caminata recta o sinuosa o solo dejar que los pies decidan. En México se dice: “ir adonde apunte el huarache”. O como lo expresó Wajdi Mouawad: “La flecha inventa su blanco en el trayecto. Es decir, uno tiene que salir a caminar para encontrarse con su identidad y destino”. Y sí, la caminata da algo más que placer: ofrece un encuentro y, quizás, un destino. La caminata invita a que la mente no lo decida todo. Lo racional está incluido, pero no es el centro porque la totalidad está en moción y la moción despierta los matices, las sutilezas, las entretelas de la percepción activa.

Todo acto que se da por hecho en la vida moderna necesita un contrapeso. En el contrapeso está la poesía del mundo. Las comodidades que se nos ofrecen día a día están envenenadas, llenas de exigencias. Cambiamos comodidad por libertad y, al final, no tenemos ninguna. Por el contrario, cada acto que parece facilitar la vida termina complicándola, haciéndola pesada. Por esto, las acciones sencillas se vuelven una conquista porque dependen de lo más próximo y certero que tenemos: el cuerpo. Si perdimos lo fundamental, nos hemos perdido a nosotros mismos. No tenemos momentos de ocio, de contemplación, de mínimas acciones que recuperen la atención de estar aquí. Tal vez por todo esto caminar sigue siendo un acto desafiante, a contracorriente de lo maquinal, de la producción; a contracorriente también de la hiperactividad porque, para caminar, hay que tener tiempo disponible, de sobra, a sabiendas de que no se traerá de vuelta a casa un resultado utilitario. La metáfora de caminar se asocia a la vida: un desplazarse por rutas insospechadas, una predisposición a la aventura y al hallazgo de lo no previsible.

Caminar implica la no fragmentación, la unión de las piezas dispersas que, sin embargo, cambian su estructura con el movimiento. Como el cambio por la agitación de un caleidoscopio, así los colores y las formas arman una nueva estructura dentro del caminante y la juegan sin pausa. La lucidez aparece y no es de extrañarse que se parezca a la embriaguez; esto, contradictorio en apariencia, se vuelve un festejo interno, el amor a la vida aviva su antiguo fuego, el choque de las piedras primitivas que sacan de nuevo una chispa. La caminata recuerda este acto y produce felicidad; se trata de un llamado de la naturaleza que nos pide abandonar temporalmente la casa y salir al riesgo, por mínimo que sea. El exterior tiene voces encantadoras. Caminar activa en nosotros el encuentro de los cuatro elementos naturales: además del fuego nombrado, somos agua que se agita o que se atempera; percibimos los mensajes del aire circundante, de nuestra respiración, y nuestros pies recuerdan a cada paso la comunicación con la tierra, aunque esté recubierta de asfalto —pegarse a ella, resonar en la tierra, trae satisfacción y rumores de nosotros mismos.

Para los solitarios, siempre será mejor caminar a solas porque le experiencia se profundiza; la atención no se divide en una plática que exija concentrarse en ella. El eco de la caminata resuena hondo en quien la practica. Otras son las caminatas en compañía que también pueden resultar deliciosas si el interlocutor es la persona indicada. Jorge Luis Borges lo expresó muy bien en “Ulrica” (1975):

Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.

Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:

―A mí también. Podemos salir juntos los dos.

Claro que en la caminata importa el lugar al que se sale. A los citadinos no nos queda más que la urbe, con sus escasas zonas verdes que casi nunca están cerca. Afrontar los caminos en la ciudad no es fácil, y sortear los peligros implica una tensión que puede ser placentera si se tiene cierta destreza. El peatón es poco respetado en calles llenas de autos y de posibles asaltantes. El bosque o el campo ofrecen otras incertidumbres y, quizás, otros peligros. El punto es que el que camina, aparte de enriquecer su mundo interior, debe estar en alerta sin que ello implique el cese del disfrute.

En el comienzo de su libro Infancia en Berlín hacia 1900 (1950), Walter Benjamin escribe sobre la caminata citadina: “Importa poco no saber orientarse en la ciudad, perderse, en cambio en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje. Los rótulos de las calles deben entonces hablar al que va errando como el crujir de las ramas secas, y las callejuelas de los barrios céntricos reflejarle las horas de día tan claramente como las hondonadas del monte”.

Esta cita fusiona las experiencias diversas del caminar. Perderse se convierte en un aprendizaje necesario para que cuanto circunda al caminante le hable con su idioma diverso. Caminar, entonces, se vuelve una especie de diálogo abierto, una conversación al aire libre ─el aire libre como metáfora de una distinta circulación de las ideas o como una plática entre los recuerdos, el silencio, la reciente percepción de las cosas, la dicha del cuerpo, los estímulos próximos─. En la caminata hay un dinamo que se estrena cada vez; por eso nunca aburre, porque su sencillez invita a que lo desnudo se vista y que lo vestido se desnude. Es decir, la caminata despoja al caminante de lo innecesario, lo despoja de sus preocupaciones y le da algo más, lo viste con lo insólito, con lo que se ofrece como una potencia.

Al caminar, la animalidad y lo humano se juntan. Tal vez nos volvemos centauros: el sentido de alerta, la presencia de los músculos activos y de la respiración que se hace ritmo produce una energía poderosa, lista para lo que viene, para cazar pensamientos o ideas. Y lo que viene son, sobre todo, los oleajes internos, la secreción del ser que encuentra la manera de expresarse sin dureza alguna. Los caminantes se vuelven flexibles y porosos. La constitución del cuerpo cambia temporalmente. No existe más objetivo que vagar: la vagancia es el itinerario improvisado que a cada paso renueva su reto; la invitación que, como una pregunta, abre un signo de interrogación y lo deja así. Incluso lo aprendido entra en cuestión cuando se camina; lo que se sabe entra en un estado de plasticidad que se deja observar desde muchas perspectivas y ámbitos. Henry David Thoreau comparte una anécdota en su libro Caminar (1861): “Cuando un viajero le pidió a la criada de Wordsworth que le mostrase el estudio de su patrón, ella le contestó: ‘Esta es su biblioteca, pero su estudio está en el aire libre’”.

El conocimiento se ofrece en la caminata como un regalo vivo, a ratos aprehensible en el momento y, a veces, como un obsequio posterior porque el hormigueo dura más que ella. Todavía la agitación recorre las rutas de la sangre y los músculos cuando se ha regresado a casa. Caminar produce resonancias. La mente queda agradecida por los estímulos que forman un material rico con posibilidades de una elaboración consecuente (o no), porque puede quedar solo el sencillo agradecimiento de haber sacudido la existencia con la oscilación del caminar. Caminar es ver claro y es bailar por dentro con la música que cada quien entona, la sintonización de los órganos internos con la tonada del exterior, el poder ritmarse con el entorno sin perder el recóndito, secreto tamborileo.

Se asocia la caminata a los hábitos saludables, pero hay algo más. También importa la intención que busca un resultado. Hay caminatas que se ofrecen como un sacrificio o un pago, como sucede en ciertas celebraciones religiosas. Están las caminatas obsesivas de los que han enloquecido por alguna razón, como Travis, el protagonista de la película Paris-Texas (1984), de Wim Wenders, cuyo vigor parece excesivo; o el personaje de “El hombre de la multitud” (1840), de Edgar Allan Poe. Las peregrinaciones que se activan en colectivo son mareas inspiradas por un propósito común o una veneración compartida. Asimismo, las caminatas de los migrantes comparten objetivos comunes, ilusión de bienestar y cambio. Es probable que a toda caminata la sostenga un sueño, a veces individual, a veces social. Pero quizá la caminata más fructífera es la que se sostiene a sí misma sin aparente propósito, la caminata no domesticada, salvaje, que no sabe lo que busca y, sin buscar, se ilumina al accionarse. Como si la palidez de lo estático fuera cubriéndose de colores al entrar en actividad y naciera una percepción que no obedece a lo conformado. Rumi lo expresó así: “Como la ola, somos engendrados por nosotros mismos/ pero para contemplar nuestro yo interior, caminamos”. La caminata nos salva de los clichés. Su ley es el movimiento y su péndulo ampara al que camina de anquilosarse en una sola idea. Escribir se parece a caminar; se hace escritura al escribir. Existir se parece a caminar: se vive al ir viviendo, se aprende, pero para nada de esto puede diseñarse una fórmula.

 

Ensayo de María Cruz | Ensayos / Ciudad de México, 1974. Poeta. Estudió en la Escuela de Escritores de la Sogem. Ha publicado los libros de poesía Colmena de oro y ceniza (Premio de Poesía Urbana Carlos Pellicer, 1997), Suma de patios (2001), El libro de las grietas (2004), Hacedor de sombras (2012) y Polen (2019).

 

Publicado, originalmente, en: Periódico de Poesía 23 mayo, 2022

Periódico de Poesía es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, a través de la Dirección de Lteratura

Link del texto:  https://periodicodepoesia.unam.mx/texto/vamos-a-buscar-lo-que-es-nuestro/

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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