El sendero de los justos
Alicia Cruceira

Primera parte

 

El sendero de los justos es como la luz de la aurora

que va en aumento hasta que el día es perfecto”.

 

La Biblia  

 

CAPITULO 1

- En todas las cosas de la vida hay un antes y un después.- Dijo el anciano acomodándose en la silla en donde se había sentado para conversar y contar por enésima vez la historia que mejor sabía contar: la historia  de la vida. - Uno era de una determinada manera antes de que pasara tal o cual cosa.- prosiguió- Antes de Cristo, después de Cristo. Antes de la cirugía estética, después de la cirugía. Sí, siempre hay un antes y un después.- Se quedó un rato pensativo, dibujando con el dedo sobre el vidrio de la mesa que tenía por delante, o sacando una basurita pegada, ¡quién lo sabía!

- Hay cosas o situaciones que  marcan, -dijo-   alteran y cambian la vida. Cosas sencillas o complejas. Vivencias a las que a veces, no se les dan la importancia o la trascendencia que realmente tienen. Se las vive como algo natural, como si fuera la resultante  espontánea de un suceso que no debía de ocurrir de otra forma a la que ocurrió. Y uno no se da  cuenta de que tal vez, la suerte o el destino tenían otros planes para con nosotros. Simplemente las acepta con velada resignación, sin cuestionar ningún detalle de los sucesos acaecidos. Me pregunto, si, al fin y al cabo, la vida no es más que eso: una sucesión interminable de experiencias las cuales aceptamos sin chistar, sin ponernos a pensar si quiera por un instante, si no se hubiese podido cambiar algo, algún detalle, por ínfimo que fuera, que hubiera hecho que toda la proyección del futuro fuera diferente. –Suspiró y tomó aliento para continuar con su monólogo sin estar demasiado preocupado de que  su interlocutora lo estuviese escuchando o no. Pero sí, lo escuchaba con toda atención, aunque ese detalle no fuera realmente importante para el hombre.

-¿Y si la vida nos diera la posibilidad de trocar las cosas y no fuésemos conscientes de ello? ¡Qué chasco!- sonrió con tristeza- ¡Cuántas cosas, personalmente, no las haría como las hice, entonces!

Pero lo cierto, que con cambios posibles o sin ellos, siempre hay un antes y un después en todo. Lo hubo en mí, lo hubo en la gente que conozco, lo hubo en el pueblo que habité por más de veinte  años.- Deslizó sus cansados ojos claros por cada rincón de la habitación antes de continuar hablando.

-Yo pensaba que las cosas sucedían porque sí, como la consecuencia natural de los errores o de las decisiones fallidas o acertadas. La consecuencia de perseguir los sueños y alcanzarlos. O de no alcanzarlos. En definitiva, hay sueños que corren demasiado rápido,  y aunque se paren a esperarnos en la mitad de la calle, no se caracterizan por tenernos paciencia, y luego de un tiempo, se cansan y se van. Los sueños de la gente son un tema profundo y yo no sé si estoy capacitado para debatir acerca de ellos. Lo que pienso, por la experiencia que me otorgan la gran cantidad de anocheceres que han visto mis ojos, es que a veces, no siempre, los sueños equivocan su destino. Se me ocurre que son como gaviotas que deben anidar en primavera en un determinado lugar, pero yerran el camino. Hay sueños maravillosos que se albergan en el corazón de personas que jamás podrán llevarlos a cabo. Aunque se les haya provisto de dones y talentos para ello, no están en condiciones de  concretarlos, por quién sabe qué cantidad de obstáculos que la vida se encarga de colocar artera y estratégicamente en el camino.

No sé si hay un Destino o un ser superior, llámenle Dios u otro nombre, que maneja las vidas de la gente con hilos invisibles, o si somos nosotros mismos los artífices de éste, pero lo cierto es que la vida parece ser una interminable sucesión de hechos que nos llevan a tomar decisiones a cada instante. Decisiones que nos enaltecen y elevan como seres humanos, o nos envilecen y destruyen. No me cabe duda de que ese “Alguien”, ha trazado dos caminos; uno, el del egoísmo, el otro el de la generosidad. A veces transitamos un poco por cada uno de ellos, y otras veces elegimos como única vía a uno de los dos. Eso nos marca una trayectoria y un final. No sé si hay cielo o infierno, pero creo que cada uno rendirá cuenta de sus actos; de lo que haya elegido como meta, del sendero que escoja para caminar en el lapso que se le ha dado para existir.- Hizo una pausa, para proseguir con denodada seguridad.

- Dicen que el camino de la perdición es ancho y en declive, y el de la vida eterna, empinado y angosto; no son muchos los que lo eligen, sin duda. El otro es más transitado y se deben producir uno que otro embotellamiento cada tanto. También he leído alguna vez que hay camino que al hombre le parece bueno, pero al final es camino de muerte. No sé. Quizá haya sido el que muchos de los que conozco eligieron. Yo, en realidad, desconocía por cuál había decidido caminar. Jamás me lo había preguntado, hasta, al menos, el día en que el cielo se vino abajo, el volcán empezó a escupir su ira sobre el pueblucho y el río se vengó de todo el daño que el hombre le hizo por tantos años.

Los mapuches tienen una leyenda que dice que el dios del volcán, sólo aplacaba su ira, cuando el brujo de la tribu le llevaba una jovencita pura y buena para que se alimentara con ella. El día en que el volcán tomó en sus manos la justicia, no sólo tomó la vida de varios, sino todo aquello por lo que habían vivido, y ni aún así, aplacó su bronca. Tal vez, porque los que cayeron no eran del todo justos, o del todo buenos, o del todo santos. Quizás porque los que murieron ese día eran sólo seres humanos que a veces transitaron el camino de la solidaridad y otras, el del egoísmo. Eran personas comunes, de carne y hueso. Con muchos defectos, pero, sin duda, con virtudes también. Muchos de ellos, aunque amigos de nadie, fueron mis amigos. Amigos silenciosos, que nunca dijeron ni preguntaron nada. Amigos sin pasado y sin futuro. Amigos que al igual que yo, se escondieron un día en un pueblo perdido e incrustado en la Cordillera del Viento.- Cerró los ojos como queriendo atraer a sus pupilas la imagen del poblado y sus montañas.

-No es fácil vivir para ser bueno. Es más fácil lo otro, pero pareciera que para ir borrando de a uno los pecados, hay que subir por el sendero de la negación, del sacrificio, del amor incondicional. No es sencillo cuando la vida nos demuestra que no se puede vivir ignorando nuestra historia, dejando atrás un pasado vergonzoso que nos atormenta y nos paraliza.

El día en que el río arrastró agua y lodo desde la montaña, se llevó nuestras vergüenzas con él. Yo doy fe de ello. Al menos se llevó las mías. Y sé acerca de algunas otras que dejó sin huellas.

Nadie quiere tomar su cruz cada día y negarse a sí mismo. Es preferible vivir como si ayer no hubiera existido, como si hoy no fuera cierto. Pero, ¿cómo se hace cuando irrumpen en el camino que transitamos los que no tienen culpas que esconder, cuando llegan hasta nosotros las víctimas de otros pecadores? Las cosas cambian, lo aseguro. La pureza de la ingenuidad, frente a los ardides de la injusticia y la mentira. Y la cotidianeidad se transforma en un espejo en el que no queremos mirarnos, porque saca a relucir lo peor y lo mejor de nosotros. Nos desnuda el alma y la refleja tal como es.

El fuego quemó las impurezas y el agua barrió la mugre que se escondía en el corazón del pueblo. El lodo sepultó muchos años de silencios y de hipocresías.- Volvió a acomodarse en la silla y miró a los ojos profundamente a su interlocutora, aunque con una mirada extraña que parecía no verla realmente. Bajó el tono de su voz y lo agravó dándole una importancia extrema a las palabras que diría a continuación.

-Lo que voy a contarle, es cierto al menos para mí. Hay cosas de esta historia que tal vez las imaginé y las narro como me parece que  sucedieron. Pido perdón si vuelo alto con mi imaginación, aunque trataré de ser fiel a lo que  contaron los que no tenían nada de qué avergonzarse y me refirieron su historia en las largas noches de verano, vino patero del bueno, de por medio.

¿Por qué cuento la historia de esta gente? No sé. Tal vez porque tengo mucho tiempo libre, tal vez porque los recuerdos se agolpan en mi mente y me obligan a ser prolífero en las palabras, o tal vez porque veintitantos años de silencio, me ruegan que rompa el voto y cuente, hable y dialogue con los otros, aunque esto de ahora parezca más un monólogo que un diálogo.

Aunque ya no existe, y no sé si algún día se reconstruirá de nuevo, el pueblo al que me refiero era un lugar que más que pueblo era el mismo Purgatorio para muchos. Allí, no había uno solo que no escondiera algo de su pasado. Era la representación de la guarida de los condenados, de los auto marginados, de los que nada querían tener que ver con sus historias pasadas.

Estaba enclavado, como dije antes, en la Cordillera del Viento, a los pies del volcán Domuyo, a treinta y cinco kilómetros de una ciudad minera, llamada Coronel Vignale, que también fue arrasada en la creciente del Neuquén, cuando ocurrió lo del alud.

Compartían el mísero poblado unas cien o ciento cincuenta personas, entre criollos y algunos mapuches renegados. Varios años atrás, hubo una mina de oro que se cerró cuando se  desmoronaron las galerías y murieron una veintena de mineros.

Fue en la época de máximo esplendor, cuando los dueños de la mina, decidieron que sería buena idea abrir una escuela para los hijos de los mineros, y así lo hicieron. Cuando ocurrió el accidente, muchos se fueron del pueblo, dejándolo casi fantasma, pero la escuela no se cerró, al contrario, quedó como el mudo testigo de la gloria pasada, brindando más que el servicio educativo, el servicio de comedor infantil y escuela secundaria, completando su matrícula con lo peor de Vignale. Con lo que nadie quería, con la escoria de las escuelas públicas, a los que no se los podía despreciar, sino la escuela  tendría que cerrar sus puertas. Y ese pequeño detalle, oculta otra historia, que le referiré más adelante, y verá como entiende por qué  la preocupación de mantener abierto el claustro educativo.

Bueno, ya ubicado en el mapa, no podrá decirme que le cuesta imaginarlo. No había lugar más agreste y más hermoso que ese. Aunque a decir verdad, nunca quisimos que se arreglaran los caminos, para evitar a  los turistas. No obstante con  la llegada de los alumnos de Vignale, se habilitó una furgoneta que hacía las veces de colectivito, bastante destartalado y enclenque que los  transportaba cada tarde.

A la entrada del pueblo, un bienintencionado cartel de metal, rezaba a modo de bienvenida o de advertencia,  la siguiente frase:

Usted está en “ Sendero de los justos”

Estamos bien como estamos, no queremos problemas.

Haga lo suyo y váyase.

Como se podrá dar cuenta, no era un pueblo amigable, ni mucho menos. Es que a nadie de los que vivíamos en el lugar nos gustaban los curiosos o los entrometidos. Los fisgones, los que husmean, los que  ocasionan trastornos o problemas. No queríamos el progreso ni  nada que pudiera traer más gente al lugar.

“Sendero de los justos”, un buen nombre para un pueblo que se encerraba en el silencio y encadenaba a la obligada soledad de los que ocultan. Duro como la piedra que extraían de la mina, parco como los indios que no hablaban con los otros más que lo necesario.

Si se quiere enmendar, si se quiere ser bueno, después de haber sido malo, hay que transitar por ese extraño camino de sacrificio y negación, como dije antes.

Sí, le habían elegido bien el nombre al pueblo.

Cosa de mapuches, me dijeron cuando pregunté el origen del nombrecito éste. En realidad el verdadero era “sendero de los ajusticiados”, porque, según cuentan las leyendas, transitaban por él los condenados a morir  en la garganta del volcán. Los ingleses que poblaron estos pagos, allá por el ‘50, le cambiaron “ajusticiados” por “justos”, ya que el primero le sonaba tétrico y de mal augurio para los negocios que esperaban emprender en la zona. Más que pueblo era un paraje, por ese entonces. Y se fue poblando con la gente que venía a trabajar en las minas de oro y cobre. Vinieron de todos lados a formar parte del plantel de la empresa. Chilenos, en su mayoría, algunos bolivianos, muchos mapuches, y gente de otras provincias en busca de hacer una diferencia monetaria sustanciosa. Pero el oro se lo llevaron los que ya tenían oro, y los pobres siguieron siendo pobres, y encima, enfermos por la mala atención en cuestiones de salubridad, ya sabe. Estas empresas internacionales hacen cualquier cosa para engordar sus ganancias, hasta mezquinar en lo necesario para que los trabajadores vivan en condiciones humanas y dignas. Y  si al principio fueron inhumanos, allá por los ochenta se acomodaron un poco y no faltó comida, cuidados y hasta escuela para los hijos del personal. Lástima que la cosa no duró mucho, no más de quince o dieciséis años. Después vino el derrumbe y la muerte de los obreros. No faltó quien hiciera correr la voz de que el pueblo estaba bajo una maldición grande y que nunca iba a prosperar. Las familias de los mineros supervivientes se fueron una a una, y quedamos unos pocos, que nos fuimos haciendo viejos, sin darnos cuenta, casi.

Todos, como le dije antes, con historias tras de sí, difíciles de olvidar. Pasados turbios, sombríos, llenos de dolor y de vergüenza, que ninguno quería sacar a relucir.

Pero lo cierto, si algo de esto  fue cierto en sustancia, es que una mañana llegó al pueblo una mujer.    

CAPITULO 2

Tendría entre treinta y ocho y cuarenta años. Común, si las hay comunes. De esas que no llaman precisamente la atención en la calle. Bajó  del ómnibus que  venía de Neuquén y traía en su mano un pequeño bolso de cuerina marrón, el mismo color de  su cabello. Tenía el rostro cansado y estaba un poco ojerosa, con la expresión propia de aquel que lleva varias horas sin descansar.

Miró  a todas direcciones, como esperando algo o a alguien. La vi desde la oficina del correo adonde había ido yo esa mañana de marzo a retirar mis revistas del National Geographic. Porque no sé si le he dicho que desde que me había ido a vivir a Sendero de los Justos, uno de mis pasatiempos preferidos era leer aquella bibliografía geográfica. Miraba fotografías de lugares distantes e insondables, de culturas extrañas y diferentes, y soñaba con ellos, con expediciones y aventuras durante las largas noches del invierno de los Andes.

Pero retomando  el relato, decía que la vi y me pregunté para mis adentros “¿quién podrá ser esta mujer?”. Turista, no era. Pero la duda se disipó de inmediato cuando vi a Vicente Cardozo, el director de la escuela de la mina, que se acercaba a ella.

-¿La señora Ramos?- Le dijo a la recién llegada que asintió al instante.- Soy  Vicente Cardozo, el director del Instituto, mucho gusto. Espero que no lleve esperando mucho tiempo aquí, es que se me hizo un poco tarde.- se disculpó.

Ella se notaba educada y gentil, un poco tímida tal vez y callada. Le extendió la mano en una franca actitud de cortesía, a la que respondió Vicente, sin saber demasiado qué hacer. No era ese su fuerte, el ser educado, digo. Extraña  contradicción esa. Él, que era el director de un Instituto de Enseñanza, cuyo objetivo era educar al soberano, carecía de los más elementales rasgos de urbanidad.

Subieron al viejo auto del hombre y se dirigieron a Sendero. Olvidaba decirle, que estábamos en Vignale y que era la primera semana de marzo. Yo viajaba una vez al mes para allá, para comprar algunas cosas que en el pueblo no vendían y a retirar de mi casilla de correo las revistas que le dije y otra correspondencia  similar. Nada personal, ya que yo, como los otros, no tenía familia. Ni amigos. Ni parientes cercanos o  lejanos.

Supe al llegar al pueblo, porque las noticias viajan rápido cuando no hay nada mejor que hacer, que la mujer se llamaba Isabel de Ramos y era la posible futura maestra de la escuela y profesora de Literatura  del Instituto.

La llegada de Isabel a Sendero fue, ahora que lo veo desde lejos en el tiempo, como la entrada de un pequeño haz de luz en un cuarto totalmente a oscuras. Si bien al principio la observamos con recelo, con el tiempo fuimos tomándole cariño. Primero vino la curiosidad, la lástima en segundo lugar, después el respeto, y finalmente, bueno, ya sabrá  cuando lleguemos a esas alturas de la historia.

Isabel era una mujer sencilla y frágil. Me hacía acordar a las violetas ; no llamaba demasiado la atención con su presencia, prácticamente siempre escondida tras de las piedras de la montaña, pero con un suave e intenso perfume que la diferenciaba de las demás.

Así era ella. Como las violetas.

Usted se ha de preguntar por qué estaba Isabel en Sendero. Lo supe con el tiempo. Ella también tenía que transitar los caminos tortuosos de la vida y le había “ tocado bailar con la más fea”.

Estaba sin trabajo, a pesar de ser una excelente docente, pero carecía de algo llamado “puntaje académico” o algo así. En la provincia de Buenos Aires, en donde ella vivía, parece ser que a los maestros se los califica según el puntaje que obtienen al hacer diferentes cursos de capacitación. Cursos en su mayoría arancelados, inaccesibles para aquellos que no tienen un trabajo fijo. Cursos que cuestan entre trescientos y cuatrocientos pesos y que otorgan centésimas de punto, apenas.

Ella nunca había trabajado hasta uno o dos años antes y por eso no había generado puntuación suficiente como para acceder a un cargo titular en la ciudad en que vivía. Había trabajado en una escuela privada, pero luego de un hecho desgraciado, le habían pedido “cortésmente” la renuncia a su cargo de docente del establecimiento. Ya le contaré, no tema, cual fue el hecho que la dejó sin trabajo a Isabelita. No se apresure ni me apure a mí, verá que todo se conecta  perfectamente, como una prolijo y numeroso rompecabezas.

Ella vino sola la primera vez, para arreglar las condiciones con Vicente. Después supimos, cuando arribaron todos, que  tenía marido y cuatro hijos. El esposo padecía de una ceguera emocional, según supe con el transcurso del tiempo, y había quedado sin trabajo a raíz de esto. O a raíz de haberse quedado sin empleo, había perdido la visión. No lo supe enseguida. Los hijos eran, dos señoritas de dieciséis y dieciocho años, los otros dos, varoncitos más chicos, de doce y nueve.

El hombre se llamaba Eduardo y encajaba muy bien con el poblado. Callado y más parco que los mapuches de la villa. No se daba con nadie y no se dejaba ver fuera de la casa que habían conseguido en el lugar. Con semejante familia, se vieron obligados a alquilar la vieja posada de los Honorio. Era una casa grande con cuatro o cinco habitaciones y una cocina como de regimiento. Aunque estaba a la miseria por el abandono, la mano de Isabel y de los chicos la dejaron como nueva antes del invierno.

Las chicas, Camila y Abril, no se daban con nadie, excepto con  algunos de los chicos de Vignale que venían a la escuela. Especialmente la mayor, que se hizo amiga de la hija de Gómez, el carpintero.

La segunda era más calladita, introvertida, con el carácter del padre. Los pibes, Nicolás y Guido, bueno, eran chiquitos todavía y como no había demasiados chicos en el pueblo, se las tenían que arreglar solitos y jugaban juntos.

No sé que les habrá parecido el pueblo a la primera vista. Lo cierto es que no era un atractivo turístico precisamente. Las casuchas bajas, muchas de ellas con techos de chapas y paredes precarias de adobe o ladrillo casero. Las calles, obviamente, sin asfaltar, de puro polvo y pedregullo. No quedaban lengas ni otros árboles autóctonos, porque la compañía minera de los ingleses se había encargado de talarlos para usar la madera en los puntales de las galerías de las minas; y no las  repusieron jamás. Como se imaginará, eso arruinó la vida natural de la zona; ya que los animalitos no tenían de qué alimentarse.

Plantaron pinos, pero los bichos no comen pino. Provocaron un desastre ecológico, como dicen ahora, los del “ barquito verde.”

El asunto es que el pueblo no era el infierno, porque peor era una cárcel para los que huían de sus remordimientos, aunque  era una verdadera prisión para los que no querían salir al mundo exterior y darle una oportunidad a la vida.

Cortando el horizonte, el volcán mostraba su cara más  austera, aunque no carente de extraña belleza; el río bañaba el valle, al menos hasta que la nueva empresa minera lo desvió para usar a su antojo las aguas, provocando la muerte de mucha vegetación autóctona y provocando rápidamente la desertificación de la zona.

El pueblo daba miedo, o tristeza, en el mejor de los casos.    

CAPITULO 3

Tener la matrícula completa era una prioridad para Cardozo. No se vaya a creer que lo era por puro amor a la educación. No, nada de eso. Lo que pasaba era que Vicente tenía una debilidad que eran las cartas de póquer, de truco, los dados, en fin, cualquier cosa que sirviera para apostar. El director de la escuela era el tipo de personas a los que llaman jugadores compulsivos. Le aseguro que era capaz de cobrar el sueldo y dejarlo en la mesa de juego del garito del chileno Cabrera.

Pero así como era taimado, el chileno, también era conciente de que Cardozo sólo contaba con los ingresos que la Fundación inglesa le enviaba para pagar la nómina. Así que la cuenta del director tenía un tope. Cabrera sabía a cuánto llegaba el sueldo del docente y hasta allí llegaba su consideración, pasado el límite le cerraba la cuenta a cara de perro.

Si la escuela se cerraba por falta de alumnado, se quedaba sin sueldo. Si se quedaba sin sueldo, se le agotaba el crédito en el garito. Su vida era el juego. Hasta sus alumnos del secundario lo sabían y muchas veces explotaban a su antojo esa triste debilidad.

Jugar era más que la vida para el director de la escuelita. Tal vez porque con la emoción del juego ahogaba sucesos funestos de su vida pasada que trataba a toda costa de olvidar.

Ya no quería la gente de Vignale venir a trabajar a Sendero. No quedaban profesores dispuestos a controlar a la horda infame de adolescentes problemáticos que se amontonaba en los pequeños salones del establecimiento. Chicos con problemas, verdaderos resentidos sociales algunos, enviciados, otros. Sí, los pibes del secundario eran un verdadero dolor de cabeza para cualquier maestro, porque sin expectativas, metas u objetivos en la vida, les daba lo mismo seguir adelante con una vida sin compromiso, ni responsabilidades. La única responsabilidad que había en la escuela no era la de educar, sino la responsabilidad civil, de que no salieran del edificio en condiciones deplorables de salud, o borrachos, o drogados, o con alguna pibita embarazada por algún compañero de año, o lo que era peor, de algún profesor.

La llegada de Isabel fue la generosa provisión del Destino, al que sin duda, le importaban los chicos de la escuela. Pero ella venía con su propia crucifixión a cuestas, con la condena de cargar  a su propio muerto en sus espaldas, y peor aún, un muerto viviente, que no se decidía a cobrar vida y caminar empujando la carreta a su lado.

El marido de Isabel estaba lo suficientemente deprimido como para dejarse morir en cualquier parte y ella lo suficientemente decidida a pelearle a la vida, como para enfrentarse a todos y a todo, incluso a los inadaptados del colegio de Sendero de los Justos.

Pocas semanas después de su primera visita al pueblo, llegaba la familia completa. Me llamó la atención ver a los hijos de Isabel en aquel lugar, tan diferente de seguro al lugar del que venían. Pulcros, prolijitos, caritas demasiado tristes, para mi gusto. El muchacho, de no más de cuarenta, tenía unas gafas negras, que no se sacaba  ni a sol ni a sombra. Después supe que las tenía porque había quedado casi ciego, unos meses antes.

Con semejante panorama, no era de extrañarse que la pobre Isabel y los hijos, tuviesen esas caritas tan tristes. Conocerla, fue lo mejor que nos pasó en la vida, descubrir sus secretos, nos hizo más amigos y con el tiempo, casi hermanos.

Eduardo, el marido de Isabel, no era mala persona. Un poco agresivo, parco, creo que ya se lo dije. Pero su ceguera, la cual más tarde supe que era emocional, no le duró demasiado tiempo. Sí el mal carácter, el trato seco, áspero, el resentimiento, el dolor.

A lo mejor fue por eso que cuando Britos apareció en escena, Isabel no pudo resistírsele a su fuerte personalidad. Britos.

 Era contrabandista. Pasaba vaya uno a saber qué cosas de un lado al otro de la cordillera de los Andes. Mitad gringo, mitad aborigen. Algunos decían que era hijo del mismo diablo, un diablo que visitó un día a una mapuche hermosa y joven, un atardecer de verano, a orillas del lago.

Lo cierto es que cuando Alejo Britos llegó al pueblo, puso los ojos en Isabel. No sé que le llamó la atención de la maestrita, porque como le dije antes, no era “Miss Universo”, por mucho que se esmerase en serlo. Apenas una mujer común, del montón, pero con algo especial, una especie de “ángel”, que tal vez haya sido justamente lo que atrajo al contrabandista a “echarle el ojo”.

Pero de eso hablaremos más adelante, cuando lleguemos a esa parte de la historia. No quiero aburrir con tanto prolegómeno, así que mejor sigo con el hilo de la narración. Me pregunto si a estas alturas usted ya se va haciendo a la idea de lo que cuento, si ha puesto en funcionamiento su imaginación y me va siguiendo el hilo de la historia.

No me malinterprete, Isabel amaba mucho a su marido, como así también amaba a su familia. Casi podría asegurarle que eran todo para ella. Su mundo, su Alfa y su Omega, su principio y su fin. Pero hay cosas en la vida de una mujer, que la llevan a crisis y confusiones y quién podría afirmar que esas mismas crisis no fueron la que la llevaron a tomar algunas decisiones de las que después tuvo que lamentarse.

Bueno, pero no quiero  adelantar los hechos, para no causar confusión e incoherencia en el relato.

Ahora, piense en esto que le cuento y hágase su propia composición de lugar.  

-¿Dónde dijiste que estaba el baño, ma?- dijo Guido apretando las piernas para no derramar sobre el piso el líquido fluido que amenazaba con evacuarse a través de sus pantalones.

-Hay uno acá abajo, el grande está arriba, pero creo que no funciona- contestó Isabel mientras acomodaba unas cajas sobre la vieja mesada de piedra de la cocina. Pero a esa altura de la frase, el niño ya no podía escucharla porque estaba encerrado en el baño aliviando su carga hídrica.

Eduardo estaba apoyado contra el marco de la ventana tratando de no estorbarle el paso a quienes iban y venían con cajas y algunos pocos muebles hacia el interior de la vivienda. Miraba sin ver, porque estaba prácticamente ciego desde hacía seis meses a esa parte. Un shock emocional, le había dicho el médico. Un shock provocado por su segundo intento de suicidio que lo había dejado recluido por casi dos meses en un hospital neurosiquiátrico de Buenos Aires.

Escuchaba los ruidos de sus hijos y de su mujer llevando cosas y acomodando cajas con vajilla y ropa en las habitaciones. Escuchaba a los perros ladrarles en una suerte de recibimiento oficial al miserable poblacho en donde los había arrojado la vida.

Escuchaba el crujir de la madera del piso cuando caminaban sobre ella y también su propio respirar; el exhalar las bocanadas de humo de sus cigarrillos, los delicados movimientos de su esposa Isabel. Olía el aroma de su perfume de lavanda que se mezclaba con el olor del tabaco que él estaba fumando. Percibía el olor de la tierra seca,  la fragancia de los eucaliptos y el del gasoil quemado del viejo camión de la mudanza.

Recordaba sus días en Buenos Aires, cuando eran felices, cuando la vida les sonreía con una suave y generosa risa. Cuando tenían un buen número de amigos, cuando él era “alguien” en la vida. Cuando era respetado y hasta por que no decirlo, un poco envidiado por sus colegas. Cuando su familia era perfecta, perfecto su trabajo, perfecto su matrimonio, perfecta su economía. Tan perfecta que parecía que los hilos de su destino eran manejados por la mano divina de un ser superior.

Veinte años, pensó. Veinte años de entrega sin reservas, de sacrificio y de desvelos. Veinte años de renunciamientos y negaciones. Todo supuestamente para un  Dios que no había tenido en cuenta ninguno de sus muchos esfuerzos para la importante congregación religiosa  a la que le había dedicado los mejores años de su vida.

Suspiró. El humo del cigarrillo- porque desde hacía un tiempo había comenzado a fumar, tal vez como un acto de rebeldía- hacía redondos arabescos en el aire, pero él no podía verlos. Recordó cuando comenzaron los problemas con los líderes regionales, cuando él empezó a darse cuenta de que la congregación  no era un  hogar  honesto como él se había hecho a la idea durante tantos retiros espirituales y seminarios de entrenamiento que había realizado en su vida. Vino a su mente el momento en que expuso al Presbiterio Nacional las gruesas irregularidades que había detectado en el funcionamiento de la parte regional. Cuando intentó hacer valer su puesto  de Presidente del Consejo Local para hacerse escuchar ante los superiores. Las discusiones, las amenazas de quien había sido como un padre para él. Las manipulaciones de quien él creía haber aprendido todo lo mejor de su profesión casi sacerdotal. Recordó las traiciones, el juego sucio, la manipulación psicológica, el serrucho virtual con el que le serrucharon el piso, metafóricamente hablando, claro.

Pensó en sus amigos, esos amigos con los que comía los fines de semana, con quien mantenía fluida correspondencia electrónica, cuyos hijos lo llamaban cariñosamente “tío”, al igual que los suyos a los padres de  ellos. Amigos y compañeros de trabajo y de servicio. Colegas de muchos años. Casi hermanos. Esos mismos “hermanos”, que cuando él decidió alejarse de tanta basura no fueron capaces de hacerle una sola llamada, de mandarle un solo correo electrónico, de hacerle una miserable visita de cinco minutos, al menos para saber por qué renunciaba a tamaño puesto de importancia, en la “mejor empresa del mundo”. Se mordió los labios por la bronca, por la impotencia, por el rencor, por el dolor. Por el desencanto, la desilusión y la amargura. Estaba solo. Sin sus queridos “hermanos en la fe”, sin su puesto de importancia, por el que era reconocido en toda la ciudad, sin su lugar de privilegio. Y él sabía, que algunos por lo bajo, ya sea por ignorancia o por incredulidad, no entendían por qué había renunciado a tamaña responsabilidad y especulaban con diversas y distorsionadas hipótesis al respecto.

 Decirle a todo aquel que quisiera escucharlo lo que sucedía dentro de la congregación, era una tarea faraónica. Eran muy pocos los que le creían, la mayoría lo escuchaba respetuosamente, pero por dentro pensaban que ocultaba la verdadera razón de su separación a tan honroso cargo. Se dio cuenta de que la mayor parte de los que había conocido, integrantes de otras congregaciones similares a la que él había pertenecido, eran todos iguales, cortados con la misma tijera; y a lo que él llamaba “malo”, ellos llamaban “normal”. Un día se dio por vencido y ya no habló más del tema con nadie.

Cuando el nudo en la garganta se le hizo insostenible, escuchó que Isabel se le acercaba con un mate. Internamente le dio gracias a Dios por eso y se lo tomó  tan en silencio como en silencio  había estado hasta ese momento.

Verlo así, siempre callado y taciturno, ponía triste a Isabel. Y más que triste, preocupada. No podía borrarse de la mente el día en que lo encontró por primera vez inconsciente, caído al lado de la cama con el frasco de pastillas para dormir en la mano, vacío.

Había vuelto de la escuela, en donde trabajaba desde hacía un año atrás. Una magnífica escuela religiosa, a la que había ingresado como docente, gracias a los contactos de la gente de la Congregación en donde servía Eduardo.

Ese día, cansado de buscar trabajo sin suerte, porque para alguien de cuarenta años es difícil en este país encontrar un empleo de acuerdo a sus talentos; trató de aislarse del mundo, de evadirse y de dormir. Y la idea de dormir lo llevó a la decisión de que la muerte no podía ser peor de lo que él estaba viviendo por ese entonces. Tomó el frasco de pastillas, vació un generoso puñado en la palma de su mano y las acompañó con un vaso de agua.

Cuando despertó en la sala de terapia intensiva del hospital, gracias al trabajo de los médicos, aseguró que sólo quería dormir y que ni por casualidad se le había pasado por la mente la idea de acabar con su vida. Pero Isabel no se quedó tranquila y desde ese día lo vigilaba con más cuidado.

Unas semanas después, en la oficina del Rector de la escuela, vivió la más humillante de las experiencias.

- Debido a la actitud de su esposo- le dijo el rector- nos vemos obligados a pedirle amablemente que renuncie a su cargo de profesora, señora. Usted comprenderá. Nosotros tenemos en alto grado los principios éticos, acompañados sin duda alguna por los más altos valores de la moral cristiana; por lo tanto, la actitud de su esposo, quiero decir, el “accidente” de las pastillas, no es buen ejemplo para ninguno de nuestros alumnos. La gente comenta, los padres me han pedido que tomemos medidas al respecto.

- No entiendo qué tiene que ver mi cargo con el problema emocional de mi esposo. Me parece que son dos cosas total y absolutamente separadas una de la otra. A la gente lo que debe importarle es mi conducta como docente y mi calidad de enseñanza. Mi vida privada la debe tener muy sin cuidado.

-Bueno, Señora Ramos, no es tan así. Esta institución tiene  una trayectoria intachable y su ejemplo como madre de familia, o mejor dicho, como esposa, porque no tengo que decir demasiado acerca de sus hijos; aunque he recibido algunos informes al respecto, ya lo tocaremos después al tema. Le decía, no es de buen testimonio para los jóvenes de este colegio la salida rápida y fácil que su marido intentó tomar. Cundiría como un mal ejemplo si nosotros aceptáramos que usted continuara al frente de la clase. Los chicos ya están hablando del asunto. Otro punto, es que la conducta de sus hijos se ha resentido grandemente desde que su esposo fue removido de su empleo...

- Él renunció al cargo, no lo “removieron”- cortó ella indignada ante tanta estupidez.

- Bueno, renunció, lo sacaron... Para el caso es lo mismo. Hablamos de una importante congregación religiosa frente a unas razones poco creíbles...

-¡Basta!- dijo Isabel. –Quiere mi renuncia, la tendrá esta misma tarde. Adiós, no hay más que hablar.

- Espere, usted tiene que dar una clase en este instante, no es correcto que abandone a los alumnos.

- Lo que no es correcto es que en nombre de una supuesta ética cristiana deje sin empleo a una mujer con cuatro hijos que tiene un esposo enfermo.

- Señora Ramos, lamentamos tremendamente sus problemas personales, pero esta escuela no es un centro de beneficencia. Debo resguardar la integridad espiritual y emocional de mis alumnos y el resto del plantel.

- Soy una mujer educada, pero en este momento me dan ganas de pedirle que su integridad moral se la meta en... el mismo lugar en donde está su espíritu, al que tanto quiere cuidar.- salió cerrando suavemente la puerta de la rectoría. Suavemente. Suave, como era ella. Tenía ganas de llorar. De gritar, de insultar al mundo, a la vida que le jugaba esa mala pasada. Se había quedado sin trabajo. Y si después de la renuncia de Eduardo les había costado vivir con su pequeño sueldo de docente, ahora les sería más difícil vivir sin nada. Pero no podía decirle ni una palabra de lo sucedido a Eduardo. Supuso que la misma gente que la había recomendado para el cargo era la misma que había movido los negros hilos de su despido. Pensó en hacerles un juicio, pero desechó la idea. Ellos eran demasiado poderosos. Esa tarde recibió un llamado del tesorero de la Escuela, liquidarían sus haberes y le darían una pequeña indemnización como una especie de “arreglo”. Hubiera podido negarse y llevar adelante un juicio, pero en ese momento pensó que era preferible un mal arreglo que un buen juicio. Necesitaba el dinero y ya lo dice el viejo adagio: “la necesidad tiene cara de hereje”.

Los remedios de Eduardo eran muy caros y ellos no tenían obra social. Temía dejarlo sin sus antidepresivos y que él intentara una segunda vez quitarse la vida. Ella sabía en su interior que no habían sido unas simples ganas de dormir y evadirse  del mundo. Algo le decía que Eduardo había querido matarse, lisa y llanamente. Tenía la inquietud de que en algún momento no muy lejano, él lo intentaría otra vez.

Ella sabía. En la escuela sabían. Los chicos más grandes lo sospechaban.

Buscó trabajo en la Secretaría de Inspección de la localidad en donde vivían. Cada día era una verdadera tortura presenciar los actos públicos en donde se exponían los puntajes como si se tratase de un remate de bienes e inmuebles. Unos cuantos cargos de no más de diez días esperaban cubrirse por la maestra suplente que ostentara el mayor puntaje. Algunas veces, la suerte le sonreía y le permitía conseguir un puesto en alguna escuela de la periferia que nadie quería. Le costó acostumbrarse a la falta de respeto de los chicos, a los insultos gratuitos, a los abusos de autoridad de algunos directivos.

Muchas veces regresó llorando de su día de trabajo, otras, del acto público en donde por una diferencia de centésimos, alguien le arrebataba un cargo más favorecido.

Pero había cuentas que pagar que se acumulaban, ropa que reponer, calzado que llevar al taller del zapatero. Los chicos cambiaron de escuela, ya no había sentido que continuaran en un colegio en donde no eran aceptados. Eduardo recibía algunas propuestas de trabajo, pero él no tenía suficiente confianza en quienes la realizaban y fue acostumbrándose a la triste rutina de no hacer nada. El desenlace de su nuevo intento por finalizar con su abatida existencia, no tardó mucho en llegar, propiciado por ese cruel panorama desesperanzador.

Una tarde, cuando Isabel llegaba de una suplencia en un barrio marginal, se encontró con el espectáculo de su esposo tendido sobre la cama, inconsciente por haberse tomado una nueva  tanda de pastillas antidepresivas.

Llamó a la ambulancia y en veinte minutos estaban en el hospital del lugar. Los médicos actuaron rápidamente, acostumbrados a atender personas con sobredosis de psicofármacos. Hicieron lo de rutina y al cabo de algunas horas, Eduardo estaba estable; no fuera de peligro, pero sí estabilizado y compensado. El gran obstáculo con el que los doctores contaban, era que él no quería vivir.

- Señora Ramos- dijo el doctor Peretti - según me cuenta, es la segunda vez que su marido intenta suicidarse. Yo le sugiero que comience un tratamiento psicológico y lo ideal es que lo interne lo más pronto posible.

- No tengo medios para internarlo en una clínica privada.

- Siempre están los Hospitales Públicos. Claro, no son del todo recomendables, pero son mejores que nada. Considero que esta depresión lo va a llevar a atentar contra su propia vida una vez más y no puedo garantizarle que tenga la misma suerte que ahora. En general, la tercera es la vencida. ¿Me entiende?

- Claramente, doctor. Si es necesario... Déjeme pensarlo, por favor.

- La doctora Llanos la asesorará al respecto, es la directora del departamento de Psiquiatría. Ella le dirá lo que debe hacer.

-Gracias.- El médico la dejó sola en el amplio pasillo de Terapia Intensiva del Hospital Zonal. Sintió que todo el mundo la dejaba sola. Que hasta Dios la dejaba sola. Pensó en aquellos que se habían dicho sus fieles amigos por tantos años y ese día no estaban a su lado, apoyándola. Sabía que ellos estaban tan ciegos como querían estarlo. Había demasiados intereses en juego como para que se hubieran volcado a favor de ellos, aún sabiendo que ellos tenían el cien por cien de la razón. Lo cierto era que no estaban. Que Eduardo se estaba muriendo y que sus hijos estaban angustiados, en su casa.

Habló con la psiquiatra y entendió que lo mejor era internarlo en el Hospital Psiquiátrico.  

CAPÍTULO 4

Llovía la mañana que Isabel acompañó a Eduardo al Psiquiátrico. Parecía como que hasta el clima se había puesto de acuerdo con la situación.

Llevaba un bolsito azul, pequeño y casi vacío, en su mano derecha. Unas pocas cosas para la higiene personal, unas mudas de ropa interior, un libro, unos pañuelos descartables.

Los celestes ojos de Eduardo estaban vidriosos, con un torrente de lágrimas que pujaba por salir y derramarse sobre sus pálidas mejillas, recién afeitadas para la ocasión. Pero no fluían.

Parecía un chico desvalido, a punto de ser abandonado una vez más. Y así era de alguna manera, porque se sentía de esa forma: abandonado por todos, por Dios, por los hombres, por la vida. Sin más ganas de vivir, sin sueños, ni metas. Ni los cuatro solcitos de sus hijos le alcanzaban para recuperar el deseo de vivir. Tampoco la pobre Isabel le era suficiente motivación. Nada le atraía y lo único que anhelaba era terminar con esa etapa de frustración y fracaso que lo había llevado hasta ese punto trágico en su propia vida. Quería acabar con todo, quería cerrar los ojos y al abrirlos, encontrarse con su vida pasada, con la felicidad de un buen pasar, un buen hogar, un buen matrimonio.

Pero aún esas cosas habían tenido un costo sumamente alto  para él. Podría haber continuado en ese lugar como si nada nunca hubiera sucedido, sepultando sus  principios e ideales éticos. Permitiéndoles a sus superiores que hiciesen y deshiciesen a su antojo en la congregación, en su vida, en su familia y hasta en la organización de su propio futuro. Pero no. Y por esa decisión pagaba un  precio excesivamente alto.

La doctora de guardia lo registró de inmediato, tenía referencias de él por la psiquiatra del hospital Zonal.

“Es lo mejor para vos”, le había dicho Isabel. “Yo ya no sé que hacer para que te sientas bien”. “Nada”, le había contestado él, sin ánimos, sin ganas de cambiar las cosas. Recordó el negro día en que un comentario de ella lo había sacado de quicio y tuvo la intención de levantarle la mano, de golpearla hasta mandarla al hospital para que no siguiera reclamándole que fuera un verdadero hombre responsable de familia. Cerró los ojos, los bellos y apacibles ojos celestes que habían atraído a Isabel, un día lejano, veinte años antes.

Se odió por esa explosión de ira, de odio, de bronca. Le parecía escuchar aún, las tiernas voces de sus hijos, implorándole que no le hiciese nada malo a su mamá. Que no se fuera, que no se separasen. Le taladraba el alma el silencio de Isabel, los días siguientes al desastre. Le punzaba el corazón sus miradas de angustia, su lejanía, su miedo. Verla dormir en otro cuarto, por tener el corazón lastimado, la confianza destruida.

Tal vez por eso aceptó internarse en el hospital. Demasiado daño les estaba haciendo a los seres que más amaba en esta vida y en las otras, pensó, si es que las hubiera.

Se quedó solo esa noche. Durmió gracias a las píldoras para dormir que le suministró la enfermera de turno. Cada día se transformó en una terrible sucesión de nadas y de charlas triviales con algún psicólogo de guardia, algún residente, algún otro enfermo del lugar. Lejos de mejorarlo, se deprimía aún más, y al estar en ese horrible lugar valoró mucho lo que había dejado en la que había sido su casa.

El domingo llegó Isabel a visitarlo. La esperó con ansias ¡La extrañaba tanto!

Pero a él le costaba transmitir sus sentimientos, expresarlos. Largar todo ese lago de porquería que le fluía adentro del alma. El camino hacia su ser interior estaba bloqueado por la ira contenida y el odio más infernal que jamás alguien haya tenido. Pero ese odio y esa ira no alcanzaban para que expulsara un buen improperio o al menos una lágrima. Si al menos pudiese llorar, se dijo. Llorar de verdad, desde las entrañas, desde la boca misma de su propio Hades.

Ella  se le acercó solícita, cariñosa. Extrañaba a su hombre, su compañero de toda la vida. ¡Si prácticamente habían crecido juntos! Habían aprendido a quererse, a mimarse, hasta a hacer el amor.

Él la miró con esos ojos tremendamente celestes, como si un pedazo de cielo se hubiera descolgado y prendido en su cara. Le suplicaba con la mirada que lo sacara de ahí, pero no le dijo nada al respecto. Caminaron por el parque, se sentaron al rayo del tibio sol de agosto que presagiaba primaveras cercanas y charlaron de los chicos. Le preocupaba la economía familiar que al igual que la del país andaba de mal en peor, pero ella al igual que los gobernantes, le pintaba un panorama absolutamente diferente del real. Como si le diese a leer el diario de Irigoyen. Eduardo sonreía pero no se tragaba la mentira piadosa de su mujer. Y no decía nada. ¡La pucha! Si ese era su mayor problema, nunca decía nada.

Pasaron varios fines de semana y él se metía cada vez más adentro de sí mismo. El médico consideró que no podían hacer nada si él no colaboraba, y la verdad era que como estaban superpoblados, hasta tenía temor de que un día Eduardo se les suicidara ahí mismo y tener que enfrentar  un juicio por negligencia o algo así. Tal vez por eso, o porque el destino de los Ramos estaba escrito por alguien, fue que un buen día le dieron de alta y volvió a su casa, bueno, a la casita pequeña que Isabel había alquilado después de vender la grande para pagar hipotecas y deudas.

Por un tiempo pareció que todo había tomado un color casi normal de familia, aún cuando Eduardo no tenía trabajo y la pobre Isabel iba y venía entre escuelas y venta de productos de tocador puerta por puerta.

Pero el gran desafío les llegó el día que Eduardo comenzó a experimentar cegueras temporarias que se fueron extendiendo hasta llegar a ser permanentes.

Los médicos que lo vieron no encontraron nada anormal en sus ojos, ni en sus nervios ópticos. Todos unánimes  admitieron que se trataba de un extraño caso de ceguera emocional, como si él se negara  ver la realidad que lo rodeaba. Pero lo cierto era que él no veía, y además de deprimirse por su condición de amigo traicionado y jefe de familia desocupado, se le sumó la de discapacitado visual.

Gastaron lo poco que les había quedado después de la venta de la casa y de otras cosas de valor. Se lo habían llevado los médicos y el almacenero.

Eso y el comentario que escuchó como al pasar en un acto público, fue lo que decidió a Isabel a escribirle a Vicente Cardozo a la escuelita de Sendero. Alguien había dicho que en el sur estaban buscando maestra y profesora de letras. Escribió un correo en un ciber café y lo mandó sin demasiadas esperanzas. Pero al día siguiente, Vicente le contestaba pidiéndole referencias y que le enviase un currículum vitae.

Así lo hizo y para su sorpresa le daban una entrevista y hasta le costeaban el pasaje de ida y vuelta, como la estadía en Coronel Vignale.

Habló con la familia, los chicos y Eduardo. No tenía muchos votos a favor, pero ella buscó convencerlos con el argumento de que el sueldo era más que importante y que podían empezar una nueva vida allá  en la Patagonia, al pie de la cordillera del viento.

Las chicas se negaban a dejar la ciudad, aunque reconocían que la vida hasta el momento había sido injusta con ellos. Ya no tenían amigos, habían cambiado de escuela y casi hasta les daba lo mismo. Para los chicos era una aventura, aunque extrañarían a algunos parientes.

El que estaba callado, silencioso como siempre era Eduardo. No opinó, ni por irse ni por quedarse. Isabel ya no podía esperarlo más. Si él no ponía huevos para vivir los habría de poner ella. Fue por eso que le contestó afirmativamente a Cardozo y tomó el primer micro que la llevase rumbo a su futuro.

Ahí fue donde desembarcó y la vi por primera vez. Su carita triste, sus ojos cansados, del viaje y de la vida, de los sufrimientos y de las injusticias. Sí. Isabel empezó a ser mujer, una verdadera mujer con mayúsculas el día que se decidió a cambiar su historia y trasladar su familia a Sendero. Fue como una extraña profecía que cumplirían en cuerpo y alma; transitar por el difícil sendero de los que al menos pretenden ser íntegros, transparentes, limpios de corazón.

Pero la vida es una maestra obstinada y cuando ve una chispa de buena fibra, se empecina en sacarlo a uno bueno. Y no paró con los Ramos. No paró, ya lo creo.

No paró en su afán de desnudarlos, destriparlos, y de sacarles el envoltorio a tiritas sin dejarles nada de nada con qué tapar sus miserias. Les sacó los defectos a flor de piel, pero las virtudes resplandecieron también, casi al unísono en todos los integrantes. Tenían fibra de buena gente, se les veía a la legua.

Y así fue como un día llegaron todos y se instalaron para irse sólo cuando el volcán  lloró su rabia.

CAPITULO      5

La escuela no era un paraíso terrenal. Era el basurero de las otras escuelas. Los que no daban para un lugar “normal” caían en Sendero de los Justos. Cardozo los recibía a todos porque así mantenía la matrícula intacta y no le cerraban el lugar.

La secundaria estaba compuesta por cuarenta y cinco alumnos en total. Para ser rural era bastante bueno ese número. La primaria, subvencionada por el estado tenía una matrícula menor, de unos treinta o cuarenta pibes en total. Algunos creciditos para ir a la primaria, pero ahí estaban. Comían, aprendían, era como un segundo hogar. O para algunos, el mismo hogar. Algunos eran mapuches, otros nativos del lugar. Cardozo les daba clase a la que te criaste, porque la maestra anterior, doña Adelina Palacios, se había muerto el año anterior y no habían conseguido suplente hasta que llegó Isabelita Ramos.

Los pibes del secundario eran vagos, irrespetuosos y muy mal hablados. A Vicente, el director no le importaba demasiado mientras pagasen la cuota mensual que le aseguraba su concurrencia en el garito del chileno.

El plantel de profesores estaba compuesto por Terrullo, el farmacéutico del pueblo que les daba físico-química. Literatura, Lengua, Historia y Geografía  estaban vacantes. Ninguna profesora o profesor habían aguantado por más de dos semanas a los pibes. Desde el día que llegara Isabel, ella había tomado todas las horas, ya que su título la habilitaba para hacerlo.

Inglés y Biología  tenían un profesor que venía desde Vignale , llamado Agustín Tomasini. Pero era más lo que faltaba que lo que iba a trabajar ya que era bastante adepto al whisky, la grapa o la ginebra.

El edificio de la escuela estaba  en bastante mal estado y eso era porque el director nunca dejaba que las partidas de dinero llegaran a las necesidades del establecimiento, sino que iban destinadas al chileno y a sus prostitutas.

Si bien no fue fácil para la nueva maestra adaptarse al grupo escolar, el dolor y la frustración de un hogar en ruinas le hacía ponerle cara de perro a la adversidad y enfrentarla día a día.

Con los pibes de la primaria no hubo drama y a la semana ya los tenía en el bolsillo, como quien dice. Lo bravo lo pasó con los de la secundaria. Le hicieron todo tipo de desprecios, desplantes y le faltaron el respeto todo lo que quisieron. Eran crueles y despiadados; tal vez porque ellos mismos venían de hogares deshechos por el adulterio, las drogas o el alcohol. Muchos eran hijos ilegítimos de la promiscuidad y el abandono. Muchos de buen pasar económico, pero huérfanos de límites, afecto y unas buenas dosis de chirlos y cachetazos bien puestos. Malcriados, caprichosos e insolentes. Eso era el ejército que le había tocado a la pobre Isabel llevar a la guerra. La guerra de la vida, sin cuartel y sin trincheras. Así me lo describía ella. Y tenía, como casi siempre, mucha razón en todo.

Eduardo seguía ciego, o se hacía el ciego para pasarla bien. Eso yo no lo sé. Los primeros meses en Sendero, la familia no se daba mucho con nadie. Hablaban poco, reían menos.

Un día la Machi llegó al pueblo. Bajaba de la montaña, en donde tenía el rancho. Venía de compras al almacén de Olegario Brun y se llevaba algunos víveres a cambio de curarle el Mal de ojo a la Pichi, la vaca lechera; o el empacho al Nahuel, el perro pastor del comerciante. Y siempre se las ingeniaba para sacarle algún paciente al médico del lugar, Dalmiro Basterrico, ya que con una docena de huevos la arreglaban y ella no conocía de mutuales ni Obras sociales.

Fue ese día cuando se cruzó por primera vez con Isabel en lo de don Olegario. Apenas la vio le clavo los ojos y al rato se le acercó y le dijo:

-La  flor de fuego es buena para la ceguera. El fuego te trae la luz.

Isabel la miró primero con indiferencia pero cuando habló de la ceguera le prestó más atención. Olegario asentía con la cabeza con profundo respeto a lo que la Machi le decía a la maestra. Como si una divinidad misma le hubiese profesado un insondable secreto.

La Machi siguió con su receta magistral y le enseñó a preparar el té de la flor de fuego. Isabel no dijo ni una palabra mientras la bruja del pueblo hablaba. Aunque no era exactamente una cacu, se le temía y respetaba por su intima relación con los espíritus.

Se decía que la Machi había sido abusada de joven por el mismo diablo y que de esa unión había nacido un hijo bastardo al que habían hecho desaparecer a las pocas semanas de nacido. Unos cuarenta y tantos años atrás.

Por esa relación impura la habían expulsado de su tribu, de su clan. No sé si realmente fue el mismo Satán el padre de ese hijo. Tal vez  es más seguro que un contrabandista blanco y gringo la había enamorado y embarazado y a raíz de esa relación el hijo de ambos le había sido arrancado de sus brazos para que lo criara otra madre. Una madre blanca y criolla. Pero para el caso es lo mismo. Satanás o el contrabandista mafioso y ladrón que le había hecho el cuento, o violado, quién sabe, era la misma crema con diferente sabor, por no decir otra cosa.

La Machi Juana la miró directamente a los ojos y le dijo gravemente:

-Vos sos buena, cuidate del Diablo. Te va rondar cuando menos te lo esperés. Cuando estés sola, te va a cautivar, te va a llevar pa su rancho. Cuidate.

Se fue caminando despacio, arrastrando los pies y levantando polvo detrás de sí. Isabel terminó de comprar los alimentos y también se fue. Le rondaba en la cabeza la explicación del remedio para la ceguera, la profecía  a cerca del diablo y sonrió para sus adentros. “¿Dónde me metí?” Se dijo, pero se olvidó pronto del asunto.

Eduardo no se separaba de la mesa de la cocina y del mate que sus hijas amorosamente le preparaban y le dejaban al lado de sus manos. Iban a la escuela de Vignale, tomaban temprano el colectivito que iba y volvía una vez al día. La escuela de la ciudad era bastante más grande que la de Sendero y albergaba a unos trescientos alumnos. Allí conocieron a los que con el tiempo se transformaron en sus amigos. La mayor terminó ese mismo año y la segunda dos años después.

Britos iba y venía a Sendero cada vez que tenía que llevar algo a Vignale o a Choele Choel. De ahí distribuían a todo el país. Nunca supe bien lo que contrabandeaba, alguna vez pensé que droga, pero si lo hacía no era lo único. Oro, medicamentos, alcohol, cualquier cosa que dejara algún rédito. Hijo de madre desconocida y padre gringo, había heredado los rasgos autóctonos de la tierra que seguramente lo había visto nacer, pero las mañas del padre gringo que le había enseñado todo sobre su oficio de ladrón y  contrabandista.

No le había sido fácil a la pobre Isabel soportar a un hombre  tan lleno de confusiones como lo era su marido Eduardo. Estaba ciego, pero más que sus ojos lo que tenía ciego era el corazón. Ciego de odios, de dolor, de incertidumbres. Ciego de rabia, de bronca de impotencia. Dolorido por las traiciones de aquellos que había valorado aún más que a los suyos propios. Había dejado la vida en esa maldita congregación religiosa. Extraña contradicción de la vida. Había dejado los sueños, las ilusiones y el sentirse “alguien”. Había cambiado muchas horas de estar con sus hijos, con su esposa, por dedicarse a tiempo completo a la “gran comisión”. Ascendió puestos vertiginosamente. Sin demasiados sacrificios había llegado a una posición envidiable para sus colegas. Era el más consentido y mimado de los líderes del lugar. La mano derecha del Presbítero Regional. El “sucesor” como lo apodaban algunos, maliciosamente. Pero un día, cuando descubrió algunos manejos “non santos” y lo expuso a quienes consideró capacitados para obrar en consecuencia, se dio cuenta de que tanto esfuerzo había sido en vano. A nadie le interesaban sus argumentos éticos acerca de la manipulación de los feligreses y en ciertos casos aún de una cierta pero sutil tortura psicológica hacia quienes no pensaban como ellos; hacia quienes discrepaban con sus estrategias de “evangelización” a tal punto que se veían obligados a renunciar o cambiar de grupo religioso. Otros, quedaban tan desechos como había quedado Eduardo Ramos. Es que ante una subida vertiginosa, la caída suele ser estrepitosamente cruel.

Isabel lidiaba con los pibes de la escuela  y con los hijos en la casa. Abril se ponía cada vez más rebelde y agresiva. Camila se encerraba más y más en sí misma. Los chicos se aislaban y costaba llegar hasta ellos.

Ella trataba de consentirlo, de mimarlo, de hacer todo lo que le resultaba placentero, pero Eduardo se negaba a aceptar esas dádivas de amor, según lo veía él. Pero ella lo quería y tenía miedo de perderlo.

Un día, cuando el invierno se preparaba para ser muy pero muy duro, la machi se le volvió a cruzar en el camino. No había pasado ni seis meses desde la llegada de ellos a Sendero de los justos, y ya se la había cruzado media docena de veces, casi una al mes. Las veces que la vieja bruja bajaba de la montaña para proveerse de alguna vitualla para pasar el invierno.

-La flor de fuego te trae la luz que necesitas. A lo mejor, más que tu marido, la tenés que tomar vos. Dos pimpollos hervidos en medio litro de agua con un poco de miel. Apurate antes de que la nieve te las mate. –Metió la mano en un bolso viejo de rafia que llevaba colgado de uno de los flacos brazos. Sacó unos capullos secos de una flor rojo amarillento.- Tomá. Acá tengo unos pimpollos. Ponéselos en el mate, o en el agua del café, del té, lo que tome con agua caliente. Estoy segura de que no te va a hacer falta darle mucho a tu hombre. Ese está más cerca de la  luz de lo que se cree.

-¿Cómo sabe usted tanto acerca de mi marido?- preguntó intrigada Isabel que hasta ese momento no había cambiado casi palabras con la Machi.

-Yo sé mucho de muchas cosas, tengo mis propios informadores, los espíritus de la Montaña y los espíritus del volcán.- dijo misteriosamente mirando hacia el horizonte en donde se recortaba fiero el Domuyo. Y agregó endulzando el tono lúgubre de su voz cascada por los años, las amarguras y la caña- Haceme caso, ¿Qué podés perder dándole la flor a tu hombre, si ya lo tenés perdido?- Y dicho esto se alejó a su tranco lerdo, arrastrando los pies como queriendo que se le pegara cada uno de los diminutos ripios del polvo del camino.

Sendero de los Justos estaba lleno de gente extraña. Todos con una historia oculta que esconder hasta el final de los días. Historias terribles, transgresoras y vergonzosas. Isabel había venido huyendo de su destino. Pero no era la única. Cada uno de los pobladores de ese miserable paraje tenía algo turbio y sumamente oscuro que esconder.

Vicente Cardozo había sido, por ejemplo, docente de la universidad en Buenos Aires, allá por los setenta y tantos. Había pertenecido a un grupo gremial que militaba contra el gobierno de facto del momento. Pero tenía dos grandes debilidades: el juego y las polleras. Por aquel entonces tendría unos treinta años, si es que llegaba. Los milicos lo agarraron y vendió a sus compañeros de milicia a cambio de su propia libertad. Encima, el día que secuestraron a su mejor amigo, quien  estaba en esa lista infame que había entregado al gobierno, él estaba en la cama con la mujer. Fue demasiado duro para Cardozo descubrirse a sí mismo como un buchón y mal amigo. Entregador, cobarde y mujeriego. Le quedaban dos caminos: morir o exiliarse en ese perdido pueblo de la cordillera del viento, enterrando su vergonzoso pasado bajo el nombre de su amigo muerto por su culpa, tal vez.  Cuál era el nombre anterior nadie lo supo jamás. Desde que llegó a Sendero como maestro de la escuela de las minas de oro adoptó el nombre del marido de su amante: Vicente Cardozo. Y no sólo usurpó su cama, sino que se adueñó del trabajo  que le había sido dado a ese pobre hombre que había desaparecido en los setenta como tantos otros miles.

Isabel prefirió preparar la flor de fuego en el mate que le cebaba cada tarde cuando regresaba de la escuela a Eduardo. La Machi le había dicho entre otras cosas que sólo hacía efecto al que lo necesitaba, y que si otra persona tomaba de esa agua le sería inocuo. De todas maneras se precavió de que nadie más que ellos tomaran de ese agua.

Entró a la cocina, allá, junto a la ventana que miraba al volcán, Eduardo se cobijaba en las sombras de la tarde invernal. Los chicos estaban en su cuarto, escuchando la radio y haciendo los deberes. La cocina permanecía a oscuras hasta tanto llegase Isabel. Se acercó con ternura y lo besó en la frente. Él la saludó parco, como siempre. No respondía casi a sus preguntas de cómo había sido el día de ellos. Los chicos comían en el comedor de la escuela y las mayorcitas con el papá en la casa, lo que Isabel alcanzaba a preparar la noche anterior y les dejaba prolija y cuidadosamente guardado en el horno o en la heladera.

Sacó agua del grifo y la puso a calentar sobre el fuego de la cocina que encendió con un fósforo. Él tenía los ojos muertos clavados en la ventana como si pudiese ver lo que se pintaba en el horizonte. Las sombras de la tarde llegaban a gran velocidad en el invierno, las altas cumbres de las montañas escondían el sol con más premura que en otros lugares llanos.

Isabel echó con temor los dos capullos de la flor de fuego en el agua de la pava. Después pensó que con uno sería suficiente e inmediatamente sacó del interior del recipiente el sobrante.  Dejó que el agua hirviera, pero él se dio cuenta y se lo hizo saber. Ella continuó con los preparativos del mate e hizo caso omiso al comentario del hombre. Recordó lo de la miel y le echó una cucharada al agua que hervía dentro de la pavita de acero inoxidable que había traído de su casa anterior en una ciudad del norte de la provincia de Buenos Aires.

Recordó con melancolía y tristeza los días en que habían creído ser felices. Días en donde las hijas no osaban contestarle con insolencia. Días en que tenían la casa llena de visitas y eran una familia “admirable”.

Habían pasado seis meses desde que habían llegado al pueblo. Había pasado un poco más desde el último intento de quitarse la vida, Eduardo. Lo miró con nostalgia. Sintió un dolor desgarrador en el pecho. Era la angustia, el dolor de verlo acabado y en ruinas, un despojo humano ocupando una vieja silla, al fondo de la cocina. Cebó el mate con el agua de la flor de fuego y se lo dio.  

La Machi encendía su fuego ritual y buscaba comunicarse con los espíritus amigos  que  dirigían su existencia. Invocó en vano a unos cuantos que por ese entonces no estarían disponibles. Al cabo de un rato, el fogonazo saltó frente a sus ojos viejos que habían visto demasiadas cosas.

-¡Apareciste!- exclamó- Ya es hora de que lo sueltes al marido de la maestrita.

El fuego parecía contestarle con sus movimientos extraños. Ella continuó en trance espiritual y hablándole a las llamaradas. - Ya sé, que querés algo a cambio, vos sos siempre el mismo ladino... Abrile los ojos y llevate lo que le estorba, no te le llevés lo que use, llevate lo que no le haga bien. - tosió varias veces por el hedor a azufre que salía de la fogata- Me debés muchos favores...- Y de pronto exclamó horrorizada- ¡No!. Ella es demasiado buena para caer en las manos del hijo del Diablo. Yo he visto a su ángel. No le hagas daño, carajo.

Pero el fuego se calmaba y el espíritu desaparecía. Ella no sabía si había hecho bien en pedirle a ese fantasma que ayudara a la maestra.  Y se arrepintió de haberlo invocado justamente a ese rufián que cobraba comisión por sus favores. Ahora era demasiado tarde y la Isabel tarde o temprano habría de sufrir mucho más  por haberle dado la vista a su hombre.  

Comieron en paz, en silencio, como siempre. Los chicos se habían ido a dormir. Sin televisión como en otras épocas, no había nada que hacer levantados, así que se fueron a la cama a leer unos cuentos. Las chicas terminaban de lavar los platos  e Isabel de hacer la comida para el día siguiente. Eduardo manifestó tener un tremendo dolor de cabeza y también se fue a la cama. Terminados los quehaceres, las muchachitas también se retiraron a su cuarto y quedó sola en la cocina, mientras guardaba la comida en el horno.

Apagó la luz y se quedó un rato a oscuras tratando de imaginar cómo se sentiría su marido ciego. Pero los ojos se le acostumbraron a la penumbra y podía ver el cielo estrellado y los fantasmas de la noche en el pueblo de bandidos ocultos de sus pasados.

Subió las escalinatas que la llevaban a las habitaciones de sus hijos. Comprobó que estuviesen tapados y seguros; como una buena madre. Bajó hacia su propio dormitorio, se higienizó en el baño. La estufa a leña proveía un dulce calor con aroma a lenga. Eduardo dormía acurrucado en un borde de la cama ancha. Suspiró con nostalgia mientras pensaba cuánto tiempo hacía que su marido no le daba un beso en la boca, no la tocaba apasionado y hambriento de ese sexo que habían tenido antes del desastre de sus vidas. Necesitaba  encontrar la pasión, volver a sentirse amada y mujer. Tener un orgasmo, vibrar ante la caricia masculina. Se acercó mimosa a él. Se acurrucó a su lado y comenzó a acariciarle suavemente la espalda, los hombros, las piernas. Él no dormía. La evitaba, aunque la deseaba más que nunca. Se dio vuelta y la abrazó. La habitación estaba totalmente a oscuras y eran dos ciegos que  se buscaban sedientos de amor y caricias. Hicieron el amor frenéticamente, salvajemente, como nunca lo habían hecho antes. Él parecía una bestia consumida por la pasión, como si un extraño conjuro se hubiese producido en él y lo hubiese poseído un espíritu lujurioso y voraz. Ella gozaba con las caricias que le prodigaba y de pronto sintió en su interior como si ese hombre que en lo oscuro la estaba poseyendo no hubiera sido su marido. Abrió los ojos y aún en la penumbra, le pareció ver el rostro de otro hombre, desconocido aún, pero que no demoraría demasiado tiempo en ingresar a su vida. Se asustó ante la visión, pero el gozo que le prodigaba este o el otro, no importaba en ese momento quién era, la hicieron desvanecerse de pasión entre los brazos masculinos y vibrar como hacía muchísimo tiempo no lo había hecho.  

Se levantó temprano, como siempre. Los chicos entraban a las nueve de la mañana a la escuela en el invierno y salían a la una. Los más grandes a la una y salían a las cinco y media. Eduardo dormía plácidamente, después de la noche de tremenda pasión que habían tenido. Se fue a trabajar Isabel y las chicas se prepararon para tomar el micro a  Vignale que pasaba a las once de la mañana, después de haber realizado algunas pequeñas tareas domésticas.  

CAPITULO 6

Eduardo durmió hasta pasada las diez de la mañana, cosa que no sorprendió a las hijas que estaban acostumbradas a que su padre se quedaba  hasta altas horas del mediodía en la cama.

Se levantó  y un mareo lo hizo sentarse de inmediato en  el borde de la cama. Intentó incorporarse de nuevo pero toda la habitación le daba vueltas borrosamente. Entonces se dio cuenta de que había comenzado a ver.

Cerró los ojos y los abrió al instante. Los muebles y las líneas del cuarto se le aparecían como detrás de un vidrio mojado o empañado. Comenzó a vislumbrar las formas y los colores. Tenía un dolor de cabeza muy fuerte y le dio miedo de que si se le iba el dolor se le fuera la posibilidad de ver.

Se incorporó de nuevo, pero más lentamente que la vez anterior. Se tomó de algunos muebles para avanzar, como lo hacía antes, con la diferencia esta vez de que podía verlos. Así llegó hasta la cocina. Sus hijas se habían ido a la escuela de Vignale y su mujer junto a los varoncitos se había ido a la escuelita de la misión. Sintió deslizarse por sus mejillas abundantes lágrimas que nacían de sus ojos hasta el día anterior, muertos.

Fue una sensación extraña, ya que hacía demasiado tiempo no podía llorar, expresar su dolor, su angustia. Una catarata de salado fluido se vertía copiosamente de sus endiabladamente azules ojos. Azules como el cielo de Sendero, en un día despejado. Rió y lloró al mismo tiempo. Pensó en salir corriendo de la vieja casa y dirigirse hacia la escuela para darle la buena noticia a su mujer. Al instante recordó que él nunca había salido de la casa y que no tenía idea de como llegar a la escuela. Sonrió por el descubrimiento de que si salía estaría perdido en el pequeño poblacho al pie de la cordillera del Viento.

Se asomó a la ventana de la cocina y por primera vez observó el paisaje. Las casuchas bajas y pobres, las calles polvorientas, el volcán al fondo, la iglesia y al final de la calle ancha y espaciosa por donde transitaba alguno que otro perro vagabundo y escuálido, el edificio, supuso, de la escuela.

Recorrió la casa, habitación por habitación. La vista se le aclaraba a cada paso y al cabo de unas horas podía ver con total claridad los muebles, los pasillos, las fotos ubicadas prolijamente en las mesitas de la improvisada sala de recibo.

Por primera vez reconocía su territorio como macho líder de la manada. La habitación de los chicos, la de las hijas, la suya propia en donde la noche anterior había hecho el amor con su mujer, después de tanto, tanto tiempo.

Observó con detenimiento las manchas de humedad en las paredes hambrientas de pintura, las filtraciones que habría seguramente en los techos, la gotera de la canilla del baño.

No era ni parecida a la casa que habían debido dejar en aquella lejana ciudad de la Provincia de Buenos Aires. A pesar que debido a su enfermedad la  habían vendido, no consideraba al pequeño y austero departamentito que habitaron después como su hogar.

Algo parecido a un incipiente sentimiento de culpa nació dentro de sí mismo y se compungió  al pensar que él había sido el responsable de ese retroceso, de esa decadencia.

Puso a calentar el agua para tomar unos mates y al volcar la que aún estaba en la pava, descubrió el capullo de la flor de fuego. Primero pensó que se trataba de un insecto, pero luego descubrió que era una flor y la tiró al tarro de la basura. “Algún yuyo”, pensó. Y no le dio trascendencia al asunto. Aún no podía creer lo que le estaba sucediendo, que había recuperado la vista tan milagrosamente, aunque él hacía demasiado tiempo que había roto relaciones con Dios.

Después de tomar mate y comer algo se dedicó a limpiar la casa, a clavar algunos clavos en donde hacía falta, a arreglar la canilla del baño y hacer una lista con las cosas que  necesitaría conseguir para poner en condiciones la casa. Se sintió feliz de volver a ser útil, de estar completo nuevamente.

Los varoncitos habían ido a una fiestita patronal en la iglesita del pueblo, estaría solo hasta que llegase Isabel, alrededor de las cinco y media de la tarde.

De pronto, la puerta de calle se abrió suavemente, como todas las tardes, cuando regresaba Isabel. Él estaba tan ansioso porque eso sucediese que corrió a su encuentro con un mate en la mano. Ella quedó impactada por la visión de su marido sonriente y afectuosamente gentil, con un mate caliente y espumoso en la mano.

Hacía tanto tiempo que no veía la sonrisa tierna de Eduardo... Y sus ojos tenían un brillo tan especial...

Él sintió una enorme alegría al verla. Sí, al verla. Después de tanto tiempo volvía a ver a su Isabel. Pero también descubrió un rostro cargado por la pena y el cansancio, demacrado, avejentado, quizá. La abrazó con un profundo afecto y le dio la noticia que esperaba darle desde que se había levantado al mediodía.

Isabel saltó de alegría, arrojó las cosas que traía en la mano, el bolso, los libros, las escritas que tenía que  corregir ese fin de semana.

Bailaron, saltaron y rieron. Él le mostró todo lo que había hecho durante la tarde, los arreglos que había efectuado en la vivienda y los proyectos que tenía para continuar haciéndolo. Ella estaba más que sorprendida y admirada. Por primera vez, un escalofrío le recorrió el cuerpo y se dio cuenta de que la flor de fuego que la machi le había dado tenía que ver con el repentino cambio de su esposo. Algo mágico e inexplicable había sucedido en el alma de Eduardo al punto de que hasta su ánimo había cambiado radicalmente. Estaba alegre, eufórico, se podría decir. Cuando los chicos llegaron y descubrieron la buena nueva que había sucedido en la familia se pusieron más que felices; Abril y Camila lloraron de alegría, mientras abrazaban y besaban  efusivamente a su papá. Charlaron, rieron, como hacía cientos de días que no lo hacían. Pusieron la radio y bailaron alegres hasta pasada la medianoche.

Eduardo e Isabel volvieron a hacer el amor esa noche. Fue como si hubiese sido su primera vez, no como la noche anterior, sino con tremenda ternura y calidez. Como dos personas que se aman profundamente.

Los leños crepitaban en la estufa y la casa estaba en silencio. Pero algo se movía entre las ramas de los pinos de la calle. Algo que se confundía con el viento de la montaña y que anunciaba que el invierno se acercaba a pasos agigantados. Una presencia maléfica y fría. Un fantasma que había encontrado la libertad la noche anterior en el fuego de la vieja hechicera mapuche. Se paseaba codicioso y paciente, espiando por las ventanas del caserón de los Ramos, a la espera del momento oportuno de cobrarse el favor que les había hecho, soltándole los ojos a Eduardo.

Un precio demasiado alto que tal vez, ninguno de los seis integrantes de la familia estaría capacitado de pagarle.

Los Ramos descansaban plácidamente en las cálidas habitaciones del caserón. El espíritu esperaba el momento de cobrar su  cruel comisión.

¿Cuánto le duraría la felicidad a Isabel y los suyos? ¡Quién podría decirlo! Sólo si en el fondo de sus corazones había lo necesario para vencer las tribulaciones de la vida, podrían hacerse acreedores del triunfo. Transitar el sendero de los justos era tarea sumamente difícil y pocos hallaban el camino correcto que los llevase a la cima.

Otros, abandonaban en el intento, y muchas veces me pregunté si ese no sería el caso de Eduardo e Isabel.  

CAPITULO 7

Viento, nieve y frío, son los tres hermanos, hijos del volcán. Cuenta la leyenda que cuando llegaron a la edad de formar una familia, el viento se enamoró de una muchacha quien era la hija de un bravo cacique de la montaña. El frío, su hermano, también lo hizo de la misma princesa, pero ella sólo tenía ojos y corazón para el viento. El frío se encegueció por los celos y le

pidió a su hermana la nieve que lo ayudara a conquistar a la muchacha, alejándola para siempre de su amor el viento. La nieve decidió hacer de ella la más bella escultura blanca y encerró a la princesa en su manto de blanco hielo, en la cima de la montaña, junto a las nieves eternas.

 El Viento al descubrir que el Frío y la Nieve habían alejado a su amada de él, se volvió loco y desde entonces arrasa los caminos, los valles y los bolsones de la cordillera mientras busca a la Princesa, quien lo espera en la cima de la montaña convertida en estatua de hielo hasta que su amado la descubra y la descongele.

Camila Ramos era como una princesita de cuentos. Delicada y dulce como su madre, de profundos ojos verdes y cabellos larguísimos, castaño claro. Verla era como ver a un ángel o el retrato rejuvenecido de su madre; aunque con el tiempo comprobé que no en vano Eduardo era su papá, ya que le había heredado muchos de los rasgos de su carácter.

Abril, en cambio, era como el otoño, pero cuando aún muestra estertores del verano. Tenía cabellos ondulados oscuros como sus ojos. Su personalidad, mucho más retraída que la de su hermana, pero a poco de conocerla descubrí una valentía y un coraje a prueba de balas. Era obstinada y rebelde, pero tenía el corazón más grande que jamás hube visto en toda mi larga vida.

Iban, como creo que ya dije, a la escuela Normal de Vignale. Camila terminó ese año y apenas finalizado el ciclo lectivo intentó inscribirse en la Universidad que funcionaba en otra ciudad a unos doscientos o trescientos kilómetros de Sendero, pero le fue imposible mantenerse económicamente y desistió de hacerlo. Fue una pena, porque la piba tenía muchas condiciones y era muy inteligente. Descubrí con tristeza que el sistema de educación no priorizaba el darle oportunidades a los que podrían serle de gran utilidad a la Nación en el futuro, sino, en políticas demagógicas que obligaban a chicos sin capacidad o ganas de estudiar a esclavizarse en un ámbito escolar hasta los dieciséis años, sin darle armas para un futuro provechoso.

Eso se notaba en la escuela de Sendero de los Justos que estaba llena de vagos y malcriados hijos de los habitantes de Vignale y otras localidades aledañas. No estudiaban, ni querían estudiar. No tenían aptitudes y si las tenían las ocultaban muy bien. Cardozo los eximía a fin de año, a cambio vaya uno a saber de qué favores monetarios.

Abril era como más vaguita, pero no le faltaba inteligencia. Se notaba en ambas la dedicación de unos amantes padres, preocupados por la educación de sus hijos. Nicolás y Guido andaban bien en la escuela en donde la madre era la maestra y no por eso les hacía excepciones ni favoritismos. ¡Más de una vez odiaron con toda su alma que Isabel fuese su maestra!

A los seis meses de vivir allí, habían logrado muchas cosas. Los pibes del secundario hacían el debido silencio al ingresar Isabel al aula, la escuchaban con cierta atención y hasta se le acercaban para contarle sus cosas personales. Mayra, Jorgelina, Jesús, Lorenzo y Mario eran los más revoltosos y fueron los más apegados a Isabel en quien llegaron a ver una madre, una verdadera amiga.

Jesús consumía droga, ¡valga la ironía! Mayra tenía fuertes problemas emocionales y de personalidad. Mario y Lorenzo le daban sin asco al vino, al whisky, a lo que fuera que tuviese graduación alcohólica. Y si bien los comercios de la zona tenían prohibido venderle alcohol a los menores, éstos se las ingeniaban de alguna manera para conseguirlo. Y Britos, el contrabandista, se encargaba de que no les faltase su diaria ración.

Los de la primaria eran los hijos de los obreros de la mina de oro, aunque cada vez había menos niños. Comían en el comedor lo que doña Eulalia les cocinaba con lo que compraba en lo de don Olegario. Isabel comenzó a supervisar lo que comían los chicos, ya que sus hijos comían de esa misma olla, y si bien no faltaron algunos encontronazos con la cocinera, que dicho sea de paso, Cardozo supo aliviar, pronto se hicieron amigas y la vieja llegó a apreciarla como a una hija. ¡Y quién no! Fueron pocas las personas a las que Isabel de Ramos no les conquistó el corazón. Siempre sonriente, a pesar de las penas, siempre cuidadosa y sobria descollaba entre la miseria y las miserias que habitaban en el pueblo.

Ya con la vista sana, Eduardo comenzó a trazarse un pequeño proyecto de vida. Le surgió la idea al ver unas revistas que Dalmiro, el médico, tenía en su consultorio. Hablaban de cultivos de invernadero y le nació intentar  hacer uno, utilizando el viejo galpón de la posada de los Honorio.

Al principio no le dijo nada a ninguno, ni siquiera a Isabel. Se pasó muchas horas haciendo cálculos y sopesando los pro y los contra de tamaño emprendimiento. Viajó varias veces a Vignale para interiorizarse en el tema, compró semillas y un día reunió a su familia y les expuso la idea del vivero. Isabel no sabía cuánto conocía su marido acerca del tema de las plantas. Pero no habría de ser ella la que le pinchara el globo. Lo veía por primera vez entusiasmado en algo, como si hubiese recuperado no sólo la vista sino las ganas de vivir. Lo apoyó desde un principio, aún sin tener la más mínima idea de lo que él pretendía hacer. En realidad todos lo apoyaron y la mayor que estaba para ese entonces terminando la secundaria, se puso a trabajar a la par del padre con el deseo de que eso prosperase y en un futuro no muy lejano, fuese la fuente de sus ingresos.

Tal vez fue el deseo de emprender algo juntos, de recomponer a la familia que debido a la depresión del padre se había desintegrado de alguna manera, o vaya a saber por qué, pero la familia Ramos estaba dispuesta a hacer lo que fuese necesario para lograr que el micro emprendimiento de Eduardo llegara a buen puerto.

Pareció de pronto como si la felicidad se instalara de nuevo en esa casa. Nacieron las risas y las bromas, y hasta daba la impresión de que había reflotado el amor en el matrimonio. Pero, porque siempre hay un pero en esta vida, el deseo de vivir de Eduardo se iba incrementando cada vez mas y ya pasaba los límites familiares para proyectarse en la propia individualidad del hombre, que aún se sentía, porque lo era, joven y con deseos de emprender cosas que la vida, la familia, el matrimonio producido en la más temprana juventud, le habían impedido.

Comenzó a alejarse de los suyos, porque empezó a tener nuevos compromisos y  relaciones. Vignale no le era desconocido, y bajaba por el camino a diario montado en una bicicleta todo terreno que le había prestado la hija del dueño de la farmacia de la ciudad, con la que había iniciado una peligrosa amistad.

Mónica era una divorciada de treinta años, muy atractiva y sensual, de dudosa reputación. Aunque en un principio Eduardo no la miró con ojos codiciosos, ella se encargó de llamarle la atención de todas las maneras. Y lo triste fue que  un día lo consiguió.

Eduardo empezó a replantearse su vida y entendió que no era justo que a su edad, él hubiese tenido que resignar un mar de cosas, a la que tenía, sin lugar a dudas, derecho. Comenzaron a molestarle las disputas cotidianas de los chicos, las preguntas de su mujer, no ser dueño de sus propias chinelas, no tener el baño libre cuando lo necesitaba. Quiso, y anheló independencia. Y  un buen día, cuando el vivero estaba en marcha, y los brotes de las plantas se erguían poderosos dentro de los almácigos, tomó la decisión de irse a buscar un mejor trabajo a Viedma.

-Acá  no puedo hacer nada, en Viedma hay alguien que me consigue un trabajo de gerente en una droguería, ganaría bien, podríamos vivir mejor.

-¿Querés que nos vayamos a Viedma?

- No, no dije que nos vayamos. Dije que me voy a Viedma a trabajar. Te voy a enviar una parte del sueldo todos los meses, te prometo que no te va faltar nada.

-Entonces... ¿te vas a ir solo? Me dejás, te estás separando... ¿Por qué, Eduardo?

-No hagás un mundo de esto. Necesito un tiempo para pensar, para estar solo. Se me hace imperiosa la necesidad de encontrarme a mí mismo, después de todo lo que hemos pasado.

- ¿Ya no me querés,  tenés a otra persona, verdad?

- Nada que ver- se puso furioso- siempre pensás que te voy a poner los cuernos. Expandí el pensamiento. ¿No podés entender que necesito estar solo, recuperar el tiempo que invertí en criar y atender una familia? Fueron demasiadas responsabilidades para un chico de veinte años. A los veinticinco tenía tres hijos y un millón de obligaciones. No salí de joda, no conocí otras personas, no disfruté de la vida, ¿no te das cuenta? No puedo creer que vos hayas sido feliz con nuestra vida mediocre, siempre entre pañales, postergándonos, dejando de lado permanentemente nuestros anhelos, nuestros sueños, nuestras propias ganas de vivir...

-¿De qué hablás? ¿Acaso no fuimos felices criando hijos, luchando juntos por el bien común...? No te entiendo.

- Claro que no me entendés.

- Entonces... los chicos... ¿Qué les vamos a decir a ellos?

- La verdad. Que me voy a Viedma a trabajar y que voy a venir una vez o dos al mes. Camila se puede encargar del vivero, los chicos la pueden ayudar.

Y se fue, no más. Claro que Isabelita no se tragó el cuento de que se iba a vivir solo para buscarse a sí mismo. Dio la casualidad de que Mónica, la de la farmacia, se fue una semana después a reemplazar a una farmacéutica que se tomaba licencia por embarazo, en Viedma.  

CAPÍTULO 8

Cardozo tenía una novia. Bueno, una amiga de muchos años. Una prostituta porteña que se había ido a vivir a Sendero de los  Justos allá por los 80. Se llamaba Fanny  y hacía rato que había pasado la década de los cuarenta. Tenía un carácter de los mil demonios y regenteaba la casa de citas del chileno. Era una mujer hermosa, y a pesar de los años transcurridos y de la mala vida que había llevado, se le podía ver una lejana belleza salvaje.

Había sido amante del chileno y de esa relación se decía que había nacido un hijo que vivía en Comodoro Rivadavia, en donde había estudiado en la Universidad. Pero nadie podía garantizar que con el tren que llevaba fuera realmente hijo del chileno. Por aquél entonces, mediado de los ochenta, la mina trabajaba  a pleno y el desfile de hombres en busca de amor  era incesante. Desde los gringos hasta los criollos, todos buscaban el abrazo femenino de las chicas de Cabrera. Cardozo no había sido la excepción y visitaba  casi diariamente el garito y una o dos veces por semana hacía su visita “higiénica” en el lupanar. Pero el tiempo y el destino hicieron que entre Fanny y Vicente naciera un sentimiento, aunque ninguno de los dos lo expuso públicamente jamás.

La escuela lo sabía muy bien, desde los alumnos hasta las cocineras. Más de una vez Fanny había venido a hacerle algún escándalo a Cardozo por alguna metida de pata de éste último.

La mujer era un puñado de nervios, un enjambre de abejas africanas, un fogón de ardiente pasión. No había un hombre de la zona que no hubiese dormido un ratito al menos con ella, alguna vez, bueno, los más veteranos, porque con la liberación sexual, los pibes ya no necesitaban los servicios de las prostitutas, ya que tenían a su disposición y en forma totalmente gratuita los servicios de sus compañeras de colegio o sus noviecitas.

Para el momento de la historia que le cuento había pasado la época en que las chicas se casaban vírgenes, llegando puras e inmaculadas al altar. Recuerdo una vez cuando el cura de Sendero me dijo en tono de cansada confesión que estaba cansado de casar de a tres...

Los chicos de la secundaria eran bravos, creo que ya se lo dije, pero la ternura y la firmeza a la vez de Isabel, hicieron que poco a poco se ablandaran y la trataran con respeto y cariño.

Mayra había quedado embarazada de Raúl, un chico de Vignale, dos meses antes de que terminasen las clases. Fue a ver a Dalmiro, el médico para pedirle que le hiciese un aborto.

-Ya no hago esas cosas- le dijo el viejo doctor- No es bueno, podés no quedar bien. ¿Lo pensaste?

-Sí, si mis viejos se enteran me matan, o lo que es peor, ¡me obligan a casar con mi novio!

El médico la miró sorprendido.

-¿Pero, ¿vos no lo querés a tu novio? Ya sos grande, tenés dieciocho años, a tu edad mi madre me había tenido a mí y a mi hermana mayor.

-Sí, doc, todo lo que quiera, pero son otras épocas, ¿me entiende? Ni loca me caso con el chabón de mi novio. No tiene laburo, estudia en la facu, y yo, para tener un matrimonio como el de mis viejos, mejor, paso... Bueno, si usted no me lo hace, ya encontraré quien me lo haga. Chau.

Y se fue, así como así. Dispuesta a terminar con la incipiente vida que llevaba en el vientre antes de que esa misma vida terminara con el proyecto de futuro, si es que lo había hecho alguna vez, que tenía ella.

Un hijo. ¡Cuantas cosas se hacen y cuantas se dejan de hacer por un hijo!

Isabel estaba allí, en ese pueblo perdido de la cordillera del viento por sus hijos, para que no sufriesen los golpes de la necesidad, que siempre pone cara de hereje. Eduardo se había ido a Viedma porque se había cansado de llevar adelante su responsabilidad de padre. Ahora que veía, sentía que tenía derecho a la soledad, a disfrutar de otros amores, de otras nuevas sensaciones, aunque le costara el precio de perder a su propia familia. Fue, en ese tiempo como si hubiese olvidado cada gesto, cada abrazo de Isabel, cada lágrima, cada sacrificio de esa mujer que también había dejado su juventud a los pies de la crianza de sus cuatro hijos. Como si a ella no le hubiese costado nada. Como si por el mero hecho de ser mujer tuviese que resignar su futuro, su independencia, su libertad y sus más preciados sueños. O justamente eso, como si sus sueños, hubiesen estado centrados en la única idea de formar una familia.

Otra vez estaba sola. La primavera que se les había presentado en sus vidas, se le había pasado demasiado rápido. Eduardo se había ido a Viedma, con otra, estaba segura de eso, aunque él se lo negase. Había pensado aparecérsele de improviso y pescarlo in fraganti, pero para qué, se dijo. No valía la pena.

La cama se le había vuelto demasiado ancha y su piel de mujer reclamaba el toque masculino, de vez en cuando. Se enfrascaba en su trabajo de maestra y profesora y ayudaba en el comedor y a Dalmiro en el consultorio, como si haciendo un poco de todo, pudiese borrar los recuerdos que tanto la atormentaban.

La Machi sabía que el espíritu que le había devuelto la vista a Eduardo era de los que cobraba comisión. Una serpiente amarilla y resplandeciente, se le había aparecido de entre las llamas, y sabía que era la otra mujer que le había pateado el nido a la pobre Isabel. Pero no era eso lo que más le preocupaba. No era un espíritu de mucho poder. Podía haberlo engañado con su seducción al marido de la maestra, pero el amor que lo unía a su esposa era mayor que el deseo que lo acercaba a la farmacéutica, mal que le pesase a esta última. Eduardo era de Isabel y eso estaba escrito en lo profundo del corazón de la montaña. No, no era eso lo que la atormentaba por las noches y la despertaba a cualquier hora. No. Era la visión del hijo del Diablo seduciendo a la maestra y engendrándole un hijo. Y ella sabía que ese hijo traería la destrucción no sólo a la vida de los Ramos, sino sería la punta de la mecha que encendería la ira del Padre Volcán.

Le rezó a varios espíritus benignos de la Montaña, pero el daño estaba escrito y no era mucho lo que ellos podrían hacer.

Isabel salió esa mañana de su casa y se dirigió a la casa del médico. Había ido con la intención de pedirle prestada la camioneta para viajar a Vignale a comprar algunos víveres y llevar a los chicos a la casa de unos nuevos amigos de la ciudad. El tiempo no estaba muy bueno, pero habían anunciado recién para dos días después un temporal de nieve que anularía los caminos de acceso.

Sola, tenía que depender de sí misma y de sus propias fuerzas. Eduardo le enviaba religiosamente las tres cuartas partes de su salario y ella no tenía ya tantos apremios económicos. Podía llevar a Coronel Viganale a los chicos a tomar clases de deportes y hacer otras actividades que ahora sí podía pagar.

Abril estaba de novia con un chico de la ciudad que estudiaba en el conservatorio de música y Camila había conocido a  un biólogo que había llegado desde Rosario enviado por una organización que cuidaba la ecología y la salud del planeta. Octavio, se llamaba el muchacho, algo mayor que Camila, pero muy comprometido con la causa ambiental.

La vieja camioneta de Dalmiro respondió favorablemente de ida, pero cuando subía  hacia Sendero decidió en medio de la soledad del camino decir basta.

En ese momento la Machi vio la otra serpiente, la roja, la que más bien parecía un dragón salir de entre las llamas y devorar una cándida paloma blanca. En medio de su visión espiritual, ella había entendido el mensaje que le traían las llamas de su fogata.

Isabel bajó de la camioneta e intentó solucionar infructuosamente el problema. Comenzaba a anochecer y hacía bastante frío. El cielo había adquirido un color gris plomizo y el viento soplaba levantando polvillo y pedregullo. Era un viento de agua, y el agua traía la imposibilidad de seguir subiendo sin correr el peligro de desbarrancarse.

Se sentó dentro de la camioneta y comenzó a llorar. Se sentía sola e indefensa. Frágil e impotente sin su hombre. Se llenó de odio y resentimiento su corazón herido de mujer y deseó con toda su alma tener la posibilidad de vengarse del egoísta de su marido. Quiso que algún poder superior le diese la oportunidad de conocer el calor de otros brazos, del sabor de otra boca. Quiso vivir, quiso vibrar de pasión. Necesitaba que “alguien” la reconociera y la valorara. Se cansó de ser siempre la misma tonta, esposa y madre y nunca mujer.

Un poderoso vehículo 4x4 se estacionó a su lado. Ella, inmersa en sus pensamientos, no lo había escuchado llegar. Había aparecido silenciosamente como un fantasma, como una aparición. De él, descendió un hombre de mediana edad, moreno, de largos cabellos oscuros, musculoso y sumamente atractivo. Ella lo había visto antes, en el pueblo y en Coronel Vignale. Era, le habían dicho, un hombre peligroso. Mitad gringo, mitad indio. Contrabandista y muy escurridizo, ese hombre era Britos, el hijo del Diablo.

Isabel nunca olvidó aquél encuentro, porque de alguna manera le cambiaría la vida a partir de ese momento. Conocer a Alejo Britos fue como encontrar una roca que rompería en mil pedazos el cristal empañado de su vida.

El hombre le sonrió. Y ella debió reconocer que tenía una sonrisa muy seductora.

-¿Algún problema, señora?- le dijo increíblemente amable.

Ella lo miraba con asombro. No había escuchado llegar al hombre.

- No... Bueno, sí. No puedo encontrar el defecto. Se detuvo y no pude hacerla arrancar otra vez.

-A ver... Déjeme ver.- Y le hizo levantar el capot de la vieja Dodge.

-¿Puede ser que se haya quedado sin combustible? Ustedes las mujeres son muy propensas a olvidarse  de cargar nafta...

-No- dijo Isabel- Le llené el tanque al salir de Vignale. Debe de ser otra cosa.

En ese momento un trueno hizo mil pedazos el silencio de la tarde. La lluvia se descolgó copiosamente y debieron buscar refugio en el interior de la camioneta de Britos. Unos momentos después, aseguraba la vieja Dodge de Dalmiro para que no fuese arrastrada camino abajo y emprendieron el camino hacia el pueblo. Seis Kilómetros antes de la entrada  a Sendero, el camino se bifurcaba y tomaba dos direcciones. Britos tomó la dirección que lo llevaba a su casa, argumentando que la copiosa lluvia le impediría tomar el camino hacia el poblado. Cuatro kilómetros después, se divisaba la casa del contrabandista. Aparcaron el vehículo debajo del alero y la invitó a pasar amablemente al interior. Diluviaba y realmente era imposible ver a unos metros más allá. La tormenta había hecho que el día se perdiera dentro de la noche y la oscuridad reinara por doquier.

La casa de Britos era grande y muy suntuosa. No había el hombre escatimado esfuerzos para amueblarla y cubrirla de detalles de muy buen gusto y mucha sobriedad. Todo denotaba un dueño muy sensual y muy epicúreo, que no se detenía ante la búsqueda del placer.

Encendió el fuego de los leños y le trajo una mullida toalla para que se secase el cabello

Ella temblaba, un poco por el frío y otro poco por la situación de encontrarse a solas con un hombre tan atractivo en la casa de él. Sonrió. Él ni siquiera la había mirado con atención. Ni se había fijado en ella. O al menos eso creía ella, porque no sabía que desde hacía un tiempo, cada vez que él llegaba a Sendero la buscaba con la mirada y la comía con sus ojos negros. Había algo en esa mujercita común y corriente que lo cautivaba. A pesar de que él había conocido cientos de hermosas y sensuales mujeres, Isabel le llenaba la cabeza y él había comenzado a desearla. Se había hecho el firme propósito de poseerla, como un trofeo, como una pieza de valiosa colección. Mientras ella se secaba se la imaginó desnuda, secándose su cuerpo, deslizándose sus manos sobre la piel suave y cálida. Movió la cabeza y se fue a la cocina a prepara café. No iba a apurar las cosas, él tenía la paciencia del indio, aunque era poseedor de la malicia gringa.

La lluvia no parecía parar y él se comportó como todo un caballero con Isabel. Había algo especial en él. Algo que la atraía terriblemente. No sabía si era su voz, su sonrisa, su cuerpo musculoso, sus manos fuertes, o el terrible deseo de vengarse de Eduardo o la tremenda necesidad de  ser amada por otro hombre.

Hablaron, escucharon música y poco a poco ella fue sintiéndose más a gusto, más relajada. El café tenía un extraño pero adictivo sabor que la obligaba a seguir bebiéndolo.

Él se había sentado a su lado en el sofá  de piel. Ella sentía como un extraño mareo y a la vez una fuerte excitación sexual. No supo cómo, pero de pronto se encontró en los brazos del hombre y no se sorprendió de que le gustasen hasta el extremo las caricias ardientes de él.

La besaba con voracidad, como si quisiese devorarla en cada beso, ella se sentía estremecer en cuerpo y alma, como jamás había sentido en toda su vida. Ese hombre desconocido y misterioso le sacaba la ropa y la tocaba de una manera que creía llegar a un éxtasis y al clímax a cada segundo, con cada roce.

En un momento se encontraron haciendo el amor frenéticamente, entrelazados uno con el otro, jadeando, suspirando como dos tigres en celo. Él parecía ser el maestro y hacedor perfecto del placer y todo lo que hacía lo hacía para que ella fuese la única destinataria del goce aquella noche.

No sintió culpa después de aquello. Se sintió inmensamente mujer, y esa sensación la hizo fuerte y casi indestructible.

Al día siguiente, la tormenta había pasado. Pero la pasión continuaba. Ella necesitaba de ese abrazo apasionadamente masculino, y él no le hizo faltar besos y caricias ardientes.

Cerca del mediodía, ella le pidió que la llevase a buscar la vieja camioneta de Dalmiro y él la acompañó hasta el lugar en donde la habían dejado. Asombrosamente, apenas dieron media vuelta de llave en el arranque, el vehículo funcionó. Isabel volvió al pueblo y nadie le preguntó, por supuesto, en dónde había pasado la noche.  

CAPITULO 9

Eduardo creía que esa supuesta libertad suya era la que lo haría feliz. Pero se dio cuenta, varios meses después, de cuánto se había equivocado. Mónica no quería que le siguiese enviando dinero a Isabel y a los chicos y lo presionaba con abandonarlo si no hacía lo que ella le estaba exigiendo. Cansada de ser la segunda, exigía ser la única.  Lejos de haber logrado la anhelada independencia, se había vuelto esclavo de esa caprichosa y egocéntrica mujer.

El vivero iba caminando lento pero seguro, aunque quienes en realidad lo cuidaban eran los chicos.

Eduardo venía una o dos veces al mes e Isabel estaba más que  liberada desde que era la amante de Alejo Britos. Nadie sabía acerca de esa relación, ya que ambos la mantenían bien en secreto. Pero cada día era más sensual y más fuerte.

Eduardo ni se imaginaba que su mujer le pagaba con la misma moneda y eso lo hacía mantenerse tranquilo, pues sabía que en algún momento, cuando se encontrara a sí mismo, volvería a su casa y sería recibido como si nada hubiese ocurrido por su amante esposa.

Ninguno de los dos se había dado cuenta de que durante veinte años habían llevado una vida ficticia, de moralinas y principios prefabricados y acartonados. Tal vez, caer hasta lo más bajo de ellos mismos, los llevó a verse y conocerse como realmente eran en lo profundo de sus vidas.

La religiosidad que los había  mantenido prisioneros en esa especie de campo de concentración que era la secta, había dado paso a todo tipo de desenfrenos y actos pecaminosos, llevados a cabo en lo oculto, tras las gruesas cortinas de la mentira y el engaño, la hipocresía y la venganza.

Abril acusaba recibo de la loca manera de vivir de sus padres y había optado por acallar su dolor debajo  de una apariencia liberada, rebelde y dura. Se tiñó de negro azabache el ondulado cabello y se rapó los costados. Andaba por la calle como un fantasma, una lastimosa viuda de pronunciadas ojeras negras y lastimaduras en piernas y brazos. Presa de su tristeza y la impotencia que le causaba ver su familia destruida, se lastimaba a sí misma con trozos de vidrio o de metal hasta hacerse sangrar. Buscaba aplacar el dolor de su alma con el dolor de su carne. Comenzó a juntarse con  los pibes de Vignale, que como ella, buscaban evadirse de las penas en los cartones de vino barato o en los pequeños cigarritos de hierba cannabis. Se alejó dentro de sí misma y también cayó en el abismo.

Pero ni Eduardo ni Isabel se percataron del descenso emocional de su hija, embebidos en su vorágine de adulterios y pasiones. La única, Camila, la mayor de las hermanas que sufría como una madrecita al ver la decadencia de su hermana, la chiquita.

El invierno de ese año fue el más duro de la zona y el vivero sin el cuidado varonil y meticuloso de quien lo había creado no sobrevivió, como tampoco lo quiso hacer Abril esa tarde de domingo cuando quiso imitar las “hazañas” pasadas de su padre.

Isabel acababa de llegar de lo de Britos, Eduardo por casualidad se había descolgado por Sendero a buscar algunas cosas que había dejado en la que podría haber sido su hogar. Camila y Octavio estaban en Vignale y Lucio el novio de Abril se había tenido que ir a ver a sus padres a Comodoro Rivadavia, después de haber discutido feo con la piba.

Demasiado dolor para sus escasos años de experiencia en el asunto. Alguien le proveyó una bolsa con pastillas sedantes y no tuvo mejor idea que tomárselas a todas con el fin de dormir y soñar que otra vez eran una familia feliz.

Isabel llegó antes de lo previsto, casi junto con Eduardo que se asombró de no haberla encontrado en la casa. Los chicos habían ido a Vignale con su hermana y el novio. Hubiese querido Eduardo preguntarle a su mujer donde y con quién había pasado la tarde, pero no se sentía con derecho, sabiendo muy bien lo que él hacía en Viedma. Lo cierto es que se había cansado de la independencia, de esa mujer sensual que al fin y al cabo era una malcriada e histérica que por algo la habrían dejado antes.

Ver a su mujer con cierta luminosidad en el cuerpo y en la piel. Radiante como quien viene de hacer el amor...Lo llenó de celos, de ira, de vergüenza, por qué no.

Mientras él pensaba todo eso, Abril se tomaba las pastillas creyéndose sola en el viejo caserón de los Honorio.

Una ráfaga de aire helado recorrió la casa a pesar de que estaba el hogar encendido. Isabel tuvo un presentimiento. Presentimiento de madre, y corrió hacia la habitación de la hija.

Abril lloraba desconsoladamente, corrida la pintura de los ojos, arrepentida de lo que había hecho. Se daba cuenta de que no quería morirse, sino vivir, vivir, vivir...

Isabel le miró las manos, aún tenía una o dos pastillas en la bolsita de nylon.

-¡Mamá, me voy a morir! Me las tomé... - y cayó desvanecida en los brazos de su madre.

Isabel pegó un grito y Eduardo subió de a dos los peldaños de la escalera. Cuando se encontró con el cuadro aterrador de su hija lacerados brazos y piernas y desvanecida en el regazo de su madre, comprendió en ese preciso instante lo tremendamente ciego y necio que había sido.

Eduardo corrió a la casa de Dalmiro quien después de recoger su viejo maletín, corrió detrás del padre consternado. Llegaron a la casona y obligaron a la joven a beber una bebida vomitiva que la volvió en sí y la obligó a vaciar el contenido de su estómago. Como recién las había ingerido no fue difícil sacarle el veneno de su organismo. De todas maneras la cargaron en la camioneta del médico y la llevaron a la guardia del hospital de Vignale. Ninguno dijo nada en el trayecto que separaba el poblacho de la ciudad cabecera del partido. Ni Eduardo, ni Isabel ni Abril que lloraba copiosamente como queriendo lavar las penas de su alma atribulada. La madre acariciaba sus cabellos desordenados y de vez en cuando musitaba un “¿por qué?”

En la guardia le dieron los cuidados necesarios y quedó en observaciones en la sala de terapia intermedia.

Eduardo se comunicó al teléfono móvil de Octavio y le pidió que él y Camila se hicieran cargo de Guido y Nicolás, por esa noche. Ellos dos se quedarían cuidando a Abril en el hospital. Dalmiro volvió a sendero y lo que se dijeron esa noche, ese padre y esa madre confundidos y sin norte, fue tema de conversación, varios días después entre el médico y la maestra.  

CAPITULO 10

La actitud de Abril había puesto un mojón en la vida de los Ramos. Sabían que no podían estar indiferentes frente a una reacción semejante. Camila fue dura pero franca con los padres. Ella sabía que su hermana se lastimaba para calmar el dolor de ver a los padres separados, enviciados, envilecidos. Si bien no sabía en qué cosas andaba Isabel, Camila sospechaba que no eran salidas inocentes las que la alejaba por varias horas del poblado. Octavio la había visto dirigirse hacia la casa de Britos en un par de ocasiones, pero no había dicho nada al respecto.

Eduardo decidió que ya era tiempo de volver a la casa y cortar con Mónica, quien en realidad ya lo había cansado con sus demandas infantiles. Extrañaba las caricias de Isabel, la ternura que siempre la había caracterizado. Esa mujer a la defensiva e independiente que lo enfrentaba con marcada indiferencia no se parecía a la que él había dejado una tarde de otoño por correr tras una vana utopía de pseudo libertad.

Eduardo decidió volver y esperó que las cosas se restauraran solas, como por arte de algún mago bondadoso y desmemoriado. Pero las heridas del corazón no sanan así nomás y hace falta un ejército de perdones para ponerle fin al ardor lacerante de los recuerdos que desarman el alma en flecos.

Camila se había instalado en la casa de Octavio y  la madre se asiló en su habitación para “vigilar” de cerca a Abril, dijo al explicar el hecho de no dormir con Eduardo otra vez. Los chiquitos no sabían a ciencia cierta que su papá había tenido un breve amorío con otra, aunque Nicolás, el mayor, lo sospechaba o lo presentía.

Guido había visto una vez hablar a Isabel con Britos, de una manera rara, como si lo hicieran en algún indescifrable código secreto. Ese día se juró a sí mismo que iba a matar a ese hombre, y su alma pura de infante se llenó de odio y resentimiento.

Una mañana Isabel despertó con  un fuerte malestar en el estómago. Nauseas, asco. No quiso darle importancia, pero ya en la escuela todos se dieron cuenta de que algo raro le pasaba a la maestra.

Cardoso la miraba de reojo, Fanny le había contado un chusmerío que corría entre las chicas de Cabrera, el chileno. Britos tenía una amante nueva, nadie de Vignale, alguien de Sendero. Y no había que ser adivino para sospechar de quien, ya que no había en el pueblo demasiadas mujeres jóvenes que el contrabandista pudiese apetecer. Pero a Cardoso no le entraba en la cabeza la idea de que Isabel tuviese algo que ver con Britos. Era como unir agua con aceite. Agua bendita con la sangre del diablo. Pero sabía que no había nada imposible que no pudiese suceder en el pueblo. El mismo pueblo que albergaba parias sin destino, ni pasado. O mejor dicho, prófugos de la vida, changarines del silencio, de la hipocresía y la vergüenza.

Ya llevaban dos años en el pueblo. Y habían pasado demasiadas cosas. Una nueva camada de alumnos se recibiría ese fin de año. Y gracias a la paciente mano de Isabel, había cambiado el ambiente, la relación entre ellos, y hasta se habían atrevido a venir algunos profesores nuevos a la institución. La nieve había destruido los brotes del vivero de los Ramos, y las relaciones familiares. Y Cardoso estaba al tanto de ello, no porque Isabel se lo confiase sino porque se había acostumbrado a leer en los silencios y entre líneas de los otros. Y los chismes de las putas del chileno no siempre eran infundados.

Conocía muy bien al mitad gringo mitad indio del contrabandista. Le asustaba que pudiese lastimar a Isabel. Él, como tantos otros en el pueblo, había llegado a quererla.

La maestra andaba con nauseas cuando se cruzó con la Machi, en la esquina de la iglesia. La vieja se persignó y besó un amuleto mapuche que llevaba colgado al cuello, atado a una tira de tres tientos trenzados. Al mirar a la maestra, vio la cara de la muerte y volvió a besar el fetiche de hueso.

-Te corre por las venas la sangre del diablo, eso es malo, muy malo- dijo y se fue arrastrando el paso por la calle polvorienta.

“Algo que comí”, pensó Isabel. “O el regreso de Eduardo”, se dijo para sí misma.

Pasó la noche un poco más aliviada, pero al día siguiente se repitió la situación del día anterior con mayor intensidad. No fue a la escuela, se dirigió a lo de Dalmiro.

-¿Cuándo te vino la última vez? Inquirió el viejo médico después de auscultarla.

-¿Qué está pensando?-

-Si dormís con un hombre no es raro que te embaraces...

-Eduardo acaba de llegar- quiso zafar del interrogatorio, pero Dalmiro sabía por diablo, pero más por viejo.

-Vos sabrás... - Igual, hacete una prueba de embarazo para descartar posibilidades...

-No hace falta. Sé que no puedo estar embarazada... - Pero igual tomó la muestra que el médico le acercaba.

Salió apesadumbrada del precario consultorio. Alejo Britos le atraía terriblemente, pero nunca había pensado en la posibilidad de tener un hijo con él. Ni siquiera había pensado en la posibilidad de tener más hijos, con nadie.

No. No podía tener a ese hijo, en el supuesto caso de que estuviese embarazada. Una y mil ideas escabrosas se le cruzaron por la mente. Desde dormir con su marido otra vez, para adjudicarle la paternidad de ese bastardo que llevaba en su vientre, hasta la posibilidad de abortarlo. Pero ¿dónde? ¿Quién? ¿De dónde obtendría el dinero para hacerlo? Porque eso era algo que además de estar penado por la ley era costoso. En Vignale no conocía a nadie que pudiese hacérselo. La única posibilidad era que Dalmiro consintiera en realizarlo. Sacudió la cabeza como si quisiera arrojar los pensamientos negros de ella. El aire fresco le golpeaba el rostro, tenía miedo, pero se haría la prueba de orina para descartar la posibilidad de haber quedado embarazada de Britos. Pensó en sus hijos, en Abril, en Camila, en Nico y en Guidito. Pensó en Eduardo y en las épocas en que eran verdaderamente -¿verdaderamente?- felices.

Los tiempos en la secta no habían sido tan malos, después de todo.  Eduardo tenía su trabajo secular en un  comercio y ejercía una especie de sacerdocio o pastorado a medio tiempo. La fe y la esperanza eran la moneda corriente en aquella época y todo lo que se hacía o se decía estaba rígidamente sujeto a  las sagradas escrituras. Eran respetados como individuos y como familia. Tenían un lugar en la sociedad y dentro de la corriente religiosa a la que pertenecían. A ninguno de los dos se les hubiera ocurrido en aquellos tiempos que el otro le sería infiel. Una vida santa e intachable, costare lo que costare, era el objetivo de sus existencias. Y al final, la vida eterna en el paraíso junto a los santos que los habían precedido.

Todo era perfecto y encajaba a la perfección, hasta que se dieron cuenta de la profunda manipulación psicológica a la que sometían a los adeptos y simpatizantes. Haciéndole decir a la Biblia, lo que esta no decía, extrayendo del contexto un texto para poder pretextar alguna orden arbitraria que al líder se le ocurriera poner en práctica dogmáticamente. Y la tortura emocional a los que no estaban de acuerdo, a los que preguntaban más de la cuenta. Los que no se tragaban el sapo, los que buscaban la sabiduría de Dios, pero que no se callaban ante los arbitrarios devenires de los líderes de la secta.

Ya no estaban contenidos de alguna manera. Estaban solos. Parecía que ese Dios que habían pretendido servir por tantos años, los había olvidado y abandonado a su suerte. Tal vez les infringía algún tipo de castigo por haberse apartado de Sus caminos, y los había arrojado a ese infierno de angustia y engaños.

Si estaba embarazada de Britos, hablaría con él y se lo haría saber. Y que fuese lo que Dios quisiese, si es que había un Dios en este mundo. Dudó que aún lo hubiese en su vida.

Llegó a su casa, Eduardo andaba en el galpón, en lo que había pretendido ser el invernadero que no llegó a prosperar, como todo lo que encaraban últimamente.

Orinó y sacó una muestra en la que colocó el cartoncito de la prueba. Los minutos se le hicieron eternos. Finalmente, se acercó a ver y arrojó con dolor y con ira el líquido en el inodoro. Perfectamente visibles, podían apreciarse las dos rayitas azules. Había una vida en su vientre, pero ella se sintió morir.

CAPITULO 11

Aún estaba alto el sol cuando decidió ir hasta la casa de Britos. No pensó en llamarlo antes, no le importó que tal vez él no estuviese en la casa, que hubiera salido a cazar o alguno de esos misteriosos viajes que hacía cruzando la cordillera por pasos que sólo los aborígenes conocían.

Llegó exhausta. Pensó en beber agua en  la casa una vez en ella, y fue pensando también en las palabras que le diría a su amante respecto al embarazo que la apremiaba y cómo haría para pedirle el dinero para realizarse el aborto.

El dogo argentino que cuidaba la casa, salió a recibirla reconociéndola sin ladrar, buscando la mano que lo acariciaba tiernamente desde hacía varios meses, desde que su amo y ella estaban juntos.

La casa parecía silenciosa aunque al acercarse escuchó risas dentro, quejidos, gritos de placer y al asomarse a la ventana de la sala, pudo ver a Alejo que estaba con una mujer, Mónica, la misma que le había quitado a su marido también era amante de Britos. Desnudos, teniendo sexo, probablemente bajo el influjo del alcohol o alguna droga, parecían demonios llevando a cabo una orgía desenfrenada de sexo, violencia y sadomasoquismo. Algo que ella jamás había imaginado que su amante podría llegar a hacer porque siempre había sido el hombre más tierno y romántico con ella. Había sabido cómo llegar a las fibras más intimas del corazón de esa mujercita simple, donde y de qué manera acariciarla para que cada milímetro de su cuerpo sintiera ese adictivo placer que la llevaba una y otra vez a la casa de Britos.

Se alejó corriendo del lugar, no quería que la viesen y pensaran vaya a saber qué cosas.

Se preguntó si Eduardo haría el amor con Mónica en esos términos, con esposas, broches y látigos, pero no pudo imaginarse a su marido en esa situación.

Bajó por el senderito de ripio cargada de un sentimiento de rabia y de tristeza, emociones contradictorias que se asemejaban peligrosamente a los celos sin saber si eran sobre Alejo o si eran por Eduardo.

¡Eduardo! Pensó. Había sido su primer hombre y el único hasta que la dejó por esa mala mujer que les había destruido la familia y las ganas de vivir juntos hasta envejecer y mimetizarse el uno con el otro. O tal vez, el amor ya estaba muerto y ella se había empeñado en mantenerlo con vida cuando lo único que restaba era sólo una buena dosis de costumbre y rutina. Alejo le había hecho descubrir a la mujer que llevaba escondida debajo del delantal de la cocina y de la escuela. Debajo de la madre y esposa, una mujer sensual y llena de emocionalidad que nunca jamás había visto la luz hasta aquella noche de tormenta cuando hizo el amor con Alejo Britos por primera vez.

De pronto Eduardo volvía a aparecer en escena pidiendo tácitamente una estúpida tregua que sabía muy bien ninguno de los dos estaría dispuesto a sostener. ¿Cómo podría volver a tenerle confianza a quien tanto había ocultado, a quien tanto había mentido? Si bien era cierto que ella tenía un amante, lo había tenido al quedarse sola, después del vil abandono de su marido a quien ella le había profesado la más grande de las lealtades, al fin y al cabo, se decía a menudo, para nada, porque nunca la había valorado. Con la ausencia de Eduardo había comenzado a darse cuenta de que la perfecta vida que había creído llevar en otros tiempos también era una fachada. Que su esposo jamás había sido sincero, que sus deseos de hacer “justicia” en la secta no eran más que velados deseos de ambición y de poder y que no habían salido como él tanto había esperado. La rabia, la frustración y la decepción de su narcisismo insaciable, lo habían llevado a la depresión y luego a la ceguera emocional, como cuando se emberrincha un mocoso caprichoso a quien no le compran un helado. Bajaba la cuesta preguntándose si lo había amado alguna vez o si en verdad ella también se había casado a los 22 años para huir de una familia que jamás le había dado amor o atención y sólo se alimentaban de sus energías hasta dejarla exhausta y sin fuerzas.

Había amado antes de Eduardo, pero también le había salido mal. Esos kilómetros que la separaban de la vieja posada de los Honorio le sirvieron para ver su monótona vida desde una nueva perspectiva, como si estuviese viendo una novela o una película en sepias, porque el sol se iba ocultando y hasta el aire se teñía de amarillos y marrones claroscuros.

¿Amaba a Britos? No. De eso estaba segura. Pero también estaba segura de que a Eduardo tampoco podría volver a amarlo, si es que lo había amado alguna vez. Estaba segura de que no volvería a poder confiar en él nunca más, aunque se hiciera el bueno y el que “nada tenía que ocultar”. Sabía que Mónica seguía llamándolo al teléfono celular que se había comprado en Viedma y que se encerraba en el baño, o se escabullía lejos de la casa para contestar. Tal vez ya ni siquiera fuese la farmacéutica, sino quizá fuese otra, ahora que le había agarrado el gustito a acostarse con otras mujeres, ya que en algún momento había dicho que por casarse tan joven no había “vivido la vida”. Quizá esa era su forma de desquitarse con la vida.

Ella también tenía sus misterios, pero lo que más le dolía era que a él no parecía hacerle mella el hecho que su mujer saliera a deshoras, viajara a Vignale seguido o también recibiera llamados de otras personas. Ni siquiera se imaginaba que Isabel tenía un amante, y menos que esperaba un hijo de ese hombre. Más que la opinión de Eduardo, con quien permanecía por una cuestión económica y por no dejar a sus hijos sin padre, lo que más le preocupaba era lo que podían pensar de ella sus hijos. Demasiado mal le había hecho ser testigos de la decadencia espiritual y moral de su padre como para encima sumarle la suya propia. Pero mantener esa imagen pura y santa le costaba demasiado y pensó que de no hacerse el aborto, le costaría la vida.

Llegando al pueblo, pensó en verlo a Dalmiro, pedirle que la ayudara. Sabía  que era enemigo de los abortos, se lo había dicho a Mayra, la chica del colegio, pero tal vez con ella hiciese una excepción. Pasó por el almacén de Olegario y allí estaba Dalmiro comprando algunos comestibles junto a Rómula Valletrero una vieja  lugareña, más parca que los aborígenes del lugar, hermana de Jacinta a quien desde hacía mucho tiempo no se la veía ni en misa de 7 ni paseando por el pueblo.

Algunos comentaron que una vez, no hacía mucho tiempo la vieron subirse en un auto de alquiler que la llevó a Vignale, calva y muy delgada, y asumieron que tal vez la anciana tuviese cáncer o algo así. Su hermana Rómula de unos setenta y tantos años, tenía facciones varoniles y no era nada femenina en su aspecto aunque su voz grave, tenía cierto acento culto y muy femenino, aunque un tanto chillona .

Saludó a la maestra y le dijo algo aparte a Dalmiro que dijo que subiría la cuestita en donde se hallaba la casita de las ancianas a ponerle una medicación a Jacinta.

El médico sabía el por qué de la palidez de Isabel y la invitó a pasar por el consultorio para darle unas muestritas de vitaminas que había recibido.

-Así que estás embarazada nomás- le dijo el viejo doctor del pueblo clavándole los ojos claros en los color café de ella, que trataba de bajar la mirada. - Y no es del Eduardo- continuó sentencioso.- No me tenés que decir quien es el padre, no soy tu confesor, sólo soy tu amigo. Pero dejame decirte que en el pueblo se comenta de que entre vos y... - hizo un silencio que ella interrumpió valiente

- Sí, es de... él - Como si no quisiera mencionar el nombre de quienes conocían como el “hijo del Diablo”.

- No quiero tenerlo,- prosiguió. No puedo.- Y rompió en llanto. Un llanto profundo y desgarrador que le nacía de lo profundo de sus tripas.

-Quisiera ayudarte- le dijo Dalmiro- pero hace muchos años, el día que enterré a una chica linda y con un hermoso futuro, le  prometí y me prometí a mí mismo que no volvería hacer eso nunca más.

Ella lo miró intrigada. Él se sintió en la obligación de confesarle su parte de la historia ya que él era también, uno de los sentenciados del pueblo, escondido en él por un pasado vergonzoso.

CAPÍTULO 12

-Se llamaba Clara- dijo, perdiéndose en sus pensamientos, como si Isabel hubiera desaparecido de escena, el consultorio precario, las revistas del National geographic ordenadas por fecha en un estante, la camilla, la ventana, el Domuyo en sombras.

-Tenía 23 años y un futuro brillante en la medicina. Se recibía ese año con honores y haría la residencia en la clínica más importante de Rosario, Santa Fe. Era una chica linda, inteligente, vivaz. Su risa era un campanario, sus ojos colibríes verdes que no reposaban ni un instante, curiosos, insaciables por ver, saber, conocer.

Se enamoró de un profesor de la facultad, casado y mayor que ella, que cuando supo lo del embarazo no quiso saber nada. Eran los 70 y no era tan fácil como ahora. No sabía qué hacer. Como vos. Si seguía adelante con su embarazo perdería la oportunidad más brillante que la vida puede presentarle a una joven estudiante. Además había una beca importante para una Universidad de los EEUU en donde haría un post grado debido a sus magníficas calificaciones. Nunca nos habíamos ocultado nada, y me lo dijo. Clara era mi hija. Mi única hija. Y no lo pensé dos veces. Mi esposa Elina estaba enferma, muy enferma, y no hubiese tolerado un disgusto así. Por aquel entonces pertenecíamos a la flor y nata de la sociedad rosarina, yo era profesor emérito de la Facultad y dueño de una de las más importantes clínicas junto a otros socios. Tal vez ahora que lo pienso, Elina la hubiese protegido, cobijado, amparado. No sé. Lo cierto es que la convencí de abortarlo. ¿Qué haría una chica soltera con un hijo sin padre? Por que el fulano que la había embarazado no sólo no se hizo cargo sino que tuvo que exiliarse en otro país por cuestiones ideológicas, ya sabés como era entonces.

Abortó. Yo mismo le practiqué el legrado para estar seguro de que estaría bien hecho. Estaba de nueve semanas, treinta y una semanas después me llamaban de urgencia de un hospital para decirme que Clara se había suicidado y me había  dejado una nota que decía:”Ya no puedo más seguir escuchando su llanto por las noches, ya no puedo más”. Su voz se había apagado después de la práctica, sus ojos se oscurecieron y se acalló el campanario de su risa. Pero yo no me di cuenta porque estaba muy entretenido con mis conferencias y actividades sociales. Tres semanas después que sepultamos a Clara, Elina también se fue, su mal se agravó con semejante tristeza y me dejaron solo. Quise morirme, te juro. El mundo se me vino abajo, la vida, la carrera, los años, todo. En realidad no sé si morí y estoy en el purgatorio. Si no fuera por vos que desde que te conocí te consideré un ángel, diría que se equivocaron de lugar conmigo. Yo maté a mi nieto. Lo maté para que mi hija tuviese un futuro brillante de éxitos y dinero. Y al fin sólo tengo de ella una carta desteñida que me llena de culpas y vergüenzas.

Por eso no hago esas prácticas siniestras, habrá quien las haga y no los juzgo, habrán quienes se sometan a ellas, y tampoco juzgo sus intenciones, pero tengo bien en claro que jamás volveré a matar a otro inocente aunque me vaya en ello mi propia vida.

Isabel lo observaba atónita. Jamás había imaginado esa parte de la historia de su amigo el anciano médico. Se daba cuenta de que no la ayudaría. Se despidió con un beso en la arrugada y barbuda mejilla blanca y se fue hacia la vieja ex posada de los Honorio, su casa.

Estaba oscuro, una lamparita se mecía al ritmo del chiflete que venía de la cordillera. La Machi apareció de entre las sombras y la miró a los ojos. Por un instante ambas mujeres no dijeron nada, hasta que la anciana bruja rompió el silencio, como si un Espíritu superior le hubiese dado recién en ese momento la orden para hablar:- mañana voy a ir a tu casa.

Los chicos estaban en Vignale visitando a Abril que había decidido una vez terminado el secundario quedarse a estudiar  en la ciudad, lejos de su casa, con su novio nuevo: Julio, que era músico y tocaba en una bandita de rock. Aunque se peinaba raro, el pibe era bueno y la quería mucho, así que no tuvieron demasiados problemas en dejarla ir. Camila había hecho pareja con Octavio que era biólogo y trabajaba para los del barquito verde y estaban haciendo unos estudios de la flora y la desertificación, producto del asentamiento de las compañías mineras que se habían asentado en el norte de Argentina y de Chile.

Isabel llegó cansada. Eduardo estaba solo escuchando en  la radio un partido de Boca. No se atrevió a preguntarle en donde había estado durante todo el día, sabía que era el menos indicado.

Ella se bañó y se fue a la cama, no sin antes hacerle varias pasadas sensuales como al descuido a su marido. Había perdido peso y las relaciones con Britos la habían rejuvenecido. No parecía la misma mujercita que había llegado bastante tiempo atrás a Sendero de los Justos. Estaba más bella, más sensual, más mujer.

Eduardo no pudo controlar sus hormonas y en un descuido de ella la tomo de la cintura e intentó darla vuelta para besarla, al principio ella quiso rechazarlo pero pensó que sería bueno que tuviesen sexo esa noche y así tapar con ese acto, el embarazo que le había provocado su pasión por Britos. Se dio cuenta que no era difícil tener sexo con Eduardo, podía separar las aguas, entendió a las prostitutas del chileno que no tenían inconveniente de hacerlo con cualquiera. Ella se sintió como una de las tantas putas del lupanar y le dio a Eduardo la mejor noche de su vida. Lo que él no se imaginaba quién había sido el maestro y el artífice  de ese cambio brusco y ese inmenso y erótico despertar sexual de su mujer. Tal vez pensó que tanto tiempo sin sexo le habían despertado un apetito voraz, sin sexo... ¡Pobre infeliz, él que se pensaba muy piola por haberle metido los cuernos, “una pendejada”, le había dicho, queriendo minimizar el tamaño de su deslealtad a la mujer que alguna vez había elegido para compartir la vida no tenía la más puta de idea del tamaño de los que él portaba! En fin. Cosas de la vida.

Amaneció tormentoso, ella se había ido a dormir a la habitación de Abril y Camila que estaba vacía y la ocupaba ella desde hacía un tiempo atrás, desde que Eduardo había regresado a la casa y se había dado cuenta de que no podían dormir juntos y que ella necesitaba de  su privacidad para pensar en las caricias y en las palabras que sabía decirle su amante mestizo.

Eduardo dormía plácidamente, después de esa noche inusual de sexo y placer. Ella se levantó temprano, como si algo le dijese que debía hacerlo y salió a la entrada de la vieja casona. La Machi la estaba esperando. Un viento frío se levantó de repente. Gélido, helado y sepulcral. La vieja le dijo, “vengo a tomar unos mates con vos y limpiar tu casa de malos espíritus”.

No era la primera vez que la vieja venía, y a  Isabel no le importó hacerla pasar. Eduardo dormía y probablemente lo haría hasta entrada la mañana.

Mientras Isabel preparaba el mate, la Machi arrojó dentro de la pava unos polvos que se disolvieron en el acto, sin que la anfitriona se diese cuenta.

Bebieron en silencio hasta que la bruja la miró directo a los ojos y le dijo: “perdoname, mi angel”

-¿Por qué?, preguntó Isabel, a lo que la Machi Juana contestó,

- yo te mandé al diablo para que soltara a tu marido de la ceguera esa que tenía, pero el diablo tiene su manera de cobrar y mandó a la puta de la Mónica para que lo cegara de otra manera, pero lo peor de todo, es que te mandó a su propio hijo a embarazarte y a arruinarte la vida. Pero yo te voy a salvar de todo esto, aunque me vaya la vida, te juro por la luz que me alumbra estos viejos ojos. – y dicho esto se levantó tomó su viejo bastón de palo de lenga y se fue despacio sin mirar atrás.

Isabel estaba sorprendida de cómo la bruja podía saber lo de su embarazo, pero luego de pensarlo se dio cuenta de que había poderes ocultos dispersos en ese pueblo que dominaban a las personas que lo habitaban. Para bien o para mal. Quién sabe.

CAPITULO 13

No se puede edificar una relación estable sobre la base de las dudas y la desconfianza. No. Isabel sabía que su relación con Eduardo nunca sería la misma, aunque él pensara lo contrario por el simple hecho de haber logrado tener sexo con ella. Porque al fin y al cabo sólo había sido eso: una mera relación sexual sin el más mínimo atisbo de amor o de ternura. Ingredientes necesarios en  una pareja que desea mantener indemnes sus sentimientos y sus emociones.

Tal vez era cierto que él amaba a su mujer, a su manera, un tanto egoísta  e indiferente, pero lo real era  que a ella le costaba mucho encontrar en el fondo de su alma ese viejo sentimiento que la había unido a ese hombre, que de un plumazo se había “cagado” en su fe, en sus años de lealtad, en el hecho de haber sido su primer y único hombre y no se había detenido a hacer un balance del desastre y la había dejado sola recogiendo los pedazos de ese cristal deshecho que era su corazón. Hoy, para ella, era un verdadero extraño.

La Machi se había ido. Se quedó sola en la cocina y se terminó el agua de la pava haciéndose un té porque los mates le habían caído como una cuchillada en el vientre.

Pensó que tenía que decirle a Britos, pero sintió asco al recordarlo con Mónica. Sintió asco de imaginarse a Eduardo con esa atorranta. Sintió asco de ella misma recordando los momentos de pasión con ese hombre temido por tantos en el pueblo, padre de los vicios y la lujuria. ¿Y si realmente fuera “el Hijo del Demonio” como lo apodaban en el pueblo? Sonrió tristemente por lo alocado y patético de sus pensamientos.

Estaba segura de que Eduardo al levantarse tomaría por sentado de que ambos estaban de regreso en el matrimonio, que la pareja seguía intacta y que todo volvía a la estúpida normalidad a la que estaba acostumbrado y en la que sin duda se sentía cómodo. Sin resentimientos, pensó.

Nunca había reconocido su relación con la rubia farmacéutica, aunque era un secreto a voces, medio Coronel Vignale los había visto juntos en Viedma, hasta Octavio, el novio de Camila, los había visto, aunque sólo se lo había comentado a la muchacha, como al pasar. No quería ser cómplice de su suegro que tanto había hecho llorar al amor de su vida.

Abril también lo sabía por boca de una amigas que estudiaban en esa ciudad del sur. La única que no tenía una prueba concreta era Isabel. Pero su corazón de mujer no la engañaba. Estaba segura de que su marido le había sido infiel y tal vez lo estuviese haciendo de nuevo. Demasiados misterios rodeaban la vida de ese hombre ordinario y común. O tal vez, en su afán de ser el centro del Universo, dejaba indicios falsos para  tener en vilo a la pobre Isabel, para “curarla de sus estúpidos celos” como le había dicho a una de sus hijas cuando lo increpó con la traición a la que sometía a su madre.

Siempre tenía una respuesta artera para evadir la respuesta que Isabel esperaba escuchar, ni más ni menos que la verdad. Pero al fin y al cabo ¿Qué es la verdad? A lo mejor era sólo lo que cada uno necesitaba escuchar.

Se fue a lo de Britos, no le importó que estaba con Mónica, aunque no estaban teniendo sexo sino desayunando juntos.

La invitó a pasar atento, la rubia se sonrió sarcásticamente al verla. La sobró con la mirada de quienes se saben ganadores. Isabel tuvo ganas de golpearla pero se contuvo.

- Necesito hablar con vos, a solas, ¿puede ser?- le dijo la maestrita a su amante, mientras sin saber por qué le aceptaba una taza de café fuerte y humeante. Un café que tenía el mismo gusto del que le había ofrecido el hombre cuando tuvieron sexo la primera vez. Intenso y profundamente adictivo, tanto que no pudo dejar de beberlo hasta el fin de la taza.

Antes de que Alejo pudiese contestar, Mónica en medio de una carcajada la miró y le dijo:

- ¿No te alcanzó con que me cansara de acostarme con Eduardo que ahora también venís a ver como lo hago con tu “novio”?

Isabel se puso pálida. No se imaginaba que Britos le hubiese dicho a esa perra lo que pasaba entre ellos.

-Si querés hacemos un trío, jajaja- le dijo la rubia- a mi me gustan, a él también- dijo señalando al hombre- a Eduardo no, nunca lo convencí de que hiciéramos una fiestita en casa, jajaja.- Se acercaba a donde Isabel estaba parada y de repente le tocó con avidez los pechos, a lo que Isabel dio un paso atrás espantada. La rubia largó otra carcajada estridente que le heló la sangre. Parecía la risa misma de Satanás.

-¡Tenés unas tetas hermosas! , dale, no seas boluda hagamos algo los tres, no sabes como puedo hacerte vibrar mejor que éste.- Isabel estaba como petrificada. Alejo parecía festejar con una sonrisa lujuriosa las ocurrencias de la rubia y no intervenía. Finalmente la acorraló contra la pared y empezó a acariciarla y a pasarle la lengua por la cara, por el cuello, intentó abrirle la blusa y lamerle los pechos también, la manoseaba sin pudor, y lo peor era que Isabel no podía defenderse, ni moverse de su sitio, estaba petrificada. En realidad estaba haciéndole efecto la droga que usaba el tipo para estos casos.

Britos se le acercó y comenzó a tocarla también y acariciarla por todo el cuerpo. Isabel estaba como una muñeca inerte, los ojos desorbitados, las pupilas se le iban dilatando de a poco. Entre ambos la desnudaron y se le arrojaron encima como dos fieras salvajes y hambrientas. Britos la esposó a un lugar preparado para tal fin  y tanto él como la mujer tuvieron su fiesta sexual sin que Isabel pudiese defenderse. Lo peor es que de a ratos sentía un lujurioso placer que le hacía responder al beso descarado de la mujer rubia  y aunque lloraba de a ratos porque era como si la conciencia le volviera por momentos, se dio cuenta que Britos le había sacado las esposas por que ella era uno más del trío, besando, tocando, lamiendo, a uno o a la otra. Estaba desenfrenada, en un grado de excitación sexual increíble, se peleaba con la rubia como dos felinos por merecer la penetración del hombre, que jadeaba y reía al verlas a sus pies, deseándolo más que a otra cosa. Una por lujuria natural. Mónica no precisaba tener drogas en el cuerpo para tener sexo desenfrenado. Isabel no estaba en sus cabales. El café siempre había tenido ese extraño sabor de los “mágicos polvos” que el contrabandista le agregaba cada vez que ella venía a verlo.

Cuando finalizaron el acto, Isabel quedó inconsciente, tendida sobre la alfombra. Mónica le sacaba fotos a su cuerpo desnudo, Alejo posó para varias de ellas en posiciones sugestivas y muy eróticas, luego era él quien sacaba las fotos y la rubia la que le hacía cosas a su cuerpo dormido.

Una hora después, Isabel despertó, tenía un intenso dolor de cabeza, no tenía ni idea de lo que había pasado. Mónica se encargó de mostrarle las fotos y la filmación del acto sexual que habían llevado a cabo horas antes, ya que siempre filmaban sus relaciones porque era parte de lo que vendía Britos por ahí.

Isabel tuvo ganas de vomitar, pero se contuvo. Salió corriendo de allí, vistiéndose como pudo, en medio de las carcajadas de su amante y de la amante de su marido, con quien acaba de tener una relación lésbica y lujuriosa.

Lloraba. El aire frío que venía del Domuyo le golpeaba la cara. Se sintió sucia, desvalida. Había tocado fondo, ya no podía caer más bajo. Pensó en lo que habría de ocurrir si esas fotos o esas filmaciones llegaran a manos de sus hijos, o de Eduardo. Sintió una profunda vergüenza. ¿En qué se había convertido? Quizo morir, pero pensó en matar. Y decidió que había que ponerle fin a la vida de Britos y de Mónica, y recuperar los videos y las fotografías.

El diablo había entrado finalmente en ella también.  

CAPITULO 14

Morir o matar. La tercera opción, podía ser huir. Dejarlo todo y a todos. Desaparecer para no ser hallado nunca más. Pero sabía que su ex amante, porque no pensaba volver con el contrabandista no perdería tiempo en editar el video y venderlo en tiendas de pornografía o peor aún levantarlo a la famosa Internet.

Matar, era la única salida.

Cerca de la una de la tarde llegó a su casa. La vieja posada que había sido de los Honorio. Ahora les quedaba enorme, sin la presencia de las chicas. Nico y Guido se preparaban para hacer la secundaria en Vignale. La escuela de Sendero se quedaba irremediablemente sin matrícula y tarde o temprano terminarían por cerrarla los benefactores del Viejo Mundo.

Los alumnos siempre tenían los mismos problemas, alcohol, promiscuidad, drogas. Sabía que consumían pornografía, que por supuesto, ahora entendía claramente, se las proveía Britos. Se le heló la sangre al pensar que el video en donde ella aparecía teniendo sexo frenético con la farmacéutica y el mestizo podría ser visto también por sus alumnos.

No lo dudó y entró al galpón de las herramientas a buscar algo con qué hacerse justicia. Había un viejo baúl de trastos viejos, que le había pertenecido al antiguo morador de la casa, nunca lo habían revisado demasiado y ella hurgó hasta encontrar lo que buscaba, como si supiese que allí iba a encontrar el elemento justo con que terminar con la pesadilla.

Efectivamente, un antiguo revólver calibre 22, dormía dentro de una vieja caja de madera, aún conservando el nombre y las características del arma. Para su sorpresa, estaba cargada. Y ya lo dice el dicho “Las armas las carga el Diablo...”

Eduardo ya hacía rato que se había levantado. Había almorzado algo frugal y la esperaba fumando sentado en la escalera de entrada. No la había visto llegar y dirigirse al galpón, por lo que no tenía idea en qué andaba su mujer ni tampoco se percató de lo que escondía debajo del sweater.

La saludó cariñoso con un -¿Dónde andabas?- Ella sonrió forzadamente, no quería contestarle y le largó un ambiguo “por ahí...”.

Él se había creído, tal vez, que por el hecho de haberla penetrado la noche anterior, todos sus problemas estaban resueltos como por arte de magia. No se imaginaba de lo que acababa de ocurrirle a su mujer, de lo que había sido casi una violación porque si bien ella había seguido el juego amoroso de la pareja con gran lujuria y desenfreno, había sido producto de la poción que Britos había echado en la bebida caliente con sabor a café.

Ella subió rápido las escaleras y guardó el arma debajo de una madera floja del piso. Había decidido asesinar a Britos y a su amante, antes amante de su esposo. Y en ese momento, como poseída por un espíritu revelador entendió las palabras de la Machi Juana, dichas esa misma mañana, en la mesa de la cocina, mientras tomaba esos mates que le apuñalaron el vientre.

“- yo te mandé al diablo para que soltara a tu marido de la ceguera esa que tenía, pero el diablo tiene su manera de cobrar y mandó a la puta de la Mónica para que lo cegara de otra manera, pero lo peor de todo, es que te mandó a su propio hijo a embarazarte y a arruinarte la vida.”

De pronto recordó su relación pura con ese Dios en el que había creído por tantos años, su fidelidad a Su Palabra, la felicidad de la familia que le había sido concedida cuando le servían sólo a Él. La pureza de sus pensamientos se contrapuso al odio y el asco que la embargaban desde que había salido de la casa del contrabandista. Recordaba la filmación, no podía sacarse las imágenes de la cabeza de los tres teniendo esa orgía desenfrenada, y más lo recordaba y más ganas de morir tenía, o más ganas de matar, o lo que era peor, más ganas de volver a sentir ese lujurioso placer que esa relación ambigua le había proporcionado. Por momentos sentía su cuerpo vibrar al recordarse besando y mamando los pechos turgentes de la rubia, bajándose hasta la entrepierna femenina y lamiéndole su sexo con ansiedad, dejándose hacer a su vez, todo tipo de juegos eróticos en su cuerpo que había sido virgen de esos encuentros. La manera de penetrarla de Alejo, a ella, a la otra. Cerró los ojos como queriendo borrar las imágenes que la estaban excitando sexualmente. Se sentía poseída ahora por un espíritu lujurioso y voraz. Pensó en sus hijos, como para espantar las imágenes. En eso llegó Eduardo, La vio acostada sobre la cama, de manera sensual, como si emanase de su cuerpo el olor al sexo y él se sintió con ganas de poseerla nuevamente y se lo hizo saber. Ella consintió tener sexo con él nuevamente, pero no era ella, era ese demonio que le había entrado en la poción del café. Eduardo la observó deseoso de desnudarla y por un momento, en el claroscuro de la habitación creyó ver a Mónica en lugar de a Isabel y lo sorprendió por un instante, que no duró mucho, porque su mujer le abría el cierre del pantalón y acercando su boca codiciosa a su miembro, lo sumergía en un delirio de placer y locura.

No supo si  consintió en tener sexo con Eduardo para borrar el que había tenido con la pareja en la mañana, o si lo había hecho para recordar esos momentos. Lo cierto que si bien fue fuerte e intenso, no podía comparar a lo que había vivido horas antes. Y se sintió sucia por pensar de esa manera. No sabía si amaba a Eduardo, estaba en medio de un mar de dudas y confusión.

Se sentía vacía y estéril por dentro. Tan vacía y estéril como la tierra de esa parte de la Cordillera del Viento. Yerma, desértica, muerta en vida. Pecadora condenada al infierno eterno, a la tortura y al castigo sin fin. Quería morir.

No, no era la misma, pensó Eduardo, después de la explosión sexual a la que su mujer lo había sometido. Y allí comprendió, que algo, no estaba bien. Que esa mujer que siempre le había sido leal, fiel y absoluta y totalmente incondicional y transparente, era una caja de misterios y secretos. Por primera vez, lo invadieron las dudas, los celos y la incertidumbre. Él tenía todo el derecho del mundo de querer experimentar la vida que las responsabilidades del hogar y la familia le habían robado. Pero ella...Ella no. Tenía cuatro hijos, era madre antes que nada. Era su esposa y nunca se había quejado de su suerte. ¿Con quién podría haberlo engañado, si es que lo había hecho alguna vez?

No hablaron demasiado durante la tarde. Eduardo fue a buscar a los chicos al pueblo, ella se limitó a preparar unas clases para la semana entrante en que tomaría exámenes. No tenía la cabeza fresca, no sabía si era a causa de los resabios de lo que Britos le había dado, o por el tortuoso recuerdo del sucio placer que había experimentado.

Eduardo llegó en menos de dos horas con Nico y Guido quienes subieron a su cuarto a terminar unas tareas. Aún había claridad en la calle, pero no se atrevió a subir la cuesta rumbo a la casa de Alejo. Tuvo miedo de que le ocurriera lo mismo, y que esta vez, no necesitase de la droga para sucumbir a la tentación.

Preparó la cena y se fue a dormir antes de que Eduardo o los chicos, que ya estaban en la adolescencia, sospechasen algo. Tenía la sensación de que su sola imagen contaba todo lo que había hecho a escondidas en los últimos meses en Sendero de los Justos.

Soñó. No pudo evitarlo. Britos se transformaba en un carnero enorme negro y rojo, parado en dos patas, mitad hombre, mitad animal, con un miembro prominente que la penetraba una y otra vez sin importarle sus gritos de dolor, los que se mezclaban con el placer del roce de una serpiente voraz que succionaba sus pezones erectos. A veces el demonio era su ex amante, a veces su marido. Lo veía copulando con Mónica riéndose a carcajadas, queriendo hacerlo con ella con un pene pequeño como el de un niño chico, intentando penetrarla sin éxito, golpeándola por no poder lograrlo, hasta hacerla sangrar.

Despertó de la pesadilla sudada y helada a la vez. Comprobó que su ventana se había abierto con el viento y las cortinas flameaban lúgubremente. Se tomó el rostro entre las manos y comenzó a llorar con un llanto profundo que le nacía de las propias tripas. Odio, lujuria, suciedad y vergüenza. Esos cuatro sentimientos la embargaban. Ya no podía sentir amor, ni ternura ni compasión por nadie. Sentía que se había convertido en un monstruo, en lo que siempre había temido convertirse desde que a los doce años había descubierto que tenía un despertar de sus hormonas y al confesárselo a su madre había recibido la más fuerte de las reprimendas y los castigos: la indiferencia y el silencio.

Se volvió a dormir, después de cerrar bien los postigos y las ventanas. La casa dormía en el silencio de la madrugada. Antes de perderse de nuevo en la inconsciencia del descanso, musitó con miedo y con vergüenza: “Padre nuestro que estás en los cielos...”

CAPITULO 15

Eduardo estaba corroyéndose  por las dudas y la incertidumbre.  Isabel había ido a la escuela a trabajar. El decidió ir a ver las flores del vivero que había retomado  a penas había vuelto a la casa. No podía sacarse de la mente la manera en que su mujer había hecho el amor con él, la tarde anterior. Parecía una puta experimentada y profesional en todos los sentidos. Una puta perversa y voraz que gozaba con un sexo fuerte y tortuoso, apasionado, lleno de lujuria.

¿Pero si él había sido el primer y único hombre en su vida? ¿Cómo podía haber sucedido ese tremendo cambio? La deseó como nunca había deseado a nadie, la codició, quiso tenerla en ese mismo instante y terminó masturbándose al reparo del vivero. Nunca le había pasado algo así, ni siquiera con Mónica que era una amante tremenda, pero que había ido transformándose en una mujer frígida y profesional que prestaba el cuerpo para que él se masturbara dentro de su vagina.

Subió al cuarto de Isabel. Nunca le había interesado en qué cosas andaba, porque nunca había pensado que le podía estar siendo infiel. Revolvió con cuidado algunas cosas, pero no halló nada que la incriminase con nadie.

Decidió que la seguiría de lejos, la próxima vez que saliera furtivamente. Estaría atento.

Por la tarde, cerca de las cinco y media, ella subió a su cuarto al retornar de clases, buscó el arma que  había ocultado debajo de aquella madera floja de la pinotea del piso, pero no la encontró. Un sudor frío le recorrió el cuerpo y le paralizó la mente?¿Quién podría haberle sacado el arma de su escondrijo? No podía preguntarle a Eduardo. Los chicos no habían tenido la posibilidad de entrar a su cuarto. ¿Y si realmente hubiese sido su marido el que hurgando entre sus cosas, como ella lo hacía antes con las suyas hubiera descubierto el arma? No. Imposible. A Eduardo ella no le interesaba tanto como para andar revolviéndole el cuarto en busca de alguna cosa que la delatase. Tal vez, se habría caído sola por algún hueco del roído piso de la vieja posada y anduviese por otros sectores del entrepiso. No importa, pensó, “hablaré con él y lo haré entrar en razones” y salió camino a la casa de Britos, sin pensar que al cabo de unos minutos, Eduardo iría tras de ella.

El perro no ladró cuando ella llegó, nunca lo hacía. Alejo estaba sentado solo frente al televisor encendido, no la escuchó llegar. Ella llamó a su puerta, él salió a recibirla. Al verla la tomó de la cintura como solía hacerlo y le plantó un tremendo beso en los labios. Todo eso fue visto por Eduardo, desde lejos, también cuando él la arrastró hacia adentro de la casa. Pudo haber llegado hasta la puerta y sorprendido en el acto de su infidelidad, pero la visión del dogo argentino negro lo detuvo. Nunca se había caracterizado por el coraje o la valentía. Nunca había luchado por lo suyo. No lo iba a hacer ahora. Él no era de los que rogaban. No. Jamás le pediría a Isabel que volviera con él y dejara a Britos. Le repugnó que ella hubiese hecho el amor con él de la manera hasta obscena podría decirse del día anterior. ¿Qué sórdido secreto estaba tratando de ocultarle acostándose con él después de varios meses de no hacerlo, si al fin y al cabo tenía un sustituto en la cama?

Bajó por el camino de ripio, tenía el alma destruida. No quería reconocerlo, pero si Isabel se había buscado a otro, había sido por su culpa, por haberla dejado cuando ella más lo necesitaba, en el momento en que más necesitaba de un hombre a su lado. Escuchó un ruido de motor de auto y vio a lo lejos que se acercaba uno, cuando le estuvo a la par, vio que era Mónica. Ella se detuvo al reconocerlo. Le brillaban los ojos no porque deseara encontrarse con ese hombre que había sido su amante, sino por lo que tenía para decirle y enseñarle, también.

-Hola bomboncito - le dijo ella melosa.- ¿venís o vas a la casa del amante de tu mujer? Porque me imagino que a estas alturas sabrás que entre Britos y ella hay algo más que una pura amistad- y largó una carcajada aguda, como la de una bruja en celo. Y agregó- Vieras que pedazo de hembra que es en la cama, y como le gustan los tríos, como vos no lo quisiste hacer más conmigo, ella se prestó gustosísima- se acariciaba los pechos, seductora, sensual, con la punta de sus dedos.

- No te creo una palabra- contestó Eduardo que pensaba que no podían estar hablando de la misma Isabel, aunque minutos antes la había visto besar a Britos y meterse en su casa.

- Ah, ¿no?- Sonrió maliciosamente y abrió la cartera que llevaba a su lado, en el asiento del acompañante. Sacó las fotos que le había tomado a Isabel en medio de su inconsciencia. Una tenía a Isabel con la cabeza hundida en la entrepierna de Alejo, desnudos los dos, la otra la protagonizaba Mónica que le lamía los pechos glotonamente a su mujer que tenía la cabeza inclinada hacia un costado con los ojos cerrados, tal vez por el placer.

Sintió ganas de vomitar. Pero las pruebas estaban ahí. No, definitivamente, se parecía a “su” Isabel, pero no lo era. No podía ser esa puta la madre de sus hijos.

-¿Querés venir y lo hacemos entre los tres? O, ¿será que seguiste a tu santa mujercita y ella ya está en lo de ese potro salvaje? Dale, vení, no seas tímido a ella le va a gustar coger también con vos, o vernos hacerlo a nosotros como antes, como al principio, cuando te escapabas con la bicicleta hasta Vignale. ¿Ya te olvidaste cuando le mentías a esa estúpida y le decías que ibas a despejar la mente en la bici o a jugar al fútbol con gente a la que nunca conoció? Jajaja ¡Qué habías resultado todo un mentiroso pastorcito de morondanga! ¿También te cogías a las fieles desconsoladas y le dabas un poquito de consuelo?- Él la miraba avergonzado pero con cierta ira que le nacía de lo profundo de sus entrañas. Ya no lo excitaba esa mujer. Sentía que la odiaba con toda su alma.

- Dale, -le repitió muy sensual, vamos, vení conmigo, tengo un poquito de merca ¿No te acordás como te ponías cuando te aspirabas conmigo unas linitas? O subí al auto que está oscuro y me lo hacés acá, o ¿querés que te lo haga desde la ventanilla?, le manoteaba el cierre del pantalón, tal como lo había hecho Isabel la tarde anterior.

Se alejó despavorido del auto mientras las carcajadas de ella resonaban en el frío aire del atardecer.

Recién en ese momento comprendió lo bajo que había caído. Revivió cada una de sus mentiras dichas a Isabel, de sus ataques de ira cuando ella, mucho más perspicaz y lista que él descubría las fallas en sus relatos inventados.

Sintió una profunda vergüenza. De alguna manera él era responsable de Isabel, si algo la había llevado a ese desenfreno, ese algo había sido él, sus mentiras, sus ocultamientos, su falta de valorización a esa esposa que lo había apoyado aún en los momentos más difíciles de su propia historia. Siempre buena, siempre noble, siempre leal, ahora convertida en una de las putas de Britos.

Mientras que Eduardo y Mónica se encontraban en el camino, Isabel trataba de convencer a Alejo que le devolviese la cinta.

-¿Esa sola crees que tengo?- le preguntó sarcástico- Tontita... te filmé desde el primer día que te acostaste conmigo. Y en esas cintas aparece todo tu desarrollo erótico, podría decirse. Como te fuiste transformando de una monjita virgen e inexperta en esta puta grandiosa que sos. Pero, ¿Qué le pasaba al pelotudo de tu marido, no te lo sabía hacer? Con razón la Moni le pegó una patada en el culo y lo mandó a la mierda. Esa es otra hembra que necesita un verdadero macho cabrío al lado, o una yegua como vos que te luciste ayer, jajaja. Por ser tu debut,¡ te portaste como toda una profesional del sexo!

-No digas eso por favor, lo de ayer fue producto de alguna droga que me diste...- dijo ella compungida, al ver que el hombre con quien había engañado a su marido era tan rufián y perverso como el otro, tal vez en otro sentido, pero malvado al fin, mentiroso, cruel, con dos caras.

-Lo de ayer... y bueno... casi siempre viniste a buscar no sólo esto- y se tocaba el sexo- también te gustaban los polvitos mágicos que le ponía al cafecito, jajaja. Eso lo aprendí de unos brujos del norte. Se llama comevirgen, y te hizo un hermoso efecto aunque debo reconocer que más de una vez, sobre todo, las últimas veces que cogimos, no me hizo falta darte nada. ¡Qué hembra que sos, carajo! Yo te hice a mi gusto, por algo me dicen el hijo del Diablo, y se quedan cortos, ¡yo soy el mismo Satanás!- Largó una carcajada que la estremeció de pies a cabeza. No difería en nada del demonio mitad hombre, mitad animal de su sueño de la noche anterior.- Vení,- le dijo atrayéndola hacia su cuerpo fornido y musculoso, y comenzó a lamerla por el cuello, por el pecho, le levantaba el sweater, le tocaba obscenamente los pechos y la entrepierna. Ella se desprendió con fuerza- Basta!- le dijo. -¡Ya no quiero saber más nada con vos!-

-Claro- le dijo irónico- ¿probaste la torta y ahora te gusta más hacerlo con las nenas? Con razón disfrutabas tanto cuando la Mónica te la chupaba, jajaja

-¡Basta, basta, basta! ¡Debería matarte ahora mismo!- Y se le arrojó con ira sobre él, pero la fuerza del hombre la sometió de inmediato y desnudándola con violencia de la cintura para abajo le dijo:- Ahora vas a ver lo que te hace un verdadero macho, puta de mierda.

En ese momento el perro ladraba desesperado, y él prefirió asomarse a ver quién venía, momento que aprovechó Isabel para levantarse del suelo y escapar por la puerta de atrás.

Mónica bajaba del auto y él le abrió la puerta. Mejor que la maestrita se había ido, podría desquitarse a su gusto con la teñida, a la que la excitaban los golpes y las quemaduras de cigarrillo; aunque no era tan buena hembra como la otra, pensó.

Isabel corrió por el senderito secreto que conocía de memoria, por miedo de que alguien más viniese por el camino y la viera saliendo de lo de Britos. A unos cuantos metros de la casa paró a tomar aire. Aún no podía creer lo que le estaba pasando. Una sombra pasó muy cerca de ella, entre los espinillos. La sombra de un hombre creyó que era, iba rumbo a la casa de su ex amante. Le pareció que llevaba algo  en su mano derecha. Estaba oscuro, la luna aparecía de a ratos y alumbraba mezquinamente el sendero.

La visión de esa sombra la paralizó y a los pocos minutos escuchó varios disparos. No se quedó a verificar qué era lo que estaba pasando. Tuvo temor de que la sombra volviese y la encontrara como testigo allí y corrió con todas sus fuerzas hacia su casa.

CAPITULO 16

Cuando llegó, Eduardo no estaba. Dio gracias a Dios por que eso fuera así, no quería verlo. Se daba cuenta de la dimensión de su error y sentía asco de ella misma. No había podido recuperar las fotos. Ahora sabía que Alejo tenía otras filmaciones de sus encuentros sexuales, cada vez más apasionados, más lujuriosos, lascivos. Si al menos encontrase el arma, la usaría para ponerle final a su vida. Maldijo la hora en que aceptó el trabajo en la escuela, en que conoció a Britos y se dejó seducir por sus encantos. Maldijo haber nacido. Maldijo cada instante de su vida, menos el haber tenido a sus cuatro hijos. Si algo había sido bueno en su sórdida historia era el haberlos tenido, a pesar de los disgustos que a veces le daban, de algún mal rato, de alguna mala contestación, de algún desprecio.

Hizo la cena en silencio. Los chicos comieron y al rato llegaron Abril y su novio que venían a verlos atraídos por un extraño resplandor que provenía de la ladera del volcán. Una hora después, los bomberos de Vignale subían por el sendero rumbo a la casa de Britos. Pronto supieron que la misma ardía en llamaradas insaciables que la dotación pobre de recursos humanos y materiales no pudieron por más que quisieron, controlar. Después de más de veinte horas, la otrora lujosa casa del contrabandista quedaba reducida a cenizas, tal vez debido a la gran cantidad de alcohol y drogas que había en su depósito, debajo del piso de la sala. Para asombro de los curiosos y de los mismos bomberos juntos con el personal policial que acudió al ver el revuelo, dos cadáveres calcinados asomaban entre los escombros. A pesar de lo avanzado de su desintegración, los policías pudieron apreciar los huecos de bala que había en ambas cabezas. Eran el cadáver de un hombre y el de una mujer. Por el auto también calcinado que estaba afuera estacionado, dedujeron que era Mónica, la novia de Britos, y que el hombre era él. Ya lo decidiría el forense en Vignale, si lo encontraban sobrio para hacer su trabajo.

Eduardo había vuelto tarde a la noche, mucho después de que Abril y su novio habían venido de visita. Estaba sucio, mostraba raspaduras en las manos y en la cara, como si se hubiese caído sobre espinillos o alguna otra planta de esas características le hubiese raspado el alma.

Parco, como antes, no quiso comer, se bañó y se fue a dormir sin casi pronunciar palabra. Al día siguiente, no había en el poblado otro comentario que lo ocurrido en la casa de Britos e Isabel respiró con cierto alivio. Tal vez, sí, existía algún buen Dios que le había hecho el milagro de hacer desaparecer del mapa a esos dos malhechores que les habían arruinado la vida. Lo que no podía imaginarse era que Eduardo sabía todo, pero que no podía hablar porque decir algo le resultaría perjudicial para él también, porque tenía cola de paja.

Así que, ambos, como en un pacto de silencio, decidieron sin decirlo nunca tocar el tema de sus respectivos deslices amorosos.

Dos días después de la muerte de Britos, la policía buscaba el arma homicida y al homicida, ya que por los disparos en la cabeza habían deducido que se había tratado de algo intencional, y que habían usado el fuego para borrar toda huella del o de los asesinos. Pero no se preocuparon demasiado en resolver el caso y lo cerraron casi de inmediato. Alguien les había hecho el favor de llevarse al otro mundo al traficante y contrabandista que hasta con el comisario de Vignale tenía sucios negocios. De Mónica, bueno, sabían que era más puta que las gallinas y que había deshecho más de una familia y pusieron la mira en su ex marido un gangster prófugo de la justicia desde bastante tiempo atrás.

El tiempo de las lluvias daba inicio en ese sector de la cordillera y temían que el río Neuquén se desbocara como caballo salvaje provocando inundaciones en las poblaciones pobres que se erguían a su paso.

Eduardo no hablaba casi, Isabel no pretendía que lo hiciese. Siempre había sido un hombre de pocas palabras. Esa noche, ella volvió a sentir la puñalada en el vientre y cuando se levantó doblada del dolor percibió que algo cálido y pegajoso bajaba velozmente entre sus piernas. Encendió la luz y trató de erguirse para caminar hasta el baño. Como un baldazo de agua sucia, una enorme cantidad de sangre salió de sus entrañas y se estrelló en el piso de madera, provocándole un dolor intenso y tremendo. Dio un grito de espanto al ver la cantidad del vital fluido que como una hemorragia incesante salía de dentro de sí.

Eduardo se acercó enseguida, solícito. Se asustó también al ver el reguero de sangre y la llevó hasta el baño, aunque ella estaba en su solo quejido por el terrible dolor que se asemejaba al de las contracciones de parto en el tramo final.

Guido se levantó rápidamente y corrió a buscar a Dalmiro, el médico, quien en pocos minutos estaba allí, tratando de detenerle la hemorragia. Llovía torrencialmente y era imposible trasladarla hasta el hospital de Vignale debido al estado calamitoso de los caminos, además, Isabel había perdido una enorme cantidad de sangre y era muy peligroso sacarla en esas condiciones. Un rato después habían detenido la hemorragia, pero ella volaba por la fiebre y deliraba. Decía cosas incoherentes, pedía perdón, lloraba y repetía, “me muero”, “Tengo miedo, me muero”.

La medicación insuficiente que Dalmiro le daba no alcanzaba para mejorar a Isabel. Imposible ir hasta Vignale. La única solución podía tenerla la Machi Juana.

-¿La bruja?- preguntó sorprendido Eduardo.

-¿Y no fuiste a ella para darle semejante abortivo a la pobre de Isabel?- Dalmiro la quería como una hija. Y era consciente del sufrimiento de esa mujer cuando el esposo la había dejado abandonada en el olvido. Sí, el hijo era de otro, pero eso no le daba derecho a querer atentar contra su vida. Sí, el médico estaba enojado con Eduardo. Enojado y confundido.

-¿Abortivo? ¿Qué abortivo? ¿Va a decirme que Isabel estaba embarazada? ¡También ese dolor tengo que soportar! ¿No le bastó con ponerme los cuernos con ese hijo de puta que  también se embarazó la muy desgraciada?, sí, no me mire así. Mónica me mostró las fotos de ellas dos haciendo porquerías y de ella con Britos. Siento asco de solo recordarlas, no puedo quitarlas de la cabeza, y ¡me alegro tanto de que esos dos malditos se hayan muerto!

Dalmiro lo miraba sorprendido. Por primera vez ese hombre parco y medido en sus acciones y gestos, siempre controlado, había explotado de ira, de rabia de orgullo herido. Isabel se estaba muriendo, pero lo único que parecía importarle era lo que él, estaba pasando.

Dalmiro lo tomó del cuello con una fuerza inusitada para su edad y lo sacudió como para hacerlo volver a la realidad. La realidad de que él con sus depresiones y sus histerias, su falta de valor para enfrentar la vida, su narcisismo y su tremendo egoísmo habían desmoronado a su preciosa familia al punto de haber tocado el fondo de un abismo, el mismo vientre del volcán, ardiendo en sus voraces lavas hirvientes y destructoras.

Él que era o debió haber sido el sacerdote de la familia, la cabeza, la guía, el modelo a seguir, había dado el terrible ejemplo de vivir para sí, del egoísmo sin importar el sufrimiento ajeno, mientras diera algún rédito para su beneficio personal. Si había una víctima, era la familia en pleno, desde él, hasta Isabel, pasando por sus cuatro retoños.

Eduardo cayó sobre una silla con la cabeza entre las manos y rompió en un llanto profundo, desgarrador, intenso. Tal vez había comprendido todo. ¡Quién lo sabría en verdad si él no lo expresaba!

Isabel se moría, tal vez era lo mejor, pensó Dalmiro para sus adentros. Acabaría el dolor y el sufrimiento de esa pobre mujer confundida, otrora un ángel que había dado luz a ese pueblo tenebroso. En esos instantes, un ángel caído en busca de redención.

“La sangre de Cristo me limpia de todo pecado”, repetía susurrando Isabel en su delirio.

-¿Vas a ir o no a lo de la Machi Juana? Yo tengo que vigilar el suero que le puse- dijo al fin Dalmiro.- Si no fuiste vos, ha sido la misma Isabel la que se tomó el abortivo, pero se le fue la mano, o no, tal vez quiso morir con sus vergüenzas, sus miserias más secretas.

-Voy, ¿pero qué le digo?

-.Que  Isabel tiene una hemorragia, ella va a saber que darte.

Eduardo se calzó un impermeable de lona y corrió bajo el diluvio hacia la cueva de la Machi. La lluvia se le mezclaba con las lágrimas de ira, de impotencia, de rabia y por qué no de arrepentimiento, aunque él fuera de los que se jactaba al decir: “Yo no me arrepiento nunca de nada”.

Llegó a la cueva de la bruja, que parecía estar en trance, pero enseguida le clavó los blancos ojos y lo reconoció sin verlo. Ella ya sabía lo que iba a acontecer esa noche y también sabía que él iría a pedirle ayuda.

-Viniste porque algo la querés, ¿verdad? -le dijo sentenciosa. El fuego serpenteaba y hacía arabescos lúgubres en las paredes del lugar.

-Si no la quisieras, la habrías dejado morir. Ella vive aún porque no quiere dejarlos, ni a vos que fuiste su primer y único hombre, ni a sus cachorros. Pero no le queda mucho. Se te va a morir en menos de lo que canta un gallo...

-¡No! ¡Cállese bruja! Qué sabe usted de nosotros, de Isabel, de mí- lloraba desesperado- Dalmiro dijo que sólo usted podía ayudarla; deme el remedio para ponerla bien, porque si ella muere ¡Qué voy a hacer entonces!

-Lo escrito, escrito está. Tomá este yuyo y hervilo en agua durante un minuto. Que el Dalmiro le de con una cucharita o se lo pase por el suero, ¡que se yo! El sabrá como dárselo.

Eduardo estaba por salir cuando ella le dijo:- Él la drogaba para que estuviese con él, le hizo un gualicho poderoso desde el día que la vio por primera vez en el pueblo. Vio su ángel y le gustó. Quiso poseerla, un alma noble donde engendrar un hijo.- Y pensó para sus adentros, “igual que el padre hizo conmigo”- No la culpes a ella, estaba sola y confundida. Ahora andate antes de que sea tarde.

Salió bajo el vendaval que rompía sus gotas gordas contra la calleja de piedra y barro, formando riachos que corrían alocados hacia abajo, hacia el pueblo de Vignale.

Con el miedo al Neuquén y un desborde que trajese inundación y muerte, la gente se preparaba para enfrentar la creciente.

Eduardo llegó en el momento más crítico de Isabel. Dalmiro le daba la medicación que tenía en el consultorio, pero era conciente de que más allá de la hemorragia, la pobre maestra era pasto tierno de un maleficio tremendo hecho y conjurado por el mismo Lucifer.

Hirvieron el yuyo y se lo dieron a beber con una cuchara pequeña. La hemorragia había cedido considerablemente pero se haría necesaria una transfusión para reponer lo que había perdido.

Isabel casi no tragaba. No cabían dudas. Se estaba muriendo, lentamente, irremediablemente.

Nico y Guido se habían encerrado en su cuarto. Guido culpaba al padre por toda la catastrófica vida que venían llevando en los últimos tiempos. Nico sabía de su desliz con Britos y se alegró el día que supo que había muerto. Pequeños corazones que de infantes cantaban alegres canciones para Dios y rezaban cada noche por una nueva bicicleta o un televisor nuevo, ahora estaban llenos de odio, de resentimiento y de rencor sordo y mudo, porque no les permitía expresar tanto dolor. Al menos sus hermanas se habían ido lejos de tanta miseria, a pesar de que no habían salido de blanco de la puerta de su casa, como sabían muy bien había sido siempre el sueño de su madre, al menos eran felices con sus respectivas parejas. Pero ellos, ellos habían quedado solos en medio de la nada de ese pueblucho inmundo lleno de espíritus e historias incontables, de muertes y de engaños. Nicolás quiso por un instante que su madre se muriese aquella noche de espanto y de dolor. Se sentía traicionado por esa mujer que él adoraba, como si la infidelidad más que a su padre hubiese sido hecha a su persona. Tampoco perdonaba al padre, ya que sabía que ocultaba un amorío, pero al fin y al cabo era hombre y a los hombres se les puede perdonar una traición, se decía para sí mismo.

De pronto Guido comenzó a rezar por lo bajo, y el lo miró con rabia

-¿Qué hacés? – le dijo lleno de ira

-Rezo- dijo el pibe- ¿No te das cuenta de que mamá se muere? Don Dalmiro dijo que sólo la podía salvar un milagro y ella nos enseñó que el único que hace los milagros es Dios, entonces rezo.

-¡Pelotudo! Dios no existe. Si existiese ¿nos habría mandado a este pozo de mierda? ¿Nos hubiera pasado toda la porquería de vida que nos pasó? Seguro que no. O no te acordás como vivíamos en BsAs. Nuestra casa, las cosas, la gente que iba y venía, lo felices que éramos... -y rompió en un llanto estremecedor por lo sentido y angustioso.

Mientras tanto, Guido convencido de que rezar era lo mejor que podía hacer en esos momentos, elevaba una inocente y esperanzada plegaria a Dios.

CAPITULO 17

Pasó la tormenta. El sol intentaba abrirse paso por entre los rebeldes nubarrones que no pensaban desistir de su idea de mandar agua y granizo a la región. Como si el torrente de la lluvia hubiese sido enviado para borrar toda huella del pasado, para limpiar las almas torturadas por la culpa, el río se llevó hacia su desembocadura la mugre de las calles y las del corazón de varios también.

Eduardo no durmió en toda la noche. Aunque había estado enemistado con Dios por mucho tiempo, frente a la inminente muerte de su esposa, no pudo menos que elevar una breve oración con el pensamiento. Tenía la enorme necesidad de pedir perdón, pero su orgullo era demasiado grande todavía, demasiado fuerte, demasiado implacable, para ello.

Isabel respiraba con dificultad, le quedaba una pérdida pequeña de sangre y Dalmiro, una vez que había parado la lluvia, había ido hasta su casa a intentar llamar por la radio a la ambulancia del hospital, pero sin suerte. Cardozo pasó con su viejo auto por la calle, se veía que había pasado la noche con la novia, Fanny, la prostituta del boliche del chileno.

Isabel abrió los ojos, tenía el pulso débil, pero igual quiso hablar con Eduardo. No quería irse sin pedir perdón. Porque así era ella. Blanca y transparente, a pesar de que la vida la había endurecido, llenado de pecados encubiertos y ocultos. Aunque tal vez, siempre habían estado ahí, y había hecho falta ese terrible cimbronazo para que salieran a la luz y así poder desterrarlos del alma para siempre. Es que Dios parecía ser un Alguien verdaderamente imprevisible y quizá en su afán de perfeccionar a los de buena madera los pulía y los pulía hasta poder verse reflejado en ellos, como buen carpintero, que fue, según dicen, su hijo.

No quería morirse con escondrijos en el alma. Con rencores, con resentimiento. Quería estar en paz con su marido, con los chicos, con su único y amado Salvador.

Eduardo no la dejó terminar de explicar su conducta, sabía que él no podría callar su parte. Pero no quería hablar. Creía que manteniendo su caída oculta haría de cuenta de que nunca había ocurrido. Era su manera de ver las cosas, negar, para creer que nunca pasó.

Pero Isabel estaba empecinada a no morirse sin pedir perdón y perdonarlo. No quería asuntos sin resolver en el más allá.

La debilidad fue más fuerte que su deseo de enmendarse y se quedó dormida. Cuando Dalmiro llegó de la casa, en donde había intentado en vano comunicarse con el hospital, descubrió que le había bajado la fiebre, aunque seguía durmiendo y aún estaba débil por la pérdida de sangre de la noche anterior.

Pasó en esas condiciones todo el día, y cerca del atardecer, abrió los ojos, esos bellos ojos que lo habían cautivado veintitantos años atrás y le dedicó una sonrisa desteñida de labios pálidos y resecos.

Poco a poco se fue reponiendo y no hizo falta hacerle nada más en su cuerpo después que pudieron llevarla al hospital de Vignale en donde le hicieron una ecografía para ver si quedaba algo del embrión y hubiese que hacerle un raspado.

Eduardo se quedó en la casona con los chicos, y a Isabel la acompañó Dalmiro en la ambulancia que en ningún momento dejó de tomarle y acariciarle las manos.

- Zafaste negrita- le dijo con ternura- Ya pensaba que no te iba a volver a ver... Gracias a Dios volviste y creo que ahora sí, te vas a quedar...

No entendió lo que el anciano le quería decir. Después con el correr de los días, se dio cuenta que había vuelto a  ser la Isabel de antes, pero más sincera, más feliz, más honesta.

La casa volvió a funcionar como siempre, como siempre que habían estado bien. Las chicas volvieron apenas se enteraron de lo ocurrido con su madre y se quedaron un tiempo para hacerle compañía y ayudarla en sus quehaceres. Octavio estaba haciendo un relevamiento de campo o algo así, respecto a la vegetación y la fauna de la zona que había casi desaparecido por  la contaminación de las aguas del río, producto de la empresa minera que había desviado el cause del río y arrojaba, aunque lo negaba ardientemente, deshechos tóxicos a las aguas que regaban el valle  a los pies del Domuyo.

Había arsénico en las aguas o cianuro, en fin, algo de eso había. Venenos que no sólo contaminaban el agua, sino la tierra que besaba el agua. Mataba a los bichos y deforestaba el ambiente. Veneno había en el corazón de los dueños de la minas de oro que no les interesaba que el agua era lo más importante de la Tierra, más que el oro, el petróleo o el dinero, porque al fin y al cabo, no puedes beberte tu dinero.

Isabel habló de mujer a mujer con sus hijas y le contó lo de Britos, ellas le dijeron lo que sabían del padre, cuando entendieron que Isabel no ignoraba nada de lo ocurrido con la desaparecida Mónica.

En la escuela desde Cardozo hasta los chicos se preocuparon por ella y la visitaban a diario, hasta la cocinera cocinaba para la escuela y siempre algo le alcanzaba para que no se esforzase en cocinar. Pero Isabelita ya andaba mejor, se había repuesto aunque había quedado todavía un poco débil.

Una tarde, mientras limpiaba el galpón de las herramientas encontró muy bien escondido, el revólver que ella iba a usar para matar a Britos y la ex amante de su marido. Un extraño pensamiento le invadió el corazón: ¿Y si Eduardo hubiese sido esa sombra que vio pasar entre los espinos  aquella noche en que murieron sus dos mayores enemigos? Recordó que había vuelto tarde, rasguñado y sucio. Sí, casi estaba segura. Pero no dijo nada, ni siquiera lo mencionó y no cambió de lugar el revólver, para que nadie sospechase.

Las cosas con Eduardo no estaban bien, pero tampoco mal. El trataba de acercarse a duras penas a Isabel, pero ambos eran orgullosos y preferían fingir que las cosas estaban andando aunque en la habitación matrimonial las cosas directamente no andaban de ninguna manera. Ella había vuelto al dormitorio cuando las chicas volvieron a Sendero y porque no quería morirse sola como un perro y estaba dispuesta a perdonar si había alguien que pidiera sincero perdón.

Pero ese era otro milagro que no se sabía si el Supremo estaba dispuesto a hacer porque según decían no se metía con el libre albedrío de los hombres.

El novio de Camila le había conseguido un trabajo a Eduardo en Vignale al que tenía que ir tres veces por semana. Por lo menos eso lo mantenía ocupado, ya que la tormenta de aquella noche terrible había arrasado con el humilde vivero.

Isabel  se preparaba para tomarles exámenes a los chicos ya que no habían conseguido maestra suplente en ninguno de los dos cargos. Pero no le incomodaba preparar las cosas porque eso la mantenía ocupada y no pensaba en cosas tristes.

Una mañana le llegó a Cardozo una carta de la fundación en donde le hacían saber que finalizado el ciclo lectivo, cerrarían las puertas del colegio para siempre. Fue un duro golpe para Isabel saber que una vez más se quedaría sin empleo. También darse cuenta de que ya nada la ataría a Sendero de los Justos, aunque había llegado con el correr del tiempo a encariñarse con los pobladores.

Al medio día salió a contarle a su amigo el viejo médico las malas noticias de la escuela. Lo encontró atendiendo a Rómula, que tenía los ojos llorosos y salía con un sobre en la mano.

Dalmiro la recibió con el cariño de siempre y se puso triste al escuchar lo que Isabel tenía para decirle. Fue entonces como para querer cambiar de tema la maestra le preguntó al médico qué le pasaba a Jacinta, si es que le podía contar. Y sí, en el pueblo ya no había secretos.- Tiene cáncer- le dijo con voz grave- de próstata, continuó, cerrando la frase.

- Pero... - dijo Isabel- ¿Cómo de próstata si es mujer?

-Por eso, porque Jacinta es en realidad Jacinto Huéspedes- y ya que su amiga se iría del poblado para siempre, no quiso llevarse el secreto de las supuestas hermanitas Valletrero.

- Se mudaron a Sendero en los ochenta, y a pesar del “destape” que trajo la democracia, no estaba bien visto que dos hombres se amaran y quisieran vestirse de mujeres. Menos si uno de ellos era el cura del pueblo. Sí, Rómula es en realidad Rómulo y se enamoró perdidamente de su organista Jacinto. Córdoba era muy remilgada y puritana para esas cosas y debieron huir el día que los encontraron teniendo sexo en la sacristía- el viejo médico sonrió pícaramente. - Ahora es tan común, ¿verdad?- Ella se puso incómoda, recordaba su experiencia sexual con la finada Mónica, intentó disimularlo.- Pero acordate de esos años... Salíamos de la represión, de la mojigatería de la religión y las supuestas buenas costumbres que nos imponían los mismos que torturaban y asesinaban personas arrojándolas vivas al río desde los aviones, o que le metían ratas vivas por la vagina de las mujeres para torturarlas... En fin. Gracias a la vida, esos años negros se fueron. - Dijo a modo de cierre.

Isabel salió rumbo a la escuela y el viejo médico pensó en voz alta: Te han perdonado, y salís del Purgatorio. Ojalá encuentres  tu propio Paraíso.

Era uno de esos días en que Eduardo estaba trabajando en Vignale y siempre llegaba alrededor de las 7 de la tarde. Ese día la llamó al colegio para avisarle que se quedaría un rato más, y a ella se le vinieron pensamientos oscuros nuevamente, pero no le dijo nada. Ambos habían hecho un pacto de silencio. Le contó lo de la escuela, así que ambos se pusieron de acuerdo en buscar algo en la ciudad, para ella un trabajo y una casa para la familia. La reconfortó de alguna manera cuando él le dijo que ya no quería tenerlos lejos de sí nunca más.

El resto de la tarde se desarrolló con normalidad. A la noche, Eduardo regresaba cansado del trabajo, comía unos bocados y se acostaba casi sin hablar de lo sucedido en el día. Después de todo habían hablado algo por teléfono.

Al día siguiente, el hombre fue a hacer unos trabajos al galpón, y buscando unas herramientas que creía perdidas, encontró el revólver. Un pensamiento negro le cruzó por la mente. “¿Y si hubiese sido Isabel la que hubiera asesinado a Mónica y a Britos y después incendiado la casa? Quizá por celos, quizá...fuera uno a saber por qué. La policía aún buscaba el arma homicida y tuvo miedo que alguien le chimentara a los milicos del amorío de Isabel con Britos o del suyo con Mónica y de golpe y porrazo se transformasen en los principales sospechosos. Limpió el arma lo mejor que pudo tomándola con guantes y borrando toda huella posible, la envolvió en una bolsa de nylon y sacó la bicicleta del galpón y pedaleó raudo hacia las aguas del caudaloso río. Isabel había salido a caminar ese mediodía y sin querer había llegado a las márgenes del Río, ella también, de lejos divisó a su marido y se acercó a saludarlo pero a pocos metros de él, que no la había visto, vio como arrojaba un paquete pequeño a lo profundo de las aguas. Un paquete pequeño, pensó.

¿Qué podría estar arrojando al río con tanta cautela? Y allí se dio cuenta. Estaba deshaciéndose del arma que había asesinado a Britos y a su amante. No iba a callar nunca más y se acercó decidida a él.

-¿Qué estabas haciendo Eduardo?

El hombre se puso pálido al verla. Sabría que la había descubierto. Pero no iba a decir nada, para protegerla.

-Nada, simplemente vine a ver el río- le mentía, como antes, como siempre.

-¿Por qué me mentís así en la cara? Acabo de verte arrojar algo al río. ¿No sería tal vez el arma con la que mataste a Alejo y a tu amante?

-¿Que yo maté a quién? Ah, ¡bueno! Entonces, ¿también creés que soy un asesino, verdad? Entre tantas cosas que soy para vos soy un asesino... ¡Y  yo que pensé que a TU amante o debo decir a TUS amantes los habías matado vos! Porque dejame decirte que se te veía muy contenta en las fotos cogiendo con los dos- Por fin se rompía el estúpido pacto de silencio y se sacaba la mierda afuera del corazón. Por primera vez desde que les había pasado aquello, él no había dicho ni media palabra.- Estoy tirando el revolver al río para protegerte, pero veo que preferís culparme antes de reconocer lo que hiciste para tapar tus errores. Nunca te alcanza lo que hago por vos, jamás te voy a satisfacer, siempre va a ser poco aunque ponga el pecho a una bala dirigida a vos, te va a parecer poco. – Y se subió a la bicicleta dispuesto a irse. Ella lo retuvo y mirándolo a los claros ojos le dijo: - Yo no fui.- y dando media vuelta, volvió por el camino por donde había venido. Llegó llorando a la escuela. Ese pasado vergonzoso volvía a presentársele cruel y diabólico como si el espíritu de ese hombre lujurioso que la había hecho cautiva de sus caprichos volviera a  aprisionarla de nuevo.

Su marido había creído que ella era una asesina. Bueno, al fin y al cabo ella también lo había creído de él. Había sido como si todo lo malo pudiera llevarlo a cabo Eduardo y no ella. Él no tenía derecho a enjuiciarla, pero ella tampoco podía arrojarle la primera piedra. Los dos habían caído bajo. Estaban a mano.

CAPITULO 18

Toda relación  se basa en la confianza. Entre Eduardo Robles e Isabel, ese ingrediente se había perdido hacía mucho, pero mucho tiempo.

Cardozo lo sabía, hacía ya unos tres o cuatro años que Isabel estaba junto a su familia en el pueblito. Habían llegado a tener una cierta relación amistosa.

-Cuando la escuela se cierre- dijo el director- nos van a pagar una indemnización, como está convenido en estos casos. También me hablaron de una posibilidad de dirigir otra escuela en Río Gallegos, pero no sé...Toda mi vida, tal y como la conozco desde que me fui de Buenos Aires la he pasado en este agujero cordillerano- sonrió con cierta tristeza mezclada con nostalgia de un pasado que de vez en cuando volvía a su memoria. Continuó:- ¿A vos no te interesaría irte a Río Gallegos?, el sueldo es muy bueno, te dan casa y creo que hasta movilidad. Por ahí, es una buena ocasión para cortar con las cosas que te atan acá, y que no te dejan seguir adelante.

Isabel lo miró a los ojos. Ese hombre que había sido su superior, jugador compulsivo y novio de la puta Fanny, había leído el interior de su alma y descubierto el anhelo profundo de comenzar una vida nueva lejos. Lejos de Eduardo, especialmente.

- Eduardo tiene un buen trabajo en Vignale. No sería justo pedirle que me acompañe a Río Gallegos.

- Que yo recuerde- dijo Cardozo- él no te pidió que lo acompañaras a Viedma.- fue sentencioso en su afirmación.- ¿ Por qué habrías de pedirle vos a él que te siga? No te parece Isabel que es un buen momento de que cortes con ese pasado tortuoso y emprendas el camino del futuro que tenés por delante? – Isabel esquivaba la mirada- Vos ya no lo querés...- No, ella estaba confundida. Era el padre de sus hijos, su primer hombre. Pero Cardozo tenía razón, tal vez no amaba a Eduardo, ella sentía en lo profundo de su ser que el amor era otra cosa.- Tomate un tiempo ahora vos alejándote de él.

- No puedo alejar a los hijos del padre, sería cruel.

- Isabel, los pibes ya son grandes, dejalos que elijan con quien quieren estar, pueden tener una custodia compartida, ¡qué se yo! Dejate de joder vos sos una mujer joven, linda en todo sentido y te lo digo con todo respeto, ya me conocés. ¿No merecés acaso con todo lo que pasaste una segunda oportunidad? Al lado de Eduardo vas a envejecer, a vegetar, y vos sos demasiada mujer para él, perdoname que te diga.

Acto seguido, buscó en el cajón de su escritorio unos papeles y se los dio a la profesora. Era el contrato para la dirección de la escuela en Río Gallegos, otro centro educativo de la Fundación a la que pertenecían.

Faltaba poco para el fin de año. Se acercaba la Navidad y esa era una festividad que por mucho que el cura se esmerase en promocionar, no tenía más público que las “hermanas Vallestrase”,  la mujer de don Olegario y algún que otro feligrés que se descolgaba por puro aburrimiento, nomás.

Nunca habíamos festejado la Noche buena y la Natividad del Señor era una fiesta que tratábamos de evitar porque quien más, quien menos, tenía algo que  lo entristecía y le llevaba a recordar otras épocas, otras vidas.

Después que salieron de la escuela, Isabel se puso a preparar algo rico porque venían las chicas con sus novios a cenar. Al menos habría bulla otra vez en la casa, Camila y Abril eran dos cascabeles enamorados y los pibes, las hacían renegar como buenos hermanos adolescentes que eran.

Octavio trajo la noticia en medio de la cena, de que la policía había determinado que el arma asesina de Mónica y de Britos había sido una escopeta de caño recortado, y la andaban buscando por la zona, aunque estaban convencidos de esas muertes habían sido producto de un ajuste de cuentas al estilo mafioso.

Eduardo no hizo comentarios, nunca los hacía. Era un buen momento para pedir perdón, pero no, era demasiado orgulloso.

Isabel sintió un nudo en la garganta. Había creído que su marido había matado a la pareja por celos. Celos por Mónica que había sido su amante. Nunca se le había cruzado por la cabeza, que los celos hubiesen sido por ella. ¡Qué va! Podía pasearse desnuda a caballo como Lady Godiva, que  a él no le importaría. Nunca le había hecho una escena, ni siquiera una insinuación de temer perderla. Estaba segura que seguían juntos por razones económicas y por los chicos. No, por más que él se lo dijese de vez en cuando, ella estaba convencida que en medio de tanto escondrijo y mentiras, sus “te amos “eran tan falsos como las mentiras en la que lo había descubierto muchas veces.

¿Cómo creerle a alguien que oculta y miente tan descaradamente en cosas absurdas, que no tienen por qué formar  parte de una telaraña de mentiras?

De todas maneras, Eduardo era inocente, o al menos, no los había matado con el revólver calibre 22 del antiguo residente de la casa.

Pero el daño ya estaba hecho. El hecho de que tras veintitantos años de convivencia ambos se creyeran asesinos era suficiente para corroborar que no se conocían, que nunca habían sido “uno”.

Tal vez la causa que hizo que Isabel decidiera contestar afirmativamente al pedido de directora, fue esa, descubrir que no había nada entre ellos, no había confianza, no había habido respeto, no había habido, en definitiva, amor. Sólo costumbre y rutina, comodidad, indiferencia.

Los chicos de la escuela decidieron hacerle una despedida a su maestra querida y pensaron que darle una sorpresa la tarde de Noche buena, sería lo justo. Los  nueve o diez pibes que habían sido sus alumnos se descolgaron por lo de los Robles con turrones, pan dulce gaseosas y sidra, para saludar a quien tanto habían querido. Dalmiro estaba en la casa en ese momento, tomando un vinito patero que le habían regalado a Eduardo, y junto con los chicos, apareció Vicente del brazo de la Fanny, que según nos contaron, había decidido cambiar de vida y dejar el prostíbulo .Segura de que su novio se gastaría toda la indemnización en lo del  chileno, lo había convencido para mudarse lejos de Sendero, a la provincia de San Luis, en donde tenía familia. Cardozo también dejaba el Purgatorio. El amor o lo que fuera que lo unía a esa mujer lo había redimido. ¡Desafortunado en el juego, afortunado en el amor! ¡Que tanto!

Sin proponérnoslo estábamos festejando la Noche Buena, bajo una parra rebelde que había decidido no morir nunca aunque sus uvas eran medio agrias todavía. Uno de lo pibes sacó unas fotos de aquel memorable festejo con una vieja Polaroid que había sido de su padre y repartió copias entre los presentes, a manera de recuerdo.

Esa fue la única fiesta de Navidad que tuvimos en Sendero de los Justos y debo reconocer que fue traída de la mano de ese Ángel, de ese ser de Luz que era la Isabelita de Robles. A pesar de las pruebas y de la mugre que brotó de su vida, había quedado brillante como oro refinado en siete hornos, y había salido victoriosa.

Una semana después, Octavio trajo el comentario de que el volcán había entrado en actividad después de muchísimo tiempo de haber estado dormido.  Casi como para confirmar sus afirmaciones, el Domuyo comenzó  a disparar nubes de ceniza gris que caía sobre el pueblo como una nieve sucia y nos obligaba a andar con barbijo. La ceniza tapó las calles, los canteros de quienes tenían alguna flor, ensució las aguas del río que empezó a tener un cierto hedor que alejaba a los pescadores.

La Machi Juana bajó al pueblo y parándose en medio de la improvisada plazoleta, frente al almacén de don Olegario, empezó a gritar blandiendo el bastón que el espíritu del Volcán estaba enojado y pedía justicia.

- ¡Arrepiéntanse! - gritaba cual predicador evangélico- El volcán quiere ajusticiar a los malvados, el diablo aún no ha muerto, no se crean que ya pasó  el peligro, el Mandinga anda suelto buscando a quien devorar como gato montés hambriento!- La gente la observaba con cierta curiosidad, pero no era la primera vez que bajaba en pedo  de la cueva y se ponía a gritar incoherencias.  

CAPITULO 19

Eduardo había  hecho planes para trasladar a su familia a Vignale, ya había visto una casita que tenía casi apalabrada. La mudanza sería cuestión de unas semanas. Para enero del año entrante, estarían en su nuevo hogar. Pero la vida, el destino, o qué sabé qué cosas superior, se había empecinado en  arruinar los planes de una nueva vida para los Robles. El volcán además de ceniza estaba preparando un fuerte vómito de fuego y lava, y no sólo Sendero de los Justos sería el principal afectado, sino, que según estudios que habían realizado los geólogos la lava y el desastre llegarían hasta la misma Coronel Vignale. Por ende, los planes de mudanzas quedarían postergados para quién sabe dónde.

La gente de Defensa Civil  de la Municipalidad de Vignale llegó una mañana al pueblo para avisarle a la gente de allí que debía prepara sus cosas y emprender una rápida retirada, por el volcán estallaría en cuestión de días y no había tiempo que perder. Los que no tuviesen medios de locomoción serían trasladados hasta Choele- Choel en camiones de la Gendarmería Nacional que el gobierno había dispuesto para la evacuación, pero para ellos, nada más que un bolso con documentos y ropa, porque no había lugar para posesiones materiales o recuerdos.

Cada uno se aprontó lo mejor que pudo, de acuerdo a sus posibilidades. Cardozo se fue con la Fanny apenas se enteraron llevándose unas pocas pertenencias a San Luis; Jacinta había empeorado en esos días y era inadecuado movilizarla, además estaba el hecho de que Rómula, como siempre había querido que lo llamasen, no deseaba abandonar a su compañero de toda la vida y no le importaba morir bajo el escupitajo de fuego del Volcán, el que consideraba su forma de redimir su pecado.

El tiempo apremiaba, el volcán rugía con quejidos sordos  que parecían atragantarse en sus propios retumbos, como un tambor mapuche, o el grito ahogado de la tierra que se resistía a morir a manos de una sola de sus especies.

Los Robles prepararon lo que pudieron, algunas cosas las llevaría el médico en su vieja Dodge; pero una vez más “Alguien “metía un palo en la rueda” porque la camioneta dijo basta y no hubo Dios que la hiciese arrancar. No había tiempo de llevarla a algún mecánico, se había fundido y ya no tenía arreglo.

Así que para Dalmiro Basterrica  quedaba una única posibilidad de huir: los camiones de la gendarmería.

Prepararon lo que pudieron llevar en un bolso cada uno de los chicos, Nico y Guido, Isabel juntó documentos y otras pocas cosas, algunos ahorros, no demasiado. La indemnización la cobraría más adelante, según le habían informado, en un depósito que la Fundación le haría un banco de su Sistema.

La montaña estaba nerviosa, la cordillera del Viento despedía olores nauseabundos producto del azufre de las entrañas del volcán. Guido quiso comprobar si lo que había visto en una película una vez era cierto, y el agua del río se calentaba y se transformaba en ácido, y sin que sus padres lo supiesen en medio del desparramo de la evacuación se echó a correr hacia el Neuquén.

-¿Dónde está Guido? – preguntó Isabel a punto de partir en un camión de la gendarmería. A lo que Eduardo contestó:- Creo que salió con Octavio, hace un rato.

-¿Crees o estás seguro?- lo increpó Isabel que cuidaba con uñas y dientes a sus cachorros, sobre todo ante un inminente peligro.

- No sé, bueno, lo vi con Octavio debe de estar con él, vamos que es tarde, seguro que se fue en otro camión.

- ¿Sin avisarnos? No, no lo creo, Guido no hace esas cosas...

- Bueno, que se yo, esto es un pandemónium y capaz que me dijo y yo no lo escuché, no le presté atención- “Como siempre” pensó Isabel, pero no era momento de discutir con el hombre.

- Andate vos en ese camión, yo salgo en el próximo, nos encontramos en Choele Choel.

- ¿Estás segura? Dejate de embromar, debe estar con Octavio.

- No me interesa llegar cinco minutos después pero con la seguridad de que no le pasa nada.

- Hacé lo que quieras- le dijo Eduardo que tenía demasiado apuro por huir. Nico se bajó del camión y se quedó con la madre.

- Yo te acompaño, Ma.- le dijo a Isabel.

- ¿Vos también?,- dijo Eduardo a su hijo mayor.-  ¡Ma, sí! Hagan lo que quieran.

Y se fue con el camión del Gobierno, cuesta abajo hacia la ciudad en la que habrían de refugiarlos del enojo del volcán.

Isabel salió con Nico rumbo al río, pero para cubrir más espacio Nico salió por el sur del pueblo e Isabel tomó por el senderito secreto que llevaba a la casa de Britos. Detrás, pasaba un brazo importante del río. Llegó al lugar en donde había  tenido sexo desenfrenado y lujurioso con el mestizo contrabandista. Todo eran escombros y basura. Igual que lo eran  esos sucios recuerdos dentro de su alma.  De pronto vio un vehículo estacionado cerca de lo que había sido una huerta y vio a un hombre musculoso y moreno cavando un pozo con una pala. Se le heló la sangre. Creyó estar viendo a un fantasma, no, no podía ser él, no, ¡era imposible! ¡Britos había muerto esa noche terrible!. Sin embargo, el contrabandista estaba ahí, vivito y cavando un pozo del que extraía un pequeño cofre de metal envuelto en una bolsa negra de plástico. Se dio vuelta sobre sí mismo y sacando un arma de su costado la encañonó al presentirse observado

-¡Maestrita!- dijo sonriendo- Sos la última persona que pensaba ver por estos pagos, pero ya que estás acá, bienvenida. ¡Qué lástima que no tengo comevirgen a mano, sino, ¡Cómo nos divertiríamos!

Isabel estaba petrificada, no podía creer lo que veía. Entonces ¿quién era el otro hombre que encontraron muerto y calcinado junto al cuerpo de la farmacéutica? Él hijo del Diablo, no por nada tenía ese apodo, pareció leer  el pensamiento femenino.

¿Quién era el otro pelotudo al que maté? Un cómplice de la Mónica, otro macho que tenía esa yegua. ¡La muy puta! Decí que cogía lindo, pero no tan lindo como vos, le decía rumoroso, acercándosele sensual, con sus músculos transpirados por el esfuerzo de cavar unos minutos antes. Hasta su olor a transpiración era sensual y percibía que lograba marearla  y retrotraerla a otros tiempos, como si en cada palabra estuviese hipnotizándola. Pero el recuerdo de la vez que estuvo al borde de la muerte al abortar accidentalmente a un hijo suyo, la hizo reaccionar y más que deseo sintió asco por el hombre que la había drogado para poseerla una y otra vez.

-Venite conmigo linda, - le enseñaba unos pasaportes falsos y dinero, mucho dinero. - Después de estar conmigo ninguna puede tener otro hombre, ninguno puede satisfacerla como lo hice yo- Mirá la Moni, se trajo a otro Macho para que me liquidara y quedarse con el territorio que es mío por derecho. ¡Pobres pelotudos! Se la comieron lindo los dos. Un tiro en la panza y otro en la cabeza de cada uno para que no anduviesen jodiendo, y después mucha nafta y kerosén para que no quedara ninguna huella. No me vas a decir que no soy un genio.- Se acercaba cada vez más, pretendía abrazarla, besarla, como antes, como cuando era su cautiva. Casi lo logra, aunque ella intentaba zafarse de los brazos fuertes- venite conmigo, te hago mi hembra, no sabés como te extrañé, como me preocupé cuando supe que perdiste un hijo mío...- le acercaba su boca lujuriosa con que la había besado tanto...tanto.

-¡No!,- gritó sacándose al hombre de encima, pero esta vez él estaba demasiado caliente, más caliente que las piedras del volcán  e intentó someterla  a sus deseos, a sus instintos animales, a sus pasiones. La arrojó al piso y le levantó la remera para tocarle los turgentes pechos que no había podido olvidar, se desprendió la bragueta  e hizo lo mismo con la de ella, para bajarle el pantalón , mientras con una mano hacía esto con la otra la sujetaba e intentaba sofocar sus gritos con su boca y con su lengua. Ella pataleaba intentando sacárselo de encima cuando de repente el hombre se quedó quieto y un hilo de sangre comenzó a correrle por la comisura del labio. Sus ojos se pusieron vidriosos y cayó muerto sobre su cuerpo tembloroso. Cuando se lo quitó de encima, la Machi Juana tenía en su mano derecha un puñal del que chorreaba sangre. La sangre de Britos, su hijo.

-Yo le di la vida a esa fiera, y yo soy la única que tiene derecho a quitársela. Andate, nunca viste nada. No se puede matar dos veces al mismo hombre, además el volcán va limpiar toda la mugre que hizo en vida este desgraciado. Tomá, llevate la plata- Y le extendió el cofre.

-No puedo aceptar eso. Es dinero sucio. No Machi Juana- Todavía temblaba.

La bruja lo arrojó al suelo y se sentó al lado de su hijo al que tomó en sus brazos y comenzó a mecerlo como a un niño, mientras se empapaba con la sangre que era un poco suya también.

- Anda pa’ bajo , tus hijos están bien, esperándote con el dotor. Dejame con mis fantasmas, total, yo ya estoy muerta. Morí el mismo día en que concebí a este hijo guacho, mitad indio mitad gringo. Morí para mi tribu, morí para el que me lo había metido en el vientre, a la fuerza con la comevirgen como te lo metió a vos, Isabelita. Pero yo te lo saqué aquella mañana fría en que me invitaste a tomar unos amargos. Al día siguiente que quisiste endilgarle el crío a tu marido. Te lo saqué por que era otro Diablo esa semilla del Alejo, y porque tu marido puede ser muy zaino, pero no es tan malo como para que le hicieses eso. Ni vos tampoco. ¿No te preguntaste quién sacó de su escondite el arma con el que pensabas matar a esos dos mandingas? –Isabel la miraba atónita, ¿cómo podía saber tanto?- Lo único que te digo es que tus hijos te adoran y hubiesen matado por vos, de haber sido necesario, ahora ¡andate! - le gritó,- ya se viene el desastre, el fuego, el lodo, el alud y el Ángel de la Muerte con su guadaña en la mano. El río se ha apestado y todo es muerte y destrucción.- Y acto seguido se degolló con su propio puñal.

Isabel salió corriendo de ese lugar que ya tenía un fétido olor a azufre ya otros elementos que salían de la garganta del volcán. Llegó a la boca del pueblo y tal como la Machi Juana lo había dicho Nico y Guido la esperaban al lado de Dalmiro. Subieron rápidamente al camión y huyeron del pueblo que se llenaba de fuegos artificiales, de sombras y de muerte. Un río de lava hirviente amenazaba con taparlo todo y no se quedó con las ganas.  

EPÍLOGO

¿Cómo sé lo que acabo de contarle?- dijo el anciano apretando contra su pecho una revista ajada del National Geographic.- La Isabel me contó lo últimos detalles en el camión de la gendarmería mientras escapábamos del fuego que quería deshacerse de nosotros a toda costa.

Cuando llegamos a los refugios se me perdieron de vista. Nunca supe si volvió con Eduardo, el marido, o si tomó coraje y se embarcó a la aventura de irse con sus hijos que la seguían más a ella que al padre a Río Gallegos. No, nunca supe nada más de la maestra que un día gris llegó al pueblo de las almas en penas. Ella que parecía un ángel, se transformó en un condenado, pero después de tanta peripecia y sufrimiento salió airosa convertida en lo que era: un ser de luz que irradiaba amor por doquiera pisase. No sé si me quedé dormido y me trasladaron a otro refugio, o si de pronto todo se me puso negro y me caí redondo al piso y me trasladaron acá, pero lo cierto es que desde que desperté, sólo me he topado con algunos ex vecinos del pueblo, que parecen o se hacen los que no me reconocen. No importa. Ellos también querrán olvidar sus mugres. Si salieron del Purgatorio, como yo, es que ya han sido perdonados, también.

La doctora Vallejos se lo quedó observando unos momentos. Este paciente suyo, Dalmiro Basterrica, que había estado catatónico durante más de quince años, había despertado un día, meses atrás y no había parado de contarle  a quien quisiera escucharlo, esa coherente, sí, ¿por qué no?, bastante coherente historia de un pueblo que jamás existió, cercano a una ciudad que tampoco nunca estuvo en el mapa.

Dalmiro había sido médico, allí, justamente en donde estaba el hospital neurosiquiátrico, a las afueras de su Rosario natal. Luego de la muerte de su hija y posteriormente de su esposa, se había deprimido al grado de intentar suicidarse en varias oportunidades, en la última quedó en estado catatónico y recién después de una navidad en que unos muchachitos bienintencionados habían ido a festejarla junto a los internos, había abierto los ojos de su largo letargo y había comenzado a contarle a todos la historia de los Ramos, de Cardozo, del chileno, de la Fanny y tantos otros.

La psiquiatra se preguntaba si lo habría soñado todo, imaginado o quién sabe cómo había llegado hasta él ese cuento tan bien contado de esa familia atribulada.

-Tengo la foto- le dijo Dalmiro a modo de corolario- de la fiesta de Navidad, la de la vieja Polaroid- y sacó de dentro de la revista efectivamente una fotografía. La médica la tomó entre sus dedos y él dio la vuelta al escritorio para presentarle a sus amigos del pasado.

-Este es Eduardo, esa es Isabel, los chicos, las hijas y los novios, Cardozo con la Fanny. Mayra, Lorenzo, en fin los pibes de la escuelita. Y este soy yo, ¿me ve, estoy con la copa en la mano, disfrutando de la fiesta?

Ella no salía de su asombro. Esa foto era una foto de Navidad, pero de la Navidad pasada, en la que habían venido los chicos voluntarios y los que Dalmiro mencionaba como sus amigos eran otros internos, otros enfermos como él que tenían más de un tornillo flojo. Y él, en fin ,estaba, pero en su silla de ruedas, mirando sin ver, perdido quizá en la fiesta que tanto contaba había tenido ese año en el pueblo imaginario.

La doctora terminó su turno. El caso de Dalmiro la tenía dentro del hospital más tiempo del necesario, pero no podía evitar escucharlo hablar de “sus amigos” en cada sesión de terapia. Era fascinante su descripción del lugar, de la gente de los problemas y las tribulaciones de cada uno.

Recordó un cuento de Borges en donde alguien es producto de un sueño de otra persona. Toda su vida es producto de lo que otro ha soñado, y finalmente ese que sueña la vida de otro semejante y le designa un destino, entiende que él también es producto de un sueño soñado por un tercero. Sonrió con tristeza. Pensó en su vida, sus cargas sus obligaciones, su soledad, sus angustias, sus pérdidas y sus ganancias. Dalmiro había señalado a Isabel en la foto navideña. Y la supuesta Isabel no era otra más que ella misma, parada a un costado de la sala de visitas observando lo que pasaba con sus pacientes.

¿Sería su vida acaso un sueño soñado por otro paciente catatónico, en coma o esquizofrénico severo? ¡Quién podría asegurar que no o que sí! Pero, esa, la suya, era otra historia. Y  otro sería el encargado de contarla.

FIN  

Alicia Cruceira

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