Florencio Sánchez, en su tiempo por Jorge Cruz |
En la historia del teatro hispanoamericano, Florencio Sánchez (1875-1910) conserva, cien años después de su muerte, el puesto relevante que le reconocieron sus contemporáneos y la posteridad. Su obra se eleva como la cumbre del realismo dramático de fines del siglo XIX y principios del XX, abarca todos los subgéneros teatrales de la época y se abre hacia un porvenir que la enfermedad incurable y la muerte troncharon demasiado pronto. Treinta y cinco años de vida, en efecto, fueron pocos para los exigentes proyectos del joven oriental, pero bastaron para darle la primacía por sobre sus contemporáneos. A lo largo del siglo, sus piezas volvieron a los escenarios rioplatenses con cierta frecuencia, a veces en las manos expertas de profesionales atentos a la revisión histórica del repertorio; y otras veces, las más, a merced de aficionados de buenas intenciones, pero incapaces de refirmar su buena fama. Han desaparecido los elencos oficiales que reponían cuidadosamente obras del pasado nacional, y se han ido extinguiendo los actores aptos para hacer creíbles a personajes de antaño, sean rurales, suburbanos, porteños, provincianos o inmigrantes. El teatro de hoy, guiado por directores de escena y no por dramaturgos, acepta lo pretérito solo a condición de adecuarlo al presente recurriendo a añadidos que lo conectan con lo contemporáneo, a transposiciones temporales o locales, y a ciertos ajustes del lenguaje. En el caso de Florencio Sánchez, la carga de realismo de su teatro rural y suburbano es tal que rechaza las actualizaciones, aferrado como está a una época bien caracterizada. En cuanto a las piezas urbanas, de planteos universales, en las que Sánchez se proponía superar el localismo y avanzar en la senda abierta por los dramaturgos innovadores de la época, han resistido menos al paso del tiempo, porque el factor intelectual no era el fuerte del autor. Además, para ponerse a tono con el habla de personajes más cultos y socialmente elevados, debió renunciar a uno de los atractivos de su teatro: el lenguaje vivaz de sus criaturas del campo y la urbe pobre. Después de abandonar la adhesión al arraigado nacionalismo de sus mayores, Florencio Sánchez rumbeó hacia el anarquismo, adoptó ante las autoridades actitudes críticas que le costaron no pocas relegaciones y, de modo desafiante, llegó a autodefinirse como “flojo”, una de las nominaciones más denigrantes para sus compatriotas. Tenía dieciséis años cuando se inició en el periodismo. En La Voz del Pueblo, de la ciudad uruguaya de Minas, publicaba notas que incomodaban a los funcionarios. Usaba el seudónimo de “Jack” en alusión al célebre asesino londinense Jack el Destripador, para firmar comentarios cuyo título predominante era una onomatopeya amenazadora: “Crrik... crrik”. Años después reconstruyó el seudónimo añadiéndole el atributo criminoso. Fue entonces “Jack The Ripper”, y, en pocas ocasiones, Luciano Stein. Con ambos y algún otro suscribía sus artículos de El Sol y Caras y Caretas, de Buenos Aires, y La Alborada, revista literaria de Montevideo. Desde muy joven experimentó el deslumbramiento del teatro; redactó algunos diálogos rudimentarios pero de buen pronóstico; llegó a ser actor de ocasión, y fue sobre todo un lector y un espectador perseverante familiarizado no solo con el repertorio vernáculo, sino también con el que grandes intérpretes de la época traían al Río de la Plata, entre ellos, algunos de los que forjaban el nuevo teatro: Hermann Sudermann, Gerhardt Hauptmann, Henrik Ibsen, Roberto Braceo, Giuseppe Giacosa. Pero el joven Florencio no se lanzó a imitados. Empezó, con sabia intuición, insertándose en la corriente del teatro criollo, que se hallaba entonces en su apogeo. En La Voz del Pueblo, de Minas, en 1891, y en El Sol, de Buenos Aires, en 1900, se publicaron algunos diálogos suyos, y, en 1902, firmó en La Época, de Rosario, entre cuyos fundadores se contaba, La gente honesta, “sainete de costumbres rosarinas”, publicado el mismo día de su fallida representación, pues las autoridades locales lo prohibieron. Años después, en 1907, y modificado, se estrenó con el título de Los curdas. Pero Sánchez ya había experimentado, en su Montevideo natal, las emociones del estreno. En 1897 había dado a conocer Puertas adentro, “scherzo” en un acto, animado por el cuadro filodramático del Centro Internacional de Estudios Sociales, tribuna de su acción proselitista, donde, precisamente, había leído sus Cartas de un flojo. De pronto, el muchacho de 28 años, alto y desgarbado, el periodista de apariencia somnolienta habituado a escribir en medio de las charlas del café o la Redacción, pareció salir para siempre de ese aparente sopor, para convertirse, desde su primera comedia de gran aliento, en la figura central de la escena rioplatense. Esa inesperada primicia fue M’hijo el dotor, estrenada el 13 de agosto de 1903 por la compañía de Jerónimo Podestá. Sánchez se vinculaba así a los renombrados hermanos, animadores de un momento de transformación del teatro argentino. Ellos, en su etapa circense, habían dado consistencia escénica a Juan Moreira, protagonista de la novela homónima de Eduardo Gutiérrez, popularizado por la pantomima de 1884 y por el espectáculo con diálogos de 1886, largamente difundido dentro y fuera de la Argentina y, como sucede siempre, semillero de otras historias similares, con gauchos malos y partidas policiales acosándolos. Retomando el título de un libro del uruguayo Vicente Salave-rri, estos singulares intérpretes llevaron la escena criolla “del picadero al proscenio”. M’hijo el dotor fue un éxito. Se cuenta que Gerónimo Podestá, entusiasmado con la obra, pero sorprendido por la descuidada traza del autor, exclamó: “¿Quién hubiera dicho que debajo de ese saco había chicharrones?”. Los Podestá dieron a conocer casi todas las obras posteriores de Sánchez: Canillita, Cédulas de San Juan, Mano Santa, El desalojo, Los curdas, La Tigra, Moneda Falsa y El cacique Pichuleo, obras de género chico, y Barranca abajo, En familia, Los muertos, Nuestro hijos y Un buen negocio9 con la cual, en 1909, se cerró el ciclo de los estrenos de Sánchez. Angelina Pagano estrenó La pobre gente y La Gringa; una compañía española, la zarzuela El conventillo; la compañía Serrador-Mari, El pasado; la compañía de José Tallaví, Los derechos de la salud; y la Compañía Española de Zarzuelas de Arsenio Perdiguero, Marta Gruni, estas dos últimas, en Montevideo. En conjunto, once piezas de género chico, y once, entre comedias y dramas estructurados en varios actos. En la comedia dramática M'hijo el dotor, primera pieza importante de Sánchez, se distinguen las dos corrientes de su dramaturgia. Ricardo Rojas, en una conferencia sobre el autor, afirmó que “nada hay en su teatro que no esté preludiado en M'hijo el dotor”, y el erudito y crítico uruguayo Walter Reía desarrolló esa afirmación al señalar que en esa obra, “aparecen reducidas (a través del cuadro costumbrista) las dos tendencias que Sánchez reproducirá en otras obras: a) frecuencia de temas que lindan con la realidad ciudadano-rural; b) problemática socio-síquica de extracción universal”. Se enfrentan en la comedia dos generaciones, representadas por padre e hijo, el ayer y el hoy, dos concepciones contrastantes. En la familia paterna alienta, en las actitudes y en el habla de los personajes, el ámbito que Sánchez conoció en sus primeros años, en el campo uruguayo. Pero cuando, en el círculo del hijo, la acción transcurre entre individuos de otro nivel cultural y social, cuando la evocación costumbrista da paso al conflicto ideológico, la pieza se enfría. Sánchez admiraba el teatro de ideas, pero nunca alcanzó, con plenitud, en su corta vida, el dominio de ese lenguaje dramático. En La Gringa (1904) se reitera el enfrentamiento entre lo nuevo y lo antiguo. Lo representan un viejo campesino y un inmigrante progresista; el criollo, fiel a los hábitos tradicionales, y el italiano -visto como intruso-, resuelto a aplicar las nuevas técnicas de explotación rural. Sánchez, al contrario de algunos escritores de principios del siglo XX, alarmados por los riesgos que corrían la tradición y el idioma, concilia en su drama los términos antagónicos, y une a los vástagos del criollo y el italiano en un final feliz. La obra siguiente, Barranca abajo, es un característico drama de personaje. El criollo Don Zoilo protagoniza una auténtica tragedia moderna. El conflicto de este antihéroe es de carácter personal y lo enfrenta con el propio destino implacable que lo humilla y lo destruye. Solo en la muerte voluntaria cree hallar el fin de sus padecimientos. Drama impar en el teatro de Sánchez, su puro carácter rural uniforma el habla criolla de sus personajes. La acción de En familia, otra de las piezas mayores, transcurre en la ciudad y en el círculo de una clase media empobrecida y degradada, contra la cual se estrellan los propósitos regeneradores de uno de los personajes,"hombre de voluntad”, frente a los miembros de una familia abúlica cuando no envilecida. La norteamericana Ruth Richardson, que en 1933 dedicó un libro al teatro de Sánchez, subraya que esta comedia dramática trata un tema universal que podría ser vertido a cualquier lengua y representado en cualquier escenario del mundo. Efectivamente, estrenada el mismo año que Barranca abajo, adapta el habla de sus personajes a la expresión corriente de un ciudadano porteño de la época. En la misma senda se sitúa Los muertos, drama urbano de clase media, en este caso de cruda matriz verista, que retrata la caída de Lisandro, un alcohólico insalvable. En el estreno, este papel fue objeto de una célebre interpretación de Pablo Podestá, experto en escenas violentas de gran impacto. Es digno de notarse que estas tres piezas relevantes -Barranca abajo, En familia y Los muertos-, fueron escritas y estrenadas en el mismo año, 1905. Las tres tienden, de diverso modo, a lo universal: Barranca abajo, por el sentido trágico de su protagonista; y las restantes, por aplicarse a situaciones no atadas a lo típico. Hasta entonces, Sánchez se había mantenido en el ámbito social y lingüístico que le era familiar. Su aguda capacidad de observación en la caracterización y el habla de sus personajes constituía la más preciada de sus virtudes. Pero, en las obras finales, concebidas con mayor ambición, como El pasado, Nuestros hijos y Los derechos de la salud, resuelve calzar el coturno y llevar los conflictos dramáticos a un alto plano social e intelectual. Era un grande y deseado desafío, con el tácito anhelo de que su teatro tuviera eco más allá de las fronteras rioplatenses. De ahí el ansiado viaje a Europa y las promesas de algunos intérpretes famosos en los que puso ingenuas esperanzas. El pasado, Nuestros hijos y Los derechos de la salud exhiben esa aspiración ecuménica, tienen claros aciertos en la composición de algunos personajes, tocan, con audacia, temas que entonces conmovían a los espectadores, como los secretos ominosos, el adulterio, la infidelidad, la gravidez fuera del matrimonio, los desniveles sociales, la defensa del honor por medio del duelo. Paralelamente a estas obras desarrolladas en varios actos, Sánchez estrenó un número similar de piezas breves, escritas pane lucrando, en algunas de las cuales fulguran sus aciertos de perspicaz observador. Entre El pasado y Nuestros hijos, por ejemplo, estrena tres sainetes y una zarzuela, entre ellos, La Tigra y Moneda falsa, brochazos en los que el autor vuelve a sus fuentes más genuinas. Asimismo, después de Los derechos de la salud, da a conocer el sainete Marta Gruni, la ultima obra del género chico estrenada por Sánchez. En la escena porteña de las últimas décadas del siglo XIX y principios del XX proliferaban las reposiciones ilustres a cargo de compañías españolas, francesas e italianas, pero el teatro local se nutría de autores vernáculos que exhibían la realidad de entonces. Sánchez se ajustó a su tiempo. Contó con actores que se identificaron con sus personajes -en especial los nativos- y con un público y una opinión crítica que aplaudieron y, en su mayoría, apreciaron sus creaciones. No fue un vanguardista sino un adepto a la tradición criolla, pero la juzgó limitada, y, más remontadamente, se propuso seguir el cauce de quienes forjaban, sobre todo en Europa, dramas de honduras psicológicas y confrontaciones sociales. Logrado el apoyo del gobierno uruguayo para viajar al Viejo Continente, luego de largas diligencias, sus primeros pasos en Italia fueron dificultosos. En Roma fracasaron sus gestiones para presentar obras suyas en escenarios europeos. El célebre actor Ermete Zacconi le escribió por intermedio de su secretario declarándole que no recordaba su nombre ni haber prometido leer trabajos suyos, y le pedía datos más concretos acerca de encuentros que había olvidado. Otro actor de renombre, el siciliano Giovanni Grasso, estaba dispuesto a estrenar, en italiano, Los muertos, obra apropiada a su explosivo temperamento, pero las conversaciones se interrumpieron. Mientras tanto, el invierno se aproximaba, la situación económica del dramaturgo era precaria y, para colmo de males, había recrudecido su enfermedad pulmonar. El final de Florencio Sánchez fue tristísimo. Murió en un hospital de Milán con la asistencia de un amigo, Santiago Devic, compañero en sus últimos desplazamientos. Diez años después, sus restos fueron repatriados y recibidos, con honores, en Montevideo, donde desde entonces descansan. El teatro de Florencio Sánchez persiste en sus textos, como literatura. A falta de reposiciones planeadas a lo grande, la lectura de sus mejores piezas, las mayores y las pertenecientes al género chico, confirma la validez dramática del autor, además de ilustramos acerca del habla de la época, de las circunstancias sociales y, por cierto, de los temas que entonces se debatían en los escenarios. En el trance de elegir su obra maestra, uno de los mejores estudiosos de Sánchez, el uruguayo Antonio Larreta, en un ejercicio riguroso de tamiz crítico, le dio la primacía a Barranco abajo, obra que no ha dejado de figurar entre las primeras en la estimación general, porque superando el costumbrismo colorista y el ecumenismo neutro alcanza lo que en el teatro moderno podría caracterizarse como tragedia. Guía bibliográfica Castagnino, Raúl H. “Prólogo” a Barranca abajo y M’hijo el dotor, de Florencio Sánchez. Buenos Aires: Sur, 1962. Cruz, Jorge. Genio y figura de Florencio Sánchez. Buenos Aires: Eu-deba, 1966. García Esteban, Fernando, Vida de Florencio Sánchez. Montevideo: Editorial Alfa, 1970. Imbert, Julio. Florencio Sánchez. Vida y creación. Buenos Aires: Scha-pire, 1954. Lafforgue, Jorge. Florencio Sánchez. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1967. Larreta, Antonio. “El naturalismo en el teatro de Florencio Sánchez”. En Número, año II, N.°" 6-7-8. Ver Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Ordaz, Luis. Florencio Sánchez. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1971. Enciclopedia Literaria, La Historia Popular. Rosell, A. El lenguaje en Florencio Sánchez. Montevideo: Comisión Nacional de Homenaje del Sesquicentenario de los Hechos Históricos de 1825,1975. Rela, Walter. Florencio Sánchez. Guía bibliográfica. Montevideo: Editorial Ulises, 1967. —Florencio Sánchez, persona y teatro. Montevideo: Editorial Ciencias, 1981. Richardsgn, Ruth. Florencio Sánchez and the Argentine Theatre. Nueva York: Instituto de las Españas en los Estados Unidos, 1933. |
por Jorge Cruz
Publicado, originalmente, en:
Boletín de la Academia Argentina de Letras. TOMO LXXV, mayo-agosto de 2010,
Nº 309-310 Buenos Aires
Boletín de la Academia Argentina de Letras es una publicación editada por la
Biblioteca Jorge Luis Borges
de la Academia Argentina de Letras
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Comunicación leída en la sesión 1306 del 22 de julio de 2010, al cumplirse el
centenario del fallecimiento de Florencio Sánchez.
Ver, además:
Florencio Sánchez en Letras Uruguay
Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce
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