Una docena de caricias
Alicia Cruceira

Estela sabía que le faltaba algo a su vida. Sabía que no estaba totalmente completa, satisfecha. Tenía la plena certeza de que se había perdido de algo hermoso e importante en el medio del camino. A los cuarenta y pico, le había faltado la emoción de lo prohibido, del romance a escondidas, de la pasión  desbordada de un amante soñador.

Era relativamente feliz en su matrimonio. No podía quejarse. Su esposo era un buen hombre, la amaba, la respetaba bastante. Buen padre, buen amigo y compañero. No les faltaba  el ardor del amor  en el sexo. Pero si de romance se trataba, era huérfana al respecto. Nada de cartas o poemas. Nada de regalitos casuales, poco y nada de palabras tiernas, frases ardientes o inspiradas acerca de su persona. Nada de nada.

Buen amigo y compañero, aún en la cama, no sacaba una mala nota. Pero ella necesitaba algo más. “Otra cosa”, se dijo una tarde en que la soledad de la casa vacía le pesaba más que de costumbre.

De todas maneras, no sabía si se atrevería a serle infiel a su marido después de más de veinte años de convivencia impecable. Tampoco podía asegurar que nadie la  hiciera sentir lo que él, porque nunca había estado con otro. Él había sido el primer y único varón en su vida. No sabía de otras manos, de otras caricias ardientes en la intimidad de un cuarto.

Pero a veces, sólo a veces, aunque cada vez más a menudo; se preguntaba como sería el amor de otro hombre. Qué cosas maravillosas  y  extrañas le provocarían otros labios, otras palabras tiernas al oído. Otro aliento, otro sentimiento. 

 

Bebió su segunda taza de café de las cuatro de la mañana. Acomodó los libros y los apuntes en su mochila. Buscó el otro par de antojos, porque  los que tenía puestos ya no le servían  para ver de lejos. Aún faltaba un buen rato para salir hacia la estación de trenes rumbo a su trabajo en la Universidad a sesenta kilómetros de París. Buscó los cigarrillos que había comprado la tarde anterior cuando regresaba a su casa. Los guardó en el bolsillo interior de su saco. Le gustaba la soledad en la que vivía. A los cincuenta y siete años y después de una vida azarosa y emocionante, disfrutaba de un poco de sosiego al fin. Lo hacía feliz  enseñar  a más de trescientos jóvenes ávidos de saber, lo enorgullecía que a la mitad de su vida recibiera el reconocimiento de sus discípulos, colegas y compañeros.

Se sentía satisfecho. Había escrito libros, tenido hijos y plantado árboles. También había empuñado armas y defendido causas perdidas, décadas atrás en su patria, allende los mares, muy lejos de esta nueva tierra que lo había adoptado como suyo.

Se acercó a la computadora, como era su costumbre a esa hora, para chequear sus mensajes. Los de siempre; los amigos, los hijos, algunos alumnos, publicidad, el diario de noticias acerca de la labor artística teatral de un país latinoamericano, y nada llamativo. Como le quedaban algunos minutos antes de salir decidió abrir el último. Había escrito un breve comentario sobre docencia y teatro  y tenía curiosidad si en ese foro de mensajes, alguien le había respondido algo al respecto. Un simple deseo de comprobar qué repercusión habían tenido sus palabras. Es que él era así. Un tanto soberbio y creído de sí mismo. Pero estaba en su derecho, tenía como sustentar su pensamiento. Era inteligente y muy capaz. Siempre se había destacado. ¿Por qué no jactarse de sí mismo con tamaño currículum vitae?

Sonrió con satisfacción al ver un pequeño mensaje para él en el foro. Una mujer que decía llamarse Estela  Guerrico le hacía un comentario acerca de lo que él había expuesto el día anterior en el espacio virtual. Le causó buena impresión la misiva, porque ella manifestaba estar de acuerdo en todo con sus pensamientos y como él era  tan vanidoso, decidió contestarle personalmente agradeciéndole sus conceptos. 

Acto seguido, apagó el monitor  de la computadora y se dirigió a finalizar los preparativos para irse a trabajar.

Abrió el correo. Allí estaba la primera carta de un desconocido en medio de otros correos personales. El día anterior se le había ocurrido dar su opinión respecto a lo que el señor de Francia manifestaba acerca de la docencia. Y como ella era maestra de primaria, aunque sin un puesto fijo, por razones de puntaje; le había expresado su parecer. Juan Manuel Ibáñez. Así se llamaba su nuevo contacto. Se apresuró a escribirle, ya no al foro, sino a su dirección de correo personal. Le contó  de ella y de su trabajo como maestra . De su  acercamiento a la literatura y al teatro. Someramente. No quería hacerlo dormir con su primera carta. Además ella no sabía nada de él, aunque le había entrado una cierta curiosidad.

Así fue como cada día ella recibía un correo de él y él de ella. Se fueron haciendo cada vez más largos e intimistas. Él no podía negar que regresaba con ansias a su casa y buscaba antes que nada correo de Estela en su  casilla. Ella volvía del trabajo y comprobaba emocionada que él estaba allí esperándola con su taza de café negro, del otro lado de la pantalla.

No se conocían los rostros, pero comenzaron a conocerse el alma en el juego peligroso y excitante de enviarse sus escritos, sus poesías, sus pensamientos. Empezaron a hacerse parte de sus vidas esas cartas que él contestaba rápidamente primero por no olvidarse de hacerlo, porque como él mismo aclaraba, era muy ordenado en responder sus correos, y luego porque se le hizo imperiosa la necesidad de sentirla cerca, aunque más no fuese  a través de la computadora.

Imprimió unos trabajos de ella y los leyó camino a su trabajo. Le gustaba y le causaba un enorme placer llevar el alma de esa mujer entre sus dedos. Leerla era verle corazón al desnudo. ¡Es que transmitía  tanta ternura e inocencia! La sintió transparente y frágil en sus manos que otrora habían detonado explosivos y empuñado pistolas.

Era etérea y  suave. Lo hacía reír con sus locuras y  sus arriesgadas caminatas al borde de la cornisa, como ella misma definía su sutil coqueteo con él que era un veterano de guerra en el arte de la seducción.

Picaflor jubilado, profesor preferido, terrorista de sueños olvidados. La relación se ponía más que tibia. Se  podía aspirar en el aire un suave perfume de jazmines, que ella le había dicho, era su perfume.

La imaginaba a su lado, bebiendo su café acurrucada en el sillón de la sala.

Compró jazmines en la feria ese domingo a la mañana, mientras hacía las compras para el mediodía, momento en que sus hijos vendrían a comer con él. Le dijo a ella que no lo había hecho, que había comprado una planta de flores rojas de la que no sabía el nombre. Flores rojas. Perfume de jazmines. Los azahares estaban en flor en  esa primavera de París.

Un día le pidió la foto a su atolondrada equilibrista que le escribía cada día y se arrojaba sin red a la  piscina sin agua. Aunque él la mantenía llena, por las dudas.

Ella estaba encantada con su nuevo amigo, el profesor. Admiraba a ese hombre desconocido y sensible que le escribía a  diario, religiosamente. Él le prometió un libro de su autoría de regalo. Y el libro llegó en el momento previsto. “Cumplió con su promesa” pensó ella. Y lo devoró en un fin de semana. No pudo negar que la asustó al principio la azarosa vida del autor. Autobiográfico al ciento por ciento, ella reconocía en el hombre a un temible depredador de amores.

Estela se sintió vulnerable  e incapacitada de poder formar parte de la lista de amoríos de su maestro predilecto.¿Por qué la desmoralizaba la idea de no estar a la altura de los gustos de él, si sólo eran dos amigos virtuales, sin rostro ni señas particulares? Sonrió con tristeza. Reconoció que estaba haciéndose vanas ilusiones con ese hombre amable, culto, sensible y atento que respondía sin obviar ni una sola de sus cartas.

Él le pidió una foto. Estaba intrigado de cómo sería su “trapecista boquiabierta”, como la llamaba cariñosamente. Ella tuvo miedo de que la magia se rompiese entre los dos. Una magia maravillosa e inmensa que nació el día que él se atrevió a regalarle una docena de caricias en el saludo final de una de sus cartas. “Dos besos, una sonrisa y una docena de caricias”.

Ella cerró los ojos con una enorme satisfacción. Se estremeció en cuerpo y alma al leer esas palabras que naturalmente habían brotado de su amigo Juan Manuel. Sintió las caricias de ese hombre que había hecho el amor con tantas otras, sobre su cuerpo que sólo había conocido a uno.

Le mandó una foto, la mejor que encontró, porque a decir verdad a ella nunca le gustaba como salía en las fotos. Un poco seria, para el gusto de él, pero “como para morderla”, según le indicó después. Se puso colorada cuando leyó la frase. La relacionó con el episodio que él contaba en su novela, de cuando besó a quien fuera su primera  esposa, a la que mordió en el labio apasionadamente hasta el punto de hacerla sangrar.

Las cartas siguieron. Y siguieron creciendo los sentimientos. Él le mandaba un beso y le pedía que cerrara los ojos. Ella los cerraba y hasta podía sentir el gusto de su boca. Su aliento a tabaco. Su perfume de hombre.

Él no dejaba que faltaran los jazmines en su sala y más de una vez deshojó alguno sobre la almohada para dormirse aspirando la fragancia de la mujer inalcanzable y lejana.

La foto de ella la colocó como fondo de la pantalla de su computadora y cada mañana al levantarse y revisar su correo la veía y la acariciaba con ternura. Leía con avidez sus cartas y sus escritos. Le hechizaba llevarla en el viaje en tren  entre sus manos, leyéndola y conociéndola de adentro para afuera. Le escribió unos cuantos poemas, pero no quería parecer un viejo cursi, y no se atrevió a enviárselos.

¡Le atraía tanto esa mujer desconocida!. La deseaba tanto. Pero trece mil kilómetros lo separaban de su musa.

Un día llegó de la ciudad y buscó como cada tarde su correo. Una carta de ella. Una oleada de ternura fresca y dulce. Perfume de jazmines, terciopelo al tacto. Pero  no había nada. Esperó hasta tarde una respuesta a su carta del día anterior. Pero hubo de irse a dormir sin obtener la respuesta que esperaba. ¿Qué podría haberle pasado a su tierna y descocada equilibrista que llenaba con ternura sus noches de solitario profesor de Pedagogía?

A la mañana siguiente, luego de servirse su primera taza de café, le escribió lleno de ansiedad y temores infundados y por primera vez, desconocidos.

“¿Te quedaste muda o te secuestraron?”, fue el asunto del correo electrónico.

Lo escribió con el sutil temor de haber hecho o dicho algo que a ella la afectara o la ofendiera.

Pasó el día nervioso y pensativo. No podía sacarse a esa mujercita  humilde y sencilla de la mente. Le preocupaba que además estaba ganando terreno en otro sector de su vida. Un sector que había jurado no cedería a ninguna otra persona que no fuera él mismo. Su corazón.

La respuesta llegó por la  noche de se día. Estela  había sonreído con picardía al ver que él no había podido soportar un día sin su presencia. Algo le decía que ese maduro profesor universitario estaba abrigando  un extraño y tierno sentimiento hacia ella, una “chica de barrio”, una mujer simple sin  misterio.

Hizo el amor con su marido, pero no podía dejar de imaginar alguna que otra vez, que “otro” era el dador de esas caricias. Otro que le enviaba cada día una docena de ellas, como si se tratase de rosas o violetas de los Alpes.

Imaginó qué pasaría si un día Juan Manuel quisiera conocerla. Si ella fuese a París o él a su patria. Tuvo miedo, estaba en la cuerda floja de ese circo que ellos mismos habían montado sin proponérselo siquiera.

Continuaron con sus cartas. A veces paternales, a veces amistosas. Otras veces tan íntimas y cautivantes que parecía que  hacían el amor con las palabras. Cada frase, cada poesía que se dedicaban, cada sutil idea que le sugería la pasión que día tras día él estaba albergando por ella.

Juan le contaba los pormenores de sus días, sus charlas con amigos y alumnos. Sus cafés al sol frente a la Bastilla con otros “locos” pensadores “arreglamundos” como él.

La nombraba en cada conversación, la veía en las mujeres que cruzaba por la calles, en el claustro o en el metro. La veía cuando hacía el amor con alguna amiga ocasional.

La veía y no dejaba de pensar en ella. Estela se había transformado en parte del paisaje de su mundo. Su perfecto mundo de varón soltero y solitario. Lo que había comenzado como suave brisa, de pronto se había transformado en un viento huracanado que le volaba los papeles del escritorio y le despeinaba las canas. Había irrumpido sin permiso en su rutina, le había invadido el alma. Había tomado posesión de sus afectos. Y de pronto, tuvo miedo. Por primera vez en la vida. Tuvo miedo a esa sencilla mujercita de ojos tristes.

Ella lo mencionaba cada vez que podía. Su marido ni siquiera sospechaba que entre ellos había una cierta  e indefinida relación  que rayaba sutilmente en un romance. No se le cruzaba por la mente que esa mujer fiel y compañera pudiese ser capaz de algún engaño. Aunque él lo hubiese hecho en el pasado, estaba seguro que ella no albergaba sobre eso resentimiento alguno. Tal vez fue por eso que no dudó ni un instante en animarla a aceptar la invitación que Juan Manuel Ibáñez le había hecho de visitarlo en París.

Amigo de la política de turno en su lejana Patria , había conseguido una beca para ella con la finalidad de que pudiese asistir a un par de congresos sobre educación y desarrollo escolar. Casualmente en París y en Lyon.

Estela recibió la invitación y la propuesta con una gran emoción, aunque le temblaban las manos y sudaban frío. Sabía que si iba pasaría lo inevitable. Acabaría por serle infiel a su compañero de más de veinte años. Sabía que no podría negarse al juego seductor de su “maestro predilecto”.

Recordó el día en que recibió su foto. Lo había imaginado, diferente. Más alto, con barba. Le pareció avejentado para la edad que tenía. Volvió a pensar que la barba lo haría más seductor. Pero no podía apreciarlo bien, porque se había dejado puesto los anteojos de sol y no podía verle los ojos. ¿Cómo serían sus ojos? Reconoció que siempre la habían atraído los ojos masculinos y podía adivinar las intenciones de ellos con sólo arrojarse en la mirada. Pero a Juan no le había visto los ojos, sólo el alma. Y temía equivocarse.

“Lo mejor es estar seguro de hacer algo de lo que no te vayas a arrepentir mañana”, le había dicho en una de sus cartas. Y ella no sabía si quería hacer lo que estaba segura haría si viajaba a París, a encontrarse con su “amigo virtual”.

Él contaba cada día  que faltaba para la llegada de Estela, su amiga trapecista de utopías. Se sentía como un adolescente en su primera cita. Imaginó mil veces el primer encuentro, las primeras palabras dichas frente a frente, los primeros besos.

Una duda le asaltó en su mente:¿Y si a ella no le gustaba como hombre cuando la tuviese enfrente? ¿O si ella no fuese como la había imaginado?

Siempre le quedaba la posibilidad de pasar unos bellos días en su compañía, que conocía bien por la correspondencia que habían estado manteniendo durante seis meses a esa parte.

 

París tenía niebla esa mañana cuando aterrizó el avión que la traía de tan lejos. El la esperaba con una ramo de jazmines en la mano. Se sintió ridículo por momentos. Pero feliz de conocerla al fin. Si la relación no resultaba como él esperaba, estaba seguro de que sin otras expectativas la pasarían de mil maravillas. Se había tomado la licencia  de invierno y estaría para ella todo el tiempo que durara su viaje. Había planeado paseos y visitas, y como a ella le gustaba el teatro había reservado  localidades para ver las obras más famosas en París. Tenía todo preparado, hasta el buen vino esperando en la cocina, la música y los leños encendidos.

El vuelo arribó a horario a pesar de la nieve. Unos minutos después, creyó distinguir a la mujer de la pantalla, enfundada en un largo tapado de cuero negro.

Allí estaba Estela, su amiga virtual, sonriéndole con una sonrisa que definió como maravillosamente prometedora. Era más linda que en la foto, aunque tenía el rostro cansado por el viaje. O al menos eso le pareció por su entusiasmo.

La tuvo enfrente y él  al que nunca le habían faltado las palabras, verborrágico por excelencia, no supo qué decirle. Hubiera querido darle un beso esos labios pintados de color chocolate. Lo tomó como una abierta provocación a hacerlo, pero algo lo detuvo. No quería asustarla. La saludó a la francesa, con un beso en cada  mejilla, con toda suavidad y ternura.

Ella tenía una voz cálida y dulce. Parecía acariciarlo con cada una de sus palabras. Ahora entendía por qué sentía lo que sentía cuando leía sus escritos o las cartas que ella diariamente le enviaba.

Estaba tremendamente excitado por la emoción de conocerla. Ni se imaginaba lo que pasaba dentro de ella. Pero ambos se mantuvieron como dos simples conocidos, aunque más de una vez  se habían hecho el amor con las palabras, los cuentos y los poemas. Sutilmente sin ser directos o precisos, se habían amado en el silencio de sus emociones.

Llegaron a la casa de Juan, y él le preguntó si no le molestaba hospedarse allí, o si preferiría irse a algún hotel. A ella le gustó el lugar preparado para albergarla tres semanas. Y decidió quedarse con él. La trapecista arriesgada y temeraria acababa de arrojarse al vacío sin red y sin siquiera atarse una soga en el tobillo.

Bebieron café y charlaron un rato. Él la dejó descansar en el cuarto que había preparado especialmente para ella. Se contuvo las ganas de espiarla mientras dormía un par de horas, para recuperarse del viaje. Ante todo, él era un caballero.

No pudo explicarse por qué esa primera noche no se animó ni siquiera a besarla. Había algo en ella etéreo y frágil que lo había detenido, como si hubiese sentido miedo de que ante el roce de su boca ella se desvaneciera en el aire, como un fantasma.

Era muy tierna y femenina. Tuvo miedo de que se deshiciera en sus manos.

El poeta en el exilio acababa de encontrar la razón de sus afectos. Y no sabía cómo acercarse sin herirla ni ofenderla.

Ella pensaba, mientras tanto, desconociendo los pensamientos varoniles, que no había sido del agrado de él. Siempre temerosa de sí misma, sentía que no le había causado una buena impresión a los sentidos. Se consoló pensando que disfrutaría de unos días maravillosos y mágicos en la compañía de su poeta preferido, conociéndolo y conociendo los rincones donde él desarrollaba su vida. Al fin y al cabo, no sería infiel a su marido, aunque en su mente ya era demasiado tarde.

Pasearon, conocieron lugares excitantes y de ensueño. Bailaron , bebieron buen vino, caminaron por la ribera del Sena, visitaron la torre y vieron Paris de noche, a pesar del frío.

La tercera noche caía una copiosa nevada y prefirieron no salir. Prepararon café y escucharon música. Rieron, charlaron de todo y de todos. Se contaron sus sueños y temores y de pronto, ni él ni ella supieron cómo ni por qué, se encontraron rozándose las bocas en un beso tierno y transparente. Ardía un volcán en el cuerpo maduro del hombre misterioso. Vibraba el pecho trémulo de ella. Pero ambos se tuvieron después de la caricia, como si hubiesen transgredido una barrera santa y sublime.

Era tarde y ella prefirió retirarse a  su cuarto y dar por terminado lo que no había podido continuar. Pensó que a él no lo había motivado el besarla y que no había sentido nada en ese acto. Se fue triste. No la amaba.

Por su parte, él no se atrevía a desearla aunque lo que más quería en ese instante era poseerla como un loco. ¡Pero le parecía tan frágil esa mujercita sin pasado!

Estela  se puso el pijama que había comprado especialmente para el viaje. Se arropó en el lecho. Él golpeó suavemente a la puerta. Tal vez quería disculparse por el arrebato del beso. Aunque había sido ella la que lo había besado en realidad. Tuvo vergüenza de que él creyera que ella era una mujer fácil o algo así. Se puso la bata y le abrió. Se miraron en silencio y él la abrazó sin decir nada. El beso fue tierno al principio pero se fue transformando en una caricia apasionada y frenética. 

 

Hicieron el amor en el cuarto de huéspedes. Se amaron con ternura y desenfreno. Con hambre y con ansias. Querían invadirse el uno al otro y no dejar sin inspeccionar nada del  amante. Era la primera vez de ella, y se sintió virgen. Inédita en sus manos que habían acariciado a tantas otras. Él se sintió tan pleno de ternura que la inundó de besos y caricias. Como si estuviese estrenando sensaciones nuevas.

Su alumna “predilecta”, su  equilibrista atolondrada y prejuiciosa que estaba desnuda a su lado entregándose en cuerpo y alma. 

¿Cómo decirle a esa mujer que no estaba dispuesto a compromisos eternos? ¿Cómo decirle que ahora que la había conocido no quería perderla? ¿ De qué manera pedirle que se quedara si ella tenía su vida del otro lado del océano?

Pasaron las semanas en un ardiente idilio de pasiones y literatura. De teatro y museos, de alfombras y de camas.

La abrazaba por la noche y ella mimosa se acurrucaba en su maduro pecho de poeta en el exilio. Adoraba a ese Espartaco del tercer mundo, retirado de atentados y utopías. Afrancesado y burgués, contenedor y posesivo.

Pero no podía decirle lo que sentía por ella. No podía traicionarse a sí mismo que se había prometido no amarrarse a nadie nunca más. Pero esa mujercita triste de mirada café lo desarmaba con cada palabra, con cada gesto de ternura. Tan genuina y frontal, tan suave y cristalina.

A veces ella se sentía culpable por haberle sido infiel a su marido. Pero pensaba que su vida había necesitado ese cambio, ese giro inesperado que la vida le había puesto por delante. Y no hubiese querido desperdiciarlo. No después de lo que estaba viviendo. Por primera vez.

Pero él no le hablaba de sentimientos. No le hablaba de futuro. Vivía a pleno cada día, como si fuese el último.

¿Qué podría brindarle u ofrecerle él a ella, si no había firmado nunca un contrato vitalicio con la muerte? Pisaba los sesenta y ella apenas si había cruzado la barrera de los cuarenta. No quiso pensar. El día del regreso de Estela se acercaba y no quería desperdiciar ni un instante sin amarla y consentirla. 

 

El adiós  no debía parecerse a una despedida. Se amaban. Aunque ninguno de los dos lo había reconocido. Él por egoísmo, ella por pudor o por miedo. Y por qué no por confusión, porque muy dentro de ella, seguía pensando que también amaba al hombre joven con el que había compartido más de veinte años de su vida y tenía varios hijos. ¡Qué loco! Pensó.¿Cómo podía amarlos a los dos a la vez?

Subió al avión pensando en ello.  Juan Manuel no había dicho nada acerca de sus sentimientos. Ella tampoco.

El avión estaría sobrevolando el océano cuando él  se desplomó en el sillón de la sala en donde se habían amado con locura. Se abrazó al almohadón que aún tenía la fragancia del perfume de ella y entre lágrimas de rabia  masculló por lo bajo que la amaba. Pero estaba demasiado ebrio para reconocerlo.

 

Volver a la rutina de madre y esposa, de maestra de primaria sin cargo fijo, después de lo que había experimentado en París, no fue fácil. Pero intentó olvidarlo o al menos recordarlo como un sueño. Se convenció de que ella había sido para él un número en su larga lista de amoríos y conquistas pasajeras. No la hizo feliz la idea, y decidió no pensar más en eso.

Su marido nunca sospechó lo que había vivido ella junto al formal profesor de Pedagogía, osado novelista, terrorista jubilado, poeta en el exilio.

Juan se lamentaba a veces, de no haberle dicho lo que guardaba en su corazón y que reconocía, aunque tarde, era todo para ella. Pero su ego era más grande que su amor, y no quiso perderse a sí mismo, que según decía era lo único con lo que contaba para subsistir.

Siguieron escribiéndose hermosas cartas y poemas. Siguieron mandándose fotos y caricias. Siguieron amándose en silencio, sin  profesar los sentimientos, sin decir ni una vez cuánto se amaban.

No volvieron a encontrarse para amarse. Ni una sola vez ninguno de los dos hizo mención a aquellos días pasados en París. Ella nunca más volvió allí, es que ya no hubieron becas; tampoco la intención de reencontrarse. Ambos tenían miedo de lo que podría devenir después. Y decidieron de mutuo y silencioso acuerdo, dejarlo todo así.

Él no estaba dispuesto a regresar ni siquiera por ella a la tierra a la que había jurado jamás retornaría, a esa misma tierra que había devorado a sus amigos y familia en un enloquecido tiempo de injusticias y desenfrenos.

Un día las cartas dejaron de llegar y ninguno de los dos hizo nada por saber por qué.

Alicia Cruceira

Ir a índice de América

Ir a índice de Cruceira, Alicia

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio