Amigos protectores de Letras-Uruguay

Polenta vieja  
Novela
Alicia Cruceira

AGRADECIMIENTOS

A la comisión de Cultura del HCD de Pergamino, a la Dirección de Cultura del Municipio y a quienes hicieron posible  con la elección de mi obra en el marco del Proyecto de Promoción Cultural, la edición de este, mi primer “hijo literario”.

A Dios por haberme  dado el privilegio de regalarme la capacidad de contar historias;

A la vida por haberme llevado por caminos que me dieron tiempos de paz y de crisis, que me ayudaron a evolucionar y crecer.

A mi familia, Walter Del Basso, mi esposo, y mis hijos: María Noel, Virginia, Marcos, Diego y Federico,  por apoyarme y “prestarme” la  computadora.

A mis compañeros del Taller Literario Alejandro González Gattone, de la Fundación Casa de la Cultura y a su coordinador Prof. Daniel Ruiz Rubini, por esperar cada sábado para conocer un capítulo más de la novela.

A mis amigos:

Oscar y Norma Isa que me dieron ánimo y aliento y me incentivaron a presentar el proyecto; a Mirta Genoud, mi primera “fan”, que tan generosamente escribiera el prólogo de este libro y a Maury Pitrelli, por el privilegio de regalarme su tiempo y su talento en el diseño de portada 

A todos GRACIAS por haber creído en mí.

Alicia Cruceira

 

 

PRIMERA PARTE

Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno

Son las mismas que alumbraron con sus pálidos reflejos hondas horas de dolor

Y aunque no quise el regreso, siempre se vuelve al primer amor…”

“Volver” Gardel y Lepera

CAPITULO 1

El murmullo de las voces, el zumbido de las turbinas y el sonar del timbre, la trajeron de regreso. La voz del capitán de la aeronave, hueca e impersonal, anunciaba que en pocos minutos aterrizarían en  el aeropuerto internacional de Ezeiza. Buenos Aires les daba la bienvenida.

Las azafatas, con la amabilidad que las caracteriza aunque, no tan jóvenes y bellas como en las publicidades de los vuelos de las agencias de viajes, daban las últimas  recomendaciones a los pasajeros.

La luz roja del dibujito del cinturón de seguridad abrochado, la abstrajo por unos segundos.

Se apagaron los monitores y se interrumpió la música. “Desconecten, por favor, los auriculares y entréguenlos a los sobrecargos con el cable sin enrollar”-la voz hueca del capitán otra vez.

Miró por la ventanilla, pero no se podía apreciar demasiado del paisaje. Había bruma esa mañana en Buenos Aires. Había bruma en sus ojos cansados y con sueño. Había bruma en su corazón, en su mente, en sus recuerdos.

“Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida...”-Recordó a Gardel, a quien tanto idolatraba su tío Antonio.

Volver. Volver a Buenos Aires. Volver a su pasado. A su niñez, a su adolescencia cortada por la mitad el día que subió a otro avión, veintiocho años antes.

Pensó en Ezeiza, y le llovieron los recuerdos. Domingos de primavera tomando mate en los bosques, en familia; junto a otros chicos como ella, junto a otros padres, amigos de los suyos. Chapuzones en el riacho y después, el obligado paseo a la terraza del aeropuerto a despedir a los aviones que partían rumbo a lejanas y desconocidas tierras, allende los mares.

Mate. ¡Mate!¡Cuánto hacía que no probaba un mate! En realidad, ella no había tomado demasiado delante de sus padres, aunque; a solas con mamá, de vez en cuando lo hacía.

Del mate saltó a sus amigas de la Escuela Normal Superior con las que a veces tomaba alguno, preparando Historia o Biología. Carmencita,  María Laura, Ana Fernanda... ¿Qué habría sido de ellas? Sonrió con ternura. Había un dejo de melancolía en la expresión.

El comandante comunicó el parte meteorológico de Buenos Aires. Había bruma. Sí, había bruma.

Quince minutos más tarde  el avión aterrizó sin problemas. Como su pasaje era de clase ejecutiva, fue de las primeras en bajar. ¡Qué diferente de su primera vez en “turista”, sentada bien al fondo, junto a la pared que separaba los asientos de los baños!

Las azafatas, ninguna era menor de treinta y cinco, sonreían exhaustas y artificialmente amables, tratando de no reflejar en sus caras, el dolor de sus pies.

¿Cómo estaría Buenos Aires? ¿Cómo estaría hoy día el “aeropuerto 2000”, como decía el folleto de la agencia de viajes?

Mientras caminaba por la manga del túnel, un vacío seco y frío se abrió paso por su corazón y atravesó su garganta; aunque no cabían dudas, primero había pasado por su estómago. Tuvo miedo. Y, de haber podido, habría dado marcha atrás, refugiándose en el avión, que unas horas después partiría nuevamente hacia Madrid.

Ya estaba en Migraciones. Sacó del bolsillo su pasaporte morado de ciudadana de la Comunidad Europea. Salió sin problemas rumbo al hall central, llevando tras de sí, la valija pequeña, en la que no traía demasiadas pertenencias. Al fin y al cabo no eran necesarias muchas cosas por los  treinta y pico de días que permanecería allí. Lavaría algo, compraría  un poco. La favorecía el cambio, después de todo. Salió del control sin problemas

¿Habría alguien esperándola en el aeropuerto? Pensó mientras se encaminaba a la multitud de chóferes que ofertaban sus taxis, sus remises, sus múltiples servicios de transporte.

Miró curiosa los carteles que se erguían en manos de señores de camisa y corbata. Ninguno exhibía su nombre.

“Está más grande”-pensó, mirando en todas direcciones y se sentó en un banco, al costado de la muchedumbre, esperando quién sabe qué. Algo, alguien. O tal vez, la fuerza de voluntad, el valor o lo que fuera que la impulsara a levantarse del sillón y la sacara fuera del aeropuerto, en busca de casi treinta años de silencio.

A su alrededor, la gente se abrazaba y se besaba en una suerte de “danza de la alegría”, disfrutando de la presencia de aquél o aquellos que un día habían estado lejos. Los miró reír, palmearse, llorar. Preguntarse unos a otros un sin número de cosas, todas a la vez, sin esperar respuestas, casi sin tomar aire. Y también los vio alejarse, hasta que casi no quedaron nada más, que los empleados que pasaban continuamente  con un ancho escobillón. Y se sintió tan, pero tan sola.

De pronto, un hombre entraba presuroso por las puertas de ingreso. Le llamó la atención el cartel que colgaba de sus manos. Decía con letra clara y legible: “FARRAL” y Farral era ella.

Se levantó y se dirigió al hombre.

- Yo soy Farral, María Elena Farral- y buscó en el bolsillo el pasaporte para comprobar su identidad.

-Está bien-dijo el hombre visiblemente agitado, mientras se acomodaba el saco y la corbata cuidadosamente armada- me enviaron de la Agencia para llevarla a donde guste.

La Agencia. Por un instante le sonó a  película americana de suspenso e intriga. La Agencia. Agentes secretos de traje y lentes negros, a la caza de terroristas, espías o extraterrestres.

El hombre debió percatarse de su desconfianza, porque acto seguido le enseño una credencial que lo acreditaba como chofer de la agencia de remises, contratado por Francisco Silverio, quien no había podido ir personalmente a buscarla, por quién sabe qué motivos.

Siguió al chofer y subió al automóvil. Él guardó la valija en el baúl, y luego de que ella le diera la dirección del destino, salieron del lugar.

El sol empezaba a ganar el cielo y disolvía la niebla que parecía brotar de los pastos, al costado de la autopista. ¡Conocía tan bien ese camino hasta la General Paz! Lo había hecho cada domingo de otoño o primavera  durante  quince años. Pero la vista y el paisaje habían cambiado. En el acceso a uno de los puentes, un nutrido grupo de personas con pañuelos en los rostros, quemaban algo que hacía elevarse al cielo un humo denso, negro, maloliente.

-Piqueteros- dijo el chofer, como si se sintiese obligado a explicar lo que ocurría en la calle.

-Ah- dijo ella sin más, aunque observaba todo, sin perder detalle.

La cola de autos  se hacía cada vez más larga y se notaba la impaciencia no sólo de su chofer, sino del resto de los automovilistas que compartían la espera.

Al cabo de unos largos minutos, las sirenas de unos cuantos patrulleros se acoplaron al ruido ensordecedor de los improvisados bombos de lata. El embotellamiento cedió un poco, lo suficiente como para salir de allí y dirigirse a la Capital.

¡Buenos Aires la Reina del Plata! Si había sido reina, ahora estaba algo... Pensó en un adjetivo que  la describiera con exactitud, “Deslucida”. Sí. Esa era la palabra que le entraba justo.

Había smog. Recordaba un cielo más celeste y brillante. Poblado de barriletes multicolores en las ventosas tardes de mayo. Una General Paz llena de columpios y toboganes; de carritos  con globos y manzanas con caramelo y pochoclo en sus plazoletas verdes, a la sombra de los pinos, a la vera del camino.

Sí, había smog. Y había pobreza y muchas más villas, con demasiados chicos descalzos que mendigaban, vendían chucherías o limpiaban parabrisas aprovechando el rojo de los semáforos.

Se asombró del parque automotor porteño, del lujo  de muchos de sus autos, de la cantidad de vehículos que iban y venían por las serpenteantes vías de acceso a la Capital.

“Rivadavia, Núñez y Belgrano”. La frase llegó de la nada a su mente. Su papá le había enseñado las estaciones que debían recorrerse en el “eléctrico, desde que bajaba del colectivo, hasta la casa de la abuela de su amiga Ingrid, la profesora de Piano.

Se dio cuenta de que ya estaban en Núñez, porque el hombre, como si parte de su trabajo fuera el de ser guía turístico, le anunció:

Este es el Monumental, el estadio de River-Después no muy seguro  de que  ella hubiese entendido, agregó- Un club de fútbol, como Boca Juniors, o- quiso parecer cosmopolita- como el Real Madrid -y sonrió queriendo congraciarse.

-Sí, conozco- dijo ella. Y podía haber agregado que ella era más Argentina que el  tango y que el chico que a  ella le gustaba era de River. “Gallina”, como decía el Pato Gutiérrez, que era bostero hasta la médula. “ Bostero”, “¡Qué palabrota grosera!”.Sonrió con tristeza; en sus propias palabras le pareció escuchar a su madre.

Silverio vivía en Belgrano; pero a diferencia de su profesora de piano, al otro lado de la estación. Dos cuadras más allá de  Cabildo, por Olazábal al dos mil y pico, en lo que otrora había sido un “petit hotel”.

-El viaje está pagado, señora- dijo el chofer al ver que María Elena, “Malena”, para los amigos, echaba mano al bolso, en busca de la billetera. De todos modos, le dio una propina, que el hombre no quiso aceptar, al principio, pero luego, al ver que se trataba de Euros, tomó muy agradecido. Observó con detenimiento la cuadra, cada edificio, cada puerta. Todo tan pulcro y prolijo. También vio las rejas en los escaparates de las tiendas.

Oprimió el botón del portero eléctrico. El edificio era antiguo, pero muy bien conservado. Entró después del chasquido que hizo  la puerta al abrirse y subió al ascensor que se detuvo en el tercer piso. Aunque hacía muchos años que la basura no se incineraba más en las calderas de los edificios, percibió ese conocido olor a humo que había quedado de seguro impregnado en el ambiente.

La letra “A” brillaba pulcra sobre la blanca puerta del departamento. No alcanzó a tocar, porque  Francisco le abrió la puerta.

-¡Qué gusto! Adelante. Bienvenida.-y señalando a la mujer a su lado, un poco menor que él, pero elegante y refinada, dijo: -Ella es Berta, mi esposa.

Se saludaron amablemente, como lo  hacen  las personas que apenas se conocen.

Cerraron la puerta  detrás de ella y la invitaron a sentarse en el mullido sillón del living. Como buenos anfitriones, le ofrecieron algo de tomar, lo que acompañaron con unas galletitas dulces. Supusieron  que aún no había desayunado, la hicieron sentirse como en casa. Es que los Silverio, además de ser personas educadas y cultas parecían sencillos y cálidos.

La sala estaba llena de fotos y también de cuadros sobriamente  escogidos y ubicados. Entraba mucho sol por el ventanal que daba hacia Olazábal, y de la cocina salía un exquisito aroma a café recién hecho.

Francisco llevó la maleta a la habitación de huéspedes  y al volver al living, se  sentó al lado de Malena y le tomó la mano en un gesto paternal. Después, mirándola a los ojos, le dijo: - Podés quedarte todo el tiempo que gustes con nosotros, pero si lo preferís buscamos un hotel. No te quiero presionar, pero nos gustaría que optaras por lo primero.

-No quiero ocasionaros ninguna molestia- afloraba su dejo español al hablar.

-De ningún modo-dijo Berta-será un verdadero placer acompañarte en este tiempo tan especial para vos, y no sólo acompañarte, sino ayudarte en todo lo que esté a nuestro alcance para que puedas volver a España con toda la verdad en la maleta.- Es que Berta sabía de su búsqueda, por Silverio, que al volver de Madrid, le había contado todo con lujo de detalles.

Se sacó los lentes, se secó una lágrima y mientras dibujaba una cansada sonrisa en su rostro, dijo apenas “gracias”, antes de  romperse en llanto. 

CAPÍTULO   2

¿Cómo llegó hasta donde había llegado? Para eso, habría que retrotraerse a seis meses atrás. O a veintiocho años antes. Pero lo cierto era que de Silverio no había escuchado hablar hasta el día en que su amiga y compañera de trabajo, Eva,  había entrado hecha una tromba como siempre a su oficina, con un libro en la mano. Parecía alterada o nerviosa.

-¡Que no sabes lo que tengo, amiga, esto es de lo más explosivo!-Es que Eva era crítica de libros “serios” como decía ella, en la Revista “Mujer europea”.

-¿Y si al menos me dices “Buenos Días”, señorita avispa?-Malena sonrió. La conocía desde hacía  diez años, desde que ella había entrado como crítica de literatura infantil a la misma revista. ¡Malena! Diminutivo de María Elena, que su amado tío Antonio, le había puesto el mismo día que llegó a España, a los quince años.

“Malena”, como el tango-le decía, y le cantaba unas estrofas entre porteño y gallego.

-¿Qué es esa bomba  de que tanto hablas?¿Acaso encontraste  a la reencarnación de García Lorca?- sonrió, bajando el ejemplar del libro que estaba leyendo. Juanito en  la vereda de los dioses, un verdadero vómito del infierno, como decía ella, lleno de brujería y ocultismo y un millón más de cosas ininteligibles y raras, pero que  por estar ampliamente apoyado por artistas y poderosos  referentes de la New Age, debía criticar con benevolencia.

-Mira, amiga, este es un libro de un historiador argentino-le dijo en tono más confidencial- habla claramente  acerca de los tiempos de la dictadura militar argentina.-Malena la miraba con  fingida atención- Ya sé lo que estás pensando- prosiguió - No se trata de otro libro más. Bueno, lo hubiera sido, sino tuviese en su  relato, algo que lo hace especial. Al menos, lo hará especial para ti.

-¿Para mí? ¿Y yo que tengo que ver con la dictadura, y los desaparecidos, y toda esa historia? ¿Acaso te olvidas de que me vine de Argentina en  el 77 y que pasé toda mi vida aquí en España?. A decir verdad, soy más española que vosotros.

-Justamente, por eso. Este hombre menciona un caso que llamó poderosamente mi atención. Fue en diciembre del 77 y se trata de un matrimonio que murió en forma muy dudosa en aguas del Río de la Plata.- A este punto, Malena había cambiado el semblante y la escuchaba con más atención.- Y el apellido de ambos, era... el tuyo, Farrall.

-Debe de haber alguna confusión, no puede ser, porque mi padre no tenía familia en Argentina. Su único hermano es mi tío Antonio. Tampoco tenía primos, que yo sepa. Siempre se jactaba de ser el único Farrall y me decía que con él se cortaba el apellido y... - una catarata de palabras  salía de su mente y de su boca, buscando una justificación para defender una postura indefendible. De seguro no eran parientes cercanos. Tal vez algún primo lejano, o alguien que sin ser familia simplemente se apellidaba igual.

-¡Pero que te calles, Malena! ¿No te das cuenta de que ese hombre está hablando de tus padres?¿No  era acaso médico tu padre y profesora de literatura del Liceo tu madre?¿No eran sus nombres Alfonso y Rosalía Farrall?

Para este momento, María Elena estaba tan confundida y atolondrada  que no podía escuchar lo que su amiga le decía. No, no y no. Debía de tratarse de un error. Sus padres jamás habían estado involucrados en la política, ni mucho menos en la subversión apátrida, como había escuchado mencionar a sus tíos al hablar de los acontecimientos tan lejanos de la  lejana tierra suya.

-Mira, de seguro se trata de un error, quizá la tipografía del escrito. Quizá no es Farrall, sino Farrán. Yo creo haber conocido gente con ese apellido. O se trata de un mentiroso que ha tomado el nombre de mis padres para involucrarlos en algo que nada tiene que ver con ellos. Desgraciados que meten gente en una bolsa para lucrar con sus memorias y sus desgracias.

Hizo silencio. Se levantó de la silla en donde estaba sentada, para servirse un café de la Express. Su cabeza daba mil vueltas buscando una explicación.

-¿Y cómo explicas lo de los nombres, la fecha, el modo en que esta gente murió, sus profesiones y edades, y que como dice en la página ciento sesenta y tres, -Y abrió el libro para repetir textualmente: -“ cuya hija, María Elena, en algún lado de España, a la que nunca pude ubicar, ni a sus familiares, para que no dejaran impune este horrendo crimen, el que no entiendo el porqué, porque no había personas más inocentes y más alejadas de la violencia estéril que mi amiga y compañera de trabajo Rosalía Muster de Farrall y su abnegado esposo, el médico clínico del hospital municipal, el doctor Alfonso Farrall”? 

Malena miraba al piso, perdidos sus ojos en la nada, mientras el café derramado, manchaba la alfombra, dibujando arabescos, el vapor que subía desde abajo.

Eva dejó el libro sobre el escritorio. La página 163  marcada con  un recorte de diario y salió rumbo a su propia oficina, sin decir nada más.

No pudo seguir con su trabajo, aquel día. Por más que intentaba concentrarse en la lectura de Juanito, no lograba hilvanar dos ideas seguidas. Es cierto que el libro era muy malo, pero había leído cosas peores con anterioridad, y nunca le había pasado esto de ahora. No pensó lo que hizo, por eso tal vez fue que arrojó el libro al cesto de papeles, y tomando el otro, el que todavía estaba cerrado y marcado en la página 163, tal y como lo había dejado su amiga Eva, salió de la oficina en busca de aire puro, y de un café en la Gran Vía.

Miró la tapa. El libro se llamaba Mis experiencias durante la dictadura argentina  y más abajo, a modo de subtítulo: Mis amigos que aún no hallan descanso. El autor, un tal Francisco Silverio. Miró la contratapa. Había allí una breve síntesis del contenido del libro. Hablaba de los muchos casos que al momento, estaban sin resolver, sin aclarar.

Buscó las solapas y allí vio la foto del hombre que escribía tales aberraciones respecto de sus padres y que tenía además, el descaro de mencionarla, involucrándola, en cosas que no sabría cómo explicar a los que leyeran el libro. A sus conocidos, a los de su hija Chabeli, que estaba en la difícil edad de los dieciséis y sobrellevaba el divorcio de sus padres, la adolescencia en Europa que de por sí es tan complicada y ahora esto otro que sus abuelos maternos eran desaparecidos y ¡quién sabe cuantas cosas más!

Es que María Elena, había sido criada  desde los quince por una familia muy conservadora y moralista. Conformes con el régimen franquista y escandalizados cuando comenzó el destape en los setenta y tantos.

-Lejos de esos exiliados comunistas- le decían, cuando cerca de la casa se había mudado una familia argentina escapada de un país desquiciado y feroz . Y así fue como casi nunca hablaba con otros argentinos, ni en la escuela, ni en la calle. Y recién a los veintitantos, cuando conoció a su ex esposo Karl, un alemán  que vivía en Madrid, comenzó a tener contactos con los amigos argentinos del  padre de su hija. Pero no duró mucho la relación, como no duró mucho su matrimonio. Un buen día Karl volvió a  su Alemania natal, del brazo de Peter,  su secretario, quien pasaría a ser desde entonces su gran amor.

Y ahora este hombre de barba y cabellos blancos, de cara angulosa y rasgos fuertes, venía a intentar desarmarle su mundillo de señora burguesa, criada a la antigua por sus tíos españoles, desde el día en que murieron sus padres.

Se sentó en un café, al sol, en la acera repleta de transeúntes que aprovechaban el calorcillo de octubre, uno de los últimos calores antes de que llegara el invierno.

Puso el libro sobre la mesita, pero lo dio vuelta cuando llegó el mozo a  tomarle el pedido. Sintió pudor de que lo viera. Miedo. Pero el hombre  apenas si la miraba, más bien sus ojos estaban fijos en la libretita en donde anotaba sus pedidos.

Pidió un jugo de naranjas y observó el libro de reojo, como si estuviese a la defensiva de algún ataque sorpresivo. Así estuvo unos minutos, hasta que se animó a abrirlo en la primera página y comenzó a deslizar sus ojos línea por línea, palabra por palabra. No fue consciente de cuánto tiempo estuvo allí, pero lo que sí pudo afirmar después, es que de la mano del autor, entró a un mundo absolutamente desconocido, a los horrores de una Argentina misteriosa y cruel, como aquellas criaturas del cuento de Juanito, que se comieron a sus crías.

Llegó a su casa,  Chabeli miraba televisión mientras comía un sándwich de lechuga y queso, con pan de centeno y nueces. La saludó con un beso como siempre, pero en el abrazo había algo raro, dijo Chabeli.

Al entrar, guardó el libro dentro del maletín, para que su hija no lo viera.

Cenaron en silencio y se fue a dormir temprano. Pero por muchas  vueltas que diera, no conseguía conciliar el sueño. Encendió la luz, se calzó los anteojos y buscó la página del libro que había dejado de leer mientras se dirigía a casa.

Devoraba con avidez, cada línea, cada página, hasta que cerca de las tres, llegó a la  163. Después de que hubo leído, apoyó cuidadosamente los lentes en la mesita de  noche, y apagando la luz se quedó dormida. El libro de Silverio se deslizó de sus manos, suavemente hacia el tapete del suelo.

Durmió, pero mal. Ya  estaba bastante entrada la mañana cuando despertó. Había tenido sueños angustiantes con personas del pasado, con casas viejas oscuras y laberintos que desembocaban en  abismos.

Chabeli se había marchado temprano y no había querido despertarla. Un cartelito colorido en la heladera le recordaba que pasaría el día junto con su amiga africana, Orit, en casa de su otra amiga, Renata. Finalizaba con un acorazonado te amo ma.

Se vistió y se sirvió un café. Habría deseado que el descubrimiento del día anterior  no hubiese sido más que un mal sueño, una pesadilla. Pero no. Allí estaba el libro de Eva, debajo de la cama, escondido bajo las mantas que estaban en el suelo.

Miró por la ventana y se decidió en el acto. Llamó a Chabeli y le avisó que  iría a comer con los tíos Antonio y Montse.

Condujo hora y media por una carretera que la llevaba a las afueras de la ciudad, a esa hora, repleta de viajeros que pujaban por  escapar del ruido  de Madrid.

Llegó cerca del mediodía a la casa de los tíos, la vieja casona de los Fonseca, los padres de la tía Montse; porque la  de los Farrall, oriundos de Barcelona, se había vendido el día que el abuelo Manuel había decidido, por los años 30 probar suerte en América, más precisamente en Buenos Aires, donde vivía su único hermano  que falleciera años después.

Se había ido junto a su esposa doña Candelaria Grijalbo y sus dos hijos: Antonio el mayor y Alfonso, el menor.

Pero el tío Antonio, después de casarse con Montserrat Fonseca y a disgusto con  la situación  que  vivía la  Argentina en el 71, había alzado campamento, y regresado a la España de sus amores.  Y se había radicado allí, en la vieja propiedad de los Fonseca, a hora y media de Madrid.

¡Conocía tan bien la casa! Entró por la puerta de servicio, siempre abierta durante el día y percibió el aroma a sopa de verduras con finas hierbas, la especialidad de los sábados de la tía Montserrat.

-¿Hay un poco de consomé para una  viajera hambrienta?

La tía dio un grito de sorpresa, feliz por ver a  Malena. Sin hijos  que criar, la sobrina había sido todo para  ellos. Acto seguido llamó a su esposo entre risas, besos y abrazos.

-Parece mentira- dijo el tío, con la pipa entre los labios, dejando a su paso el aroma dulzón de su tabaco inglés- que no estés a más de dos horas ¡y que pase, sin embargo, tanto tiempo para que te acuerdes de tus pobres y viejos tíos!

-¡Viejo serás tú! - dijo Montse entre risotadas estridentes, así era ella- ¡Yo todavía  puedo correr en San Fermín!

Comieron animados el consomé  de verduras  y las papas con queso manchego y aceite de oliva. Bebieron un buen vino que el tío trajo de su bodeguín secreto que estaba en el sótano. Ella quería hablar, pero no encontraba la ocasión. Finalmente, decidió que no tocaría el tema, que lo dejaría para más adelante, tal vez cuando confirmara algunos datos, o pudiera conectarse con el autor del libro. Sí, más adelante.

Para el café se sentaron en la sala. Podía decir con los ojos cerrados qué había en cada una de las paredes y sobre cada uno de los muebles. No habían cambiado nada probablemente en los últimos treinta años.

Pero el tío era más que tío, casi era un padre. De hecho, lo había sido por casi tres décadas, mientras que al suyo propio lo había tenido por tan solo quince años. Y con sólo mirarla sabía que algo no andaba bien, que estaba pasando algo, aunque no podía descubrir qué. Y clavando sus celestes ojos  en los ojos café de ella, la  enfrentó con dulzura:

-¿Qué está pasando Malenita? ¿Algo con la niña?-Así llamaban a Chabeli-¿Ha llamado el marica de tu ex y te ha traído algún problema?

Ella suspiró sintiéndose descubierta y no pudo ocultar los motivos de su visita inesperada. Hizo un gesto de negación con la cabeza.

-Quiero, necesito, mejor dicho, saber todo lo referente a la muerte de mis padres.

-¿La muerte de tus padres?-No entendía nada-¿Qué parte?

-Todo. Como os enterasteis, quién os avisó, cuáles documentaciones os hicieron llegar con la causa de la muerte. Todo, todo lo que recordéis de aquellos  días.

Hicieron un silencio. Se miraron los tres y los ancianos entre sí. Tomaron un sorbo de café y aclararon la garganta. Buscaron en el baúl de los recuerdos los acontecimientos de veintiocho años atrás, que creían haber sepultado muy, pero muy hondo y para siempre. 

CAPÍTULO     3

-Bueno, -dijo Antonio, haciendo memoria-recibimos una nota de la Embajada Argentina, en donde  decían que tus papás habían tenido un accidente y probablemente habían muerto como consecuencia del mismo.-miró de reojo a Montse, buscando su aprobación, tal vez -Eso es todo. ¿Qué más te podríamos decir?

-No sé... ¿Cómo supieron de la embajada vuestros datos, cómo los pudieron ubicar, quién los dirigió a vosotros?

Se vio obligado, por la presión de la sobrina o por la presión del peso del secreto, a  sacar a luz algunos datos más.

-Quedamos con Alfonso en que llamaría para las fiestas. Y no lo hizo. Tampoco escribió. Me preocupó eso, él siempre cumplía lo que prometía.- Era una media verdad, pero tal vez alcanzaba por el momento.

-Todavía no entiendo lo otro.

-Para la víspera de Reyes, yo ya estaba preocupado.

-¿Por qué?- interrumpió María Elena.

-Bueno, yo que sé... Tuve un mal presentimiento. Una de esas cosas que te agarran acá- y señaló el estómago. Ella conocía bien esa sensación, también las había padecido alguna vez- Yo tenía un amigo en la Embajada Argentina y le pedí que me averiguara algo.-Hizo una pausa-  No, no, primero yo llamé al hospital, ahora que me acuerdo, al hospital en donde trabajaba tu papá, pero no me supieron decir nada sobre él. Hacía  muchos días  que no  se presentaba a trabajar, y pensaron que se había tomado la licencia, o algo así. No me dijeron mucho.-Le dio una chupada a la pipa- Por eso fui a ver a Juan Carlos y él se portó muy bien. Dos meses después llegó la comunicación de la policía que decía haber encontrado el auto de tu papá flotando en el río de la Plata, aunque no había rastro de ellos. Supusieron que al querer escapar, finalmente se habían ahogado y se los había tragado el río. Nunca encontraron los cuerpos, aunque me aseguraron que los buscaron durante varias semanas sin resultado alguno.- Suspiró. Tal vez eso le alcanzaría a su sobrina que tan repentinamente quería saber cosas tristes del pasado. ¿Debido a qué? No entendía por qué a esa altura de su vida  estaba tan interesada en revolver polenta vieja.

Ella se quedó en silencio, analizando lo que había escuchado. Parecía coherente. Hasta lógico. Pero presintió que faltaba una parte de la historia, aunque no sabía cuál podría ser la pieza escondida. De pronto rompió el silencio y dijo:

-¿Y si no hubiera sido un accidente? ¿Si hubiera sido un crimen?¿Cómo saben que se ahogaron si sus cuerpos nunca aparecieron? ¿Si los asesinos de la dictadura hubieran estado en eso también?

-¡Asesinos!, ¡Dictadura! ¿Y desde cuándo  a vos te interesan esas cosas?-Estaba molesto, no lo podía ocultar- A tu padre no le gustaba la Izquierda, ni Perón, ni los montoneros, ni nada de eso. Votó por Balbín en el 73, él me lo contó en una carta. ¿Quién podría querer hacerle daño, si era un buen hombre, un buen padre de familia, un excelente esposo? ¡No digas pavadas!

-Llegó a mis manos un libro- Buscaba las palabras- de un autor argentino que menciona a padre y a madre y hasta habla de mí. Asegura que los mataron; que recibían amenazas, que se iban a exiliar también como tantos otros, pero que no pudieron hacerlo.

-¡Patrañas!-Se paró y caminó nervioso por la sala. Salió al jardín, permaneció allí despotricando por un par de minutos.

Montse recogió las tazas y las llevó a la cocina. Después se asomó al  porche  y con voz profunda y grave, le dijo a su marido: - La niña es grande. Es hora de que lo sepa de una vez por todas. Anda.-Y repitió- Es hora.

Volvió el anciano a la sala y tomó aire. Su mujer tenía razón. No estaba dispuesto a morirse y llevarse consigo semejante carga.

-Lo cierto es que  ellos te mandaron acá con la excusa de los quince. Pero  habían decidido venir también a España e instalarse, al menos, hasta que la situación en Argentina cambiara un poco. Demasiados atentados, secuestros, muertes. Inestabilidad y violencia en todas partes. No te lo quisieron decir para que no sufrieras o te opusieras a algo que ya estaba decidido. Ellos sabían que te sería duro dejar a tus amigos, tu colegio, algún amorcito, ¡qué sé yo!

-Entonces, era cierto. Se iban a exiliar también.

-No. Exiliar, no. Tu padre volvería a su tierra natal, a continuar los sueños de nuestro padre de volver algún día de nuevo con toda la familia. Había dicho que para el 23 de diciembre estarían aquí. Habían comprado los pasajes, tenían todo listo, según me dijo el 18, cuando hablé con él por última vez- Había unas lágrimas en sus ojos claros, su voz se entrecortaba. Siguió la tía:

-Iban a vender la casa, los muebles, las cosas. Se iban a deshacer de todos los recuerdos, del piano, de las fotos de familia, de cada cosa que hiciera bulto en la maleta. Cuando no avisaron que llegarían ni escribieron ni respondieron los telegramas, supimos que algo malo pasaba. Y no nos equivocamos. Lo demás, ya lo conoces.

No sabía que decir. Era mucho para tan solo veinticuatro horas. Una pregunta cruzó como una flecha su mente: -¿Por qué no investigasteis más?¿Cómo fue que los dieron  por legalmente muertos, si no habían hallado los cadáveres? ¿No quisisteis saber? -demasiada angustia había en sus palabras.

-Lo peor, ya había sucedido. Tú, al menos, estabas a salvo con nosotros. Nadie podría hacerte daño. Lo demás... ¿Qué podríamos hacer desde tan lejos, si una llamada por teléfono demoraba horas de larga espera y una carta podía estar semanas sin llegar? La muerte la dictaminó la ley en los tiempos que ésta  estipula cuando desaparece una persona. Había muchos indicios a favor de que podrían haberse ahogado. Yo estaba destruido por la noticia, pero tuve que ser fuerte por ti, Malenita, por ti, hija de mi alma.

Esta vez fue ella quien salió al jardín para estar sola, sentada en los escalones de la entrada, miraba  sin ver, los árboles que teñían sus hojas de otoño.

Un rato después se despidió y al subir al coche, el tío se  acercó a la ventanilla y con ternura le dijo: - Deja todo como está. No hace bien revolver polenta vieja.

Arrancó sin decir nada y se fue a Madrid.

Pasaron seis meses hasta que volvió a tocar el tema Silverio. Había escrito en su momento, al volver de la casa de los tíos, ese sábado de octubre, un correo electrónico a la editorial, pidiendo dirección, teléfono o algún otro dato sobre el paradero del autor. Pero había recibido una amable respuesta del editor, en donde le explicaban que, por razones de seguridad, no se daban ese tipo de informaciones. Fue por ello que abandonó su búsqueda, intentó volver a la tumba los recuerdos que por tantos años habían estado bien escondidos y retomar su  rutinaria y descolorida vida normal de señora burguesa europea.

Eva, no había vuelto a mencionar el asunto; conocedora de su amiga, no iba a apresurar los acontecimientos de la vida. Estaba segura de que tarde o temprano se sabría toda la verdad. Así, en un pacto de silencio, ambas, decidieron continuar como hasta entonces, como si Silverio nunca hubiera existido. El problema era que Silverio sí existía y en esa semana, presentaría su libro en las Grandes Librerías Ibéricas, en  la zona de la Biblioteca Nacional de España.

Eva dejó como al descuido el periódico que estaba leyendo, sobre la  mesa de trabajo de Malena. Abierto estratégicamente en las notas de cultura. La foto de Francisco Silverio y un resumen de su obra literaria. También el día y la hora de la presentación: viernes 18,30.

María Elena vio el anuncio. Y lo registró en su mente. Era miércoles, y aunque luchó con ella misma para no ir, finalmente se decidió. Y fue.

Habría unas cien personas en el salón de conferencias de la  importante librería. Supuso que un alto porcentaje sería de argentinos, aunque, se podían ver algunos africanos y varios ingleses.

Se sentó al fondo, sin querer llamar demasiado la atención. El disertante parecía menos viejo, aunque más bajo de lo que se lo había imaginado. Habló por el lapso de una hora, y luego contestó preguntas. Ella hubiera querido ponerse de pie y enfrentarlo, dándose a conocer y obligándolo a decir todo lo que supiera acerca de la muerte de sus padres. Pero no. Se quedó callada y se fue tan disimuladamente como llegó, aunque no había pasado tan desapercibida como hubiera querido. Eva le había clavado los ojos desde que había entrado, pero ella no la había visto, tratando de escabullirse entre la gente. Quique, el marido de Eva, sacaba fotos del evento.

La primavera madrileña se dejaba ver en los brotes de los árboles, en la duración del día. Había olor a azahares y a jazmines, que provenían de algún florido balcón, o de los puestos de flores de la calle. El sonido de su celular, la sobresaltó. Era Eva. Le dejaba un mensaje: “Mañana ven a casa a las 3, por favor no faltes, es MUY IMPORTANTE”.

No estaba para reuniones sociales, ni siquiera en lo de Eva, aunque debía reconocer que había estado muy ubicada en los últimos meses. Pero tenía miedo a que estuviera relacionado con el hombre aquél del libro. Se estremeció. Pero hubo algo más fuerte en su corazón, algo que la impulsó a ir a la casa de su amiga, ese sábado a las tres.

Se encontró en el ascensor con Uma y con Helga, la periodista  noruega, que también iban a casa de Eva. De las tres, ya sea porque Malena tenía el pelo cortito y rojo, la que más pasaría por argentina era Uma,  de cabellos castaños y tez blanca, con grandes ojos negros. Eva abrió la puerta y entraron las tres. En el balcón de la casa dos hombres tomaban una taza de algo. Uno era Quique, el otro, Francisco Silverio.

Se quedó helada. Parada al lado de la mesa del comedor, junto a las otras dos invitadas. Pero el hombre, sin dudarlo, caminó  directamente hacia ella, mirándola como fascinado, emocionado y  sorprendido a la vez,  tocando su brazo con  suavidad le dijo, mirándola a los  ojos: -No podrías ser más igual a tu madre. 

CAPÍTULO    4

Berta tenía muy buen gusto. La decoración del departamento era sobria y distinguida como ella. Las cortinas de vual, los sillones de pana brillante verde musgo, la alfombra inmaculada. Una extensa  estantería, poblada de toda clase de libros. Fotos y más fotos. De amigos queridos, de familiares, de colegas, de ellos mismos. Y entre ellas, una muy particular. Recordaba  la vestimenta de la mujer que aparecía a la izquierda del grupito. Un trajecito chanell, color lavanda, el color preferido de su madre.

Y sí, allí estaba ella, sonriendo, con esa hermosa sonrisa franca, su cabello carré, al hombro, castaño oscuro como el pastel de chocolate. Siempre fina y elegante. Tan segura de sí misma. Adorada y  temida por sus alumnos, respetada por sus colegas, envidiada por algunas compañeras.

También estaba Francisco, y allí terminó de ubicar a ese hombre que tantas veces había visto en los pasillos de la escuela, aunque no había sido directamente su profesor en ninguna materia. Pero no le sonaba Silverio como apellido, intentó hacer memoria. ¿Por qué le sonaba más bien... Iriarte?

Se lo preguntó ni bien lo descubrió detrás de sí, mirándola y mirando la foto  en donde aparecía su mamá.

-Iriarte es mi segundo apellido, ya casi ni lo uso. En aquel entonces, cuando empecé a trabajar, en los cincuenta y pico, el director de la escuela creyó que Silverio era mi segundo nombre, así que para todos fui Pancho Iriarte. En realidad, hasta firmaba Francisco S. Iriarte, de allí la confusión, creo.

Ahora sí. Pancho, Pancho Iriarte.  La mamá lo mencionaba a diario, hasta una vez, recordó que su papá se puso un poquito celoso. Es que ese hombre era su mejor amigo. Un gran compañero. Aunque prefería decir “colega”, porque al papá le molestaba la similitud con el término político usado por los “peronchos”, como les decía él, despectivamente.

-Sos igual a tu madre. La misma cara, los mismos ojos. La misma voz. Como si Dios hubiera perpetuado en vos su maravilloso espíritu.- ¿Le pareció o había un profundo afecto, que iba más allá del simple cariño entre colegas? Fuera lo que fuere, no supo por qué, pero no le molestó.

-No me acordaba... quiero decir, yo no llevé ninguna foto de ellos cuando viajé a España.-Había un dejo de  sentimiento de culpabilidad- Había olvidado que ella fuera así. Tal vez sea por eso que cuando me miro en el espejo,  siento que la extraño tanto... -se cortó. No quería llorar otra vez, pensó en otra cosa y cambió de tema.

Luego salieron a recorrer un poco las calles de Buenos Aires, quería ver cuánto habían cambiado las cosas. Entraron con Francisco en un barcito de apariencia alemana. Se acordó de Karl, pero no dijo nada.

-Una semana o dos, antes de la foto, para noviembre, creo, hablé con Rosalía, en la sala de profesores de la escuela. Estábamos solos, la vi angustiada, distante, preocupada. Ella no era así. Jovial, dicharachera, siempre sonriendo. Era como una estela de alegría que por donde pasaba dejaba su huella.-Otra vez, se le encendían los ojos al viejo profesor de Historia.- Le pregunté qué le pasaba, primero respondió que estaba todo bien, pero no pudo engañarme, no sabía mentir bien. -sonrió con ternura- No sabía mentir.

Mientras el hombre le hablaba, ella voló con su imaginación y se hizo la composición de lugar, trató de ver la escena ocurrida veintiocho años antes.

La Sala de profesores estaba vacía a esa hora del día. El olor  a cigarrillos se mezclaba con el aroma dulzón del perfume de la señora de Kessler, que había estado allí, minutos antes de partir a su clase de Química inorgánica.

Paquita la portera aún no había tenido tiempo suficiente de recoger las tazas del recreo largo de las diez de la mañana. Nadie había abierto los ventiluces ni había encendido los ventiladores de techo para airear la sala.

El primero en entrar fue Pancho Iriarte, como él mismo lo dijo. Buscó los registros de asistencia, leyó los comunicados en el cuaderno de profesores y firmó todo. No había nada nuevo bajo el sol. La nómina de libros permitidos, la de libros censurados. La exigencia   hacia los alumnos del pelo corto, barba rasurada, corbata y saco;  para las niñas, guardapolvo blanco, debajo de la rodilla, medias y falda. Aunque el pantalón estaba permitido en invierno.

Rosalía abrió la puerta con suavidad, como si no quisiera que nadie se percatara de su entrada. Pero Pancho estaba allí y la vio.

-Parece que no hemos tenido una buena noche. -dijo para iniciar una amable conversación.- ¿Te sentís bien?- A este punto, ya se había dado cuenta de que no era la misma Rosalía de siempre.

-Todo bien -afirmó ella y quiso parecer convincente.

-¿Todo, todo bien?, ¿Segura?-Ella sonrió. Y dijo:

-Sí, sí, claro- Parecía nerviosa- Seguro.

-Mirá que a  “Seguro”, se lo llevaron preso. -La sola mención de la palabra “preso” la hizo estremecer. Él lo notó, por eso fue que se acercó a ella y  le puso su mano en el  brazo, en un gesto  de amistosa intimidad.

-¿Qué pasó?

Rosalía tomó asiento en una de las sillas y él hizo lo mismo, junto a ella.

-Hoy recibimos una nueva  amenaza.-dijo bajito, por miedo a que alguien pudiera oírla.- Esta vez la encontré yo, cuando salíamos para la escuela.

-Hijos de... ¿Qué decía?-el hombre estaba indignado.

-No sé, no entendí bien. Parece que el gallego- así le decía cariñosamente a su esposo- sabe algo sobre alguien en el hospital, que no debería saber...

-¿Y él no te dijo nada?

- No. Ya le pregunté varias veces. Pero creo que no me dice para no preocuparme. Ahora me doy cuenta de que esos extraños llamados a medianoche, o los anónimos que le aparecieron en el consultorio, están relacionados con esto.

-¿No fueron a la policía?- No estaba seguro de estar aconsejando lo correcto en esos días de locura que se vivían en el país.

-No. Hay un Falcon verde, que pasa a cada rato por casa, lo veo cuando salgo de la escuela, cuando llego a casa. Los mismos tipos de lentes oscuros. Aceleran cuando me les pongo a la par.- Ya estaba claro. A la Policía no les convenía ir.

-El otro día-continuó la mujer - la siguieron a Elenita- Así la llamaba su mamá- La pararon por la calle, a dos cuadras de casa, por la José María Moreno y muy amables le dijeron: “Decíle a tu papá, piba, que se olvide nomás del asuntito, que le va ir bien y a vos mejor”. La nena no entendió nada, gracias a Dios;  cuando nos contó, se nos pusieron los pelos de punta. La marcaron a ella también. Te juro Pancho que me muero si le pasa algo a mi hija, ¡ me muero!- A esta altura, la mujer no podía contener las lágrimas.

-Esto que me cantas es terrible, muy grave. ¿Se lo contaste a alguien más?

-No, no. Sos el único que lo sabe. Alfonso me mata si se entera de que te lo dije, así que por favor... -Puso un dedo sobre sus labios.

-No te hagás problema. ¿Qué van a hacer? ¿Qué han pensado?

-No sé, pero lo más seguro es que saquemos a María Elena de acá.

-¿Dónde? ¿Con quién? Que yo sepa no tenés familia en Buenos Aires.

-No, es cierto. Pero hemos pensado en mandarla a España con mis cuñados, si fuera necesario. Y te aseguro que si esto sigue así, lo convenzo al gallego para irnos nosotros también. No puedo más. El miedo no me deja dormir de noche.

En eso entró Silvina Barrera, la maestra nueva de Inglés, hija de un coronel retirado, que hacía sus primeras armas como docente. Los miró mal. Seguro que pensó cualquier cosa. Y lo divulgó también, porque desde ese día, cuando Pancho o Rosalía entraban a la sala de Profesores o a la Secretaría de la escuela, los que estaban allí, hacían silencio, o cambiaban de tema.

El relato de Silverio llegaba a su fin. Su película también.

-Esa fue la última conversación que tuvimos en la escuela, referida a ese asunto, claro. Cuando esa víbora de la Barrera nos vio, empezó a desparramar veneno por ahí y ya no teníamos la libertad de hablar a solas ni siquiera en los pasillos, a la vista de los alumnos.

Claro. Ese hombre viejo que tenía sentado frente a sí, alguna vez había sido joven y supuso, muy, pero muy guapo y varonil. Su madre, sin ser una belleza de revistas, era interesante y dulce. Bien podrían haber tenido algo. Desechó la idea de una relación; porque su madre jamás le habría sido infiel a su padre. Mil y una veces le había demostrado cuánto lo respetaba y apreciaba. ¡Con qué esmero planchaba su bata de médico, sus camisas, sus pantalones a los que les marcaba la raya con tanta precisión! La otra ropa, la planchaba Olguita, la señora santiagueña que la ayudaba en la casa tres veces por semana.

Ordenaba las revistas médicas del Corriere de la UNESCO, los boletines de la facultad de medicina,  cada uno por su fecha. Buscaba revistas nuevas para poner en la salita de espera, para entretener a los pacientes. Nada de TV Guías o Radiolandias, como los otros médicos del barrio. Como buena profesora de Literatura, prefería las Selecciones o las secciones culturales de los diarios importantes.

Por eso se acordaba de ese día en que su mamá había recibido el sobre negro entre los demás correos. Recordó  que su cara había empalidecido, el temblor de sus manos, su extraño malhumor. El ataque de tos que le daba cuando se ponía nerviosa, el agua con azúcar, para calmar ese acceso. Las aspirinas, que papá no quería que tomara porque le ocasionarían una úlcera.

¡Cómo habían podido cambiar tanto los tiempos! De un día para otro, las cosas ya no eran como antes. Alfonso estaba siempre nervioso y hablaba cosas por lo bajo con mamá. Había discusiones por ciertas cartas o llamados telefónicos que el padre recibía a diario en los últimos tiempos y lo ponían de muy mal humor

También se acordó de cuando unos hombres la interceptaron en el regreso a su casa, una tarde de noviembre, para decirle esas cosas que no había  entendido.

Después del momento de silencio, volvió a conversar con “Pancho Iriarte”.

-¿No volvieron a hablar entonces del asunto, me dice?- Quería saber algo más. Tenía una extraña avidez por saber más. Mucho más. Él hizo una pausa, se tomó su tiempo.

-No.- dijo a fin- Bueno, el día que te compraron el pasaje me la encontré cerca de la agencia de viajes ahora que recuerdo y me dijo que te ibas. Le pregunté si ellos se irían también y me contestó que era probable, aunque no estaba segura. Miraba a todos lados con la seguridad o el miedo de que alguien la seguía. Pero nada más que eso, estaba apurada, entraba a dar una clase enseguida y no encontraba un taxi libre. Me hubiera ofrecido a llevarla en mi coche, pero, ya sabés, no estaba el horno para bollos.

Después los acontecimientos se sucedieron muy rápidamente. Vos te fuiste los primeros días de diciembre, me acuerdo porque estábamos en mesas de examen. ¿No es así?

-Sí, el seis de diciembre.

-Bueno, ya ves, mi vieja memoria no me falla.

Salieron a la calle, después de pagar la consumición. Por supuesto, caballero hasta la médula, no le permitió hacerlo a ella. Todo un gentilhombre.

Casi mediodía en Buenos Aires, Belgrano era  una de las pocas excepciones de orden y limpieza. Demasiada gente por las calles, demasiado ruido, demasiados autos, colectivos, motos, demasiado todo. De las pizzerías salía un aroma tentador y de la cafetería de la estación emanaba el olor a las frituras, los churros, las papas fritas y el sándwich de milanesa completo, con vaso de gaseosa por cinco pesos.

Recién se estaba aclimatando al cambio horario. Había dormido mal la noche anterior en  el avión. Pero no era novedad, ya que desde que había comenzado a desenredar la vieja madeja de intrigas no había conseguido dormir bien dos noches seguidas. Y ni qué hablar, desde el día en que había conocido personalmente al hombre en la casa de Eva, un mes atrás. ¡Eva! Qué ladina había resultado ser su buena amiga. Había invitado al escritor el mismo día de la conferencia, luego de que le hubieran hecho todo tipo de entrevistas para un sinnúmero de medios.

No había podido guardar el secreto y le había contado todo  lo que sabía de Malena, ingeniándoselas para que el viejo historiador aceptara visitarla  esa tarde de sábado, el día después de la conferencia.

Caminaron hasta una plazoleta y se sentaron a la sombra de un arce. Allí, él continuó su narración de los hechos del pasado. Hubiera  preferido saber algo de ella, de sus años en Madrid, de su vida, su hija Chabeli, su ex marido, en fin. Pero se daba cuenta de que el poco tiempo que tendría Malena por conocer la verdad la empujaba  a tener esa ansiedad por saber, saber y saber.

-Una tarde- dijo el hombre- me llamó Emilia Larrañaga muy preocupada.-hizo una pausa-¿Te acordás de Emilia?

-Emilia... -dijo- Vagamente.

-Emilia había sido profesora de la escuela. Dictaba Filosofía en cuarto de Magisterio. La echaron en el 76, nadie sabe por qué. Bueno, en realidad le pidieron amablemente la renuncia. Tal vez, porque la habían nombrado titular durante el gobierno de Cámpora. ¡Qué sé yo! El hecho es que se hicieron amigas, se querían mucho, -sonrió- a tu papá no le gustaba mucho esa amistad, porque Emilia era muy liberal, bastante bohemia, no era buena influencia para  Laly –Así la llamaban los íntimos, los que la querían bien. “Laly Farrall”. La enterneció el recuerdo.

-Bueno, me acuerdo de algunas cosas, me parece que fui a la casa una o dos veces. Pero, sí, tiene razón a papá no le gustaba. Me parece recordar una discusión  entre ellos, después de llegar con mamá de la casa de esa mujer. Pero ¿qué pasó? ¿Por qué le llamó ella?

-Laly había recurrido a ella cuando desapareció tu papá... -Ella lo interrumpió

-¿Cómo que desapareció? Eso no me lo había dicho antes.- Es que no habían tenido mucho tiempo de  hablar en Madrid. Francisco se iba el domingo siguiente para Buenos Aires y habían quedado  en que seguirían la charla, cuando ella se decidiera a volver a su patria.

-Sí, no sé bien cómo fue. Lo que sé, es lo que me contó Emilia aquella tarde. Parece que él había ido al hospital o al sanatorio y no había vuelto. Cuando tu madre llamó, le dijeron que no lo habían visto. Alguien la llamó anónimamente al rato y le dijo que unos hombres se lo habían llevado de “prepo”. El auto de él estaba todavía en la calle. Emilia le dijo que hiciera la denuncia, pero tu madre tuvo miedo. Prefirió esperar. No sé qué pasó después, lo cierto es que al día siguiente alguien la llamó pidiéndole que pagara un rescate por tu padre y la citó en un lugar alejado de la capital.

-¡Dios mío!-se tomaba la cabeza con las manos El pelo rojo brotaba entre los dedos, como pequeñas llamaradas.-¿Qué más? ¿Qué más?

-No sé. Me fui hasta el lugar en donde la habían citado. Ya era de noche. Estaba oscuro. Me dio temor, era una villa o algo así, por  San Isidro, más allá creo. Me iba a bajar, era una obra en construcción, o eso me pareció, pero vi salir de ahí el auto de ustedes, lo iba a seguir para pararlo más cerca de la civilización, donde no corriéramos peligro. Pero otro auto salió detrás. Pensé que la hacían dirigirse a otro lado y pensé en seguirlos. Lo hice, pero me detuvo un tren en un paso a nivel. Ellos pasaron antes y los perdí. Los busqué un buen rato, pero no los encontré y me di por vencido. Estaba preocupado. Llegué a casa y la llamé por teléfono. Pero nadie atendió. Fui a la casa de Caballito, nada. Al llegar, me pareció ver el auto de tu padre que se perdía por la avenida, rumbo al oeste. Volví a mi departamento. Pensé que si era Laly, habría vuelto a lo de Emilia. Llamé por teléfono, nadie atendió tampoco esta vez.  No pude dormir. A la mañana temprano me fui a lo de Emilia pero ella ya no estaba. Una vecina me dijo que la había visto salir temprano. Sabía que ella tenía problemas con  cierta gente y había pensado abandonar el país también. No tenía forma de saber qué había pasado con tu madre. Al fin, pensé que había rescatado a tu padre y juntos habían podido marcharse a tu encuentro. Me tenía que ir a trabajar, estaba sin dormir, sin afeitar. Llamé a la escuela para avisar que no iba. Y ahí me percaté de que era sábado.

Después de eso-prosiguió- creo que traté de convencerme de que no le había pasado nada malo. Que se había ido a España y estaba a salvo de todo y de todos. De Emilia... bueno, lo último que supe, y no por ella, sino por un conocido, es que se había ido también a España.

No, sus padres no habían ido a reunirse con ella jamás. No habían cumplido la promesa que le habían hecho al tío Antonio y no habían sido el regalo de Navidad. Alguien les había cortado de raíz  el porvenir de los tres. Sintió un fuego en el pecho. En la garganta, un cuchillo desgarrante. En los ojos, bruma. De pronto el  sol que entraba entre los árboles se llenó de un borroso y húmedo brillo. Lloraba.

 

SEGUNDA PARTE

Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve a enfrentarse con mi vida

Tengo miedo de las horas que plagadas de recuerdos encadenen mi soñar

Pero el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar Y aunque el olvido que todo destruye haya matado mi vieja ilusión

Guardo escondida una esperanza humilde

Que es toda la fortuita de mi corazón.

“Volver” Gardel-Lepera


CAPÍTULO    5

Después de almorzar, se propuso salir a caminar un rato. Tomó el tren a Retiro, caminó por la zona que parecía un mercado persa, con sus puestos callejeros de venta de todo tipo de cosas y chucherías. No le gustó lo que vio. Los chicos  de la calle, sucios y harapientos; la basura amontonada en las esquinas; la pobreza y el desorden. No era así como recordaba la  vieja estación de trenes. Por el bajo, se fue hasta Florida. Ahí cambiaba el panorama, un poco. Apuntaban las vidrieras a los turistas; quienes gracias al beneficio del cambio al tres por uno, compraban artículos de cuero, electrodomésticos, libros y hasta ponchos, mates de plata y sombreros de paño.

Recordó los paseos con las chicas de la escuela, los domingos de invierno, a las tres de la tarde por Florida; el cine en Lavalle, las películas de Palito con Sandrini, que siempre la emocionaban; alguna que otra de Disney y las  que infaliblemente la hacían llorar: Romeo y Julieta, La última nieve de primavera, El árbol de las hojas rosas.

Pasó por una librería enorme, como las Grandes Ibéricas de Madrid, en donde había visto a Francisco por primera vez. Entró por curiosidad. Le fascinaban los libros. Quiso desconectarse un rato. Amaba la buena literatura. Como la había amado su madre. Sonrió. ¡Si hubiera sabido ella que leía las novelas rosa de Carlos de Santander y de Corín Tellado! ¡Con cuánto cuidado las escondía debajo de la madera del piso del ropero!¡Cuántas noches leyéndolas a escondidas, alumbrada bajo la frazada por la luz de una linterna!

En cambio a su mamá le gustaban otros autores. Ahora entendía por qué ella también debió buscar un escondite para  salvaguardar a Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez,  al que leyó ya de  grande; Monterroso, Rulfo, Lezama Lima, Cabrera Infante.

Compró un par de ellos. Para Chabeli, se dijo. Pero los leería de regreso a casa, durante las 10 horas de viaje.

Después se sentó en un bar y comenzó a anotar en su libreta de cuero, los puntos más importantes de la conversación que había tenido por la mañana con Francisco. Demasiados datos para un solo día; descubrir que su padre había sido secuestrado, pero no saber por quién. Los cabos sueltos de las amenazas. Escribió una media docena de hipótesis por las que podrían haber matado a sus padres

a.- dinero

b - por motivos políticos. (Lo descartó al instante)

c - ajuste de cuentas. (Imposible, su padre era más bueno que el pan)

d - para callar algo turbio que sabía  de “alguien” que estaba llevando a cabo en el hospital.

Recordó las palabras que su madre le dijera a Silverio en la última conversación.

e- pasional. (No. Eso sí que no podía ser.)La tachó al instante.

f- No tenía idea.

Trató de hacer memoria de alguna conversación, algo que le sirviera para seguir desenredando la enmarañada  madeja.

Anotó unas cuántas cosas más en la libreta. Los pasos que a partir del día siguiente daría, las visitas que haría, los lugares que  recorrería.

1.-Ir al barrio. Buscar gente de aquella época. (Improbable)

2-Ir al Hospital y al Sanatorio “Colón”, lugares donde trabajaba su padre.

3-Pasar por la Escuela

4-Buscar los diarios del momento de la muerte.

5-Pedir los expedientes de la defunción

6-Comprar un teléfono móvil

7-(Como le había aconsejado Quique) Sacar fotos de todo.

Se le pasó la tarde haciendo listas de las cosas que haría en esos treinta y pico de días en Buenos Aires. Pensó en llamar a las viejas amigas. Pero, ¿cómo ubicarlas, ¿se habrían casado y cambiado el apellido? Desistió. Después de todo, qué podían saber ellas del asunto. No quiso entablar más relaciones con el pasado que las necesarias para descubrir cómo y por qué habían muerto sus padres. Y una duda le atravesó el corazón: ¿Dónde estarían sus cuerpos para poder llevarles al menos una flor?

Tomó un taxi, porque no quiso subir al subte. Le dio miedo la muchedumbre, los rostros sombríos de los porteños, la violencia y la soledad que se respiraba en el aire. Deseó con todo su corazón abrazar a Chabeli.

No entró directamente al edificio, vio que en la esquina había un local de cabinas telefónicas. Entró al  locutorio y llamó a Madrid.

Claro, no pensó que era medianoche en España. Chabeli, la atendió sobresaltada.

-¿Bueno?

-Chabeli, soy mamá. Perdóname hijita, recién me doy cuenta de la diferencia de horas, pero necesitaba escucharte, saber como has estado.-¡Es que ambas eran tan unidas! Acostumbrada al abandono, Malena no dejaba que la relación con su única hija sufriera pérdidas.

-Mamita, también necesitaba escucharte, saber de ti, ¿Cómo llegaste, dónde estás, como te tratan en Buenos Aires? Cuéntame.

-Llegué bien, estoy en casa del matrimonio Silverio. Luego te daré el número del teléfono, aunque mañana me compraré un móvil para que estemos siempre conectadas. Son muy baratos. Ya te contaré lo que vaya haciendo cada día, y te llamaré más temprano, te lo prometo. ¿Estás sola, o alguien te acompaña por la noche?

-No madre, no estoy sola. Orit y Renata han venido a dormir conmigo. Mañana vendrá a quedarse por unos días Eva, pues Quique se va a Gottemburgo por lo del evento de cine. No te preocupes, que estoy muy bien, nada me falta y he comido mis verduras.

Hablaron mucho más, casi una hora. La tranquilizaba saber que estaba bien, que no se había quedado sola. Incluso  hasta el padre de Chabeli se había ofrecido a ir a Madrid, desde Köln, unos cuantos días a quedarse con ella. No era mal tipo Karl, después de todo. Sólo un hombre confundido.

Volvió a la casa de Francisco. Berta le abrió sonriente la puerta, tomaron  un té de frutas juntas. Era agradable la mujer. La hacía sentir bien. Se lo dijo y le dio las gracias.

Francisco llegó al rato, había ido a la cerrajería para hacer unas copias de las llaves del edificio y del departamento para María Elena. Se las dio con el fin de que “se moviera con independencia”, le dijo.

Él sacó un álbum de fotos y mientras Berta preparaba algo de cenar, las miraron juntos. Como un padre y una hija que se encuentran después de un largo, muy largo período de separación y ausencia.

La cena estuvo agradable, contaron cosas de la vida de los tres. Malena dijo lo suyo.

-Me divorcié en el 2000. Recién allí me di cuenta de que pasaba algo raro con Karl. Me costó sobreponerme a la noticia de que se había vuelto gay. No sé si hubiera preferido que se fuera con otra mujer. Cuando se van con otro te preguntas qué fue lo que tú has hecho mal, o mejor dicho, no has hecho. Me llevó cuatro años de terapia. Engordé más de veinte kilos porque buscaba en la comida, la gratificación que no encontraba en los demás. Ahora entiendo por qué a él no le interesaba demasiado mi aspecto. Lo cierto, es que he bajado de peso, aunque aún me falta bastante para ser lo que fui. No sé si lo he de lograr algún día. Tal vez no nací para ser delgada. Mi mamá no era una mujer flaca, que yo recuerde.

-Tu madre era muy hermosa. – Dijo Francisco- No se usaban las flaquitas en esa época. No al menos como ahora, que cuando las ves por la calle, ¡te dan ganas de llevarlas a comer un buen churrasco! Con todo respeto, ella tenía lo justo, lo que había que tener. Además su belleza no consistía en lo externo; aunque repito, no carecía de ello.  Consistía en el interior, en un espíritu apacible, en paz consigo misma, segura de que lo que hacía era lo que tenía que hacer. Inteligente. Vivaz. Llena de talentos- Otra vez el brillo en los ojos. Berta lo miraba con dulzura, sin resentimientos o celos por la alabanza a la mujer ausente- Tu padre sí que fue un hombre de suerte. Digo, al lograr hacerla su esposa.- y mirando con dulzura a Malena, - Y al tenerte como hija.

Pasó el café y ella se retiró a descansar. Había sido un muy largo día.   

CAPÍTULO    6

Los  Silverio la dejaron dormir, sin molestarla. Al despertar, vio en su agenda electrónica que eran ¡las tres de la tarde! Estaba confundida, cómo había podido dormir tanto. Después recordó la diferencia horaria. Apenas cinco, de las diez de la mañana. Respiró aliviada. ¡Había mucho que hacer ese día! El punto era por dónde habría de empezar. No se decidía si ir primero a Caballito, al barrio de su infancia, o buscar datos en el hospital, o en el sanatorio, si es que todavía existía.

Podría buscar en la escuela, pero se dijo “¡habría pasado tanta agua debajo de los puentes!”

Desayunó con Berta, que acababa de llegar de la calle con aromáticas facturas y churros con dulce de leche, los favoritos de “Pancho Iriarte”. Miró de reojo el televisor encendido, un canal de noticias, por  lo que podía apreciar. La abrumó la cantidad de conflictos que  asomaban en la pantalla: “Escuela  de Capital suspende clases por estar llena de ratas”, “Trabajadores no médicos de hospitales municipales en huelga por reclamos salariales”. Desechó lo del hospital Otra noticia decía “Corte de rutas por ex empleados de bares y confiterías que no consiguen que le den la correspondiente habilitación para re abrir sus puertas”, “Todavía no hay responsables de la masacre del boliche bailable”

Y uno que por lo grotesco, le causó gracia: “Loco de la jeringa  pincha en muslos y pechos a mujeres desprevenidas por la calle. Anda en bicicleta”. Por supuesto, luego del momento de hilaridad, se percató de que podía tratarse de algo preocupante.

Ese era el panorama en Buenos Aires,  un día cualquiera, minutos después de las diez de la mañana.

Berta le contó lo del boliche, del incendio, de las coimas, los sobornos, la burocracia y todo eso. El desprecio por la educación, el descuido a la salud pública y muchos males más del país de los argentinos.

Se vistió y se fue. Tomó un taxi hasta Caballito. Sí. Qué cambiado todo. Ya no había paraísos en las calles. Las casonas viejas habían dado lugar a cocheras o edificios altos. Su casa,  tal como la recordaba, con su portón de hierro y sus cuatro escalones, no existía.

“Nada, nada queda en  tu casa natal, sólo telarañas que teje el yuyal...” Recordó el tango, pero en su casa, ni siquiera el yuyal existía. En su lugar, un edificio de departamentos; el conventillo de enfrente, era una cochera. La casa de Claudio el taxista, se había convertido en un mini market; ¿y la casa de Dorita, su única amiga de la cuadra? La buscó, pero no reconoció el frente señorial, con sus dos balcones de hierro forjado. En su lugar habían puesto un maxi-kiosco, abierto las veinticuatro horas. Un poli rubros, como lo llamaban los porteños.

Sintió curiosidad y entró. Compraría caramelos o goma de mascar.

Miró con detenimiento la mercadería, mientras el  vendedor le cobraba los “fasos”, como los había pedido el cliente. “Fasos”, no había escuchado nunca más esa palabra lunfarda, referida a los pitillos. Pitillos. Sonrió. Traducido al argentino, cigarrillos y basta.

-Caramelos, por favor- dijo Malena mirando al vendedor. Él levantó los ojos. Tenía  unos ojos profundos y claros. ¡Tan lindos!Le pareció conocerlos.

-Sírvase los  que quiera, yo le cobro después-

-Gracias.-Su tono era ibérico.- Llamó la curiosidad de él, que la miró. Pero ella estaba de espaldas, no podía verle el rostro.

Cuando volvió para pagar lo que llevaba, la observó emocionarse al ver que todavía existían los chocolates con sorpresa, las pastillas de las tres letras, la cajita de corazoncitos de sabor a anís. Pero no dijo nada.

Ella se animó y dijo: - ¿Usted es del barrio? Digo, ¿de hace mucho?

A él no le gustaba hablar. No era un gran conversador. No le gustaban los curiosos. Pensó que “la gallega” sería periodista y andaba buscando alguna información relacionada con los vecinos del edificio contiguo; los padres de los dos chicos que habían muerto en el incendio de la Boite. No le dio mucha bolilla, y contestó con un cortante “No”.

-Pero, no vive en la zona, entonces.-Él la cortó en seco. No se caracterizaba por tratar bien a la gente. Demasiado que se esforzaba por mantener a los clientes y no correrlos con su carácter inestable.- No. Son dos con treinta.- hizo el ticket y se lo dio. No lo hacía con todos, pero “no vaya a ser que esta mina sea de la DGI”, pensó.

Como  habían entrado unos chicos, la ignoró y empezó a atenderlos a ellos. Ella dio media vuelta y se fue. Se fue con esos ojos claros en la mente. Conocía aquellos ojos, o por lo menos le hacían recordar a unos que ella había conocido muy bien. Los ojos del hermano de Dorita. El mayor de los dos, el hombre de la casa, cuando falleció el padre, en el incendio de la fábrica de espirales, allá por el 76.

Pero, no. No podía tratarse de la misma persona.. Si no, él no se lo hubiera negado. No. No era la misma persona dulce y tierna que ella había conocido. El chico de la mitad de cuadra, desgarbado y dentón, quien tenía una educación esmerada, todo una caballerito, como decía su madre. Este hombre que ella había visto en el kiosco era maleducado, grosero, duro. No. Definitivamente, no era la misma persona.

Después deambuló por el barrio, tratando de reconocer lugares. ¡Pero estaba todo tan distinto!

Caminó hasta la escuela Los  muchachos y las  chicas que entraban y salían a esa hora, ya mediodía, eran muy  diferentes también de lo que ella y sus compañeros habían sido. Estos tenían el pelo largo o con rastas que denunciaban la falta de higiene desde muchos días atrás. Aros por todas partes, tatuajes, pantalones rotos, faldas cortísimas, ojos pintados y cigarrillos en los labios. No eran muy  diferentes de los de Madrid, aunque claro, la mayoría de los chavales que conocía, iban a escuelas privadas, que no aceptaban esa indumentaria. Pensó en entrar, pero el personal de la secretaría se estaba retirando y no le pareció pertinente. Las instalaciones habían cambiado sólo un poco. Quizá estaba un poco más grande, habían  extendido el gimnasio. No estaba muy segura.

Una mujer desgarbada, de unos cincuenta y tantos, salía de la escuela, aferrada de sus libros. La miró de reojo, sin verla, pero a la segunda mirada, se puso pálida y apretó el paso, casi corrió para alejarse de allí, como si hubiese visto un fantasma.

Malena entró en un bar y pidió un tostado y una gaseosa light. Hacía calor en Buenos Aires. Ese mayo era raro. Calor, frío, calor, frío, le habían dicho.  

CAPITULO  7

Después del almuerzo, se dirigió decidida a la escuela, otra vez. Ya habría ingresado el personal de la tarde y alguien le podría dar algunos datos, tal vez.

La Secretaría ya no estaba en la planta baja, ni tampoco la Sala de profesores. Habían  tirado abajo varios tabiques y habían construido la biblioteca, que otrora, estuviera en el tercer piso.

Ubicó rápidamente la Secretaría en el primer piso, al lado de la Dirección. ¡Cuantos recuerdos se agolparon en su mente! Los días de su adolescencia correteando por esos pasillos, en los que estaban los salones de cuarto y quinto año. Los chicos grandes y lindos.

Envueltas y sumergidas entre registros de asistencia y papeles, las secretarias  parecían nerviosas y atareadas. Una taza de humeante café se escondía debajo de las planillas y una bolsita de bizcochitos se mostraba descaradamente sobre un escritorio, abierta e invitante.

-Buenas tardes –dijo. Las secretarias dirigieron su mirada a ella. Seguramente creyeron que se trataría de alguna madre en busca de información.

-Buenas tardes ¿Qué necesita?

-Necesito una información, no es actual, así que tal vez, sólo pudiera dármela algún personal que haya trabajado en esta escuela por el año 77.

-¿Qué tipo de información?-La secretaria era bajita y pechugona, rubia, con ojos verdes, cercana a los cincuenta.

-Mi madre trabajó en esta escuela por muchos años, quisiera saber si queda algún compañero de esa época. Necesito ubicar a algunas personas.

-¡Qué lástima! Yo entré en el 82 y Teresita, -dijo señalando a la otra mujer que compartía la oficina,  quien levantó la vista y sonrió- ¿Vos en qué año entraste, Tere?

La  aludida dijo, luego de pensar unos segundos: - En el 90.

-Pero dígame ¿Quién era su mamá?

-Mi madre se llamaba Rosalía  Muster de Farrall. Era profesora de Lengua y Literatura.

-Farrall, -repitió para buscar acordarse.-¿Cómo dijo el otro apellido, el de soltera?

-Muster.-En ese momento entraba la mujer desgarbada con la que se cruzara al mediodía. Llegó justo para escuchar el nombre. Intentó salir, apenas había entrado, pero las secretarias la pararon en seco: -Esperá, esperá, ¿Vos no trabajabas en el 77 en la escuela, Silvina? No conociste a una profesora llamada ¿Cómo era señora, el nombre completo de su mamá?- le dijo a Malena.

Dándose vuelta y quedando frente a frente con la profesora le dijo: -Rosalía Muster de Farrall.

La mujer se puso muy pálida, otra vez la sensación de haber visto un fantasma. Un fantasma que tal vez la había estado persiguiendo por casi 30 años.

Sólo atinó a negar con la cabeza y salió como un rayo de la oficina, para luego perderse entre la multitud de alumnos que iban y venían por el pasillo en recreo.

Pero María Elena percibió en su espíritu que esa mujer sabía más de lo que quería hacerles creer y decidió que la investigaría.

Si tenía otras consultas que hacerles a esas mujeres, se las olvidó en el momento en que esa mujer había desaparecido.

Mientras tanto, las mujeres decían entre ellas,”Sin embargo, me parece que está desde ese año, o antes...”

Ella saludó cortésmente y se fue de allí.

Un nuevo interrogante aparecía en su mente. ¿Quién era esa mujer que dos veces la había visto descomponer su rostro al cruzársela? Sabía que su nombre era Silvina. Pero ¡Qué tonta! Cómo no había averiguado el apellido.

Antes de dejar la escuela, encontró a uno de los porteros y sin más se acercó y le preguntó el apellido de la profesora que se llamaba Silvina, delgada y rubia, de unos cincuenta y tantos.

-Barrera. –le dijo el hombre y siguió con su trabajo de cosechar papeles de caramelos y hojas de carpetas hecha bollos, dispersas por todo el patio del frente.

Ahora sí. Ya tenía una pista. Silvina Barrera. Le preguntaría a Francisco por ella. Si trabajaba en esa época, él debía de tenerla registrada en su mente.

Sabía que había algo más que quería saber, pero no recordaba qué. Bueno, cuando menos, había conocido a alguien que tal vez pudiera decirle algo más del asunto de sus padres. La esperaría a la salida de la escuela. Tal vez lograra que le dijera algo. Pero no estaba segura  si había mentido en cuanto a la fecha en la que había comenzado a trabajar en el lugar. Prefirió confirmar con Francisco, luego la interceptaría y le preguntaría.

No tenía mucho tiempo para recabar datos y juntar las pruebas que el gobierno español le había pedido que presentara para poder hacer una denuncia formal al argentino por la desaparición y muerte de sus padres.

Sin pruebas, nunca podría lograr el enjuiciamiento a los culpables, porque habían actuado tan prolijamente que para la ley, sus padres se habían ahogado en el Río de la Plata, luego de haberse desbarrancado el automóvil en el que viajaban. No había más datos que  un informe de la policía del lugar en donde supuestamente habían encontrado el automóvil.

¡Eso era! Pensó. Iría  a la Policía y pediría datos, tal vez el reporte del que habían sacado los informes para dictaminar la muerte de Alfonso y Rosalía. Vería quiénes lo habían firmado, qué policía había intervenido, quién era el denunciante de todo.

Lo agendó en su libreta. Ya era tarde, sabía que las oficinas públicas cerraban a la una o dos de la tarde. Lo haría al día siguiente. También iría al hospital y buscaría el sanatorio. Eso podía hacerlo a través de la guía telefónica.

¡Había tanto todavía que no sabía, que no tenía cómo saberlo!-Suspiró. Tenía ganas de llorar. Pero no, se dijo, no era tiempo de mariconadas. Había que ser más fuerte que nunca. Intuyó que se  aproximaban días que requerirían de una gran fortaleza emocional y espiritual. Recordó las palabras de su amigo, el protestante, Virgilio, días antes de partir hacia Buenos Aires: “Mira, amiga, tienes que ser fuerte, y apoyarte mucho en Nuestro Señor. Él es el único que te ayudará en este conflicto e iluminará tu senda. Traerá luz donde haya tinieblas, y hará justicia de tus adversarios. Mira, Dios le dijo al profeta: ‘Levántate y come, porque largo camino te espera’. Toma para ti este consejo y reza, reza mucho”. La bendijo con una emotiva oración y se fue. Y no es que ella fuese muy creyente, pero ese hombre sencillo siempre le transmitía paz y le prestaba un poco de su propia fe, que la ayudaba a salir de pozos negros de tristeza. “Un buen amigo, ojalá estuviese aquí”, se dijo.

Caminó un poco, sin rumbo. Tomó un café, sacó algunas fotos. Luego paró un taxi, subió y se dirigió a la casa de los Silverio. Eran casi las seis de la tarde de su segundo día en Buenos Aires.  

CAPITULO 8

Le contó a Francisco lo que había pasado en la escuela. Lo de esa mujer extraña y desgarbada.

La Barrera!- Exclamó. –Esa bruja chismosa y resentida. Ella fue la mujer que te conté nos había visto aquella tarde en que hablé con Laly. No sé qué bajos intereses la movían - En realidad sí, lo sabía.- pero siempre hizo lo imposible por refundir a tu madre. Era hija de un militar, un coronel retirado o algo así. Entró por acomodo, no por méritos. Si se fue tan rápido, es porque sí que se acuerda bien de tu madre.

Después hablaron de otras cosas, de los planes de investigar en el Registro Civil y  en la Policía.

-Sobre eso, -dijo Berta, mientras tomaba un sorbo de su té inglés, -podríamos pedirle a mi sobrino Jorge, que trabaja en un bufete de abogados y le encanta la investigación. Él conseguiría esos informes más rápidamente que si fueses por tu cuenta. Sé que tiene muchos contactos, si querés lo puedo llamar ahora mismo.

A todos les pareció una buena sugerencia. Jorge se encargaría del  papeleo  burocrático. Llamaron al joven e inmediatamente  dejaron en sus manos la búsqueda de los certificados y otros documentos.

Cenaron en paz. Tenían algo menos que hacer de lo mucho que tenían por hacer.

María Elena estaba exhausta. Había pasado otro día y aún no había adquirido un teléfono móvil. Se propuso hacerlo al día siguiente. También iría otra vez al barrio y a la escuela. Tal vez le diera el tiempo de visitar el hospital y recabar datos e información allí. Mandaría unos cuantos correos electrónicos y verificaría su casilla, ya que aún no lo había hecho.

Se durmió pensando en eso tan profundamente como profundo había sido el día anterior.

Se levantó, tomó el café con Francisco, charló de muchas cosas. Le preguntó entre otras cuál sería la compañía de teléfonos celulares más conveniente. El anciano sonrió;  no tenía la menos idea, pero propuso preguntarle a Mariano, el hijo de la encargada del edificio que según él; era “un genio” en computadoras y teléfonos. Al menos, era el que siempre lo sacaba de apuros.

Bajaron y hablaron con el muchacho. Amable y visiblemente animado,  les explicó los pros y los contras de cada compañía. Le habló de marcas comerciales, de chips, de pantallas y de mil y una cosas, que por supuesto, no entendió.

Salió y se dirigió a la primera agencia que encontró. Al fin y al cabo los consejos no le habían servido de mucho. Compró un aparato y unas cuantas tarjetas de llamadas.

Intuyó que lo usaría mucho aquellos días. Tachó en su agenda la compra del móvil. Una cosa más de la lista. También la visita al barrio y a la escuela, de alguna manera estaba cumplida también. Aunque habían todavía demasiados cabos sueltos que amarrar.

Recordó al hombre de los ojos claros, tan parecido y tan diferente al “chico de la mitad  de cuadra”, el hermano de Dorita.

Estaba cruzando  Cabildo, cuando se le ocurrió la idea. Iría otra vez al kiosco y arremetería de nuevo con sus preguntas.

Presentía que aquel hombre también sabía más de lo que quería aparentar. Sintió curiosidad por ese Neandertal porteño, de rostro sin rasurar.

Además, por la emoción, no había sacado ni una sola foto.

Llegó a Caballito. Caminó por la vereda del sol y entró al poli rubros, decidida a jugarse el todo por el todo.

Allí, al fondo, estaba él, cigarrillo en la boca, echando humo  cual dragón mojado. Tenía los ojos clavados en lo que estaba haciendo, detrás de la caja registradora. Calzados sobre su nariz, unos anteojitos de aumento. Dos o tres clientes, escogían sus diarios o revistas, compraban golosinas y abonaban el local  en silencio. Él, prácticamente, ni los miraba, cobraba, daba el cambio, y mascullaba un sombrío “chau”, sin que el cigarrillo se le cayera de los labios.

Ella lo observaba, mientras esperaba que se fueran los demás; escondida detrás de la góndola de los alfajores y los chocolatines, tratando de pasar desapercibida.

Cuando se hubo ido el último, él levantó los ojos, esos ojos profundamente aguamarina y la vio. A pesar de que el fluir de la clientela era incesante, la reconoció al instante como “la gallega que vino ayer”. Estaba seguro de que se trataba de otro periodista de amarillos diarios europeos, en busca de notas  lacrimógenas. Seguro que habían descubierto quienes eran sus vecinos del edificio nuevo. “¡Esos turros! ¡No dejan en paz a la gente que sufre!”. Por eso es que la miró mal. Muy mal. Con bronca. La hubiera sacado de un brazo de patitas a la calle, pero se contuvo hasta ver qué quería realmente. Ella se acercaba decidida.

-Yo... -Los ojos de él, tan llenos de rabia, la desarmaron- Yo estuve ayer; y me preguntaba, si usted, tal vez, conoce a...

-No- Cortante. Antipático. Mal llevado.

-Si no me deja terminar... -intentó ser educada, pero firme. El hombre la estaba  poniendo nerviosa. -Quisiera saber si...

-Mire, -le dijo seco, muy seco, demasiado seco.- Ya le dije ayer que no conozco a nadie;  estoy trabajando en paz y usted no sé a que viene. Si no va a comprar, hágame el favor de irse.- La miraba desafiante; se había sacado el cigarrillo de la boca. Ella estaba callada, al borde de las lágrimas. Pero no se iba a quebrar delante de él. Y le dijo: -Me fui hace veintiocho años de este barrio- quiso  acomodar su acento y resultar porteña- y no sé por qué secuestraron y asesinaron a mis padres, quienes vivían en la esquina. Veo que las cosas han cambiado mucho desde entonces, -las lágrimas estaban por desbordarse de sus ojos, pero las contenía con indignación. El cavernícola no la iba a ver llorar.- Iba a llevar estos caramelos- y se los arrojó sobre  el mostrador con desprecio- pero han de ser tan amargos como usted.

Dio media vuelta y se fue, mientras el codo de la puerta, la cerraba lenta, muy lentamente.

Una anciana, con  un leve  pero rebelde acento italiano, salió de la habitación contigua al local y le dijo al hombre que se había quedado petrificado anta las palabras de la mujer que segundos antes acababa de irse:

-¿Viste, Ernestito, que señora parecida a la mujer del doctor que vivía en la esquina? Ese que atendió al finado tu papá,  cuando le dio la neumonía.-Y le dio un mate, recién cebado y espumoso.

Él, Ernesto Montiel, como se llamaba el hombre, seguía con  sus claros ojos clavados en la puerta, como si el holograma de la mujer, continuara allí, tal como si fuera a transformarse en una presencia constante, como un fantasma que regresase del pasado, y dijo mientras se tocaba la frente con la mano: -¡Qué boludo!

Ya afuera, Malena lloraba, total, ya no estaba enfrente de la “bestia”. No. Él no podía ser Ernestito el hermano mayor de Dotita, su amiga de la mitad de cuadra. No, imposible. Si el Ernestito que ella conocía era “todo un caballerito”, como decían las señoras del barrio, incluida su madre.

Ese pedazo de bodoque no tenía ninguna similitud con ese chico tierno de los ojos lindos. Tal vez, el color de esos ojos. Aunque no había en ellos la inocencia de la adolescencia, sino dolor y rabia; quién sabe debido a qué oscuras circunstancias de la vida. No. Él no podía ser el Ernesto que le dio su primer beso un día jugando a la “botella”, junto a otros chicos y chicas de la cuadra. Había sido una prenda; un sábado de “asalto y baile”, en el patio de la casa de la rubia Mercedes Cardozo. No había sido un beso de amor, romántico, ni mucho menos, había sido un “pico” apurado y  lleno de vergüenza. Sonrió por el recuerdo. Fue un castigo para él, supuso, que seguro hubiera preferido tener que besar a  la dueña de casa, de quien todos los jovencitos del barrio, del club, de la escuela y aledaños, estaban enamorados.

Sacó la máquina de fotos y registró una y otra vez las imágenes del lugar; casas, autos, gente, hasta los cordones de la vereda, que estaban bastante sucios, dicho sea de paso.

En más de una oportunidad, tuvo que limpiar la lente de la cámara porque la mojaba con las lágrimas  que emergían como un chaparrón de ira, bronca, tristeza y desánimo.

Nadie recordaba, porque nadie había estado allí esa navidad del 77. Parecía que todo había quedado desierto y nuevos pobladores habían habitado ese lugar. “Nada, nada queda en tu casa natal; sólo telarañas que teje el yuyal...”pensó en el tango otra vez. Y como la letra de ese tango, nada había quedado en ese barrio, que le perteneciera, que la acercara a la década  en la que había perdido todo, hasta su propia identidad. Habían hecho desaparecer no sólo a sus padres. No sólo a su adolescencia, sus recuerdos, su casa de portón de hierro y Santa Ritas cayendo despreocupadas  por sobre el tapial, hacia la calle. Habían hecho un trabajo limpio y prolijo. “Ellos”, porque no sabía quienes eran ellos, le habían borrado la memoria a toda la gente. ¡Qué luz cegadora le habrían mostrado, que logró borrar todos los recuerdos!

Se acordaba cómo llegar en subte hasta el hospital y se arriesgó a viajar en  ello.

Llegó al lugar que descubrió más grande de lo que lo recordaba. Seguramente, habría sido modernizado durante los cinco períodos de democracia.

Entró a pesar de la huelga, los manifestantes y el público en general que pujaba por ser atendido. Buscó la Administración. Compartía la oficina momentáneamente, con la  del Jefe de la seguridad del hospital “por razones de reformas edilicias”, le dijeron.

Se asomó a una ventanilla, y saludó cortésmente. La mujer del otro lado se limitó a decirle:

-Estamos en huelga. Vuelva la semana que viene.

Malena suspiró y se dijo a sí misma: “Vamos de nuevo

-Señorita, disculpe. No vengo para atenderme aquí, necesito una información; que si usted es tan amable, tal vez, pueda darme.

-No atendemos, estamos de huelga- dijo lacónicamente y sorbió un trago de café.

-Sí, sí, ya me lo dijo y le entendí, pero tal vez usted conoce algún empleado que trabaje desde el año 77- continuó ignorando la falta de educación de la empleada, que por supuesto hizo oídos sordos a su planteo. Defendía su derecho de huelga.

El jefe de la seguridad, un hombre de unos sesenta años y de aspecto duro, se le acercó poco cortésmente. De pronto, la sola mención del año maldito, había despertado la curiosidad del policía.

-¿Por qué quiere saber sobre ese año? No se puede dar ese tipo de información  sin una orden judicial.

-Mi padre fue médico de este hospital. Busco gente que pueda hablarme de ese tiempo. Necesito algunos datos.

-¿Quién era su padre?- No supo por qué, pero el hombre daba por sentado que su padre ya no existía.

-Mi padre se llamaba Alfonso Farrall. ¿Acaso usted lo conoció?

El  policía se puso más rígido de lo que estaba. Pero trató de recomponerse enseguida.

-No- dijo -Yo no estaba en esa época. Nadie es tan antiguo, el personal se renovó en su totalidad en el 84 o el 85. Acá no va a encontrar nada. - Y se fue, dejándola sola en el pasillo; rodeada de la multitud de enfermos y familiares, que buscaban una solución a sus problemas.

“Prepotente el milico”, pensó. Ya se estaba aclimatando al lenguaje porteño.

Al llegar a la puerta de salida, una mujer de mantenimiento que la había observado hablar con el Jefe de Seguridad y  además, la había escuchado, se le acercó y le dijo por lo bajo, disimuladamente:

-Yo conozco a alguien que estuvo en esa época. Pero acá no puedo hablar, es peligroso. Me pueden ver. Yo salgo a las dos de la tarde; la espero en el bar de la otra cuadra, el de la avenida.- Y se perdió entre la gente y los manifestantes.

Malena quedó perpleja. No había podido registrar bien la cara de la mujer. Podría tratarse de una embaucadora. Alguien que querría aprovecharse de ella o tal vez alguien que de verdad sabía algo. ¡Cómo saberlo! Había un halo de misterio en las palabras de la mujer. Pero eran demasiados sus deseos de conocer toda la verdad, más que sus temores. Y se propuso que iría a la cita.

Mientras tanto, el policía hacía un llamado por su teléfono privado

-¿Doctor?  ¿A que no sabe quién estuvo recién acá, conmigo?-Del otro lado, una voz le  siguió la conversación. A lo que el policía contestó: - La hija del gallego Farrall, ¿le dice “algo” ese apellido, doctor? –A lo que la voz del otro lado respondió, luego de un silencio provocado por el asombro al oír ese nombre.

-Sí- contestó “el doctor”- Me dice: 200.000 dólares

El otro sonrió - Ya me parecía que tenías buena memoria, “doctor”. ¿Qué vamos a hacer? La mina está haciendo preguntas y buscando gente de la época, averiguando quién sabe qué cosas.

-¿Qué vamos a hacer? Vamos a seguir lo que dejamos hace 28 años. Por algo el destino la trajo en este momento. Ya sabés lo bien que nos vendría esa plata. Porque esa plata debe estar en algún lado. Estoy seguro de que nadie la encontró jamás. Y la mina ésta debe de estar buscándola. Mirá, te dejo, estoy ocupado. Manteneme informado, cualquier cosa que vuelva tratá de que se conecte conmigo, yo le voy a dar lo que busque.- Y largó una carcajada.

Ambos rieron. Seguían estando de acuerdo. Como veintiocho años atrás.  

CAPÍTULO 9

-No podés ir sola- Le dijo Francisco por teléfono- Es muy peligroso, yo te acompaño.

-No, no hace falta- no quería que se tomara la molestia de tener que ir hasta la zona del hospital a más de veinte minutos de taxi.- Además, ya casi son las dos.

-No, no, de ninguna manera. Salgo para allá, esperame.-Era muy cabeza dura el profesor de Historia. Se sintió protegida y halagada por la preocupación.

Buscó el bar, era chico y bastante íntimo. Tenía hambre. Era un gran problema su ansiedad. Si no se controlaba, llevaría varios kilos de más a Madrid. Envidiaba a las personas a las que se les cerraba el apetito frente a las presiones. A ella todo lo contrario; un  dinosaurio hambriento se le despertaba y rugía enloquecido exigiendo chocolate o cualquier otra cosa.

Se propuso pedir sólo un pebete de jamón y queso y una gaseosa  dietética. Se había nublado y amenazaba tormenta. Repasó mentalmente los acontecimientos del día hasta ese momento. Habían sido muchos y duros. No podía sacarse de la cabeza “aquellos ojos del color del tiempo”. Tampoco la pinta amenazadora del policía del hospital. Se le erizaron los pelos de la nuca. No supo por qué.

Mientras tanto, se hacía la hora y Francisco ya estaba en viaje para el barcito para encontrarse con Malena y la misteriosa mujer del Hospital.

A las dos de la tarde en punto la empleada del servicio de mantenimiento dejaba el hospital y rápidamente se dirigió al bar. Francisco no había llegado aún.

Entró. Tenía un saco negro gastado, de paño; y calzaba unos zapatos enchuecados por el uso. A modo de cartera, una bolsa de plástico con manija, debajo del brazo. La divisó en el fondo y se le acercó lentamente, sorteando las otras mesas. Miró para todos lados como si  buscara  que no hubiese conocidos en el lugar. Se paró al lado de la mesa y saludó.

-Siéntese- dijo María Elena-¿Quiere comer o beber algo?

-No, gracias. Bueno, sí, es que no como nada desde las 6 de la mañana que entré. –Sonrió avergonzada- Un pebete y un café con leche.

El mozo, que se había acercado tomó nota y partió rumbo a la cocina a preparar el pedido.

-La escucho -dijo Malena-¿Qué tiene para decirme?

-Bueno, ya sabe. Yo trabajo desde hace unos años en el hospital. La cosa anda mal acá. ¿Usted es de afuera, no?- No entendía a dónde quería llegar esa extraña mujer. En eso, un hombre bajito y morocho salía del baño, a espaldas de la mujer; por lo que ella no lo vio, aunque él sí a ellas dos.

-La cosa está dura.-Repetía la mujer-  Mire, yo puedo presentarle a una persona que sé que trabajó en el 77 en el hospital. Pero no es cerca de acá. Yo la puedo llevar, pero no puedo pagar el transporte hasta allá. Es lejos, en la provincia.

-El dinero no es problema- dijo Malena y al instante se arrepintió de haberlo dicho. No fuera cosa de que esa mujer sólo buscara engañarla, y sacarle dinero a cambio de nada, o hacerle daño. Había escuchado de los secuestros a extranjeros.

En eso llegó Francisco. “Menos mal”, pensó y suspiró aliviada. Le hizo una seña y él llegó hasta la mesa. El mozo entregaba el pedido.

La mujer se puso visiblemente nerviosa,  trató de disculparse y dijo que se le había hecho tarde. Pero ambos la obligaron a decir lo que sabía.

El otro hombre, el bajito que había salido del baño, no les quitaba los ojos de encima; aunque no podía escuchar la conversación.

-Si lo que quiere es dinero, puede que lo tenga, siempre y cuando me diga algo que me sirva y yo compruebe que es verdad.

-Bueno, señora, yo no quise... No vaya a creer que quiero jorobarla, de ningún  modo.-Estaba nerviosa, hasta podría decirse que manifestaba cierta   vergüenza al hablar.- La verdad es que conozco a una mujer que  trabaja en un geriátrico, en donde yo trabajé hace algún tiempo. Disculpe, no le dije,  mi nombre es Coca- dijo a modo de presentación y continuó el relato- Ella fue instrumentista en el hospital, y se fue antes de que subiera Alfonsín. Si sabe algo de esa época, se lo va a decir.

-¿Y dónde está ella, cuál es el nombre de esa mujer?

-Ella vive en  la Matanza, yo la puedo acompañar. No es fácil llegar, además es peligroso el barrio.

-Bien, eso puede arreglarse- dijo Francisco- ¿Cuál es el nombre de esa mujer?

-Mary. Mary Ramirez.

Y como si hubiera dicho demasiado, sacó un lápiz de la bolsa y anotó en una servilleta un número de teléfono.

-Cuando quiera ir me llama a este número, es el de mi hija, le dice que es por lo de la Mary. Ella va a entender. Me tengo que ir.-Y se puso de pie. En ese instante el tipo bajito se retiraba furtivamente, dejando unos billetes arriba de la mesa, por lo que Coca nunca supo que había sido observada por él.-Gracias por el sándwich y el café.

Y se perdió en la calle.

-¡Qué mujer sombría!- dijo Pancho Iriarte-Francisco Silverio.-No te conviene ir sola. Cuando te decidas vamos juntos y hablamos con esa mujer.

-Claro- Se había convencido de que algunas cosas no podría hacerlas sola, al menos no en Buenos Aires.

El hombre morocho y bajito habló por su celular y recibió un par de indicaciones que buscó cumplir al pie de la letra. Siguió a Coca hasta la parada del colectivo y esperó a que se subiera en él. Luego tomó un taxi y llegó antes a la parada en donde él sabía que bajaría la mujer.

Ella se puso pálida cuando lo vio frente a ella.

-¿Qué haces acá? ¿Qué querés?- le dijo asustada.

-¿Qué anduviste hablando con la mina esa en el café?

-¿Qué te importa lo que hablo y con quién?- le contestó queriendo zafar del interrogatorio. Pero el hombre la tomó del brazo haciéndole caer la bolsita con el monedero y otros elementos.

-No te hagás la difícil, Coca, ya sabés lo que el “Trompa” le hace a las difíciles como vos. O me decís o vas en cana por lo de los “remeditos” que se te pegan en las manos.

-Dejame en paz, Negro. Yo no hago nada. Y con esa mina del bar, estoy haciendo negocios.

-¿Qué negocios? ¿No sabés que los negocios del hospital los manejás solamente con “el Trompa” ? Esa mina anda haciendo averiguaciones y que el “Trompa” no se entere que andas hablando de más por que sos boleta, vieja.

La mujer temblaba, a estas alturas sabía lo que el “Trompa” le hacía a los que hacían negocios por su cuenta.

-Yo no sé nada de nadie. ¿Qué voy a saber yo? -sonreía nerviosa- La escuché y le quise sacar unos pesos. Pero la gallega no es  tonta, y no me largó un mango, se fue todo a la mierda. Yo no le dije nada, ya te digo; ¿qué le puedo decir yo, si recién estoy llegando de Santa Fe?- El tipo le apretó muy fuerte el brazo y le marcó los cinco dedos. La miró a los ojos y le sentenció

-No andés hablando al pedo, gorda, por que sos boleta. Ya sabés.  

TERCERA PARTE

Te vi, juntabas margaritas del mantel

Ya se que te traté bastante mal,

yo no sé si eras un ángel o u rubí,

yo simplemente te ví.

Te ví ( un vestido y un amor) Fito Páez

 

CAPITULO   10

Su tercer día había pasado también. Jorge la llamó a su celular por la tarde, lo de los papeles estaba en marcha. Era muy amable el sobrino de Berta, pensó. Le haría un regalo antes de irse.

Pero su cuarto día había comenzado y pensó en ir a la escuela a buscar a la profesora Barrera. Por eso se vistió de invierno; porque afuera en la calle, se había instalado el mal tiempo y la temperatura había descendido considerablemente. Ya eran las nueve de la mañana. Había hablado con Chabeli y con los tíos la noche anterior. Todo marchaba de maravillas en Madrid. Eva extrañaba a Quique que había ido a Gottemburgo, Suecia, por el evento de cine. Hasta Karl la había llamado a casa de Silverio, pero no la había encontrado.

Le quedaba un poco más de un mes todavía y aún no tenía nada, de nada.

Salió. La llovizna le golpeaba la cara, le empañaba los lentes. Se le filtraba  por la ropa y le empapaba el corazón.

Llegó al barrio y se dirigió a la escuela. Subió las escaleras, llegó a la Secretaría. Golpeó suavemente la puerta de madera.

Otra secretaria le abrió, no era ninguna de las que había conocido días atrás. Era la de la mañana, le aclaró la mujer. El hecho de que no la conocieran le dio una idea.

-Busco a la Profesora Barrera.

-¡Ay! ¡Qué lástima!- dijo la mujer- La señorita Barrera ayer se retiró descompuesta y presentó una licencia.

-Vaya, qué contrariedad.-dijo Malena.-Necesitaba hablar imperiosamente con ella. ¿Me puede dar el teléfono o la dirección de la casa, por favor?

-¡Cuánto lo siento!-dijo la secretaria- Pero esa información es privada de la escuela. No se la puedo dar. Usted comprenderá, es el reglamento.

-Claro, claro, -dijo María Elena, buscando algo en su cabeza que le ayudara a conseguir la información-Sí, es una pena, íbamos a enviarle un presente  por, por... -pensó- los 25 años de labor continua como docente del área.

Pareció creíble, tal vez, por que la secretaria le dijo- Siendo así, nadie se opondrá a que le diga donde vive. Al fin y al cabo, cualquier alumno le puede decir.-Y le dio la dirección.

-Pero por favor, -dijo Malena- No le diga a nadie, mucho menos a ella, es una sorpresa del círculo-inventó- de profesoras de inglés...

-Claro, claro, descuide.

-Gracias

Salió de la oficina. Miró esos pasillos, por donde su madre había caminado tantas y tantas veces. La imaginó de todas maneras, de invierno, de verano, de otoño y primavera. Combinando los colores, las chalinas de seda o las de lana, los suéteres de bremer, los tapados de paño.

Iría en ese mismo instante a ver a la profesora Barrera. O mejor, le pediría a Francisco que la acompañara. Recordó el nombre de Emilia Larrañaga, pero difícilmente la recordarían a ella que había dejado la escuela antes que su madre.

Eran tantas las cosas que tenía que averiguar. En principio, ¿Qué sabía  Silvina Barrera que la hacía huir a ella? ¿Por qué no había ido a trabajar ese día?

Después estaba Coca, la del hospital.¿Cuánto de verdad habría en lo que le había dicho?¿Cómo encontrar a esa Mary Ramírez en el partido más populoso del Gran Buenos Aires?

Llovía. Decidió guarecerse en un barcito de la Avenida Rivadavia, cerca de la escuela.

No había muchos parroquianos a esa hora de la mañana; el mozo y el hombre que estaba detrás de la caja registradora y parecía absorto mientras escuchaba la música que salía de su equipo de audio.

Lo observó unos momentos, porque no tenía nada mejor que hacer.

Alto, delgado, de grandes entradas en las sienes; pero largo cabello hacia los hombros, como un grito de rebelión hacia la calvicie que ya le había dictado su inflexible sentencia.

Sonrió. ¡Tenía tanto en qué pensar y se detenía a  mirar al hombre que le cobraría su café!

El mozo, un muchacho de unos veinte años, se acercó solícito.

Elle le pidió un café y se tentó con los pastelitos de hojaldre que se exhibían descaradamente debajo de la campana de vidrio.

“Tengo que controlar esta ansiedad”, se dijo. ¡Pero qué podía hacer! No estaba en Madrid y no podía ir al gimnasio a hacer sus ejercicios aeróbicos y sus aparatos. Extrañó  sobre todos a la bolsa de arena. ¡Tenía tantas ganas de golpear a alguien! Se le vino a la mente la cara del cavernícola del polirrubros.

El mozo le trajo su pedido, y ella comenzó a deshojar el pastel como si fueran margaritas. Miró por la vidriera; por encima de los visillos a cuadritos, verdes y blancos, con broderie en la parte inferior.

La gente caminaba apresurada por la avenida. Los colectivos se pasaban unos a otros y pensó que nadie respetaba demasiado las velocidades máximas.

Tampoco los peatones  esperaban la luz verde para cruzar. Todos parecían  enloquecidamente tan apurados.

Pero, ¿dónde va la gente cuando llueve? Ella no lo sabía, pero alguien se había hecho esa pregunta dos décadas atrás y le había puesto música de fondo.

Todo eso era parte de un pasado que desconocía. De una cultura que no le habían permitido vivir ni experimentar.

Le habían robado una adolescencia con Sui generis o Seru Girán. No había escuchado a Fito, ni se había emocionado con Heredia o la Negra Sosa.

No tuvo viaje a Bariloche ni perdió su virginidad en los bosques de Palermo, un día del estudiante; mientras cursaba quinto, como muchas otras chicas de su edad.

El hombre de la caja, escuchaba  Un vestido y un amor” de Fito Páez, pero ella no lo sabía.

Siguió absorta, contando  sus  propias margaritas del mantel, cuando escuchó la voz a su lado y levantó los ojos.

Se quedó helada. Era el hombre rudo de los ojos claros. Hubo un silencio unos segundos. Ya le iba a salir a flote la “gallegada”, pero él habló primero.

-No me di cuenta de que eras vos.-Tenía la expresión del perro que tiró la olla. No parecía la bestia del kiosco, ahora sí, se parecía más al hermano de Dorita.

Lo miró altanera por encima del marco de los lentes y le dijo: -¿Y quién se supone que soy?

-La... -se cortaba-...  de la esquina, la... -¿tartamudeaba?

-La gordita de anteojitos de la esquina.-completó ella la frase muy seriamente, marcando las sílabas.

-No, no, no iba a decir eso, iba a decir la  hija del médico de la esquina. ¿Elena, no?-Su voz intentaba sonar amistosa. Esbozó algo que bien pudo haber sido una sonrisa. Ella pensó que no sabría cómo hacerlo.

-Sí.-asintió- María Elena Farrall.

-Claro... María Elena. Te vi... cuando iba para el banco, y... -Buscaba las palabras. Le costaba decir, lo que tenía que decir. Sólo atinaba a mirarla, a clavarle esos ojos que tenían un extraño color ese día de lluvia. Al fin se animó y le dijo: - Perdoname. Te traté bastante como la miércoles. Es que pensé que eras... -quiso explicar-bueno- desistió- no importa que pensé.-Ella lo miraba en silencio.- Yo creo que tengo que  hablar con vos. Estuve pensando mucho y tal vez  haya algo de lo que yo sé que te puede ayudar, te sirve, ¡Qué se yo!- Se sentó. Nadie le dijo que se  sentara. Pero él lo hizo y punto. Así era él. Entraba a su vida sin invitación. La miró. Encendió un cigarrillo, la invitó con uno, pero ella no fumaba. Estaba barbudo, desprolijo. La campera de cuero negro, le brillaba por las gotas de lluvia. Estaba gastada en los codos y los puños. Los ojos se le habían enternecido, un poco. El pelo negro ostentaba algunas canas. No era un chico. Ya tendría al menos, cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco años. Parecía nervioso por la situación. Exhaló el humo de su cigarrillo negro.

-Yo no me puedo quedar ahora, tengo que ir al banco y hacer un millón de trámites. Pero como a eso de las  dos de la tarde, voy a estar desocupado. Si querés, nos encontramos otra vez acá y hablamos.

Ella miró el reloj, eran las 11,30.También ella tenía ojos penetrantes y oscuros como ese café que tomaba; lo miró fijamente, tan fijo que  ambos se estremecieron, sin saber por qué. Tomó aire y le dijo: - No me falles. Aquí estaré.

Él se puso de pie otra vez y se despidió; miró  al semi calvo de la caja registradora, levantó la mano y lo saludó con un “chau turco”.

Lo observó mientras se iba. Le llamó la atención verlo cojear levemente de la pierna derecha. No recordaba que tuviese ese problema. De la tartamudez, sí, de cuando lo hacían enojar con Dorita, o cuando se embroncaba en la plaza después de jugar el picado con los chicos del barrio y perdían. ¡Cómo lo cargaban! Casi lo había olvidado. Pero ¿a qué se debería su actual problema?.

El caso era ¿qué sabía Ernestito Montiel  que pudiera aclararle el panorama?

¡Cuántas piezas sueltas para ordenar! Y ¡cuántas faltaban aún para darle forma a ese rompecabezas macabro!

Terminó el pastel. Pidió otro café. Sacó su agenda, anotó lo que haría por la tarde.

-Cita con E.M-Le causó gracia la palabra “cita”. Siguió.

-Llamar a Coca, la del hospital. Concretar entrevista con Mary Ramírez.

-Ir a la casa de Silvina Barrera. (Lo haría con Francisco)

- Saber qué más había averiguado Jorge, el sobrino de Berta, en el Registro Civil y la policía.

Pagó. Pensó en cambiar dinero en el banco. Lo dejó para el día siguiente. Tomó el teléfono y sacó de dentro de la agenda la servilletita de papel en donde la misteriosa mujer del hospital le había anotado el número de la hija.

Llamó. Una mujer joven atendió el teléfono, o al menos, la voz de la mujer que atendió le pareció joven. Coca no estaba. Ni siquiera le supieron decir cuando  estaría en esa dirección. Pensó en ir a buscarla al hospital, después de todo no estaba a más de  veinte minutos de donde ella estaba.

Fue. El lugar era otra vez un mundo de gente. Entró, buscó a Coca con la mirada, entre la muchedumbre. No la vio, en cambio, un hombre del servicio de limpieza se cruzó en su camino, ella lo paró y le preguntó por la mujer que buscaba.

El hombre no sabía mucho, sólo que no se había presentado a trabajar ese día.

¿Pero qué les pasaba a los argentinos que faltaban al trabajo justo cuando ella los necesitaba? Le pareció una extraña y nefasta coincidencia. Justo las dos mujeres que podían aportarle algún dato, no habían ido a trabajar ese día.

Se sintió desanimada. Tenía tres cartas en la mano, pero con ninguna de las tres podía por el momento hacer un juego decente. Lo que no sabía era que cuando lograra hablar con esas tres personas, con las que tenía que encontrarse, armaría no sólo un juego, sino una muy buena parte de su historia.  

CAPITULO 11

-¿Por qué no puedo tener una fiesta de quince, como todas las chicas?

María Elena quería saber. Había soñado desde los 12 con la fiesta. Se había imaginado la suya el día que le festejaron el cumpleaños a Dorita, su amiga, en el patio de la vieja casa de la calle Arlt.

Carmencita le había hecho en una hoja de canson, el diseño para su vestido. Había escrito en su libretita rosa, la lista de los que invitaría: primero de todo Luis Mario Greco; el de quinto, el que tanto le gustaba, el alumno de su mamá. Después seguían los otros, sus compañeros de año, los chicos y chicas del barrio.

Pero Rosalía, mientras acomodaba la ropa recién planchada en la cómoda y el ropero, parecía no entender sus anhelos.

-Te prometo que viajo a España el año que viene.

-No. Tiene que ser este año. Además, la fiesta vale casi lo mismo que el viaje. Y no me vas a decir que un viaje a España, no es cien veces mejor que una fiesta.-la mamá intentaba disuadirla.

-Pero si yo no quiero una fiesta en el “Sheraton”, ni en los “Chinos”... Me conformo con una chiquitita como la de Dorita, en el patio. Dale má... -Parecía que la madre no interpretaba sus sueños. No podía entender que ese día, sería el día en que bailaría con Luis por primera vez y tal vez, hasta lograra que él se enamorara de ella al verla vestida como una princesa rosa. ¡Su príncipe azul! Tan lindo con esos ojitos verdes, con ese pelito rubio, con ese mechoncito que le caía como al descuido sobre la ceja derecha.

-Dale mami, convencelo a papi. Una chiquita, unas gaseosas, una tortita, unas pizzas, qué sé yo... Quiero estar con mis amigos antes de irme...

-No sé- Laly parecía pensarlo-  Tal vez arreglemos una fiestita de despedida, pero no te prometo nada. Ya no queda mucho tiempo. Te vas el seis, y ya estamos a veintitrés de noviembre; tu cumpleaños es el primero. No, no. No hay tiempo de organizar nada...

Pero ella insistía, insistía, insistía. Quería destruir la fortaleza de “noes”, que su madre le había levantado.

Salió enojada del cuarto. Olguita en la cocina, pelaba cebollas y morrones para hacer un pastel de papas, el preferido de papá.

Alfonso atendía a un hombre en el consultorio, de esos que nunca tenían una orden de consulta, ni dinero para pagar.

El teléfono sonó chillón, rompiendo la monotonía de la tarde. Hacía calor ese noviembre del 77, el sol no se decidía a  ocultarse y ya eran cerca de las siete de la tarde.

Olguita golpeó suavemente la puerta del consultorio y le anunció con su acento santiagueño a Alfonso, que tenía teléfono. Él atendió desde el consultorio. El paciente se retiraba agradecido, dejó la puerta entreabierta.

-Sí, soy yo.-silencio-No sé de qué habla. Yo no estuve allí, no era mi día de guardia.-Otro intervalo de silencio. La otra persona hablaba del otro lado.-No sé porqué me habla a mí. Si tiene esas dudas debería hacer la denuncia en la policía.- Se notaba que no estaba muy seguro de lo que decía- Yo no he visto nada raro. No puedo ayudarla. Lo siento.-Colgó. Esa mujer que había llamado, lo había hecho transpirar. ¿Por qué le preguntaban a él por los actos de sus compañeros? Apenas conocía al médico nuevo. Había ingresado al hospital después del golpe militar, el año anterior; sabía que era un hombre sin demasiada experiencia en la medicina, porque era muy joven, no llegaría a los treinta años.

También sabía que andaba de muy buenas migas con unos extraños personajes del Ejército o la Armada. A veces, hacía algunos trabajos para la Policía del barrio del hospital, nunca muy claros; pero lo cierto es siempre lo buscaban a él. Y los que lo buscaban eran personajes siniestros, que no se daban a conocer abiertamente. Siempre envueltos en las sombras del misterio y de la noche. Siempre en busca de la misma persona,  hablaban por lo bajo en la oficina del director, a la que extrañamente el joven médico tenía acceso. Después de un tiempo se enteró, claro, que era pariente del Jefe del hospital.

También sabía que muchas veces, (durante sus guardias nocturnas, los había visto salir) lo acompañaba una enfermera; una instrumentista que oficiaba de partera en algunas ocasiones, cuando lo ameritaba el hecho. Mary Ramírez, mano derecha y algo más del profesional que dirigía el nosocomio.

Seguramente que “el pibe”, como le decían los más veteranos, andaba en algo raro. Pero no sería él el que dijera algo al respecto. Conocía los códigos y estaba empezando a conocer los nuevos códigos que se habían instalado en el país desde el 76 y por qué no decirlo, desde antes también. ¿O acaso era un misterio lo que había debajo del pavimento de la General Paz?  Y según decía su finado padre, no habían sido los conservadores los que habían hecho semejantes cimientos.

No sabía demasiado y no quería saber el doctor Farrall, por  qué las jovencitas de la alta alcurnia   entraban por la puerta de atrás del hospital, a la medianoche. Y que una hora después salían encorvadas, tomándose del estómago, directo a continuar con sus vidas, sin el peso de sus embarazos no deseados. No. No sabía tal vez  porque lo hacían todo muy discretamente. Y cuando las “malas lenguas” comenzaron a contar estas historias por los pasillos, se llevaron su sucio trabajo al sanatorio “Colón”, cuyo dueño era también el director del hospital y por supuesto trabajaba su sobrino a quienes las enfermeras apodaron por lo bajo “Menghelito”, por su similitud con el asesino nazi.

Un par de veces,  había hecho las licencias de los clínicos del sanatorio, como una “extra”. Algunas guardias los fines de semana. Y nada más. Allí eran más reservados y nadie hablaba de nada. Tampoco nadie preguntaba nada. Y casualmente, o no, Mary Ramírez, trabajaba también allí.

La persona que lo había llamado le decía que su hija había sido atendida por un  doctor joven durante el último mes del embarazo; que la muchacha y su esposo habían desaparecido al momento de dar ella a luz, junto con su bebé.  Al menos, no había tenido más noticias de ellos hasta el momento. Pero, ¿y él, qué podía hacer?

“Usted es una buena persona”, le había dicho la voz en el teléfono. “Usted es un médico decente, tiene que saber lo que pasa en el hospital”.

Pero él sólo se limitaba a hacer su trabajo, curar enfermos, atender heridos en la guardia, bajar la fiebre de alguien, recetar antibióticos. No podía, ni quería mirar más adentro, de lo que sus ojos le permitían mirar.

Laly entró con un vaso de limonada fresca. Siempre que él se desocupaba por unos instantes, ella entraba a  mimarlo un poco; a hacerle compañía, a llevarle una vaso de algo fresco en verano, o café en el invierno.

Lo encontró, como desde hacía unos meses lo encontraba: preocupado. Se le acercó cariñosa y le preguntó suavemente: - ¿Qué pasa “Gallego?”  Te noto tan preocupado.

Él  la acercó contra su pecho. ¡Amaba tanto a esa mujer! Sintió que moriría si alguna vez la perdía. Ella y María Elena eran todo para él. No quería preocuparla, a fin y al cabo ¡qué podía resolver contándole los turbios sucesos del hospital!

-No pasa nada.-Le acariciaba el pelo con ternura. Ella podía percibir su preocupación, escuchar los latidos de su corazón. ¡Cómo apreciaba a ese buen hombre que había elegido como su compañero “hasta que la muerte los separara”!

Por que ella había podido elegir. Había podido darse el lujo de escoger entre dos hombres maravillosos. Ella, que nunca sería una “miss” ni siquiera de la cuadra o del barrio. Ella que era una mujer común, como tantas otras. Una  de esas mujeres que a simple vista no dejarían huellas profundas en la vida.

Pero ella había hecho la diferencia. Ella sí, había podido escoger. No había sido fácil elegir a uno y descartar al otro. No. Tuvo que sopesar cuánto de inestabilidad y pasión tendría con uno, cuánto de paz y de una amor tranquilo con el otro. Había tenido que elegir entre el soñador e idealista y el hombre reposado y tranquilo, sin demasiados  proyectos inalcanzables.

Uno, que quería cambiar al mundo. El otro, sólo mejorar su existencia. Uno, que luchaba por sus ideales, sin reconocer los límites, ni  prometer seguridad y el otro; que le ofrecía la paz de un hogar razonablemente armonioso. Un amor suave, sin sobresaltos. “La pasión- le había dicho su madre antes de morir- es efímera, puede que se esfume en una noche, pero el verdadero amor, es el que dura, que soporta los embates de la vida; te asegura un futuro venturoso, la seguridad de un hogar; hijos criados a la sombra de los valores morales...”

Y ella había elegido a Alfonso. De los dos, el que podía  asegurarle una vida sin demasiados sobresaltos.

Olga llamaba a la puerta. Los trajo de nuevo a la realidad. Laly salió del consultorio y Alfonso se preparaba para atender al siguiente paciente que esperaba en la salita.

Al día siguiente, en el hospital, un mensajero le daba en propias manos a Alfonso, un mensaje escrito a máquina. Él lo abrió, no podía creer lo que leía: Su mujer lo engaña. Firmaba, Una amiga que lo aprecia.

Hizo un bollo con el papel y lo arrojó al cesto, muy enojado. ¿Qué clase de broma estúpida era esa? Llamó a la casa, no contestó nadie. Laly no estaba, habría salido. “¿Adónde habrá ido?”- se preguntó. Ese día no tenía que ir a la escuela, no tenía clase por la mañana. La duda le atravesó la mente y el corazón. No le había dicho nada la noche anterior de que saldría por la mañana. Estaba  celoso. El mensaje le había contaminado el corazón.

Horas después, otro mensaje, pero telefónico esta vez. La voz de mujer le decía: -“Su mujer lo engaña descaradamente con Francisco Iriarte. ¿Hasta cuándo lo va a permitir?”

-¡Mentiras! ¿Quién habla? ¡Dé la cara, no sea cobarde!- La mujer del teléfono atinó a responderle:

- Cobardes son ellos dos, que desde hace tiempo lo están tomando por imbécil. Averigüe y verá cómo tengo razón.- Y le cortó la comunicación.

Él quedó absorto. No podía creer que Rosalía, “su” Rosalía le era infiel con Iriarte. Por supuesto que él sabía que eran muy buenos amigos, demasiado “buenos” para su gusto. Claro que él conocía que Iriarte la había pretendido diecisiete años atrás, pero al fin y al cabo, ella lo había elegido a él y no al profesor de Historia.

CAPITULO 12

Tenía la cita con  Ernestito Montiel a las dos de la tarde. Tenía también que tratar de localizar a Coca, la del hospital y por último visitar a Barrera, pero acompañada de Francisco.

El clima no había mejorado en ese rato en que anduvo por la calle. Se sorprendió al ver cuántas baldosas flojas había pisado en ese lapso de tiempo.

Tomó un taxi a unas cuadras del hospital. El chofer escuchaba música, atento, le preguntó si le gustaba “Charlie”. Ella le contestó que le era indiferente. Pero no pudo no escuchar lo que la letra del tema decía. Se sintió totalmente identificada. Hablaba de alguien perdido en un país de injusticias y asesinos sueltos, parafraseando el cuento de Alicia en el país de las Maravillas.

Ya eran casi las dos y se dirigió al barcito. El celular le sonó para avisarle que tenía varios mensajes de texto. Uno era de Francisco, tenía importantes novedades que le contaría después, cuando regresara al departamento de Belgrano. Los otros dos eran de Jorge, había conseguido informes de la policía, aunque había tenido que mover muchos hilos para ello.

¿Qué habría descubierto Pancho Iriarte que era tan importante?. Bajó del taxi, otros temas de Charlie sonaban en  el interior del auto. Se equivocó de dirección y  tuvo que caminar una cuadra. El semáforo la detuvo y detuvo sus pensamientos. Prestó atención al cruce de la avenida, a no mojarse más los pies en los baches de la calle, a no pisar más baldosas flojas. Miró para todos lados. ¡Qué monstruosa parecía Buenos Aires bajo la lluvia, esa tarde de mayo! Sintió miedo y se sintió sola en medio del gentío que iba y venía por todas partes.

“Estamos en la tierra de nadie, pero es mía. Los inocentes son los culpables, dice su señoría, el Rey de espadas”. Recordó la canción que acababa de escuchar. Sí, se sentía como esa Alicia en ese país que no era precisamente de maravillas, sino de horrores y de violencias. ¿Qué sabía Ernesto que la pudiese ayudar? Entró al bar a jugar la primera de las tres cartas.

Allí, en el fondo, estaba él. La esperaba desde hacía unos minutos, se dio cuenta porque en el cenicero había varios puchos aplastados. Se saludaron amables. Él lucía diferente. Se había afeitado y tenía puesta una campera  de mejor calidad que la que se había puesto por la mañana. Por lo visto, se había hecho un tiempo para cambiarse la ropa. No habría podido hacer “su millón de cosas”, seguramente.

-Viniste- dijo él levantándose para recibirla.

-Claro, todo lo que puedan decirme me ayuda. No desprecio nada que me clarifique las cosas.-Contestó  con su marcado acento español.

-Te agallegaste... -Dijo sonriendo y agregó- Claro, hace tanto que vivís allá, imposible no hablar como ellos.

-Muchos años escuchando a los gallegos, viviendo con gallegos, trabajando con gallegos, que querés- Sonrió, había usado el verbo, a la manera porteña. Agregó: - Es cuestión de tiempo.

-¡Estás tan parecida a tu vieja! Bueno ella tenía otro color de pelo, pero  en el resto, sos igual. Mi tía Delia lo notó apenas te vio. ¿Te acordás de mi tía Delia?- Ella asintió con la cabeza- Vive en la casa de los viejos desde que murió mi vieja.

-¿Tu también vives todavía allí?- Empezaba a intrigarse por saber algo de ese hombre que tenía enfrente. Lo miró a los ojos. Nunca le había prestado atención a los ojos de Ernesto. Nunca se había atrevido a mirarlo demasiado fijamente. Hasta ese momento.

-No- dijo él.-Yo alquilo un departamento de dos ambientes por Ambrosetti. Ahí solamente tengo el polirrubros, que es mío. Cuando volví de..., quiero decir cuando salí de la colimba, del servicio militar, yo estuve mal. Como cinco o seis años; después me acomodé un poco. Pasaron muchas cosas. Y con el tiempo, puse el negocio. Trabajo no había, había que inventarlo.

-Cuéntame de tu hermana ¿Qué es de su vida?

-Dorita se casó con  un muchacho que estudiaba veterinaria. Cuando se recibió se fueron a Esquel; porque él consiguió trabajo en una estancia que cría ovejas. Hace como veinte  años o más que trabaja ahí. Tienen cuatro chicos. No perdieron el tiempo- Sonrió.

-Y, ¿vos? -Ella ya estaba adquiriendo el acento argentino- Digo, ¿te casaste, tenés hijos?- Le importaba saber de él. No se daba cuenta porqué aquél hombre le atraía tanto. Casi no estaba apurada por saber qué tenía para contarle sobre sus padres.

-Yo... -dijo él sonriendo tristemente- Yo soy un desastre. Me casé y me divorcié a los dos años. Bueno, mi ex mujer se divorció de mí. Yo estaba demasiado “ido” para darme cuenta de lo que estaba pasando. –Carraspeó, largó el humo de su tercer cigarrillo- hijos no tengo. Creo- Bromeó.- Y ¿vos? –La miraba a los ojos, ella se sintió cómoda por primera vez con un hombre prácticamente desconocido.

-Yo también me casé y también  me divorcié hace ya unos años. Tengo una hija de dieciséis que se llama Chabeli- y sacó una foto de ella que tenía en la cartera y se la mostró.

A la madonna! ¡Qué linda piba!- La miró a ella y miró la foto. Agregó: - Tiene tu sonrisa.

-Gracias. Se parece al padre. Mi ex esposo es alemán, muy alemán.

-Ah, claro. Te separaste porque el tipo debió ser un “Adolfito” cualquiera; ya me lo imagino dando órdenes todo el día.

-Nada que ver- largó una carcajada franca – Me dejó por su secretario.

-¿Secretario?- Se sorprendió.- ¡A la pucha! Eso debe de ser bravo.

-Sí- dijo ella- Pero ya fue.

-¡Qué bestia!- dijo él- No te invité con nada. ¿Tomás algo?

-Sí, café- y  se contuvo de comer algo, pues no había olvidado las calorías que había ingerido con el pastel de hojaldre de la mañana.

-Bueno, yo me quiero disculpar. Cuando te vi la primera vez creí que eras una periodista  del extranjero, por lo del boliche incendiado, no se si sabés lo que pasó a fin del año pasado. Murieron como doscientos pibes, fue un desastre.-Ella lo escuchaba atentamente- Al lado del kiosco, en el edificio de la derecha, viven los padres de dos pibas que fallecieron ese día. Con el asunto de que los responsables salieron libres, los periodistas vienen a cada rato y los molestan con preguntas boludas “¿Cómo se sienten ahora que saben que los culpables salieron en libertad?”-Hacía un gesto y una voz burlona-¿Cómo se van a sentir? ¡Qué pelotudos! ¡Mirá lo que les van a preguntar! ¿Entendés ahora por qué te traté mal? La verdad es que los quería defender. Son muy buena gente y además, están sufriendo mucho. Se les murieron las dos hijas.

-Claro- dijo ella- está todo claro. No te hagas problema.-Hizo una pausa. El mozo traía el café.

-El día que vino el camión de la mudanza... - comenzó a contar acerca de los últimos días de vida de  Rosalía

-¿Qué camión de la mudanza?- Ella no sabía nada al respecto.

-Cuando vos te fuiste, tus viejos vendieron la casa. Enseguida vino un camión y se llevó todo: los muebles, el piano, ¡qué sé yo! Todo. Bueno, todo menos un cajón de libros que tu vieja  me regaló a mí. Me dijo que los cuidara y que no los mostrara demasiado, por que había gente que no entendía a los autores que los habían escrito. En ese momento de la Patria, estaban prohibidos: Neruda, García Márquez, Cortázar. Ella sabía cómo me gustaba leer. ¡Me ayudó tantas veces con las materias de la escuela!

Lloraba cuando me los dio. Me pidió que los cuidara. En el arconcito había cosas de ella, unos cuadernos, unas hojas de escuela, unas fotos adentro de los libros. Yo siempre guardé todo. Leí algunos libros. En fin. Lo tengo todo en  casa. Te lo doy cuando quieras.

-Gracias- dijo ella muy emocionada.- ¿Algo más?

-Sí. Tu vieja me dijo que se iban a quedar en la casa de una amiga, porque se iban a ir también a España. Me pidió que no se lo contara a nadie. Tu papá se había ido al hospital.  Dorita y yo la ayudamos a pasar la escoba por la casa para limpiar un poco. Ahí fue cuando me regaló el cajón de libros y a la Dori el espejo del pasillo, el de la guarda de madera.

Un montón de recuerdos se agolparon de pronto en su mente. ¡El espejo del pasillo! ¡Cuántas veces se había mirado en ese espejo! El día que la disfrazaron de negrita vendedora de pasteles, en el jardín de infantes; o cuando hizo de gitana en la obra del día del estudiante en primer año. Ese espejo siempre había sido su  amigo y confidente. Había sido la hermana que no tuvo, el amigo que siempre le decía la verdad sobre su aspecto.

-Dos o tres noches después de ese día que te cuento, me llamó la atención que el auto de tu papá estaba parado en la puerta de tu casa. Supuestamente no estaban ya en la casa y como era muy tarde, como la una o las dos de la mañana, me acerqué para ver si pasaba algo. Yo había salido a la calle porque hacía muchísimo calor, me acuerdo. Bueno, salí a fumar. Mi vieja no quería que fumara.

-Y, ¿Qué pasó entonces?-ella estaba muy intrigada.

-Me llamó más la atención  que del auto bajó un tipo que no era tu viejo. Este era más petizo y retacón. Yo me escondí detrás del paraíso de la vereda de  don Cosme, el de la verdulería. Desde ahí tenía una buena visión. El coso este abrió con las llaves y se metió adentro, pero parecía nervioso y miraba para todos lados.-Le dio una pitada al cigarrillo y le pidió al mozo otro café- Dejó la puerta sin llave y yo me metí. Por supuesto que él no me vio. Estaba todo oscuro, seguro que ya habían dado de baja el medidor de la luz. Escuché que daba una puteada por lo bajo y salió otra vez. Volvió con una linterna. Yo me escondí  arriba del limonero, entre las ramas. No podía volver a salir, por que me iba a ver. A esa hora no pasaba ni un alma por la calle. Estaba todo muy silencioso. Escuché que revolvía lo poco que había quedado en la casa. Unos bolsos y unas cajas con ropa. Desparramó todo. Pareció volverse loco, tiraba todo por todos lados. Después se ve que la linterna no le anduvo más y encontró unas velas. Las encendió y siguió buscando un rato más. Pero se ve que no encontró lo que buscaba y se fue. Yo estaba todavía arriba del limonero. Casi me muero cuando el tipo se paró justo abajo para encender un cigarrillo. Se fue y me dejó encerrado. Yo salté el tapial, agarrándome de la Santa Rita, después que escuché que había hecho arrancar el auto.

Unas  cuantas semanas después salió en el diario que habían encontrado el auto de tu viejo flotando en san Isidro y que se presumía que el o los ocupantes se habían ahogado, aunque los cuerpos no aparecieron.

Yo me pregunté cómo era eso posible, porque tu vieja me había dicho que se iban para Navidad a España y lo del diario salió a fines de enero o febrero, por ahí. Después la vida siguió su curso. Ya ves. Espero que te sirva lo que tenía que decirte.

Ella lo escuchaba anonadada. Sin saber qué decir. Así que al fin y al cabo, lo de la venta de la casa había sido un hecho. También habrían vendido los muebles, el piano. Su piano.

Si había habido una venta, entonces debió  haber dinero. ¿Qué habrían hecho sus padres con ese supuesto dinero que con toda seguridad obtuvieron por la venta de tantas cosas de valor? ¿Cuánto podría haber valido su casa, entonces? ¿Y las demás cosas?.

-¿No sabes en cuanto vendieron las cosas y la casa, por casualidad?- Ella tenía una idea, pero quería confirmarla.

-No tengo idea.-Se quedó pensando- Pero podemos averiguarlo.

-¿Cómo?-preguntó ella.

-Tengo un conocido que tiene una inmobiliaria, que a su vez era del padre.  Y te digo más, no sé si no era el padre de este muchacho el que vi unos días antes de lo del camión  entrar a tu casa junto con tu papá. Si querés te lo puedo averiguar. O vamos juntos. Te puedo acompañar cuando quieras.

-Gracias. Pero, ¿Y tu trabajo?

-A veces tengo unos ratos libres y me lo atiende un pibe de confianza. Medio loco, pero de confianza. Avisame cuando quieras ir. Yo voy con vos. Además, ¿Para que están los viejos amigos?- Le tomó de la mano. Ella sintió una vibración  cálida, pero no sacó la mano. También sonrió. Sus ojos hacían juego con la tarde de Buenos Aires. Lagrimeaba  suavemente. Por primera vez en muchos años, él sentía compasión por alguien más que por él mismo. Le pareció volver a aquellos tiempos en los que salía a defender a su hermana y su amiguita de los extraños agresores  de la otra cuadra. O cuando María Elena, Elenita, como le decían todos, se cayó de la hamaca en la plaza; se lastimó las dos rodillas y él tuvo que  acompañarla hasta la casa y limpiarle lágrimas y moquitos de seis años. Él, que ya había cumplido los ocho.
         

De golpe tuvo unas tremendas ganas de abrazarla, de contenerla y protegerla. No sabía por qué. Se acomodó en la silla, pidió otro café. No pudo con el sentimiento, acercó una mano a la cabeza de ella y le revolvió el pelo con ternura.

Ya  que Ernesto tenía la tarde libre, decidió ir a la inmobiliaria. Caminaron unas cuadras, esquivando baldosas flojas. Ya no llovía, aunque el aspecto de cielo era bastante amenazador. Había adoptado un extraño color rosado que presagiaba que el mal tiempo continuaría por varios días más. Charlaban como chicos que salían de la escuela, como viejos amigos, como compañeros de travesuras. Se reían, se escuchaban con sincero interés, se miraban y compartían silencios.

Llegaron a la inmobiliaria de Rafael Biglieri y asociados, un importante local ubicado sobre avenida Acoyte. Entraron y pidieron hablar con el dueño. La secretaria les preguntó si tenían cita, a lo cual le contestaron que no, pero el dueño que salía de la oficina en ese instante al ver a Ernesto, se acercó amablemente para saludarlo:

-¡Por fin te decidiste a tomar un café conmigo! –le apretó la mano con cariño- Ya sé, ya sé, no me digas nada; andás buscando algo mejor que tu dos ambientes porque me hiciste caso y te decidiste a sentar cabeza- miró de manera cómplice a Malena y guiñándole un ojo, prosiguió –¡Era hora que te pusieras de novio, viejo!

-¡No, no, pará, Rafael! Te fuiste a la... -se cortó por Malena- Elena es una amiga que viene de España y necesita un favor.

Biglieri  se dio cuenta de su gran metida de pata y los invitó a entrar a su oficina para charlar en privado.

-Perdón, discúlpenme, pensé... -se reía nervioso- es que lo quiero mucho a este chaboncito.-trató de explicar- bueno, ustedes dirán.

-Mirá Rafa, los padres de Elena vendieron una propiedad en el 77, estoy casi seguro de que fue tu viejo el que hizo la operación. El asunto es que los padres de ella murieron misteriosamente, bueno, creo que los “desaparecieron”, ya sabés. Como ella no estaba acá... - se dio cuenta de que no la había dejado hablar a ella- Perdón.- Dijo. Ella continuó:

-Mis padres me mandaron a España con mis tíos. Después se irían ellos también; al menos esa era la idea  que tenían. Para esto fue que vendieron todo, la casa, los muebles, no sé, todo. La verdad es que yo acabo de enterarme de la venta. Y no tengo idea de cuanto se cobró ni dónde está el dinero, ni mucho menos quienes fueron los compradores.

-Bueno- dijo Rafael- Es un poco difícil reconstruir todo ese negocio. Nosotros guardamos  los recibos de diez años a esta fecha. Si fue en el 77, no tengo nada documentado, aunque  si el negocio lo hizo mi padre, estoy seguro de que de algo es posible que se acuerde. Dejame que lo llame para ver si tiene algo que les pueda servir. Déjenme los datos de la casa, del nombre de sus padres, señora, de la fecha, en fin de todo lo que pueda ser útil en estos casos.

Así lo hicieron y salieron de allí rumbo al poli rubros.

Ellos no lo sabían, pero un hombre bajito y morocho no les perdía pisada. Era el mismo que había interceptado a Coca, la del hospital, el día que se había encontrado con Malena en el bar. Cada tanto hacía un llamado por su celular y recibía órdenes del “Trompa”, que no era otro que el mismísimo Jefe de Seguridad del Hospital Municipal.

Atilio Ovejero, como se llamaba el hombre, hablaba con el “Doctor” por segunda vez:

-Sí, el Negro me dijo que anduvo por el barrio. También que fue a una inmobiliaria de Caballito.- a lo que el otro le contestaba.

-¿Para qué a la inmobiliaria? ¿Estará por comprar o alquilar?

-¡Qué sé yo!-

-Hay que averiguar qué es lo que la mina esa sabe de la venta de la casa. Lo que más me importa es qué sabe de la plata y de los otros “asuntitos”. Y ahora es como que me cae del cielo si aparece, sobre todo con ese rumor de que van a hacer desaparecer algunas leyes que nos beneficiaron en el pasado. Justo ahora que tengo posibilidades de entrar a la política, no me conviene que se sepa lo de la época del sanatorio Colón. Ni lo de Farrall, ni lo de las pibas de la Cava.

-¡Cuidado! Te volvés viejo y te ponés idiota. No hables desde un celular estas cosas. El Negro está haciendo un buen trabajo. Cuando la mina vuelva a la casa o al hotel en donde para, te aviso la dirección. Creo que ya es hora de hablar con Funcini, para que nos dé una manito. Después de todo, nos debe varios favores y como ahora está por retirarse, nos viene bien. Además, él  tiene que ver en este asuntito. Ah,  otra cosa, si la guita aparece, nos viene bien a los tres, no te olvides, Doctor, a los tres.

-No me olvido. Si la hija de Farrall está investigando, no sólo va encontrar la plata, sino que es muy probable que se destapen muchas ollas que nos conviene que sigan tapadas. Lo peor es que este gobierno no es como los otros. La moda es escarcharnos. Ya no gozamos de la protección de los amigos. Por eso es necesario que sepamos bien qué y cuánto sabe la galleguita esta. Lo mejor sería que me contactara con ella y averiguara  todo lo que pudiera, ¿Qué te parece?

-Hacé lo que te parezca, pero tené cuidado. Mejor todo esto lo hablamos personalmente, te espero  en el bar de siempre, a eso de las ocho.

Cortó. La “Coca”, tampoco había ido a trabajar ese día. Mejor. Se veía que estaba asustada. No hablaría por el momento. Aunque no tenía idea qué podía ser lo que supiera que a la hija de  Farrall le pudiera interesar.

Llamó al Negro y le dio instrucciones. Ese fin de semana tenían dos o tres “negocios” que realizar, para lo que tenía que avisar a su socia, la partera Gordillo.

Había otras cosas que hacer, pero no tenía quien las hiciera por él. Buscó en la agenda el número de dos o tres matrimonios extranjeros que buscaban hijos argentinos, especialmente de rasgos indígenas. ¡Justo lo que tenía preparado para el fin de semana!

Su amigo, el “Doctor”, ya no se encargaba personalmente del trabajo “sucio”. Para eso estaba  Gordillo y el “doctorcito”. Para sacar de encima el peso de un embarazo no deseado, lo llamaba  al hijo del “doctor”, ya que de tal palo, tal astilla.

Manejaba un buen negocio, muy rentable. De pronto sintió el mismo temor que veintiocho años atrás, cuando un médico de hospital estaba a punto de destruirle el negocio a sus dos compañeros y a él. Se prometió a sí mismo que si la hija llegaba al mismo punto que el padre, terminaría de la misma manera. Veintiocho años atrás, ellos podían hacer “desaparecer” a los enemigos. Ahora, se podía tranquilamente hacer pasar todo por un mero acto de violencia callejera, inseguridad, pillaje. En una u otra época, el clima del país siempre favorecía a los “negociantes” como ellos.  

CAPITULO 13

Jorge estaba sentado en el sillón del living. Simpático, buen mozo, “lindo tipo”, pensó. De unos treinta y pico de años, abogado de profesión; periodista investigador, de hobbie. Le cayó bien, apenas estrechó su mano. Tenía una sonrisa franca, amplia, como la de Berta. No le vio anillo de oro en la mano izquierda, por lo que pensó que era soltero. Sonrió. Aún le quedaban esos pensamientos de “señorita burguesa” que le había inculcado la madre de su tía Montse.

Francisco tenía puesto un delantal de cocina y preparaba una receta especial para “Malenita”. Berta ayudaba cortando verduras para la ensalada.

-Lo cierto, -dijo Jorge- es que estoy fascinado con este caso. Permitime el atrevimiento, pero quisiera seguir investigándolo hasta que encontremos todos los detalles que nos permitan llegar hasta la verdad de lo que pasó con tus padres. Es más, tal vez, hasta podamos encontrar el lugar en donde fueron sepultados. Con todo respeto, es una investigación fascinante.- Le tomaba de las manos con mucha confianza.

Malena  se emocionó al escucharlo hablar con tanto entusiasmo.

Él continuó: - Como los cuerpos nunca aparecieron, en el Registro Civil, no hay acta de defunción. Encontré un informe de un diario de aquella época en donde aparece el suceso. Un amigo de la Bonaerense investigó acerca del  expediente, el que “casualmente” desapareció tras un misterioso incendio en la comisaría en donde estaba. ¿Raro, no?. Pero esto no es todo. Cejas, mi informante, me dijo que conoce a alguien que estuvo en el 78 en la fuerza, pero que se retiró en los ochenta, cansado de tanta corrupción y malos manejos. Se comprometió a averiguar lo que pudiera.

Lo interesante es algo que me dijo el contacto del archivo del Registro Civil. En la zona en donde encontraron el auto había dos o tres forenses  que firmaban los certificados de defunción de los muertos en la vía pública o los muertos por la policía: un tal Benito Rodríguez, otro llamado Gustavo Paccarelli y un tal Roberto Bermúdez. Una posibilidad sería buscarlos, contactarlos si es que viven todavía, y preguntarles qué recuerdan. Aunque si trabajaban para la represión es muy posible que no digan nada, que no estén en el país, o hayan muerto.

-Es una posibilidad. -Estaba triste. Había esperado que hubiese algún documento, algo que probara que sus padres habían sido asesinados por la dictadura.

Francisco entró al living con unos vasos de vermú italiano.

-¿Qué hiciste durante todo el día, hija? Tenés una cara de cansada... - Él parecía un padre. Pensó en el tío Antonio. Trató de recordar a su propio padre, lo imaginó en ese momento.

-Anduve por medio Buenos Aires. Fui al hospital, pero no encontré a la mujer. En la escuela me dijeron que Silvina Barrera no había ido a trabajar. Pero conseguí la dirección. Le iba a pedir si no quería acompañarme a verla.-Él asintió con la cabeza.- también me encontré con un muchacho que fue amigo mío, del barrio, de cuando era chica. Él me contó algunas cosas interesantes, me acompañó a la inmobiliaria en donde supuestamente mis padres vendieron la casa, y después lo acompañé al negocio que tiene en Caballito, y me vine. Eso es todo. Para mañana me queda ir a lo de Barrera, llamar al hombre de la inmobiliaria, ver a Ernesto.

-¿Ernesto?- dijo Francisco

-Sí, el amigo del que le hablé.

Cenaron, charlaron de las novedades y de los próximos pasos a seguir. De pronto, antes de acostarse, Francisco recordó.

-Me había olvidado, con la visita de Jorge... ¿Te acordás de que te hablé de una vieja amiga de tu madre y mía? Bueno, hoy recibí una llamada de ella. Me parece mentira. Yo pensé que podría haber muerto. Pero resulta que leyó el libro y se contactó conmigo. Te hablo de Emilia Larrañaga, la última persona que creo que  vio con vida a tu madre.

-¡Dios mío! Eso sí  que es una gran noticia... ¿Vive ella en España todavía?- Malena recuperaba el entusiasmo.

-No. Lo mejor de todo es que está acá, en Buenos Aires. Volvió hace unos cuatro o cinco años. Vive en una vieja casona de Floresta. Me dio el teléfono y la dirección. Cuando leyó el libro deseó con todo su corazón contactarse con vos, mirá como son las cosas... Cuando le dije que estabas en Buenos Aires y conmigo, se puso a llorar en el teléfono. Te quiere ver. Dijo que tiene muchas cosas que decirte y algo muy importante que darte, que guardó fielmente todos estos años por encargo de tu madre.

-¡Quiero verla ya! Dadme su teléfono, voy a llamarla ahora mismo.

-No te enojes, pero creo que lo mejor sería mañana. Es una mujer grande, debe estar dormida a estas horas de la noche. Mañana, será mejor.

-Sí, tenéis razón. Perdonadme. Fue un día muy intenso. Yo también debería irme a descansar.

Se acostó luego de un baño reparador. Se hundió entre las sábanas y se durmió profundamente. Soñó con Barrera, con Ernesto y con el misterioso hombre que entró en su casa aquella noche de diciembre del 77. Aunque no podía ver bien su rostro, su inconsciente lo identificó con alguien que había conocido días pasados: el jefe de Seguridad del Hospital Municipal. Fue un sueño tortuoso; ella y Ernesto corriendo por interminables pasillos de un hospital abandonado y a oscuras. Francisco en una sala de operaciones, Berta, lloraba a su lado. De pronto, Berta se transformaba en su madre, era Rosalía que acariciaba tiernamente al hombre. Su padre entraba al lugar, los veía juntos, sacaba un arma y disparaba a quemarropa. Se despertó sudorosa y  agitada. Aún era la madrugada y le quedaban varias horas por dormir. Se levantó  y fue a la cocina a tomar un vaso de agua. Salía luz del cuarto de trabajo de Pancho Iriarte, se asomó y lo vio trabajar en su computadora. Estaba tan ensimismado en su trabajo, que no se percató de que ella lo observaba. No quiso molestarlo, y se fue a tomar un vaso de agua.

Volvió a la cama y se durmió otra vez.

Al día siguiente, luego de desayuno, salió junto a Francisco, rumbo a la casa de Silvina Barrera.

Era un edificio que estaba ubicado justo frente al que había sido la casa de Francisco, en la época en que trabaja en el Colegio Normal, junto a Rosalía. Se le heló la sangre al reconocer el lugar. No tenía idea de que esa mujer viviera allí. Mientras Malena llamaba por el portero eléctrico,  él pensó por cuantos años Silvina Barrera habría vivido allí. ¿Lo habría hecho desde antes de la desaparición de Rosalía? ¿Cuánto sabría ella de la relación que los había unido a ambos?

-Señora Barrera, necesito hablar con usted. Soy la hija de Rosalía Farrall.-Prefirió ir de frente, decir la verdad. Como lo hubiera hecho su madre.

-No tengo nada que hablar con usted. No me moleste. No la conozco.-Respondía la voz por el parlante del tablero.

Francisco tomó el lugar de Malena en el micrófono y dijo:

-A mí sí que me conocés. Tenemos que hablar, Silvina.

La mujer se estremeció del otro lado del aparato. Aquélla voz la retrotrajo a casi treinta años atrás, cuando ella era joven y estaba perdidamente enamorada de ese hombre lejano e imposible.

Bajó por el ascensor, y los atendió en la puerta de la calle.

-No tengo nada que decir.

-Sí, ¿ por qué huye de mí?- la enfrentó María Elena- Lo hizo dos veces en la escuela. ¿Qué sabe de mi madre y de lo que le pasó hace veintiocho años atrás?

-Francisco... - dijo Silvina mirándolo a los ojos- Me extraña que vos, justamente vos, hayas venido con la hija de Rosalía a preguntarme qué sé yo de ella.

Él recibió el mensaje de esos fríos ojos negros y se estremeció. Volvió a preguntarse cuánto y qué sabía esa mujer de su relación con la madre de Malena.

-Vivo acá desde el 77 y he visto muchas cosas. ¿De cuál de todas ellas quieren que les cuente?

Eso terminó de confirmarle  que los había visto juntos, en la puerta de su antiguo domicilio. Tuvo miedo de lo que esa mala mujer pudiera decirle. Sobre todo porque sabía que una mujer despechada era capaz de cualquier cosa.

-Vamos, Malena, tal vez la señorita Barrera no tiene nada que te pueda servir para descifrar el por qué de la muerte de tus padres, al fin y al cabo ¿Qué puede saber ella, que ni siquiera era su amiga?

-Tiene razón el profesor Iriarte, señora. Yo nunca fui amiga de su madre. Supe, lo mismo que todos: que su papá fue secuestrado en la puerta del hospital y que tanto él como su mamá murieron ahogados en el Río de la Plata, adentro del auto, o algo así. Lo demás, debe averiguarlo con quienes pueden decirle algo. Yo no tengo más nada que decirle. Adiós. Hace mucho frío para mí, soy una mujer enferma.- Y dando media vuelta, se metió en el edificio, sin volver la vista atrás.

Francisco se sintió aliviado de que ella no mencionara las visitas de Rosalía en el departamento de él.

-Vamos- dijo.-Llamemos a Emilia y hagamos una cita con ella. Seguramente ella sí tiene cosas importantes que decirnos.

-Claro.-dijo Malena. Pero había algo que no le había cerrado de la breve charla que había mantenido con Barrera. Hubo miradas entre Pancho Iriarte y ella que encerraban enigmas. Además, ¿cómo sabía que su padre había sido secuestrado en la puerta del hospital, si supuestamente esa información sólo la había tenido Emilia y Francisco? Sabía que no había relación de amistad entre ellos. Pero lo que no sabía era qué relación había habido en realidad entre el hombre y la extraña profesora de Inglés. Y sintió curiosidad por saberlo. Se prometió a sí misma que volvería nuevamente a esa casa. Pero lo haría sola, sin que Francisco lo supiera.

Le sonó el celular, Ernesto le dejaba un mensaje: “El padre de Rafael quiere conocerte, se acuerda de todo”

Francisco  llamó un taxi y salieron rumbo a la casa de Emilia Larrañaga.

El barrio parecía tranquilo, de calles empedradas y veredas arboladas. Como sacado de una vieja postal de Buenos Aires. La casona estaba pintada de rosa viejo, tenía rejas blancas y un pequeño patiecito embaldosado a la entrada. Una doble puerta cancel de madera lustrada exhibía orgullosamente unas cortinas de hilo tejidas a mano.

El timbre se escondía bajo una manecilla de hierro que otrora fuera un antiguo llamador.

Una mujer anciana abrió la puerta y observó desde dentro del zaguán a la pareja que había llamado. Sus viejos ojos se emocionaron al observar a María Elena. Abrió rápidamente.

-No necesito que me digas quién sos. No recuerdo haber visto  a una persona que se parezca tanto a otra como vos te parecés a tu madre. Y vos, Panchito, ¡estás igual de churro que hace treinta años atrás!- Se abrazó con el hombre. Luego le clavó los ojos a la joven mujer, viva imagen de su gran amiga.

-Laly Farrall. Verte es verla. Te falta el cabello largo y castaño. Pero la misma cara, los mismos ojos. Y verte al lado de este bombón. Parece un sueño. Pero, pasen, pasen, por favor.

Entraron. La casona era distinguida y señorial. Adentro la decoración  muy artística con cuadros, esculturas y libros, muchos libros por todas partes.

-Siéntense, siéntense donde gusten. ¡Aurora! ¡Aurora!- llamó a la mucama- trae unos cafecitos para mis amigos y unas masitas para acompañar.- La mucama salió del living para cumplir la orden de su señora.

-Emilia... Tantos años... ¿Cómo estuviste? ¿Dónde anduviste? ¿Por qué te fuiste así, de repente, sin decir nada a nadie? ¿Qué pasó?

-Pasaron tantos años... No sé por dónde empezar. Por el principio sería lo mejor, ¿verdad?- La miró a Malena, no podía sacarle los ojos de encima. ¡Tan parecida a su mejor amiga!-Anduve por España. Te busqué, nena. No sabía por dónde. No tenía direcciones ni teléfonos. Nada. Tu mamá no me había dejado más, que la caja de madera y el bolso con la ropa, los pasajes y los pasaportes. Pero confiaba que volvería de la cita con los secuestradores con tu padre del brazo. Pobrecita.

De España me fui unos años a Italia. Conocí al que fue mi marido, estuve casada con él quince años. Viví un poco en Italia, otro poco en Londres. Cuando Gianni murió decidí volver a la Argentina, me compré esta casa y tal vez me muera en ella.

-Usted  fue la única que vio a mi madre  en esos días. Tal vez tenga algo que pueda decirme. También habló de una caja de madera y un bolso con documentos y los pasajes. ¿Todavía los tiene? ¿Dónde están?

-Tu madre vino esa tarde muy alterada. Tu padre no había vuelto de su última guardia en el hospital. Era la última aunque no había renunciado formalmente, no quería que nadie sospechara que se iban del país. Tenían mucho miedo, por lo de las amenazas. Antes de dejar la casa, la había llamado por teléfono una mujer. Le había dicho que había visto cómo se llevaban a tu padre “de prepo”en un auto. Laly llamó al hospital pero le dijeron que había terminado la guardia y se había ido. Él pensaba mandar el telegrama de renuncia cuando estuviera a salvo en España. Sólo había pedido la licencia por vacaciones. Tu mamá estaba intranquila porque tenían toda la plata de la venta de la casa en un maletín. Doscientos mil dólares en efectivo. Tu papá no quería depositarlos porque se los quería llevar a España, “para empezar una nueva vida”, como le decía a ella. Las amenazas se multiplicaron en los últimos días, tu papá estaba muy nervioso, discutía mucho con Laly. Además, alguien le había enviado algunos anónimos... - se cortó. No estaba segura de si tenía que seguir hablando de ello.

-¿Qué anónimos?

-Supongo que relacionados con las amenazas... -Trató de cambiar el tema- Yo también recibí amenazas. Me fui al día siguiente de que desapareció tu madre, porque un amigo infiltrado en las Fuerzas de Seguridad me avisó  que yo estaba en la “lista negra” y que  habían salido a buscarme, a “chuparme”, como se decía entonces. No me podía quedar a ver qué pasaba. Yo le había dado un juego de llaves a Laly, por si volvía con tu papá. Pero le avisé que  al día siguiente yo me iba de la casa, en realidad del país. Tus padres tenían pasaje para el veintitrés. Ese día era veinte. Yo salía el veintiuno rumbo a Barcelona. Tenía amigos allí.

Lo llamé a Francisco, aunque sabía que ellos habían dejado de verse.-continuó relatando la mujer.- No tenía a quién acudir. Yo me iba. Mi vuelo salía a las dos de la tarde y a la mañana, cuando comprobé que Rosalía no había vuelto y que a esas alturas tal vez  no volvería, tomé la caja de madera y el bolso y los llevé a un lugar seguro.

-¿Qué había en la caja de madera?- preguntó Malena sin poder disimular su curiosidad.

-Te juro que no lo sé. No me atreví a abrirla. Tu madre no me dijo lo que había dentro. Supongo que algo muy valioso para ellos porque me pidió que la cuidara mucho.- La mujer se enjugó las lágrimas. El recuerdo la había emocionado tremendamente. Sentía culpa por no haberse quedado a la espera de su amiga.

-Un amigo me contó lo que había pasado, mientras estaba en Barcelona. No sé qué había salido en el diario. Me pareció raro lo del accidente, menos que hubiese ocurrido en enero o febrero, porque  ellos tenían los pasajes comprados y se iban sí o sí.

Yo quise comunicarme con vos Elena, te lo juro. Pero no sabía cómo. Yo también me estaba escondiendo. Perdoname.

-Usted me dijo que una mujer llamó a mi madre para avisarle que mi padre había sido plagiado, ¿verdad?

-Así es- contestó Emilia.

-Luego, veinticuatro o treinta y seis horas después, alguien llama pidiendo un rescate. Esto quiere decir que la dictadura no tuvo nada que ver y que se trató de un simple secuestro extorsivo.-Ella parecía pensar en voz alta- Mis padres no eran ricos, pero alguien sabía del dinero de la venta de la casa y de las otras cosas. Entonces... ¿Qué tienen  que ver  los hombres del Falcon verde, los anónimos, los llamados telefónicos amenazando a mi padre? ¿Quién le avisó a mamá que se habían llevado a mi papá “de prepo?” ¿Qué relación hay entre los que amenazaban con los secuestradores?

-Son muchas preguntas- dijo Francisco Silverio- Y no parece haber muchas respuestas. Es probable que tus padres murieran en esos días, tal vez lo del secuestro extorsivo fuera sólo una pantalla para ocultar la verdadera intención  de los asesinos. Quizá querían deshacerse de tu padre que sabía algo turbio de alguien y de alguna manera se enteraron de la plata y quisieron sacar partido de ello. Ahora si Rosalía  pagó el rescate aquélla noche, ¿por qué no los dejaron en libertad? Y si no lo pagó ¿qué hicieron con ellos? ¿Por qué sólo apareció el coche sin los cuerpos? ¿Por qué la policía dio por sentado  que los ocupantes del auto se ahogaron irremediablemente en el río? ¿Hasta dónde tiene que ver? ¿Por qué  desaparecieron los expedientes del hallazgo? Como te dije, demasiadas preguntas. Pero te juro que vamos a encontrar una respuesta. Te lo juro, aunque me vaya la vida en esto.

Malena estaba  sumergida en sus propios pensamientos. Hubiese querido volver el tiempo atrás y haber sido testigo de los últimos días de vida de Rosalía y Alfonso.  

CAPITULO 14

Estaba  nublado pero no llovía. Caminaron  en silencio por la acera húmeda, durante algunos minutos. Ella no se sacaba de la cabeza las palabras de Barrera. Sabía que había algo más. Observó de reojo a Silverio. ¿Habría sido posible  que ese hombre fuera el amante de su madre? Desechó la idea. No se imaginaba a su madre siéndole infiel a su padre. Se hundió en sus pensamientos. Él también se había hundido en los suyos. Más bien en sus recuerdos. Le pareció escuchar a Rosalía cuando le decía, en aquel barcito de José María Moreno:

-Me voy. Nos vamos. Alfonso decidió que lo mejor para todos es irnos nosotros también a España. La situación en el  sanatorio es insostenible y también la del hospital. Algo me contó al fin. Pero lo peor de todo no es eso. Alguien le escribe cosas y lo llama por teléfono. Le han dicho que vos y yo... - Se cortó por pudor, por vergüenza.

-¿Qué nosotros, qué?- inquirió el hombre

-Que somos amantes. No he podido disuadirlo. Está convencido de que es así. Y me da miedo. Nunca lo vi tan mal. Dijo que si descubre que es cierto, me mata y te mata. No pude hacerle entrar en razones. Está como envenenado. Por eso es que quiero pedirte que no me llames más. No me busques, no me hables, nada. No sabés cuánto lo siento. Pero será mejor así.

-Sí, entiendo. Entiendo que tenés que irte. Pero ¿y yo?- No se iba a callar. Se jugó el todo por el todo. Al fin y al cabo, igual la perdía. Por lo menos, que supiera qué le pasaba, con todas las letras, sin máscaras.- Vos sabés muy bien lo que me pasa. Sabés cuánto te amo y cuánto te necesito. El día que te vayas, mi corazón se va a ir con vos. Siempre tuve la esperanza de que... -Ella lo interrumpió.

-No digas más nada Francisco. No arruines este momento. Me voy a ir con mi marido y con mi hija. Ese es el lugar que me corresponde. Nunca debí haber continuado algo que no tenía sentido continuar. Si hubiera sabido que te hacía tanto daño... Nunca debí hacerte caso, no debí creer que eras sincero cuando me decías que no te afectaba el hecho de que no hubiera entre nosotros más que...

-Siempre fui sincero con vos. No supe que me afectaría, sino hasta el día que fuiste a mi departamento por  primera vez. Todos estos años soporté estoicamente el hecho de que durmieras con Farrall y no conmigo, pero el día que fuiste y te quedaste a mi lado, verte en mi cama, tan tierna, tan dulce...

-¡Basta!-Ella estaba  angustiada y molesta- No tenés derecho de hablarme así. No creas que no me arrepiento una y mil veces de haber ido a tu departamento, no una sino varias veces. Pero lo hice por... por todos estos años que te conozco. Por lo que hubo antes de conocer al gallego, por lo que  nació en mí después...

-Mirame a los ojos y decime que  no te pasa nada conmigo, que nunca te pasó.

-No entiendo a qué viene todo esto ahora. Sólo quería decirte que me voy. No me hagas esto, no me hagas esto.- le repetía sollozando- Lo elegí a Alfonso y vos siempre fuiste mi amigo, mi hermano. Al menos te conformaste con serlo. No me digas esto después de tantos años que soy la señora de Farrall.- Se levantó muy dolida y le dijo- No quiero verte nunca más. ¡Nunca más!- Y se fue. Se fue para siempre. Y lo dejó aturdido, confundido y lleno de un profundo sentimiento de culpabilidad

Malena  estaba en silencio, no podía siquiera imaginar lo que había en la mente del anciano. Sí pudo ver lo que había en sus ojos: lágrimas.

Almorzaron en un restaurante chiquito y muy paquete. Hablaron poco, lo necesario. Después él  se fue para su casa, tenía cita con el médico por la tarde. “Rutina”, le dijo. Ella se dirigió al polirrubros de Caballito.

Había dos cajas que tenía que abrir. La que su madre le había dado a Ernesto y la que  había dejado a cuidado de Emilia Larrañaga. Esperaba hacerlo en los próximos días. Llamó a Chabeli, habló con Eva, que estaba en su casa de Madrid. Le contó todo lo que había ocurrido hasta el momento.

-Tienes que escribir un libro, amiga. Cuando todo esto termine, debes escribir una historia con todo esto.- Le dijo Eva.

Después llamó a la hija de Coca. Nuevamente le dijo que no estaba. Ella le dejó su número de celular, para que cuando quisiera, la llamara.

Jorge la llamó apenas colgó con la hija de Coca.

-Tengo novedades. Acabo de contactarme con un tal doctor Bermúdez que fue forense en el 77 y 78. También trabajó en el Municipal y ¿a qué no sabés? Conoció a tu padre. Está dispuesto a hablar con vos, cuando quieras. Se puso a tu entera disposición. Ahora dirige una clínica muy importante en Olivos, de cirugía plástica o algo así. Cuando quieras te acompaño. Él me dijo que mañana a la mañana estaba libre y te puede recibir en el consultorio. ¿Qué te parece? Después podríamos ir a tomar algo y conocernos un poco más. Ayer, como que no dio para hablar mucho...

¿Le pareció o se le estaba “tirando” el abogado sobrino de Berta?. Sonrió. Hacía rato que un hombre no la invitaba a salir para “conocerse”. Pensó que ya no estaba para esos quehaceres. Pero la vida le mostraba cosas muy diferentes.

Le dijo que estaba bien, que irían juntos a ver a ese tal doctor Bermúdez. Después de todo, no tenía nada qué perder.

En el poli rubros estaba Delia, la tía de Ernesto. La reconoció enseguida.

-¿Qué hacés nena? El Ernestito me dijo que a lo mejor venías. ¿Cómo te va?

-Bien, gracias. Si  él  no está, lo espero. Digo, si no le molesta.

-Claro, claro. Pero pasá a la cocina, no te vas a quedar acá en el negocio. El Lucas está preparando mate adentro.- Lucas era el empleado de Ernesto. De unos veinte años y apariencia gótica. Pelo largo castaño  y ojos celestes, a los que se le veía un poco de lápiz negro resaltando ojeras inexistentes. Vestía completamente de negro, su aspecto asustaba, pero en el fondo se notaba que era un tierno, como su patrón.

Pasó. La tía aún conservaba el aparador de la mamá de Dorita. Sobre él unas fotos viejas; entre ellas  Ernesto en uniforme de la marina y al lado de la foto, una placa que decía “C. C 60. Montiel, Ernesto José, Ex combatiente de Malvinas, junio de 1982.”

Él la encontró viendo la placa y la foto, y se sintió con la obligación de explicar.

-La tía tiene esas cosas. Yo las hubiera tirado a la miércoles, ya.

-Estuviste en Malvinas.- De pronto le pareció comprender el por qué del cambio en su forma de ser.

-Sí. No tendría que haber ido, pero fui. Yo había pedido una prórroga, mi vieja había muerto apenas me sortearon, mi hermana estaba a cargo de los tíos. Yo había empezado ingeniería. Después en el 81 dejé y me incorporaron casi al toque. Me había tocado Marina, así que eran dos años. Para abril del 82 yo estaba embarcado. Lo bueno de toda esa peste, fue que me hirieron en la pierna derecha casi  apenas bajé del barco, se puede decir. A la semana, me trasladaron al hospital de Río Gallegos y el horror lo vi adentro del hospital, más que en las Islas.

-Lo siento mucho- dijo ella. Siempre habría alguien  detrás de uno, que no tenía pies, se dijo para sí misma.

-No lo sientas. Soy un héroe de la Patria, vivo con doscientos cincuenta pesos de pensión, un carnet para descuentos en los micros y una obra social que casi nunca funciona. No lo sientas.

Lucas conocía la historia. Preparaba el mate en silencio. Después se fue al local y los dejó solos.

-Cuando quieras vamos a ver a don Biglieri, el de la inmobiliaria.

-Claro. Seguro. Vamos.

Salieron.  

 

CUARTA PARTE

                                                 

CAPITULO 15

Tres días más habían pasado desde su llegada a Buenos Aires. Había hablado con  el viejito Biglieri, que la sorprendió con su impecable y precisa memoria fotográfica de los hechos ocurridos casi treinta años atrás; aunque minutos después de la narración no se acordaba  donde había dejado los lentes, que tenía puestos.

“Doscientos mil dólares en efectivo, en billetes de cien, nuevitos y consecutivos”, había dicho el anciano. Y prosiguió el relato: -“Yo le dije a su papá que esperara un poco más, le habríamos sacado bastante diferencia a favor de ustedes. Pero dijo que no. Estaba apurado por vender e irse. Yo lo comprendí. Si bien no éramos amigos, él me había atendido en los últimos meses por mi problema de la alta presión. Eran épocas difíciles, varios amigos míos se deshicieron de todo para irse a otro lugar más seguro, y los que no pudieron... Bueno, es una historia conocida por todos. Me acuerdo que los papeles los hicimos con el mismo escribano que les había hecho el poder a sus tíos, mientras estuviese en España. Él mismo me lo contó. Billetes nuevitos trajeron los norteamericanos. Ellos querían hacer un edificio con cocheras y todo. No les importaba la construcción sólida de su casa, ni el estilo, ni lo bien conservada de la propiedad.

“¿Qué va a hacer con toda esa plata bajo el brazo, hombre?” Le dije al doctor Farrall. “Vaya y deposite rápido en algún banco o en la financiera de la esquina.”.Pero no, quería tener la plata así, porque se iba en unos pocos días para Madrid ‘a empezar una nueva vida con su familia’, me dijo. Pobre... Cuando vi en el diario lo sucedido yo me acuerdo que pensé, ‘a esta gente la mataron no más’.

Así que habían cobrado doscientos mil dólares por la casa y algunos pesos más por muebles y otros elementos de la casa. ¿Dónde habría ido a parar ese dinero? En una parte de la conversación, Emilia le dijo que el día del encuentro con los secuestradores, Rosalía no llevaba la plata consigo. ¿Cómo era que estaba tan segura de eso? Y recordó la mención del cofre de madera y el bolso de la ropa que nunca se había atrevido abrir la amiga de su mamá. ¿Qué habría de valioso en él que su madre cuidaba con tanto esmero? ¿Sería el dinero, tal vez? Sólo había una manera de saberlo. Había que encontrar la caja de madera y abrirla. Se propuso visitar una vez más a Emilia porque no había quedado claro dónde habían quedado las pertenencias de sus padres.

Otra de las visitas que había hecho había sido al doctor Bermúdez, quien según los informes policiales que había investigado Jorge, había sido médico forense en esos años. Recordó la entrevista a la que concurrió acompañada del sobrino de Berta.

La clínica que dirigía Bermúdez era un instituto muy lujoso dedicado a la cirugía plástica; especialidad esta que había adquirido en los Estados Unidos, allá por la segunda mitad de la década  de los ochenta. Roberto Bermúdez era  un hombre joven aún, de unos cincuenta y tantos años, muy atractivo y amable. Los había  recibido en su despacho e invitado con un café.

Habían hablado de del doctor Farrall y su trabajo en el hospital, porque  Bermúdez les refirió acerca de su relación con él.

“No era una relación muy estrecha, quiero decir, no me unía a su padre una gran amistad. Sí, la relación de compañerismo que se vivía en aquel tiempo en el hospital. Yo era recién recibido se podría decir. Su papá era muy conocido y respetado. Recuerdo como lamentamos cuando supimos que se iría a España. Fue una verdadera sorpresa el hecho de que apareciera el auto flotando en el río. Me acuerdo que pensé si no sería una equivocación, tal vez no eran ellos, sino algún dueño nuevo del vehículo, o quizá era  producto de un robo. Para mí, ellos ya estaban en España. No le di mucho crédito a la información. Creí que  se habría tratado de un error. No sé por qué la prensa le dio esa interpretación al asunto. Si sus padres no habían llegado  a destino en la fecha que usted dice, claro está que sospecharan que les habría pasado algo. Lo que pasa, señora Farrall, es que sin cuerpos, no hay asesinato, ¿me entiende?”

Tenía sentido lo que decía Bermúdez. “Sin cuerpos...” Y los cuerpos de sus padres nunca habían aparecido. Legalmente figuraban como “desparecidos” y no como fallecidos. Hasta siete años después de la desaparición y con las pruebas que la policía había dado a la gente de la Embajada Argentina en España, se dedujo que el matrimonio Farrall había sido víctima de un accidente en las aguas del Río de la Plata, a la altura de San Isidro.

“Me pongo a su entera disposición para lo que necesite, María Elena.” Le había dicho Bermúdez. “Tengo amigos muy influyentes dentro del departamento de Investigaciones. Puedo hablar con ellos y ver qué pueden averiguarme. Lo haría con sumo placer, por la memoria de su señor padre”. A Jorge le pareció excelente idea poder investigar el asunto con los elementos que aportarían desde esas altas esferas del poder.

También Bermúdez le preguntaba: “¿No hizo contacto con alguna persona del hospital de aquella época?”. Como ese hombre le inspiraba cierta confianza, le contestó que alguien le había propuesto llevarla con una  ex empleada del hospital; la cual supuestamente vivía en el Partido de la Matanza”

“¿Y va a ir usted sola? Es un lugar peligroso. Le ofrezco algún empleado de mi custodia personal, para que la acompañe. Sólo dígame cuanto lo necesita y se lo mando. A propósito, ¿dónde está parando en Buenos Aires?”

Así había quedado la entrevista con Bermúdez. Parecía que cada día avanzaba más en la investigación. Aunque en realidad no había nada concreto. No había testigos, ni cuerpos, ni había aparecido el dinero de la venta de la casa.

Se miró al espejo. Era cierto, estaba cada día más parecida a su madre. O al menos a la foto que Francisco tenía en el living de su casa, sobre  la chimenea de fuego virtual.

Se observó detenidamente. Tenía cuarenta y dos  años y al igual que Rosalía, no era nada más que una mujer del montón, de las que salen por miles de las bocas de los subterráneos un viernes a las seis de la tarde.

Pensó en su salida con Jorge después de la reunión con Bermúdez. ¿Le pareció o le había “tirado los galgos”, el abogado? ¿Qué podía haber visto de seductor en ella ese hombre tan guapo y más joven? Estaba segura de que si ella no hubiese estado en Buenos Aires por los motivos que la habían llevado allí, él hubiera terminado llevándosela a la cama. Sonrió. ¡Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de una relación  profunda de amor y pasión! Pensó que en realidad, tal vez nunca había disfrutado de una verdadera relación amorosa.

¿Y su madre? ¿Habría sido feliz con Alfonso? ¿Cuáles habrían sido sus verdaderos sentimientos por Francisco Silverio? Los de él hacía ella, le habían quedado claros. No le había quedado ninguna duda al respecto: Pancho Iriarte había amado profundamente a Rosalía. Pero ¿y ella a él? Cerró sus ojos. Creyó recordar una discusión de sus padres, días antes de marcharse hacia Madrid.

Estaba en su cuarto y su madre había entrado al consultorio como siempre a la hora de la limonada. Escuchó que en un momento su padre levantaba la voz:

-Que no sea cierto, Rosalía. ¡Que no sea cierto! Si me entero que me estás engañando con alguien, con él o  con quien sea, te juro que los mato a los dos.

-¿Cómo podés decirme una cosa así? ¿Cuándo te he dado motivos para que pienses esto? Me he comportado siempre como una mujer honesta. Jamás te di motivos para que creas esas mentiras. ¿Quién te está llenando la cabeza, Alfonso? ¿Cómo podés darle crédito a esas sospechas tuyas? ¿No será que sos vos el que está fuera de la línea? Porque yo tengo sobrados motivos para creer que andás en algo raro. ¿O me vas a negar que recibís permanentes llamados de una mujer que corta cuando atiendo yo? Y más aún, yo jamás me he negado...

Y allí había bajado el tono de la voz de su madre, como si se tratara, y sin duda lo era, de algo íntimo entre los dos. La conversación había terminado con un “Ya no sos el mismo conmigo” y su madre había salido llorando del consultorio para encerrarse en su cuarto a escribir en su diario.

La imagen de Bermúdez se le apareció en la mente. Le inspiraba algo. No sabía bien qué. Tenía una imagen seductoramente protectora, cálida. El sonido del celular le interrumpió sus pensamientos. Como si se hubiese tratado de una transmisión de pensamiento, Roberto Bermúdez la llamaba para pactar una nueva cita:

-María Elena, ¿Cómo le va?, habla el doctor Bermúdez.

-Doctor, qué gusto escucharlo. ¿En qué puedo servirle?- Ella se sentía halagada y curiosa a la vez por ese llamado.

-¿Servirme? No, no, para servirla estoy yo, María Elena. Me preguntaba si no aceptaría  almorzar conmigo, mañana. Quisiera conocerla mejor, charlar con usted acerca de todo lo que recuerdo de aquellos años, ver cómo y de qué manera puedo colaborar para esclarecer el triste suceso que la ha traído a Buenos Aires. No sabe cuánto he pensado en usted desde el día que la conocí; con todo respeto, no me malinterprete, por favor. Quiero decir, me ha impresionado su coraje, su valor al venir a investigar después de tantos años. Debe de haber un motivo muy grande para tamaño sacrificio.- Derramaba seducción. No cabía dudas de que sabía tratar a las mujeres, al menos a las mujeres como Malena, tan necesitadas de apoyo y admiración, contención protección y todo lo que un hombre sensible pudiera darle. ¡Bermúdez la trataba con tanta deferencia y caballerosidad! ¿Cómo podría negarse a tener una cita con un hombre así, aunque más no fuera para conversar de tiempos pasados?

-Por supuesto que acepto. Me gustaría mucho poder hablar con usted, gracias.

Luego de arreglar  el lugar y la hora, colgó para continuar con sus actividades previstas para ese día.

Iría  a ver una vez más a Barrera. Pero no ese día, prefería hacerlo más adelante. Emilia era la persona que tenía las pertenencias de sus padres. Pero, ¿dónde?. Tendría que volver a verla para saber si las había traído consigo esta vez. O al menos averiguar dónde las había ocultado antes de exiliarse en el 77.

El celular sonó otra vez. Para su sorpresa, era Coca, la del hospital.

-¿Señora Farrall? Soy Coca, la del hospital.- Tenía la voz entrecortada. Parecía agitada, o ebria.

-Coca, he intentado ubicarla pero me ha sido imposible, ¿dónde ha estado?

-Discúlpeme, no me fue fácil. Le dije que era peligroso. Hoy a las seis de la tarde estoy dispuesta a acompañarla a ver a la Mary. Hablé con ella. Al principio no quería saber nada, pero después la convencí de que la conociera por lo menos. ¿Qué me dice?

-Por supuesto que quiero hablar con ella. Dígame como la encuentro.

-Yo la voy a acompañar. Anote que le digo dónde nos vemos.

Cortó después de anotar la dirección. Sabía que no podía ir sola, pero no podía pedirle a Francisco que la acompañara. No había estado bien de salud ese día ni el anterior. No le pareció prudente aceptar la propuesta del doctor Bermúdez del custodio. No tenía tanta confianza todavía con él. Jorge andaría en Tribunales. No estaba segura además si él estaría dispuesto a meter su moderno automóvil en algún barrio peligroso.

No le quedaba a quién recurrir. De pronto pensó en alguien que tal vez sí pudiera darle una mano. Tomó el abrigo y salió rumbo a Caballito.

Una ligera e imperceptible emoción la embargó cuando bajó del taxi frente al polirrubros. Era la vieja cuadra de su casa. El empedrado, los paraísos y los puestos de flores de la esquina.

Hacía mucho frío, pero el sol calentaba las veredas al reparo del viento. Había mucho movimiento en Bueno Aires ese día. Un par de avenidas habían sido cortadas por manifestantes, todos alumnos de las dos escuelas normales de la zona. “Reclaman que les arreglen y les limpien los edificios de las escuelas” dijo el chofer del taxi. “Aunque me parece que no quieren estudiar los pibes. ¡Hay una vagancia!”

Recordó sus épocas de estudiante. El respeto hacia los profesores, el miedo a los más severos. La pulcritud, la limpieza de los bancos y las paredes. Los castigos a los “transgresores” que no cumplían con las reglas de convivencia: las amonestaciones.

Entró al kiosco. Al fondo, detrás de la registradora, como siempre, estaba “su gorila”de ojos claros, enfundado en un sweater  gris de lana y cuello alto. Calzaba los anteojitos sobre la nariz que le otorgaban un cierto aire de importancia. Cuando levantó sus ojos, la vio parada junto a la góndola de las revistas y le dedicó una sonrisa.

-Tenía el presentimiento de que ibas a venir- le dijo acercándosele para saludarla.

-Se me está haciendo costumbre esto de venir al barrio.

-La verdad es que ayer pensé en llamarte; pero después no pude por una cosa o por otra. ¿Qué te trae por estos pagos?

Le contó acerca de la cita que tenía con Coca, ese día a las seis de la tarde. Le habló de sus miedos, de su desconfianza. Después tomó ánimo y coraje y le preguntó si podría acompañarla. En ese instante una joven de largo cabello rubio, seguramente teñido y de cuerpo esbelto, entraba echa una tromba en el local. Ernesto quedó sorprendido y al instante le dijo muy, pero muy serio: -¿Qué hacés acá, Fabiana?

-Me dejaste plantada. Hace más de una semana que no te veo, no llamás, nada.- Se dio cuenta de que él estaba hablando con esa desconocida y prefirió esperar hasta que se desocupara para seguir increpándolo.

-Después hablamos, ¿no ves que ahora estoy ocupado?- se notaba visiblemente fastidiado por la llegada de aquella jovencita maleducada. Malena se sentía incómoda frente a esa situación, se disculpó, e intentó salir: -No importa, no quiero ocasionarte problemas, yo puedo ir sola, hasta pronto.- y salió del local. Ernesto salió detrás de ella.

-Yo te puedo acompañar, no tengo ningún problema...

-¿No? ¿Estás seguro? Me parece que a la rubia no le pareció lo mismo. No quiero traerte problemas con tu novia.

-No es mi novia, ella es... -Malena lo cortó, no quería tener nada que ver con sus situaciones personales.

- No tienes que darme explicaciones, gracias, pero voy sola. Discúlpame por planear cosas basándome en el tiempo de otro. No va a volver a suceder.

La chiquita  salió enojada del local.- ¿Qué tanto hablás con esta mina que tu novia no puede saber?

Elena decidió abandonarlos a los dos y caminar rumbo a  la boca del subterráneo. Ernesto se quedaba discutiendo con la muchacha. Entraron al local.

-Ya  te dije- le decía Ernesto- que no me gusta que me hagás escenas de celos, y menos cuando estoy con gente. Dejate de romper con eso de que sos “mi novia”. Ya lo hablamos. A veces estamos juntos. Yo voy, vos venís. Estamos bien así. No preciso más, no quiero dar nada más. Lo tomás o lo dejás.

-Pero Ernest, yo te quiero, no puedo vivir sin vos- se hacía la mimosa, sabía como ablandarlo. Pero él estaba decidido a no darle más  de lo que le había dado hasta entonces.

Unos clientes entraron al negocio, compraron, pagaron y después salieron. Fabiana entró a la cocina de Delia a preparar el mate. La anciana la miró con recelo. Nunca le había gustado esa chica y menos para su sobrino. Le inspiraba mucha desconfianza. Su viejo olfato nunca le había fallado. Hasta  alguna vez le había parecido verla meter la mano en la caja, cuando se pensaba sola en el local.

Cuando quedaron solos, Ernesto la encaró: - No fui porque no quise. Creo que lo mejor es que cortemos acá, mientras seamos amigos. Te estás poniendo pesada con eso del noviazgo. Yo ya me casé una vez y no quiero repetir el error. No te enojes, pero prefiero que te vayas.

-¿Es por la vieja esa, la mina que vino recién? ¿Cómo me podés cambiar por ese bagayo, si debe de tener como cuarenta y pico de años? ¿Se te atrofió el gusto chabón?

-No me rompás más, nena. Elena es una amiga de hace muchos años, y sí, tiene cuarenta y pico, como yo. Y no es ningún bagayo, es otra clase de mujer, es diferente a lo que vos o yo conocemos.

-¿Diferente porque tiene guita? Se nota por la pilcha. ¿En qué fato andás Ernesto?

-No me jodas. –Sacó unos pesos de la billetera y se los dio a la chica. –Tomá- le dijo- pagate un taxi hasta tu casa.

Fabiana se fue, pero por lo bajo le juraba que no le iba a ser tan fácil sacársela de encima.

Malena caminaba por la avenida, por la vereda del sol, dispuesta a aprovechar el calorcito que envolvía la mañana.  Así que Ernestito Montiel tenía novia. Un poco joven para él, pensó. Bastante maleducada y sin modales ¡Pero si tranquilamente podría ser la hija! Se sintió tonta; de golpe se le vinieron los cuarenta y pico encima. Se miró en una vidriera. ¿Cómo podría competir con esa chica rubia, esbelta y tan joven? Se enojó consigo misma por estar ¿celosa  de Ernesto? ¡Pero qué tontería!, se dijo. Si apenas lo había visto tres o cuatro veces desde que había llegado de vuelta a Buenos Aires. Sonrió. Su celular le cortó los pensamientos. Casualmente, era él.

-Malena, soy yo, Ernesto. Yo no se como disculparme con vos. Lo que pasó hoy, no tiene... cómo te puedo explicar... Fabiana es una chica que conozco desde hace un tiempito.

-Ya te he dicho que no me tienes que explicar nada. Tú me tienes que disculpar a mí.-Volvía su acento castizo. Tal vez era una forma inconsciente de poner distancia entre ellos.

-No, no, yo te quiero acompañar. Es una locura que vayas sola hasta allá. Tengo la tarde libre porque viene Lucas de las cuatro hasta las doce de la noche. ¿Por qué no me venís a buscar a eso de las cinco y yo te llevo en mi auto?

Así que tenía auto. Hasta el momento lo había visto siempre a pie. No sabía si aceptar o no. Siempre estaba la posibilidad de llamar a Bermúdez y pedirle un custodio de su empresa para que la acompañara. Pero lo cierto es que había algo en su amigo de la infancia que la atraía y no sabía descifrar el por qué de esa extraña atracción. Sintió que deseaba estar con él, aunque más no fuera por un rato, mientras viajaba a la provincia para conocer a esa misteriosa mujer.

Aceptó y quedaron en encontrarse a las cinco en la puerta del polirrubros.

El Negro hacía su primer llamado telefónico de la mañana. Había seguido a Malena hasta el negocio de Ernesto y había presenciado el escándalo que les había hecho la rubia.

-Averigüé que el tipo se llama Ernesto Montiel  y es el dueño del kiosco. Debe de tener unos cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco años. Siempre vivió en el barrio, por lo que debe de ser un amigo de cuando la mina era piba y vivía por acá. Tal vez el comisario nos averigüe algo más, doctor.

-Sí, es hora de llamar al amigo comisario para que nos consiga un informe del Montiel ese y también del abogadito que vino con ella el otro día, aunque tiene cara de ambicioso,  quiero saber bien quién es. Decile a Ovejero que averigüe sobre la del hospital, hay que asegurarse que no hable al pedo por ahí.

-Sí Doctor, lo que usted diga.

Malena seguís su camino de vuelta a la casa de Silverio sin sospechar siquiera, que el Negro la seguía sin perderla pisada.

Entró a un locutorio y se puso al día con los llamados a España. Habló largo y tendido con todos; con los tíos, primero, Chabeli luego, y finalmente su amiga Eva. No pudo ocultarle lo que le estaba pasando.

Cerca del mediodía estaba en Belgrano nuevamente. Se devanaba los sesos mientras pensaba dónde estarían los cadáveres de sus padres, quiénes los habrían asesinado y sobre todo por qué. ¿Dinero? ¿Para silenciarlos?

Bermúdez la llamó mientras entraba en el edificio. Se mostraba muy interesado en ella; tanto que no podía esperar hasta el día siguiente para volver a verla. Se citaron  para esa misma tarde, en una café de Recoleta.

Malena se sentía halagada por el trato de ese hombre. No habrían pasado quince minutos de su llamado, cuando un mensajero le entregaba un precioso ramo de flores con  una tarjeta firmada por el médico. “¡Qué amable!” Pensó. Y buscó entre la ropa que había traído, algo lo suficientemente adecuado para acudir a la cita. Pero tenía que ser algo práctico también, pues de allí iría a buscar a Ernesto para  salir rumbo a la Matanza. Se rió mientras se probaba la ropa, al pensar que de pronto había tres hombres que se interesaban por ella. De no haber ninguno, tres en una sola semana. Pero quedaban en ella las huellas de una educación puritana y estricta, por la que una señorita de “buena familia”, nunca jamás, dejaría entrever sus sentimientos, y mucho menos se iría a la cama con cualquier hombre por el simple placer de hacer el amor. Ni pensar en una “relación sexual ocasional”. No las había tenido y probablemente jamás las tendría.

Había personas que habían nacido para vivir, como decía Eva, y otras para esperar el día de su muerte. Ella se consideraba de las de la segunda clase. Había sido como que la vida le había pasado tan de largo, tan por fuera de la casa, del otro lado de la ventana. Pensó en sus amores imposibles a lo largo de su vida. De pronto tuvo una terrible necesidad de sentirse mujer. De sentirse en carrera  todavía. De saber que aún podía gustarle a los hombres, que podía hacerles desear el estar con ella. Anhelaba tanto que alguien la mirara como un ser sexual. Que alguien la deseara como mujer, que quisiera, en definitiva acostarse con ella, más que con cualquier otra de este mundo.

Y de pronto estaba rodeada de tres hombres especiales que, sin saber por qué, la hacían sentir a ella especial.

Extrañó los besos y las caricias a su cuerpo desnudo, la agitación y  la excitación en medio de un abrazo; un beso prolongado, una boca viril en la suya, unas manos ardientes recorriendo cada milímetro de su piel; el cuerpo de un hombre sobre ella haciéndole el amor apasionada y tiernamente a la vez. Decidió que lo mejor, era darse una buena ducha.  

CAPÍTULO 16

En Recoleta no se veían los cartoneros, ni los chicos que pedían fuera de los locales. Era un barrio “pituco” como decía su tío Antonio, refiriéndose a los de alto nivel adquisitivo.

Roberto la esperaba dentro de la sala de té. Se incorporó automáticamente al verla, le corrió la silla, la acomodó luego de ubicarla.

Se deshacía en atenciones. De pronto fue al grano. Estaba muy interesado en cuánto sabía de lo ocurrido a sus padres.

-Esta tarde voy a la Matanza con un amigo mío, para ver una mujer que según me han dicho, trabajó en el hospital en el 77.

-¿Sí?- dijo sorprendido- ¡Qué bien! Y ¿De quién se trata, si puedo saberlo? Tal vez la haya conocido.

-La mujer que voy a ver, creo que se llama María Ramírez.

El médico quedó perplejo. Pero se repuso enseguida.

-¡Qué extraño!- dijo- Tenía entendido que Mary Ramírez había muerto hace algunos años. ¿Dónde me dijo que se verían?

-No, no le dije. Es en la Matanza- dudó de ser o no más exacta. Prefirió ser imprecisa- No recuerdo bien el lugar. Dejé la dirección en el departamento.

-¡Qué pena! Tal vez podría haberla hecho acompañar por algún empleado mío. ¿Qué tanta confianza tiene, perdón, ¿puedo tutearla, María Elena?- Ella asintió, él continuó- con ese caballero, su amigo? 

-Es de confianza. Bueno. Creo. No tengo amigos en Buenos Aires, a excepción del profesor Francisco Silverio. En realidad él era un buen amigo de mi madre. ¿No leyó su libro sobre desaparecidos? Gracias a él, supe lo que en realidad había ocurrido con mi familia en el 77.

-   No diga que no tiene amigos, María Elena. – Sonrió – Olvidé que ya podía tutearte. Podés contar conmigo para lo que sea. Espero que me consideres tu amigo, mejor dicho- y tomándola de la mano, la miró a los ojos y le dijo- tu incondicional amigo.

Ella se estremeció. No de la misma forma que cuando le tomó de las manos Ernestito Montiel. Le recorrió el cuerpo una extraña electricidad. Recordó sus pensamientos de la tarde, y sintió miedo de ella misma. Bermúdez era muy guapo, muy seductor y ella muy vulnerable. Sacó con delicadeza su mano de debajo de la de él. Él no pudo menos que notar una tirantez en ella. Se disculpó con respetuosidad. Hablaron otro rato. De pronto volvió a clavarle sus ojos en los de ella y le dijo: - Estoy verdaderamente encantado de haberte conocido. Desde que falleció mi esposa, no había vuelto a conocer a alguien tan fascinante como vos. Me gustaría enormemente seguir viéndote mientras estés en Buenos Aires. Con todo mi corazón quiero ayudarte en lo que sea. Saber como vas con la investigación, para poder conectarte con gente que puede  darte más información. Ahora que sé lo que ocurrió con tus padres quiero más que nunca llegar al grano, al centro de todo. No voy a descansar  hasta que los culpables estén donde deben estar y hasta sobre todo, que se haya aclarado todo este misterio, te lo juro- Y volvió a tomarle de las manos. Se las apretaba suavemente. Si no hubiese estado apurada por ir a encontrarse con Ernesto para ir a la Matanza, y el celular de Bermúdez no hubiera sonado con un reclamo de la clínica, a la que él  tenía que  ir con urgencia; estaba segura de que este también hubiera querido llevársela a la cama. ¿Qué les pasaba a los argentinos que tenían las hormonas tan descontroladas? O, ¿Sería ella que veía ocasiones de tener sexo por todos lados? Pero no había ido a Buenos Aires a tener aventuras amorosas. Había ido a encontrar la verdad sobre la desaparición de sus padres.

Se despidieron en la esquina del salón de té, él se le acercó suavemente y le dio un beso largo y sumamente cálido en la mejilla. Pareció aspirar su perfume a jazmín y volvió a acariciar su mano. Ella tomó un taxi, muy confundida. Ya eran casi las cuatro y media de la tarde.

Ernesto estaba en el kiosco dándole las últimas indicaciones a Lucas, el empleado. Había un auto mediano en la puerta, de color azul. Un modelo de  fines de los ochenta, principios de los noventa.

-Ya estoy listo, le dijo apenas la vio.- Vamos cuando quieras.

-Sí, se me hizo tarde, discúlpame.- Y mientras tomaban las avenidas rumbo a la provincia, ella le contó sobre su cita con el doctor  Bermúdez. Por supuesto, no le dijo lo de los gestos insinuantes, porque tal vez, sólo le había parecido a ella. Después de todo, ¡Con las hermosas mujeres que había en Buenos Aires, ¿Por qué habrían ellos de fijarse justamente en ella?! Recordó a Jorge, pero no le dijo nada a Ernesto sobre él.

Parecía distante, absorto en sus propios pensamientos. Estaba muy callado. Ella pensó que no había sido buena idea pedirle que la acompañara y se lo dijo.

-Nada que ver. ¿Por qué no me lo ibas a pedir a mí? Soy el único que te puede dar una mano. ¿No decís que el hombre ese, Silverio, es un hombre muy mayor?

-Sí, además estuvo un poco enfermo en esto días. –Se detuvo, no sabía si decirle de la propuesta del médico, de poner a su disposición un custodio. Prefirió omitir ese detalle.

Un automóvil gris los seguía a distancia prudencial. Era el Negro. Pero al tomar la avenida General Paz, en medio de un mar de automóviles, los perdió indefectiblemente.

-Jefe, los perdí en la General Paz.

-¡Boludo!- gritó Ovejero del otro lado.

-Jefe,  hay cincuentamil Dunas azules por la General Paz. El tipo tomó una colectora, qué se yo que hizo, el asunto es que lo perdí.

-Bueno, está bien. Quedate por ahí, si fueron tendrán que volver. Ponete del otro lado, en cuanto aparezcan retomás la persecución y no seas pelotudo. ¡Andá a saber a qué parte fueron de la Matanza!¡Qué lo parió!

Mientras tanto, el comisario Funcini recibía un llamado de su amigo “el Doctor”.

-Viejo, necesito que me averigües algo sobre alguien.

-Estoy tapado de trabajo. Espero que sea importante, ché.- Funcini era un hombre cercano a los sesenta años, robusto, de espeso bigote rojizo. De dudosa moral, estaba en la mira de algunos políticos que lo buscaban para tapar “chanchullos” y de otros, que intentaban desenmascararlos con el firme y altruista ideal de “limpiar” la fuerza de malos policías.

-La hija del finado  Gallego Farrall está en Buenos Aires. Resulta ser que gracias a un pelotudo que escribió un libro acerca de los desaparecidos, se vino a enterar lo de los padres. Bueno, no sabe nada todavía. Es más, ni sabía que habían vendido la casa, ni de la plata tampoco. Se desayunó recién ahora de todo eso. Pero lo peor es que alguien la conectó con los muertos, porque le dijeron que la van a llevar a hablar con la Mary Ramírez.

El comisario largó una carcajada.- La llevarán a una escuelita espiritista, querrás decir. La Mary está muerta y de eso yo doy fe.

-El asunto es que a la hija de Farrall le aseguraron  que va a hablar con ella. Te imaginas si llegara a ser cierto y la turra esa abre la boca...

-Dejate de joder, la Mary es historia, viejo. Se trata de un curro de alguien. La querrán joder a esta mina. Pero, ¿a quién querés que te investigue?

-Se trata de un amigo de la Farrall. Un tipo que no me inspira confianza. No quisiera que después de tanto trabajo, se termine quedando con las doscientas lucas verdes.

-Pero, ¿Todavía anda dando vuelta la plata? ¡No te puedo creer! ¡La suerte nos sonríe, viejo!

-Así parece. Nos vendrían muy bien, por si tenemos que rajar cuando se apruebe el asunto de la derogación, ya sabés de que hablo.

-Eso es puro cuento. Los amigos nos beneficiaron en el 87 y  después hallamos gracia a los ojos del “jeque”. No va a pasar nada, pura espuma, como siempre. De todos modos, esa tajada es nuestra por derecho.

-El tipo se llama Ernesto Montiel y debe andar en los cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco años. Fijate que podés hacer. Mi intención es sacarlo del medio, que la mina confíe sólo en su  nuevo amigo. No quiero que haya obstáculos, hay que sacar a todo el mundo del medio. Incluso, la está ayudando un abogado, pero ese como todo abogado, debe de tener su precio. Te llamo después.

-Decime, turro, ¿Cómo está la mina? Mirá que vos siempre tuviste suerte y buen gusto...

-Anda en los cuarenta, pero te juro que no tiene desperdicios. Está como para hacer el sacrificio.

-¡Hijo de puta!, ¡Te la vas a tirar!

-Si se da la oportunidad, no la voy a desperdiciar. Hoy estuve a punto. Pero me contuve, no quiero arruinar las cosas. Ella es toda una “dama europea”, sensible, pero “distante”. Hay que ir con cuidado.

-Esas son las peores. O las mejores en la cama, según como se mire.

-  No sé, cuando me le eche, te cuento.

-Si podés, compartí, desgraciado.

-Vamos a ver. Elenita no es pava. No quiero que desconfíe de mi interés, pero la voy a ganar con lo que le gusta a las mujeres, regalitos, palabritas altruistas, pelotudeces de esas.

-Y ¿después? ¿Cómo le vamos a sacar la guita? ¿Ya lo pensaste?

-No, pero no me va a temblar la mano, como no te tembló la tuya con la madre.

-Con la madre no me tembló la mano, como no me tembló otra cosa... - y lanzó otra carcajada.

Cerró los ojos, el comisario. Su mente le trajo recuerdos de la noche en que Rosalía Farrall se presentó ante él, pidiendo que liberaran al marido.

La obra en construcción estaba casi a oscuras. Rosalía había estacionado el auto cerca de la entrada, como los secuestradores le habían ordenado. Debía llevar el dinero en un bolso y dejarlo dentro del galpón de los materiales. Temblaba. A pesar del calor de la noche de diciembre, tenía frío. Las manos le transpiraban y la boca se le resecaba por la angustia y el miedo. Hubiera querido llamar a alguien, a Pancho. Pero no, después de la estúpida escena que le había hecho en el café, días atrás. Se sentía mal por haber perdido a su amigo de toda la vida. Por descubrir que él había estado esperando el momento de abordarla con sus impetuosos sentimientos. ¿Cómo hacerle entender a su marido que a ese otro hombre no la unía más que el recuerdo de un amor casi adolescente y una amistad fraternal, al menos para ella? Sí, había estado en la cama de Iriarte, pero sentada a su lado cuidándolo mientras deliraba de fiebre cuando padeció la neumonía. Si estaba solo, sin familia. Ella y Emilia se habían turnado para cuidarlo y medicarlo, hasta  que al fin debieron internarlo en el sanatorio. ¿Cómo Francisco había podido tirar por la borda más de veinte años de preciosa amistad, justo ahora, que tanto necesitaba de su ayuda?

Sí, estaba muerta de miedo. Su amiga Emilia, se iría al día siguiente a Barcelona, antes de que la secuestrara la dictadura a ella también, como a tantos otros amigos y conocidos. Pero su gran preocupación era cómo tomarían los secuestradores la idea de esperar hasta el lunes para cobrar el rescate. Ella no tenía el dinero consigo. Tuvo temor a una represalia, una mala reacción.

Un hombre se le apareció sigilosamente por detrás.

-¿Dónde está la plata?- le dijo. Ella dio un paso al costado, trastabilló en la oscuridad. El hombre tenía una linterna en la mano, la encandilaba con ella.

-No he podido traerla... Por favor espérenme hasta el lunes. Déjenme ver a mi marido, por favor, no le hagan daño...

-¡Silencio! Te dije clarito que trajeras la guita, sino tu marido es historia. No me jodás, ¿Te querés hacer la viva conmigo?- Se le acercaba peligrosamente. Ella retrocedía alumbrada por la fuerte luz del foco de la linterna. Volvió a trastabillar, cayó esta vez sobre unos trapos y unas bolsas de material.

-¿Así que no trajiste la platita porque sos “vivita”? ¿Querés que negociemos con otra cosita, mientras tanto?- El tipo  miraba lujurioso su remera pegada a su cuerpo por el calor, el subir y bajar de sus pechos, las piernas enfundadas en el pantalón claro.

Volvió a preguntar: - ¿No me vas a dar la plata? Mal, muy mal, señora. Nosotros no estamos jugando. Tu marido nos quiso joder, porque el muy turro era como la lechuza “non parla pero se fica” Ya iba a saltar con lo que había visto que hacemos ahí.

-¿Por qué dice “era?” ¿Qué le hicieron a mi marido?

-Lo que te vamos a tener que hacer a vos, por boluda. Si traías la plata todo bien, pero me hiciste enojar- El tipo tenía un fuerte aliento a alcohol, parecía excitado, alterado. No esperaba que Rosalía no trajese el dinero consigo. Esa mujer  que rogaba por la vida de su marido y sollozaba, lo excitaba mucho más que una mujerzuela ofreciéndosele. Su debilidad eran  las mujeres que lloraban pidiendo clemencia. Había tenido un buen número de experiencias sexuales con mujeres en esas condiciones y lo disfrutaba mucho más, cuando eran  como esa, maduras y atractivas. No podía desilusionarla, se dijo. Arrojó la linterna a un lado y la tomó de los brazos atrayéndola hacia su cuerpo pegajoso y transpirado. Ella intentaba desprenderse y eso parecía excitar más y más al agresor. Como era un hombre robusto y muy fuerte, no le fue difícil someterla a sus caprichos. Le rasgó la ropa con violencia y luego de golpearla en el rostro un par de veces le sujetó las manos con las esposas de acero por detrás de la espalda y comenzó a tocarla y recorrerle  cada parte de su cuerpo con sus manos sudorosas que olían a whisky  barato. Le arrancó el pantalón y junto con él la ropa interior. Rosalía sollozaba. Tenía la boca lastimada e hinchada por los golpes, además de una mordaza que le impedía hacerse escuchar. Jamás le había faltado a su esposo. Nunca le había sido infiel. Y en ese momento, esa bestia la penetraba con lujuriosa pasión, babeando cada parte de su cuerpo. No pudo defenderse. Pensó en su esposo mientras el hombre jadeaba. Entendió que Alfonso estaba muerto, como muerta estaría ella, minutos después. Copiosas lágrimas cayeron por sus ojos al pensar en su Elenita. ¿Qué sería de ella? Rogó a Dios que la guardara y la protegiera de esas bestias. Que nunca le hicieran daño. El hombre le dijo mientras se levantaba el cierre del pantalón, después de que hubo terminado, que el “gallego” les había pedido clemencia como un marica, mientras les ofrecía el dinero de la venta de la casa para que lo dejaran en libertad.

 “Ahora sí”, le dijo, “lo hiciste con un macho de verdad. Lástima que no vas a poder  repetir la experiencia.” Acto seguido, tomó la pistola calibre nueve milímetros y le disparó un tiro en  la frente.

Le puso una bolsa de nylon sobre la cabeza, para evitar que la sangre dejara un rastro sobre la tierra, y metió el cuerpo de Rosalía en el baúl del auto que ella había llevado. Un segundo hombre apareció en escena en otro automóvil, un Falcon verde que había llevado al agresor de Rosalía hasta la obra en construcción.

-¿Y la guita? –le dijo el otro.

-La boluda esta nos quiso joder y no la trajo. Se pensó que le íbamos a dar a pagar a crédito... – se rió.

-¿Y ahora, qué le vamos a decir a Menghelito? A ver si se piensa que hicimos el negocio por nuestra cuenta.

-No te calentés, Ovejero, la mina tiene  en el bolso las llaves de la casa. Seguro que la tiene allá. Yo voy ahora. Mirá, mejor la ponemos en tu auto, andá al hospital y decile a Menghelito que le encuentre ubicación, él ya sabe, yo me voy a ver si encuentro la guita.

-Sí, que la ponga con el marido. Hay que deshacerse de los dos. ¿Qué le vas a decir al Coronel cuando pregunte por el gallego buchón?

-Le decimos lo de siempre, que se nos fue la mano con la “cantadora”, que se nos pasó, ¡qué se yo!, Y que nos deshicimos limpiamente del cuerpo. No tiene por qué saber que teníamos la posibilidad de hacer un negocito por nuestra cuenta. A él lo único que le interesaba es que “el gallego” no le arruinara el negocio del hospital. ¡Pobre! Si hubiera sabido que tenía pensado mandarse a mudar y que jamás, el cabrón iba a decir nada!

-Mejor que lo mandaste al otro mundo. Esos boludos son los peores. Un día llega a volver la democracia y son los primeros en cantar con orquesta y todo.- Y mientras pasaban el cadáver semidesnudo de Rosalía le dijo en tono de felicitación: - ¡No podés con tu genio, desgraciado! Te la tiraste, nomás. ¿Y qué tal, la maestrita? ¿Te enseñó algo que no sabías?- Y tocándola con delicadeza, exclamó: - todavía está tibiecita... Casi  que yo también podría echarle un polvito, ¿no te parece?

-  ¡No seas boludo! Hay que apurarse, me parece  que escuché el ruido de un auto, no sea cosa que sea alguien que te haya seguido... Vamos, vamos.

Y partieron raudamente del lugar. Un auto los siguió a relativa distancia, pero cuando se dieron cuenta, no les fue difícil perderlo de vista, después de un paso a nivel.

El hombre que había asesinado a Rosalía después de haberla violado salvajemente, llegó a la casa de los Farral, cerca de la una de la madrugada. Bajó del auto, después de cerciorarse de que nadie lo  observaba pues la calle estaba  desierta a esa hora.

Buscó en el bolso de la esposa de Farrall las llaves de la casa. Abrió sin problemas, aunque en el llavero había otro juego de llaves. Cruzó la entrada y abrió la puerta cancel que daba al corredor cerrado que llevaba al consultorio y al resto de la casa. Largó un improperio, al comprobar que la casa estaba vacía. No había luz, por lo que volvió a salir con cuidado, cuidando una vez más que nadie estuviese en la calle. Buscó la linterna  que había traído de la obra. La misma con la que había encandilado a su víctima. Entró nuevamente. Le pareció escuchar un ruido en el patiecito de frente, pero pensó que serían los gatos. En el living había unas pocas cajas de ropa para regalar y unos muebles desvencijados. Revolvió todo, desparramó todo con violencia. No esperaba encontrar la casa en ese estado. De pronto la linterna  dejó de funcionar, a pesar de los golpes, se dirigió a la cocina, encontró unas velas a medio consumir y las encendió con su encendedor. Siguió buscando, en las macetas, en el entretecho, debajo de las mesadas. Nada. Muy enojado, salió de la casa. Se detuvo debajo de un limonero y encendió un cigarrillo. Maldijo por lo bajo. Decididamente, salió de la casa. Se dirigió a la suya. Detuvo el coche de los Farrall en la puerta. Su mujer estaría dormida, empastillada con  Valiums, como siempre. Su estúpida y frígida esposa. Menos mal que la vida le regalaba, de vez en cuando, un desquite, un alivio como el de aquella noche. Tal vez si hubiese elegido a su cuñadita, la profesorcita de inglés, le hubiera ido sexualmente mejor. Era más “calentita” la cuñada. Ya la había “probado” unas cuantas veces, pero ella se había mudado a otro lugar, previa amenaza de decirle todo a su padre, el coronel, si la volvía a molestar. ¡Molestar! ¡Bien que le había gustado a la muy turra!

Tomó el teléfono y llamó desde la sala de la casa a oscuras y silenciosa, a “Menghelito”.

-Escuchame, se fue todo a la mierda. En la casa no hay nada. Y la mina no llevaba nada en el auto. La otra posibilidad es que haya estado parando en un hotel, o en otro lado, la casa de algún pariente o amigo y tenga la plata ahí.

-¿No le preguntaste, boludo?- decía la voz en el teléfono

-No hablo cuando cojo, cabrón. Además, ¿cómo iba a saber que ya no quedaba nada en la casa? Mañana salgo a averiguar si tenía amigos y quiénes. Quedate tranquilo, pibe, tarde o temprano  la vamos a encontrar.

-Eso espero. Lo importante que “el Coronel” no sepa lo de la guita, ni lo de la mujer de Farrall. Me la acaba de traer Ovejero. Hay que llamar al tuerto de San Justo, tirarle unos pesos y que los meta donde ya sabe.

-Mejor los metés en un par de bolsas de la morgue, los cargamos con bastante fierro y los tiramos al río. Ya tenemos la experiencia de que no vuelven. Pero busquemos otro lado, porque donde vamos siempre, debe de estar lleno.

-Está bien, mejor. Así, no tenemos que deberle favores a esos piojosos del cementerio, ya que no encontramos la guita.

-¿Y si empiezan a preguntar sobre ellos? Qué sé yo, ¿algún pariente, algún amigo se pone cargoso y los empieza a buscar? ¿Qué hacemos? Sabés que no entró “oficialmente”, fue más bien una gauchadita al  “viejo”.

-Dejame de joder, el milico sos vos. Algo se te va a ocurrir. Que parezca un accidente y listo. Deshacete del coche y ya veremos lo que hacemos. Por unos días escondelo, no sea cosa que lo necesitemos para algo. Nadie sabe nada del gallego Farrall, ni vos, ni yo, ni Ovejero. Al coronel le va a dar lo mismo, lo único que le interesaba era que el negocito del tío siga funcionando. A propósito del negocito, me desapareció una libreta con importantes anotaciones del asunto; cuando lo apretaron al “gallego”, ¿no les dijo si la tenía él, o si sabía quién podía tenerla? Si eso llega a caer en las manos  de algún “contra”, ¡voy refundido para toda la cosecha!

-No, no dijo nada. ¡Si era un boludo!, Decía a cada rato que no sabía nada, que lo dejáramos ir y a cada rato mencionaba la guita, ¡como que lo iba a salvar la guita! Yo creo que el tipo tenía clarito lo que hacemos en el hospital y en el Colón; ¡me alegro que a Ovejero se le haya ido la mano con la picana! Ese pelotudo “decente” cantaba todo.

Cortó. Cerró la puerta tras de sí y se dirigió al hospital para ayudar a sus cómplices a deshacerse de los cuerpos del matrimonio Farrall.

“Menghelito” lo esperaba junto con Ovejero, que por aquél entonces estaba infiltrado en algunos grupos comando de la subversión, especialmente los dedicados a los secuestros extorsivos. Aunque parezca una incoherencia, muchos de esos grupos trabajaban junto a los paramilitares y parapoliciales, que a su vez estaban dirigidos por las altas esferas del poder. En síntesis, todos trabajaban con todos. Las altas esferas de los dos bandos, tenían una amplia y nada difundida relación. Unos vendían a los otros, según las necesidades del momento. Líderes de un grupo, traicionaban a los que tenían por debajo, negociando así su libertad o su posibilidad de salir impunes de sus felonías; los otros entregaban a sus subalternos, quienes  pasaban a ser mártires. Y así, unos jugaban con los peones de los otros. Los únicos perjudicados, los muertos inocentes de ambos lados.

“Menghelito” salió de la oficina del director hacia la morgue. Recogió dos bolsas negras y se dirigió al estacionamiento del hospital Eran cerca de las tres y media de la madrugada y nadie andaba por aquéllas horas en la calle, debido a la ley marcial del toque de queda. Sacaron el cuerpo de Rosalía y lo metieron en la bolsa; de otro auto estacionado en la playa, sacaron el cuerpo inerte y muy maltratado de Alfonso. También lo introdujeron en una bolsa y lo llevaron al baúl del auto verde, que era más espacioso.

Minutos después, llegó el asesino de Rosalía en el auto de sus víctimas y junto a Ovejero, acompañando al otro auto, en una suerte de cortejo fúnebre, salieron rumbo a la ribera.  

CAPÍTULO 17

El lugar en donde se encontraron con Coca era  saliendo de la General Paz, a la altura del  viejo “Jabón Federal”. Ella subió al auto de Ernesto, previo revisar que nadie los había seguido.

-Esta es la dirección-  le dijo a Ernesto mientras le daba un papel con los datos escritos en él- Yo lo dirijo, siga por Crovara, después le digo dónde doblar.

Anduvieron unos minutos más. Al fin llegaron al hogar geriátrico en donde supuestamente vivía Mary Ramírez.

-Venga, baje- dijo Coca.- ¿Él también viene?

-Sí,- contestó Ernesto, seguro de que María Elena quería que fuera con ella.

Bajaron. El lugar era deprimente, como la mayoría de los geriátricos oficiales del lugar. Había olor a orines y vómitos en la entrada. No quiso pensar lo que serían los baños y los dormitorios. Un viejo ventilador de techo colgaba desvencijado y desequilibradamente del techo de la sala de visitas. Unas pocas sillas viejas y algunos sillones destartalados y sin  un cobertor decente, eran todo el mobiliario. Un televisor sin botonera y a control remoto, con un control remoto inexistente, estaba encendido en los Simpson, a esa hora de la tarde. Parecía una ironía, pero la caricatura reflejaba la soledad de otro asilo de ancianos pero del “primer mundo”.

La enfermera que atendía a los pobres viejos era una mujer gorda y mal vestida. Su guardapolvo, otrora blanco, era un verdadero muestrario de manchas. Renegaba por todo y con todos. No le gustó ni medio cuando llegaron los visitantes un rato antes de la cena.

-N o me avisaste, Coca, que venías. La vieja está en la pieza, no quiso salir en todo el día. Tiene una de esas lunas... Un día te juro que la mando a la mierda con cama y todo. Me tiene podrida.- La mujer obesa jadeaba junto a cada palabra.  Los condujo hacia la habitación de Mary Ramírez.

El panorama de la pieza no era mejor que el del resto de la casa. El techo se caía descascarado, a pedazos. Se podía ver que ya faltaban unos buenos trozos. Las paredes parecían las de Juana de Ibarbourou en Chico Carlo; sólo que estas manchas de humedad no se asemejaban a océanos e islas exóticas, sino que era un gran conglomerado de hongos y polvillo. La vieja cama crujía ante cada movimiento de la mujer. Hacía frío y el único calefactor que había era una destartalada estufa a cuarzo, de la que funcionaba una sola vela.

Mary miraba el techo, tapada hasta la pera con una vieja y raída colcha que alguna vez fuera de color rojo.

-Mary- dijo Coca- te traje la señora de la que te hablé. La hija del doctor Farrall.

-¿La hija de quién?- dijo la mujer haciéndose la asombrada- ¿Cómo sé que es la hija de Farrall y no una periodista del “Investiga”, con una camarita en el bolsillo o la cartera?

-No soy periodista, señora- Otro más que la confundía con un periodista. Primero Ernesto, ahora la mujer.- Mi nombre es María Elena Farrall, mi padre era...

- Sí, ya sé quien era su papá.-Le dedicó una mirada con sus ancianos y cansados ojos.- Yo lo conocí al doctor. Siempre le cuento a la Coca de mis épocas en el hospital. Ella es mi única amiga en la que puedo confiar. Yo la cuidaba a la madre, acá. Ahora ella me cuida a mí.¡ Las cosas de la vida!- Se incorporó un poco en la cama- ¡Hace un frío de cagarse!- dijo.-Coca, alcanzame el chalcito de adentro del ropero. Gracias.- una vez que se hubo abrigado miró a Malena a los ojos y prosiguió: - Cuando la Coca me dijo si quería hablar con usted, primero me dio miedo. ¿Sabe?. A mí me quisieron matar esos hijos de puta. Me quisieron sacar del medio, porque yo sé muchas cosas. Muchas, muchas cosas- repetía- pero a vos no te importan. ¿Vos qué querés saber?- ahora la tuteaba.- Tu papá era un hombre bueno. ¡Tan buen mozo! Tenía unos bigotes anchos y unos ojos azules, penetrantes. Me acuerdo de la voz, una voz ronca, grave, melodiosa, dulzona. Siempre un caballero, era una mosca blanca, porque ¿sabés?, el ambiente médico es muy jodido. En esa época y ahora debe de serlo todavía más, porque hay mucho puterío. Por el solo hecho de ser enfermera, muchos de los médicos se creían con derecho de pasarte al cuarto. Si tenías buenas tetas y cinturita de avispa como yo, ¡olvidate de que te iban a dejar tranquila! Yo tuve que pagar mi derecho de piso, nena. Pero después tuve suerte, me apadrinó el director del hospital, ¿me entendés lo que te quiero decir, no? Y ya los otros no me jodieron más. Pero tu papá, no. Nunca me faltó el respeto; ni a mí, ni a las otras chicas. Y había chicas lindas que se hubieran hecho “los rulos” por acostarse con tu viejo. A mí me gustaba, te soy sincera. Y si me hubiese hecho la insinuación... Pero quedate tranquila, tu papá era un hombre de familia, de los que casi no se veían ya en aquella época. Tu madre fue una mujer de suerte, pobrecita.

Yo empecé a salir con “el viejo”, el director del hospital porque vi que estaba caliente conmigo, entusiasmado. Era un viejo baboso, pero a mí me convenía, porque los pendejos jóvenes no me cargoseaban tanto. Yo tenía treinta y ocho en el 77 y seguía soltera. Me gustaba la buena ropa, los buenos zapatos, andar en mi propio auto, tener joyas, ir a las mejores peluquerías de Buenos Aires. Imaginate que con mi sueldo de instrumentista no me podía dar esos lujos. Por eso le dije que sí al viejo de mierda. Era un degenerado. Pero de eso me di cuenta después.- Se detuvo para toser. Coca le alcanzó un vaso de agua. Ernesto escuchaba en silencio el monólogo de la  mujer. Malena no quería interrumpirla, por miedo a que se perdiera el hilo de la narración. En silencio guardaba en su mente cada una de las palabras, aún de los improperios que decía Mary.

-El viejo tenía un sobrino.- continuó la anciana-  Le decíamos “Menghelito”, por lo del médico nazi ese, ¿sabés? Era la mano derecha. Yo trabajaba con los dos, hacía unas extras; pero de eso no quiero hablar. Tu viejo conocía bien lo que hacían, pero no decía nada. Un día lo escuché decir al viejo que había que borrarlo al “gallego”. Se creían que yo era sorda o boluda y que no me daba cuenta de quien hablaban. Claro, yo estaba en la cama del bulín  que me había puesto en  Saavedra, él hablaba desde el comedor. Me dio lástima tu viejo. Yo sabía que lo iban a matar tarde o temprano, porque era lo que hacían con los que les molestaban. Yo había visto como le llenaban la casa de panfletos subversivos a unos tipos de Floresta que no tenían nada que ver. Pero, ¿sabés por qué lo hacían? A veces para quedarse con lo que  tenían: guita, propiedades, un chico, qué sé yo. Otras, para borrarlos del mapa, porque sabían demasiado, o porque le tenían bronca, no más. Para ese trabajo estaba “Menghelito”, el “zurdito” y el milico, que no me acuerdo cómo se llamaba. La noche que lo iban a “chupar”, yo los escuché hablar en la oficina del viejo con el Coronel. Ese era otro degenerado. Me parece que era el suegro del milico. Le dije a tu papá que se fuera, que abandonara la guardia y se fuera. Pero no quiso, había mucho jaleo esa noche. Varios heridos por cohetes de Navidad y otros accidentes por borracheras. Él era así. Nunca dejaba a un enfermo. Cuando salió ese mediodía, bueno ya eran como las dos de la tarde, lo metieron en el auto del milico y se lo llevaron. Me dio pena. Yo sabía que lo iban a boletear. No sabía qué hacer. No podía ir a la policía, ¡si uno de ellos era policía!. Además, si se enteraban que yo decía algo, me reventaban a mí también; porque no te pienses que el viejo me quería, ¡qué va! El viejo me usaba de mina. Si era todo un señor de familia, muy creyente, de ir a misa y todo. Hablaba de moral por televisión y en las escuelas daba charlas. Estaba en contra del aborto, pero sus mayores ingresos entraban por ese lado.- Pareció que había parado a tomar aire. Finalmente continuó- Yo la llamé a tu vieja ese día y le dije que se lo habían llevado de prepo al doctor.

-Entones fue usted la que le avisó a mi madre. ¿Y  sabe a dónde se lo llevaron? ¿Qué hicieron con ellos?- Ernesto se había acercado a Malena y parado detrás de ella que permanecía sentada en una silla, al lado de la enferma. Le puso una mano sobre el hombro y con  la otra le tomó de la mano de ella, como presintiendo que en ese instante ella necesitaba ser fuerte.

-Sí, fui yo. Y me imagino que se lo llevaron a un lugar que tenían para los trabajos sucios, un garaje por Floresta, una especie de galpón o depósito que era del Coronel. Hay llevaban gente para “el ablande”. Pero yo no lo vi. No estoy segura. La noche siguiente yo tenía libre. El viejo quería festejar la Navidad conmigo, adelantada. Llevaba bastante whisky, cigarrillos y un poco de” polvo”. Decía que le daba más vigor, que le duraba más, ya sabés qué.- Malena asentía con la cabeza. Ernesto tenía a estas alturas muchas ganas de vomitar. Se preguntaba cómo podía estar soportando la pobre María Elena, tan heroicamente esas turbias confesiones.

-La noche que murió tu mamá, estaba de guardia una amiga mía, que después se fue a vivir al interior, por miedo de que la hicieran sonar. Ella había ido al depósito a buscar algo cuando vio que “Menghelito” iba a la oficina del viejo a hablar por teléfono. Se quedó quietita en lo oscuro, ya que la luz de ese pasillo se había quemado. No quería que “Menghelito” viera que había ido al depósito de remedios. A veces se llevaba algunos para hacerse una “extra”, ¿me entendés? También lo usábamos al sucucho para tener sexo con los médicos, entre los médicos, o entre las enfermeras. Había de todo en aquella época. Igual que ahora, o peor, porque se escondían para hacerlo entre las cajas y después salían a la calle con la careta de grandes señores.

“Menghelito” hablaba con alguien, - continuó- le decía que había que llamar al tuerto de San Justo, porque tenían que ubicar “unos fiambres”,¿me entendés? Había un tipo en el cementerio que por unos pesos enterraba gente sin documentación. Ahí debe de haber muchos de los que están en las fotos de los carteles de las de Plaza de Mayo, ¡si lo sabré yo! Después lo vio salir y dirigirse rapidito hacia la morgue. Ahí estaba un ambulanciero escondido durmiendo, que andaba con mi amiga. Vio que el tipo se llevaba dos bolsas para afuera del hospital. Se hizo el dormido, para que no lo reventaran a él. Pero cuando Menghelito salió, se asomó a la ventanita que daba a la playa de estacionamiento de la parte de atrás del hospital y los vio detrás de un auto. Digo los vio, porque estaba el zurdo con él. Cargaban unos cuerpos, los metían en las bolsas y después al Falcon  del milico. También pudo ver que uno de los cuerpos era el de una mujer, porque estaba desnuda. La cara no la vio, aunque estaba  bastante cerca, porque tenía puesta una bolsa de nylon en la cabeza.

Malena  no aguantó más y se quebró en llanto. Era demasiado crudo el relato de la anciana mujer. Ernesto la rodeó con sus brazos y la contuvo contra su pecho. Como cuando eran chiquitos y él la consolaba porque la había asustado un perro, o la había golpeado otro chico del barrio. Un torbellino de sensaciones lo embargó en ese momento y como nunca antes, quiso ser él el defensor de su amiga de la infancia. Quiso tenerla para siempre  a su lado, para defenderla de sus nuevos agresores, para protegerla de la vida misma que le jugaba  tan malas cartas.

-¡Tenés suerte de tener un marido que te quiere tanto! En cambio,

¡ yo quedé sola como un perro sarnoso! Cuidalo mucho, nena. Y vos – le dijo a Ernesto- no la dejes  venirse abajo. Te va a necesitar mucho.

No dijeron nada. ¿Para qué explicarle a esa desconocida que ellos no eran nada?  Apenas, amigos de la infancia reencontrados unos días antes.

-Coca, -dijo Mary- alcanzame la cajita azul de zapatos.- Coca se la dio. Acto seguido le dijo a María Elena: -¿Ves esta cajita? Acá tengo mi seguro de vida.- Y sacó una carpetita negra- Por esta carpetita me quisieron matar. Pero los hijos de puta se equivocaron y la mataron a mi hermana, pobrecita. Me había ido a visitar la pobre. Hacía como diez años que no nos veíamos. Ella andaba mal de plata, me fue a pedir ayuda. Se quedó esa noche en casa. Nadie sabía que había venido o que yo tenía una hermana. Yo no hablaba con nadie en el edificio. Había que ser reservado y muy discreto en esa época. Era el 82 y el viejo acababa de morir, gracias a Dios. Me había dejado algo en el banco, pero no mucho. Creo que le dio el ataque por el polvo que aspiraba y el escabio y porque se hablaba de que los milicos se iban a ir, después del desastre de las Malvinas. El asunto que yo lo llamé a Menghelito y le pedí que me tirara unos mangos, pero no me dio bola. Yo no tenía para mantener el nivel de vida que tenía antes y él a veces venía a dormir a casa, aún cuando vivía el viejo. Un día me enojé y cometí el error de amenazarlo con denunciar lo que hacía con los bebés de las chicas pobres de la villa, o de las que llevaban al aguantadero del ablande. ¡Qué lo parió! Al final te estoy hablando de lo que no quería. Pero bueno, ya está. Hago de cuenta de que me estoy confesando.- Se hizo la señal de la cruz-  Mirá, piba, tengo un cáncer que me está comiendo a pedazos. Si no me mata el bicho, me van a matar los recuerdos y el cargo de conciencia que tengo.-Se le llenaban los ojos de lágrimas y su expresión parecía de terror frente al recuerdo que la asaltaba- A veces las oigo llorar, pidiendo que le devolvamos el bebé. Rogando que no las dejemos morir, que les cosamos las pancitas abiertas. Yo quería cerrarlas para que murieran dignamente, pero el hijo de puta de “Menghelito” decía “¿Para qué vas a gastar hilo y tiempo?  Y sacaba la pistola y las mataba ahí nomás, recién paridas, sobre la silla de partos, o sobre la mesa de operaciones. ¡Pobrecitas! Las escucho. Te juro que a veces  las oigo gritar de dolor, llorar de tristeza. Me persiguen.- Lloraba  con angustia, como lo habrían hecho sus víctimas en los años del horror. Coca la abrazaba, intentaba consolarla. Extraña relación la de esas dos mujeres siniestras.- Esa tarde mi hermana me había pedido un poco de ropa de la mía, se había cambiado, maquillado. Parecía otra. Era un año más chica que yo y   se parecía mucho  a mí. Hasta el pelo tenía teñido del mismo color que yo. Pobrecita. Iba a subir al ascensor, yo vivía en el piso trece. Justo, la yeta, Pero unos tipos le abrieron la puerta antes de que bajara de la terraza y la empujaron al vacío. Los mandó el desgraciado de Menghelito, seguro. Si hasta me pareció que uno de ellos era el milico degenerado y roñoso ese. Murió en el acto, mi hermana. Yo lo vi todo por el ojito de la puerta. Agarré dos o tres cosas, entre ellas la libretita y me fui por la puerta de servicio sin que me vieran. Ellos entraron al departamento y lo dieron vuelta. Buscaban esta libretita. Acá hay nombres, fechas y las direcciones de a dónde fueron a parar cada criatura que traía al mundo en el garaje. Los nombres de las madres y hasta los grupos sanguíneos por si hacía falta en el futuro, si los que compraban los bebitos tenían algún problema, que sé yo. Mi hermana se llamaba como yo, María, pero ella era María Luján, yo soy María solo, pero todo el mundo me conoce por Mary, nada más. Los vecinos reconocieron mi ropa, ella tenía la cara echa flecos. Pasó por mí, si hasta mi documento llevaba encima; cuando le presté la cartera, iba todo adentro. Pobre María... Si algo me llega a pasar, ya le dije a la Coca que la haga desaparecer. –Decía mostrando la libreta de tapas negras.- Cuando me muera ya no la voy a necesitar.

Malena la observó unos instantes. No podía creer lo que acababa de oír. Había escuchado hablar del dolor de las abuelas de Plaza de Mayo, de la incansable e incesante búsqueda de sus nietos perdidos, y de pronto tenía ante ella una libreta que podía traer luz a muchas vidas.

-Démela, Mary. Limpie su conciencia de tantos crímenes, entregando esa libreta a la familia de esas mujeres que asesinó ese hombre al que usted llama “Menghelito”.

-Estás loca. No mientras viva. Además en el hospital hay gente que sigue haciendo el mismo trabajito que hacíamos nosotros, sólo que ahora lo hacen con las chicas que vienen del interior, o las chiquitas de trece o catorce años. Hay una mafia muy grande; eso no lo arregla ni Dios. A propósito, la Coca dijo, que me ibas a dar una recompensita si te gustaba lo que te dijera. Y me parece que te dije bastante. ¿Cuánto me vas a dar?

-Lo que me dijo no me gustó en absoluto. Pero la pregunta es. ¿Está dispuesta a testificar en un juicio en contra de los asesinos de mis padres?

-¡Estás loca! Si caen ellos, caigo yo también. No duro ni diez minutos. Además “Menghelito” está metido en la política, ¿te crees que me van a creer a mí? No. Yo te lo cuento a vos y a tu marido. Pero a nadie más.

-Entonces dígame los nombres de los responsables. ¿Quién es ese “Menghelito”? ¿Cuál es su verdadero nombre?

-Decime una cosa, nena, ¿Vos me viste cara de boluda a mí? A propósito, ¿Quién sabe además de ustedes que me viniste a ver? Mirá que yo estoy muerta para todo el mundo y quiero estarlo así, hasta que el cáncer me mate de verdad. ¿Hablaste con alguien más de esa época?- La mujer se notaba muy preocupada.

-Encontré a un médico que dijo conocer a mi padre, del hospital y del sanatorio Colón y le dije que vendría a verla.

La mujer tuvo un repentino ataque de tos y comenzó a descomponerse. Se puso pálida y pareció que se desvanecía. Coca  se le acercó y al verla tan mal comenzó a llamar a la enfermera del Geriátrico  a los gritos. Minutos después una ambulancia de la sala municipal llegaba para llevarse a la mujer. Coca iba con ella. Malena estaba  impactada por lo sucedido y por lo vivido en esa  miserable habitación. Ernesto entró al cuarto de la mujer y decididamente, sin que nadie lo notara, se apropió de la agenda negra y la guardó entre sus ropas.

Después se llevó a María Elena, rumbo a algún lugar tranquilo, donde clamarse y conversar. Él había quedado muy shockeado también. Sabía que había mucha mugre en este mundo, pero nunca se imaginó cuánta.  

CAPÍTULO 18

-Doctor, te averigüé lo que me pediste. Escuchá, no sé si te va a servir. Te lo mando por fax. Podemos hacerle una “visita”, cualquier cosa, apretarlo un poquito si querés, digo.

-Gracias, viejo, te debo una.- Segundos después entraba el fax del comisario.

-A ver, a ver ¿quién es Ernesto Montiel? Humm, veterano de guerra, dos entradas, una en el 83  por  disturbios callejeros, ebriedad y exhibicionismo. Ja, ja. . Se bajó los pantalones para mear, seguro. Otra en el 88 por tenencia de material contrabandeado. Nada importante. Habría que agregarle algo más. Algún robo a mano armada, una estafa, drogas, algo que asuste de veras.- Y llamó a Funcini de nuevo.

Minutos más tarde, un nuevo fax “retocado” llegaba a las manos del “Doctor”.

Mientras tanto, Malena y Ernesto llegaban a Caballito. Eran cerca de las  ocho y media  de la noche. Él la invitó a tomar algo en su departamento.

La  casa de Ernesto era pequeña y agradable. Muy austera y sobria. Parecía bastante ordenada, a pesar de ser un hombre solo. Había algunas ropas sobre el sillón del pequeño living. Él se disculpó no había tenido tiempo de ordenar, le dijo. Unos discos compactos de diversos intérpretes descansaban sobre una estantería de  metal, junto a  un equipo de audio.

-¿Un café?-Le preguntó desde la cocina, mientras ella se sacaba el abrigo y se acomodaba en  el sillón de dos cuerpos. Tenía el cuerpo dolorido por la tensión vivida esa tarde. Le dolía el alma, el pecho, el corazón, si es que duele. Apoyó la cabeza sobre el respaldo del sillón y cerró los ojos un momento. El aire estaba lleno del aroma del perfume de él y el olor de sus cigarrillos negros. El aroma del café se sumó al concierto de  fragancias que realzaban el hecho de que era el departamento de un hombre solo. Un hombre solo, solitario, misterioso. Le gustó la sensación que tenía. Se sentía protegida, contenida. Recordó el momento en que él  le había tomado la mano y apoyado la suya sobre su hombro. Le pareció aspirar  otra vez su olor a hombre cuando la abrazó fuerte en la habitación de Mary Ramírez. No podía evitarlo, ni negarlo. El neandertal de ojos verdes- aguamarina le gustaba muchísimo. Más de lo que le había gustado cualquier otro hombre en su vida. Pero él no parecía darle demasiada importancia, más que la que tenía por el hecho de haber sido la mejor amiga de su hermana en la infancia y una parte de sus adolescencias. Abrió los ojos, se sorprendió al verlo inclinado hacia ella, mirándola detenidamente.

-Creí que te habías quedado dormida.-le dijo despacito, suave, a diez centímetros de su cara. Podía oler su aliento, su perfume, su olor a cigarrillos negros. Al sorprenderse se incorporó de golpe y se acercó aún mucho más a su boca, a su cara. Él la  miró de esa manera que la había mirado otras veces, de esa extraña manera que la hacía estremecerse. Pero no duró ni cinco segundos y se recompuso alejándose hacia la cocina. Carraspeó. Le pareció que se había puesto nervioso. Ella lo siguió a la cocina. Ese hombre le inspiraba una gran curiosidad. Héroe de Malvinas. Herido de guerra. Un antipático aberrante y a la vez, el más dulce y tierno de los hombres. ¿Qué secretos escondía el hermano de su mejor amiga? Sirvió dos tazones de café, le alcanzó uno a ella, que se apoyaba en la mesada.

-Fue fuerte lo de hoy- le dijo Ernesto- Menos mal que fui con vos.-Se sentía protector, importante, imprescindible para alguien.- Me felicito de no haberte dejado sola. ¿Qué hubieras hecho cuando la vieja se descompuso?

-Nada- dijo ella- Lo que hice, nada. La verdad es que si se moría no se perdía nada. Lamento no haber grabado todo y no haberme traído la agenda.

-Yo me avivé, señora. Mire lo que llevé en el bolsillo de la campera- y sacó del mismo un pequeño grabador.-Acá tiene toda la conversación.-Le dio el cassette- Ya te digo, menos mal que fui yo. Vos, mucho primer mundo, mucho primer mundo, pero no te avivaste de grabarla a la bruja Cachavacha esa. ¡Mamita! La hija de Hitler, era la vieja  turra.

.-Gracias Ernesto- Lo quería tocar, por eso lo abrazó. A él no pareció disgustarle. La apretó contra su pecho. Ella podía sentir los latidos de su corazón. A él  le causaba placer tenerla  apretada y respirar el perfume de jazmines que brotaba de su despeinado cabello rojo. Le gustaba esa mujer que irrumpía sin aviso en ese momento de su vida. Le atraía. Mucho más que esa mocosita con la que se acostaba de vez en cuando. Aún cuando Fabiana era joven y llamativa, sensual y  de carnes firmes y duras. No. Esta otra que tenía abrazada como al descuido le hacía nacer cosas que creía tener muertas dentro de él. Sentimientos, profundas emociones. La separó de su lado, al pensar que en pocos días ella volvería a su mundo en España y él quedaría solo, más solo que nunca esta vez. No quiso involucrarse demasiado. No iba a sufrir también por esta mujer, a esa altura de su vida. Ella continuó hablando: - A tu novia no le gustó ni medio.

-Ya te dije que no es mi novia. A veces voy, a veces viene, ¿me entendés? ¿Nunca necesitaste un desahogo, alguien con quien tener sexo, relativamente seguro, sin demasiados compromisos o ninguno? –Ella lo entendía, sólo que jamás se habría atrevido a una relación ocasional. Tenía que cuidar a Chabeli, tenía que educarla y estar siempre  a su lado. Ella sabía cómo era la adolescencia sin padres. Sus “desahogos”, si podían llamarse “desahogos”, le cargaban el alma de culpa y un sentimiento de suciedad la embargaba cuando se encerraba a ver alguna película en el canal codificado o entraba a “alguna” página de la Internet. Le dijo: -Puede ser tu hija. Bueno, no es que me escandalice. En Europa es muy común que  los señores mayorcitos salgan con las amigas de las hijas, o las señoras con los amigos de sus hijos; o con ambos.

-Y  vos, ¿no salís con nadie, digo, ahora que te separaste?- Ella negaba con la cabeza- ¡Andá! Habrás conocido muchos hombres en España. Y de  acá, ¿No te gusta el abogadito  que te acompañó a lo del médico? El sobrino del amigo de tu vieja.

-¿Qué decís? Es re buen mozo, pero seguro que tiene cinco mil pibitas como la tuya. ¡Mirá que se va a fijar en una veterana como yo!-Volvía el acento porteño en ella.

-¿Por qué no?- le dijo él más seriamente

-Ernesto, ¿Tú me has observado bien? Tengo cuarenta y dos años, varios kilos por encima de los que debería tener, no demasiados, pero más de lo que sería mejor; y algunos otros detalles  más que tal vez pasen desapercibidos mientras llevo ropa encima; sin contar algunas incipientes arruguitas que empiezan a aparecer implacablemente  en mi rostro. Yo no puedo competir con las jovencitas. De hecho, no lo pude hacer con un hombre, menos con lo hermosas que son todas las mujeres de esta tierra.

-¿Sabés que me parece? Me parece que tu espejo  está  mal. Te da una imagen muy distorsionada de lo que sos en realidad. ¿Querés que te diga como te veo yo?- Ella sonreía, sin decir nada. Él proseguía y se le acercaba: - Yo te veo tan hermosa, tan mujer, tan crecida, tan valiente, tan madura. Creo que cualquier hombre querría tenerte como su mujer. Y al que te quisiera como suya, no le importaría la edad, ni las arruguitas o los kilos de más. Porque tenés como una magia alrededor, Gallega. Tenés algo que no sé explicar, pero que atrae- Ya estaba muy cerca. El corazón se le iba a salir por la boca. Se sentía como una adolescente en su primera cita. Él estaba ahí, mirándola a los ojos, con la taza de café en la mano. De pronto dejó la taza sobre el mueble y le sacó la de ella de la mano y también la apoyó. Le quitó los lentes y le dijo, a modo de confesión: - Siempre me gustaron tus ojos, tan grandes, tan profundos, con esas pestañas tan largas y oscuras- Le pasaba el dorso de la mano por el rostro, con suavidad, tocándola apenas. Era como la protagonista de un momento mágico. Él acercó su boca a la de ella y sin poder contenerse apoyó sus labios. Sintió que temblaba entre sus brazos y eso lo animó a avanzar más y besarla con toda la pasión que sentía  era capaz de hacerlo. No pudo, aunque quiso contenerse. No pudo. Ella contestaba  a su caricia con cierta timidez al principio, pero a medida que  se agrandaba su deseo de sentirse amada por ese hombre, sus pudores iban gradualmente desapareciendo hasta dar lugar a un estallido de emociones y una catarata de sentimientos reprimidos. Sus soledades se encontraron y se festejaron  apasionadamente una  a la otra. Se amaron con desesperación, con hambre, con ganas locas de sentirse el uno al otro, de contraerse y expandirse, de invadirse y adueñarse. Tomaron posesión de sus propias fortalezas y destruyeron barreras de miedos y complejos. Él la acariciaba con ternura y la besaba como  un chico enamorado, dando rienda suelta  a sus instintos de hombre. Ella  respondía como nunca antes lo había hecho. Se desconocía a sí misma mientras amaba a ese hombre tosco y duro, mientras sentía como le entregaba su corazón en cada roce, en cada beso, en cada abrazo. Se sintieron  complemento el uno del otro y los embargó la extraña, pero maravillosa sensación, de que el tiempo no había pasado para ellos. De que nunca habían estado separados, de que siempre se habían amado. Tenían la convicción de haberse hecho el amor toda su vida, como esas parejas  eternas, que se aman de veras, más allá de las crisis y las circunstancias adversas, con ese amor profundo que se sobrepone a los obstáculos y las pruebas. Se sintieron uno solo, como si  siempre lo hubieran sido, como si la vida los hubiese unido desde antes de volverse a ver, como si no los hubiesen separado por casi treinta años. Como si España y Karl y  la mujer de Ernesto, la guerra y la vida no les hubiera pasado por encima. Como si tal vez, veinte años atrás hubiesen dado un sí frente  a un altar y ese amor los hubiera mantenido juntos, avivando cada día la pasión que sentía el uno por el otro.

Se amaron con locura, con necesidad. Se amaron  profundamente y sin reservas. No se guardaron nada para sí mismos, no buscaron su propio placer, sino el del otro a quien estaban amando en ese instante. Y cuando el amor llegó a su expresión máxima, él la miró a los ojos y le dijo desde el fondo de su alma, algo que nunca  le había dicho a nadie: - Te amo.  

QUINTA PARTE  

CAPÍTULO 19

Permanecieron en silencio, abrazados. Se acariciaban suavemente  como si quisieran dejarse grabada en las palmas de las manos, la textura de la piel del otro. Ninguno de los dos había dicho más nada después de aquella confesión de Ernesto. Ninguno de los dos quería romper el hechizo de ese momento mágico tan anhelado durante toda su vida.

Estaban juntos, se habían entregado el uno al otro sin tapujos ni reservas. Se habían conocido íntimamente, se habían amado  con los cinco sentidos, con pureza  y con pasión.

Ahora ninguno de los dos quería dejar salir el torbellino de sus pensamientos de dentro de sus almas. Ernesto fue el primero en romper ese silencio impuesto por los sentimientos compartidos. – No te vayas.- le dijo abrazándola más fuerte todavía, si aún era posible acercarla más a él, bajo la calidez de las mantas.

-Es tarde- dijo ella- Son más de las diez.

-No me refiero a eso. No te vayas. No regreses a Madrid. Quedate conmigo.- Se lo decía serio,  la voz  se le ponía grave, le salía de muy, muy hondo. Ella no sabía qué decir. Aún no podía creer lo que le acaba de ocurrir. Le parecía  que vivía  un sueño. Tenía miedo de despertar. Él la presionaba a despertar con su pedido.

No podía. No quería. No debía. Toda su vida estaba en España. Su hija, su trabajo, sus amigos, su futuro. No era su país de origen  el lugar que hubiera elegido para envejecer. No, de ninguna manera. Definitivamente, no. Tal vez por eso le dijo con la voz trémula: -Es tarde.- Y  buscó levantarse, pero él se lo impidió.

-No te vayas entonces esta noche. No ahora que comienzo a sentirme tan  feliz por primera vez con alguien. Es la primera vez que  me pasa algo así. Esto es lo más puro y cierto que pasó nunca. Otras veces lo hice  con otras motivaciones.- Era el momento de las confesiones- Me casé por obligación. Zulma quedó embarazada y yo ni me había dado cuenta. Vivía borracho en ese entonces. Cuando volví de Malvinas, volví mal. Descontrolado, incontenible. Empecé a tomar y tomar. No conseguía trabajo, y lo que conseguía me duraba poco por lo del alcohol. Me casé y me divorcié sin disfrutar ninguna de las dos cosas. Ella pensaba que “enganchándome” me iba a cambiar. Al año se convenció que yo era un caso perdido. Perdió el embarazo y  se ve que lo poco que hacíamos no alcanzaba para embarazarla otra vez. Junto con el embarazo perdió las esperanzas. Se fue con el que creo que la había embarazado en realidad. Espero que le haya ido bien.

-¿Y con la rubia?-  Tenía curiosidad y celos.

-Ya te lo dije. Fabiana no significa nada para mí. Lo nuestro es puramente físico. Un “desahogo”.

No quería preguntarle qué había sido ella. Lo importante era lo que él había sido en su vida. Él continuaba con  su confidencia: -  Hice el amor por calentura, por estar borracho o drogado o por cualquier otra cosa que se te ocurra; pero es la primera vez que siento que lo hago por... – le costaba decirlo, reconocerlo. Sobre todo porque sabía que ella se iría en un poco más de veinte días y probablemente, no iba a verla nunca más. Ella entendía.- No digas nada- le dijo- Es mejor que no digamos cosas a las que después no podamos sostener con hechos. Disfrutemos este momento maravilloso el que te juro, jamás, jamás voy a poder sacarlo de mi mente y mi corazón.

-Voy a llamar a Francisco para que no se preocupe. Voy a decirle que  tal vez, me quede contigo esta noche.- Se sentía como una colegiala que le pedía permiso a su padre para quedarse a dormir en casa de una supuesta amiga.

Francisco atendió enseguida y se quedó tranquilo al saberla acompañada por su viejo amigo de la infancia. “ Vamos a comer algo y a ver una película. Necesito relajarme un poco de tantas tensiones y distraerme. No se preocupe por mí, es posible que llegue tarde. Adiós”

-¡Sos bolacera!- Él la miraba divertido- Que yo sepa estás en mi cama y no en el cine.

-No, no miento. ¿Acaso no serías capaz de pedir una pizza y ver conmigo algo por la tele? No será muy romántico, ¡pero me muero de hambre!

Rieron. Jugaron. Se besaron una vez más en esa noche en que estrenaban su amor y sus pasiones contenidas y olvidadas bajo la corteza de su apariencia formal.

Ernesto pidió una pizza, como le había sugerido Malena y  la acompañaron con una gaseosa.

-Hice un tratamiento en el Melchor Romero.- Le explicó él- Estuve internado casi seis meses. Fue re-duro. No quiero acordarme. A veces sueño. Pesadillas. Después  empecé en Alcohólicos Anónimos. Me ayudaron mucho. Desde hace cuatro años no pruebo ni una birra.- Se dio cuenta de que ella no había entendido esa palabra- Una birra es una cerveza.

Hablaron. Hablaron mucho. Desnudaron sus almas, contaron sus historias. No se escondieron nada, hablaron de todo, de sus sueños, de sus fracasos, de sus temores y sus logros. Los errores y las falencias de cada uno. Los defectos, los pecados, las debilidades; las decisiones acertadas y también  las decisiones equivocadas que en gran número, ambos habían tomado en sus respectivas vidas.

Se hicieron las cuatro de la madrugada. Era demasiado tarde para andar sola  por Buenos Aires. Por eso y porque querían estar juntos y prolongar esa  sensación única e indescriptible que los embargaba a ambos, fue que ella se quedó a su lado hasta un poco después del amanecer.

Ernesto dormía plácidamente, como un chico de quince o dieciséis años, después de una salida de fin de semana. Ella no quiso despertarlo. Le acarició su cabeza y lo besó suavemente en un hombro. Escribió una notita y la dejó sobre la mesa de la cocina. Salió del edificio y tomó un taxi madrugador que pasaba justo por la esquina. No vio al hombre morocho que estaba dentro del auto oscuro, cuando comenzó a seguirla a distancia prudencial.

El sol hacía más o menos una hora que había ganado el cielo. Aún quedaban vestigios de la noche que acababa de tomar la retirada. Unos nubarrones negros, presagiaban que ese sería un día de lluvia en Buenos Aires. Las calles  comenzaban a llenarse de transeúntes y de niños que se dirigían a las escuelas de la zona.

Llegó al piso de Olazábal. Entró despacio. Sabía que a los Silverio les gustaba dormir hasta un poquito más de las nueve de la mañana. Pero fue en vano su cuidado, Pancho Iriarte  estaba sentado en la cocina y leía el diario de ese día.

- ¡Buenos días! Parece que la  película terminó tarde- Había cariño en sus recriminaciones. No le cayó mal el tono de la voz del anciano. Parecía un padre y ella una hija sorprendida en falta.

-¿Cómo está?- No quería hablar de lo que había sucedido la noche anterior. Tenía miedo de que al contarlo, se rompiera el hechizo. Además, Silverio era apenas una recién conocido para ella. Misterioso y lleno de secretos, pero un desconocido al fin.

Se dirigió a su cuarto. Se duchó y después se arrojó en la cama y se quedó profundamente dormida.

Dos horas después, el teléfono celular la sacó de sus sueños. El doctor Bermúdez la llamaba para disculparse por tener que cancelar su cita de ese día. – No sabés cuánto lo siento- le decía tremendamente amable- Pero sucede que estoy involucrado con  un grupo muy selecto de personas del ámbito político que me han pedido que integre su gabinete para las elecciones de este año. Me han propuesto hacerme cargo; hipotéticamente hablando, claro está, si es que la lista gana, de la cartera de Salud. Es una gran responsabilidad y un desafío. Por esto, unos amigos míos muy influyentes de La Rioja, me han pedido que me encuentre con ellos para hablarles de mi proyecto. Quieren sacar algunas ideas. Así que no puedo decirles que no. He venido postergando este compromiso, pero lamentablemente, ya no puedo hacerlo más. Viajaré hoy mismo en el charter de mi amigo y espero volver en dos o tres días. Además la esposa de él, quiere que le dé mi opinión profesional sobre unos “retoquecitos” que quiere hacerse  y no puedo decirle que no a quien podría llegar a ser próximamente la Primera Dama de la Nación.- Intentaba  impresionarla contándole de sus hazañas políticas, sus  relaciones, sus altos contactos con gente de renombre en el ruedo político.

“Mejor”, pensó Malena. Después de lo vivido con Ernesto, no tenía ganas de ver a nadie más. Tenía algunas cosas que hacer ese día. Ya despabilada, decidió tomar su agenda y hacer un mapa conceptual de sus próximos días:

1-Hablar con Emilia Larrañaga

2-Llamar a Jorge y preguntarle si era posible, teniendo en cuenta lo que estaba grabado en el cassette de Ernesto, obligar a declarar a Mary Ramírez y llevarla ante el fiscal interviniente en  las causas de los desaparecidos.

Se lamentó no haber tomado la agenda negra de la pieza  de Mary Ramírez.

3-Ya que pensaba en esa mujer, decidió que llamaría a Coca para saber cómo había pasado la noche la anciana enfermera.

Nadie respondió en la casa de la hija de Coca. Pensó en llamar más tarde.

Francisco acababa de volver de la calle y ella pensó que sería bueno hablar con él acerca de hacer declarar ante el fiscal a la mujer del geriátrico de la Matenza.

-Es muy fuerte lo que dice esta mujer, por lo que  prefiero que lo escuche detenidamente  de este cassette que grabó a escondidas mi amigo Ernesto.-Y se  lo entregó a Pancho Iriarte.- Después de que lo escuche- continuó- me gustaría saber su opinión respecto de obligar a esta mujer a declarar lo que sabe. Es hora de saber quién es en realidad este miserable de “Menghelito”, como llamaban al médico asesino.

-Claro, ya mismo me lo pongo a escuchar. Deberías llamar a Jorge, él tiene contactos muy fuertes en las comisiones de  investigaciones y con toda seguridad sabrá como manejarse en estos casos.

El hombre se retiró a su estudio para escuchar el material que Ernesto había grabado y María Elena  llamó al sobrino de Berta.

-Es muy importante que hayan podido grabar la conversación, aunque legalmente no podemos tomarla como una prueba. Si al menos pudiésemos conseguir esa libreta de la que me hablas, tendríamos material suficiente para iniciar una causa  a los que estén involucrados. Además, si a eso le pudiésemos sumar la declaración de la otra mujer, respecto lo que se hace paralelamente al servicio del hospital, mataríamos varios pájaros de un solo tiro. Mis amigos del noticiero “Investigaciones secretas”, están tras los pasos de los cabecillas de una organización que funcionan dentro de los hospitales, aunque no es en ellos en donde realizan sus ilícitos. Lucran con el tráfico de bebés  y con otras prácticas ilegales. Se habla incluso de tráfico de órganos. No sé como lo harán, pero hay versiones al respecto. Pero lo cierto es hay mucha gente involucrada en este “negocio”. Desde médicos hasta policías, pasando por traficantes y otros delincuentes de frondosos prontuarios.

-Estas mujeres tienen miedo, Jorge. No sé si por las buenas conseguiremos que confiesen lo que saben. Y la libreta de la que te hablé, ¡me lamento tanto de no haberme quedado con ella cuando se armó el alboroto al descomponerse la mujer! No sé si tendremos otra oportunidad.

-Ahora lo importante es tratar de hablar con la mujer y ver qué le podemos hacer decir. Te veo esta noche en casa de Berta. Hasta luego.

Cortó con Jorge. La animaba saber que si al menos no podían avanzar en el caso de sus padres, tal vez su investigación sirviera para ayudar a tantos otros que sufrían desde tanto tiempo atrás. Sonrió con tristeza. Ella que siempre había sido una mujer tan cobarde, de pronto se convertiría una verdadera heroína. Recordó a Ernesto y la noche de amor que había vivido a su lado la noche anterior. Hasta en eso, ella había cambiado su personalidad. ¿Cuándo se habría atrevido antes a tener relaciones con un hombre prácticamente desconocido? ¿Cuándo se habría atrevido a hacer lo que había hecho y lo que había permitido que  le hicieran? Se estremeció al recordar cada instante, cada beso, cada caricia. Se sintió joven y bella. Deseada y apetecible. Se sintió toda una mujer.

Ernesto la llamó para invitarla a almorzar. Dejaba el kiosco cerca de las dos de la tarde, ya que Lucas lo cubriría como de costumbre, cuando él necesitaba salir a hacer diligencias o trámites. Él también había pensado mucho en ella. Durante toda la mañana no había hecho otra cosa que llenar su mente con el recuerdo de su primera noche juntos. Había pensado en cómo hubiera sido la historia si ella no se hubiese ido tan lejos. Si hubieran seguido juntos. Pensó que tal vez, no habría abandonado la universidad, no hubiese tenido que ir a la guerra, no se hubiese vuelto alcohólico. Que quizá estaría casado, con tres o cuatro pibes, alguno grande como Lucas. Sonrió. Comprendió que habría sido otra la historia, si esos “desgraciados” no les hubieran robado la posibilidad de ser felices.

Estaba como un adolescente. Ansioso, inquieto, risueño, contento. Hacía bromas, saluda a la gente con una sonrisa. Estaba diferente. Si hasta el viejito japonés del puesto de flores de la esquina lo notó; él, que nunca hablaba demasiado, lo miró esa mañana cuando fue a comprarle flores y le dijo: -¿Estás enamorado, Ernesto, que estás tan feliz?- A lo que Ernesto contestó con una sonrisa grande, tan grande que no le cabía en la cara. Le brillaban los ojos, le temblaban las manos. Sólo su felicidad se opacaba, cuando pensaba que indefectiblemente, Malena volvería a España en un poco más de veinte y pico de días.

¿Qué podría hacer él para retenerla? ¿Qué podría decirle que la convenciera a quedarse? No. No tenía sentido. Él no podía  presionarla a tomar semejante decisión. Ella tenía una hija adolescente, una casa, un trabajo excelente y una vida hecha. En cambio ¿qué podía ofrecerle él? Una vida a los “saltos”; un departamento de dos ambientes y la inseguridad constante de un país “condenado al éxito”. No. Mejor no pensar. Decidió que lo mejor era vivir el momento, tal y como la vida se lo ponía por delante. Sabía que era apresurado hablar de sentimientos, pero no podía negarlo. María Elena le había cambiado la vida y temía que si ella se iba y lo dejaba, pudiera caer otra vez en ese infierno, en ese abismo que se escondía  en el fondo de un vaso de alcohol.

Ella llegó a la hora  prevista. Puntual, como siempre. Comieron en un restaurante chiquito de la costanera  y hablaron de todo, como la noche anterior. Pasearon, miraron despegar los aviones de aeroparque y recordaron montones de momentos vividos y compartidos en su infancia.

Por la tarde sonó el teléfono de ella, Coca la llamaba para pedirle que fuera al hospital, porque Mary estaba dispuesta a confesar lo que sabía. Estaba muy grave y no le quedaba mucho tiempo de vida. Además alguien había entrado a la pieza de la anciana por la noche y había hecho destrozos y robado muchas de sus pertenencias. Temían que la libreta se hubiera perdido en esa situación.

-¿Esos tipos, que te dijo el abogado, son de confianza, digo, honestos?- preguntó Ernesto.

-Supongo que sí, Jorge está relacionado con la gente que investiga las desapariciones y las “Abuelas de Plaza de Mayo”. Si hubiésemos tomado esa libreta, mucha gente se vería altamente beneficiada y muchos asesinos estarían más rápidamente tras las rejas.

-Si es así como decís, quedate tranquila. La libreta la tengo yo.

-¿Qué decis?- dijo Malena asombrada.-¿Cómo que la tenés vos? ¿Por qué no me lo dijiste anoche? ¿Qué pensabas hacer con ella?

-Pará, pará; no te embales. No iba a hacer nada malo. Pensé llevarla por mi cuenta a la justicia. Tengo un amigo que trabaja en Investigaciones, que además es de mucha confianza, el gordo Raschetti, no si  te acordarás de él. Era compañero mío, del Industrial. Bueno el caso es que es muy loco, pero uno de los pocos policías decentes, de ley que conozco. Se la iba a dar a él. Pero si ese Jorge  anda en el asunto, cuando volvamos a casa te la doy y se la llevás.

Ella le acarició la cara con ternura y le dio las gracias. Ese hombre no terminaba de sorprenderla. Se besaron en plena costanera al rayo del sol de la tarde como dos colegiales. Y se fueron juntos rumbo al departamento de él a buscar la importante prueba de  los delitos de esos personajes siniestros que habían asesinado al matrimonio Farral y quien sabe a cuantos otros más.

Había en ellos mucha pasión y deseos contenidos. Al llegar al departamento se sintieron como dos  recién casados disfrutando de una mágica luna de miel y  sucumbieron al  ardor que los embargaba  y estallaron  en una catarata de besos y caricias nuevas. Como si las hubiesen estado reservando para entonces, para ese día, para ese encuentro.

Después, Malena regresó a Belgrano. Llevaba la libreta. Antes de entrar se encontró con Jorge y le comentó acerca del llamado de horas antes. Él hizo un par de llamados telefónicos y  sin dirigirse al departamento de sus tíos, salieron rumbo al hospital en donde se encontraba Mary Ramírez internada.

Al llegar, un hombre lo esperaba en la puerta. Se lo presentó a María Elena como el fiscal Parodi, quien era el que entendía en  una de las causas de los desaparecidos durante la última dictadura militar.

-Muchas gracias por avisarme. Traigo todo lo necesario para tomarle la declaración a la mujer. En nuestra investigación la teníamos por muerta. Es toda una sorpresa saber que vive, al menos por ahora. Es un as para nosotros. Esta mujer nos va a llevar directo al famoso “Menghelito” y a sus cómplices. También nos  abrirá el camino para seguir encontrando a los chicos que se robaron los muy canallas.

Entraron al hospital. Mary Ramírez estaba con una mascarilla de oxigeno, en su brazo, una sonda le llevaba líquido a su desmejorado organismo. Coca estaba a su lado, como un perro fiel, la acompañaba en sus últimos momentos.

La vieja partera declaró con puntos y señales todo lo que sabía de la operación del “Coronel” y sus secuaces. Coca, tenía miedo por ella misma, por que sabía de lo que “el Trompa” sería capaz de hacerle si se enteraba de que ella había sido quien había llevado al fiscal ante su amiga. Quizá fue por eso que se decidió y habló acerca de los negocios del Trompa, en el hospital municipal, a cambio de que le prometieran protegerla a ella, su hija y sus nietitos.

Horas más tarde, la “Mary”, moría. Tal vez su confesión le alcanzara para que el Supremo no le impusiera la misma condena severa que le impondría a sus cómplices y a otros como ella. Coca se fue a la casa de su hija, acompañada de dos oficiales leales al fiscal Parodi.  Ella entró y los dos policías quedaron esperándola afuera de la humilde casilla de Villa Soldati. Alguien la esperaba adentro. Alguien que tenía arrinconados y asustados a su hija y a sus dos nietos. Alguien que ella conocía muy bien: el Negro.

-¿Adónde andabas, vieja puta? Te dije que no anduvieras hablando boludeces. El “Trompa”no quiere que tengas nada que ver con la Gallega esa y vos nada. ¡Mirá que sos pelotuda, carajo!- Intentó golpearla con el puño, pero ella esquivó el golpe y comenzó a pedir auxilio a los policías que la esperaban afuera. El Negro sacó un arma y  le disparó a quemarropa, pero en ese instante los policías entraban en acción logrando reducirlo y apresarlo. Llamaron a la patrulla y lo llevaron al destacamento. Coca  estaba herida, pero no era de gravedad. La trasladaron  al hospital y le colocaron, a pedido del fiscal Parodi, una custodia permanente hasta que declarara en el día del juicio a los integrantes de la mafia del hospital.

No fue difícil llegar hasta el siniestro personaje apodado el “Trompa”. Junto a la declaración de Coca y lo que lograron sonsacarle al Negro, Héctor Caride, pudieron ubicarlo sin problemas. Además, allanaron un garito clandestino, que era el lugar de escondite de  Atilio Ovejero.  Después, el resto de la banda, cayeron uno a uno, desde Gordillo, la partera, pasando por los intermediarios y los  soplones que marcaban a las mujeres a quienes podrían robarle a sus bebés. Faltaban algunas piezas importantes del rompecabezas, pero en general, ya habían caído todas. Sabían los fiscales que investigaban en la causa que había alguno de mucho peso detrás de todos ellos. Alguien relacionado con la política  y también con las fuerzas de seguridad. Tenían a un personaje de la policía federal en la mira, pero no tenían pruebas en su contra. Esperaban que tras lograr la confesión de Ovejero, pudiesen atraparlo.

CAPÍTULO 20

La libreta en manos de la justicia había hecho que los responsables de los delitos que se detallaban en ella, quedaran al descubierto. Había números de cuentas bancarias, nacionales y extranjeras, los nombres de las mujeres que habían sido atendidas en los partos, tipos de parto, grupos sanguíneos, etc. También los datos de los “compradores” de los recién nacidos, todo prolijamente detallado con fechas y montos. Había que reconocer que los asesinos eran muy ordenados en sus delitos.

“Menghelito” había sido descubierto. La verdadera identidad del médico asesino, era puesta a la luz. La justicia decidió congelar sus cuentas bancarias y cancelar sus tarjetas de crédito. Buscaban la oportunidad para caer sobre el hombre.

Mientras tanto, Funcini daba órdenes para llevar a cabo su siguiente paso en contra de Malena y Ernesto.

Estaban en el kiosco, cuando Fabiana entró acompañada de dos oficiales de la policía gritando que Ernesto era el hombre que le vendía  la droga.

-Sí, oficial, es él, es él. Él es el que le vende porros y polvo a los chicos del barrio. Yo lo he visto. La esconde abajo del mostrador.

-Pero ¿qué decís, por Dios? ¡Estás loca, no, no es cierto! Esto es una mentira de esta loca de mierda... -gritaba Ernesto, desesperado, sin entender nada. Malena observaba todo sin entender qué era lo que pasaba. Los policías se acercaron al mostrador y levantaron unas cajas. Misteriosamente unos cigarrillos de marihuana y unos sobres de cocaína aparecían en manos del oficial.

-¡Eso no es mío!- gritaba Ernesto- No tengo idea de cómo llegaron ahí, no es mío.-La miraba a María Elena, que lo observaba espantada.- No me mirés así, Malena, te juro que no sé que está pasando. Esto es una pesadilla.-Y clavando sus ojos en Fabiana que no se atrevía a mirarlo, le gritó- ¡Loca! ¿Por qué me hacés esto? ¿Por qué?

-¡Un momento!- decía Malena- ¡No me ponga las manos encima! ¡Soy ciudadana europea, y exijo que me permitan llamar a mi abogado! ¡ Esto es un atropello!- Pero hicieron caso omiso a sus pretensiones y se llevaron detenidos a ambos a la seccional del barrio.

Malena alcanzó a llamar a Jorge, quien en pocos minutos estuvo en el lugar para averiguar lo que había pasado. Al poco tiempo María Elena estaba eximida de responsabilidades ya que la acusación sólo pesaba sobre Ernesto.

-Sácalo Jorge, te lo pido por favor. No es cierto que Ernesto vende droga. No creas lo que dicen. Tiene que haber un error. Esa chica que lo denunció está resentida, era su novia hasta hace unas semanas, él la dejó y ella ha de querer vengarse. ¡Es todo esto una locura!

-Voy a hacer lo que pueda. Ahora voy a pedir que me dejen ver las acusaciones, los antecedentes que dicen que tiene. Después intentaré hablar con él. Quedate tranquila, por favor.

Percibía que había una mano peligrosa oculta detrás de ese suceso. No entendía por qué a Ernesto. Pero presentía que estaban muy cerca de los asesinos de los padres de ella.

Cuando Jorge pudo hablar con Ernesto, se presentaron y Ernesto le dijo:- No sé que está pasando, pero le juro que es mentira. Jamás he tenido que ver con drogas. Soy inocente, me tiene que creer. María Elena me tiene creer. ¡Dígaselo por Dios!

-Montiel, me enseñaron su prontuario, y es muy grande y nutrido. Según ese expediente usted es un hombre muy peligroso, que no entiendo cómo es que está suelto. Hay muchos cargos por narcotráfico y varios pedidos de captura. No sé qué puedo hacer si no me dice la verdad.

-¿Qué?- agrandaba los ojos claros- ¡Eso es mentira! Escuche, tengo un amigo en el Servicio de Inteligencia  de la Nación. Llámelo a este número- se lo anotaba en un papel- ¡él puede investigar qué carajo pasó! Por favor, crea en mí, se lo juro, soy inocente. Esto es una cama. No sé por qué, pero es una cama.

-Déjeme que voy a ver cómo puedo ayudarlo.- Y se fue con María Elena, que esperaba preocupada y ansiosa del otro lado del mostrador de la mesa de entradas de la comisaría.

-¿Y, que supiste?

-Dice que es inocente. Pero sobre la base del prontuario, se trataría de un tipo sumamente peligroso. Acá hay dos posibilidades, o es una suerte que haya pasado esto, para librarte de alguien como él, o es una trampa para apartarlo de vos. Sea lo que fuere, quedate tranquila, yo lo voy a investigar.-Salían del recinto, hacía frío esa noche de mayo. Amenazaba lloviznar en breve. Ella tenía ganas de llorar. No entendía qué pasaba. Jorge hizo lo que Ernesto le pedía y llamó a Raschetti, el de inteligencia. Lo encontró en su oficina, mientras investigaba  a un comisario corrupto que tenía en la mira, desde bastante tiempo atrás. Se comprometió a indagar de dónde y cómo había salido semejante prontuario de Ernesto. Una hora después, llamaba a Jorge para decirle:

-Estos pelotudos que inflaron el expediente, parece que no saben que las computadoras tienen una forma de saber cuándo fue modificado un archivo. Y ¿sabe una cosa doctor? Lo modificaron hace menos de una semana. De todas maneras les va a llevar tiempo demostrar  esto, yo igual se lo voy a enviar por fax, déjeme el número. Ahora, escúcheme una cosa. El que mandó a inflar esto, es un pez gordo. No sé que pasa, pero se están metiendo con gente muy peligrosa y pesada. Tengan cuidado y sáquelo cuanto antes, porque no me extrañaría que lo quieran “limpiar”. Yo voy a averiguar quién mandó a hacer esto y por qué. Lo voy a tener al tanto de todo.

María Elena estaba preocupada. No podía creer lo que le habían dicho de Ernesto. “Su” Ernesto.  No durmió en toda la noche. Los Silverio se preocuparon también, aunque no habían tenido el placer de conocer aún al amigo de Malena. Francisco escribía y escribía quién sabría qué cosas en su computadora.

-Soy viejo y duermo poco- decía- Además voy al baño a cada rato y si me acostara molestaría a Berta y no quiero hacer eso.

Apenas había amanecido, Jorge la llamó para proponerle que fueran a ver a la mujer que había denunciado a Ernesto.

-Sólo así -le dijo- podemos sacar más rápido a Ernesto, si logramos que ella esté dispuesta a levantar la denuncia, sale hoy mismo, de lo contrario va ser muy difícil y corremos el riesgo que quien hizo esto esté dispuesto a ir más allá. Creo, por lo que he visto hasta ahora, que esa muchacha no trabaja sola. ¿Te animás? Vamos.

Ella aceptó de inmediato. No podía permitir que por su culpa el único hombre que había despertado en ella los más bellos sentimientos y las más profundas emociones, sufriera algún percance.

Llegaron al kiosco, estaba cerrado, por razones obvias. Pero la tía Delia les abrió la puerta con recelo. Al ver que era María Elena respiró aliviada.

-¿Cómo está el Ernestito? ¿Qué le pasó?- La anciana lloraba. Ese sobrino era su única familia en Buenos Aires.

-Delia- dijo Malena- necesito saber dónde vive esa chica, Fabiana.

-¡Esa yegua!- gritó con mucha indignación- Yo le dije al Ernesto que esa loquita no le convenía ni medio. Nunca me gustó esa chica. Siempre le desconfié.- Y le dio la dirección de la mujer que había acusado falsamente a su sobrino.

Llegaron sin problemas al monoambiente  de Mataderos. Fabiana salía del edificio en ese instante. María Elena la interceptó.

-No vas a ninguna parte.- Y la tomó de un brazo. Ella intentó resistirse, pero María Elena tenía más fuerza. Interiormente, le dio gracias a las pesas y a la rutina con la bolsa de arena.

-Ahora nos vas a decir qué maldito bicho te picó para hacerle a Ernesto lo que le hiciste. Y más te vale que me lo digas ahora, ¡o te quedas sin uno solo de esos pelos teñidos que tienes, oxigenada!- Se desconocía tan osada y valiente.

-¡Si no es mío no es de nadie!- le lanzó a la cara.- No te lo voy a dar en bandeja “viejita”.

-Pero vos debes de ser idiota. ¿No te das cuenta de que Ernesto corre peligro, que lo que le hiciste le puede costar la vida, infeliz?

-No... -Dijo sacudida- El tipo ese me dijo que lo tendrían tres o cuatro días a la sombra, hasta que te mandaras a mudar de acá. ¿ Porque vos te vas, no es cierto?

-¿Quién te dijo que lo denunciaras y quiénes le pusieron la droga en el negocio?-Preguntaba Jorge.

-Un tipo me dio quinientos pesos, si lo denunciaba. Se llama  Caride, creo que le dicen el Negro. Me paró el otro día, y preguntó si quería quedarme yo sola con el Ernesto. Yo le dije que sí, ¡si él me banca el alquiler y muchos de mis gastos!

-Entonces es por plata. Ni siquiera lo amas. –Malena no podía entender los mezquinos motivos de la mujer.

-¿Amar? Pero “viejita”, ¡si puede ser mi viejo! El amor no cuenta, lo que cuenta es llegar bien a fin de mes y el Ernesto es bueno, me respeta, no me maltrata como los otros que tuve.-Y la miró desafiante- ¿Vos querés que yo levante la denuncia? Bueno. Pero vas a tener que hacer algo a cambio.

-¿Qué? Lo que sea.

-¿Lo que sea? Dejalo. Andate. No te quiero ni a un kilómetro de él. Si no, te juro que no lo mando a la cárcel, lo hago matar, directamente.- Sentía que ella tenía el poder de la situación. Era cierto que tal vez Ernesto no quisiera verla más después de lo que le había hecho, pero tampoco sería para esa gallega metida, que había llegado a arruinarle el pastel.

-Está bien -dijo María Elena- Lo que digas. Pero si no vas a ahora mismo a retirar la denuncia, la que te revienta  seré yo. Te lo juro.

Mientras tanto, Bermúdez, que recién llegaba de La Rioja, se enteraba de las novedades ocurridas en su ausencia. El comisario Funcini intentaba calmarlo.

-Es pura espuma, Bermúdez. No pasa nada. Hacen  alarde de que quieren limpiar el país y son los mismos que lo llevaron a la quiebra. No va a pasar nada.

-¡Pero si me congelaron las cuentas del banco! Descubrieron la cuenta en Suiza y me cortaron las tarjetas de crédito. López, el de los tribunales, me confirmó que habían conseguido pruebas en mi contra y lo peor es Mary no estaba muerta. Murió hace unos días después de declarar ante Parodi. Estoy perdido, viejo. No me fui  a esconder por más de seis años en el 83 a los Estados Unidos para nada. Decí que los amigos me conectaron con gente importante. Pero esta gente te lo avisa, “te mandás una cagada y ellos no te conocen” Arreglate como puedas. No puedo desprestigiarme ahora, justo ahora, que “el Jeque” me iba a proponer para Secretario de Salud, viejo. No puedo. Necesito guita  para salir del país ¡y la necesito ahora! Me enteré lo del Montiel ese, pero sólo hay una manera de detener a la gallega esa. Hoy mismo la obligo a decirme dónde está la plata.

-¿Cómo vas a hacer? No seas loco. Esperá un poco, que las cosas bajen de temperatura. A lo sumo estarás unos días adentro, pero si está por salir el amigo de la discoteca, ¿Cómo no vas a salir vos? ¡Con todos los amigos que hay adentro! Calmate, no te volvás loco.

Bermúdez cortaba la comunicación y  acto seguido llamaba a Malena en el mismo instante que Fabiana salía con Jorge hacia el destacamento policial para levantar la denuncia contra Ernesto.

-Malena, soy Roberto. Necesito verla urgente. Tengo datos muy importantes que mandé averiguar para usted. Por teléfono es imposible. Dígame dónde nos encontramos, y salgo de inmediato. Se trata del lugar en donde fueron sepultados sus padres, casi con seguridad.

-¡Dios mío! Es tremendo. Gracias. Ahora estoy yendo a la  casa de una vieja amiga de mi madre. La última persona que la vio con vida. Ella guardó todas sus pertenencias. Nos vemos al mediodía en su consultorio. Hasta luego.

-Adiós- dijo Bermúdez e instantáneamente relacionó las palabras de Malena con la posibilidad de que esa amiga de Rosalía Farrall tuviese los doscientos mil dólares de la venta de la casa. Desesperado por escapar de la lenta, pero  inexorable justicia, decidió que ya que Funcini no quería ayudarlo y Ovejero estaba en prisión, se jugaría solo. El dinero le pertenecía sólo a él, ahora que los otros no podían o no querían ayudarle. Se estaba hundiendo. Todo el mundo sabía que “Menghelito” era él. Su hijo había recibido la visita de unos oficiales  del juzgado y estaba “demorado” por la causa de los abortos y el tráfico de niños. Hubiera querido ayudarlo, pero era su pellejo el que corría más peligro. Los familiares de las madres desaparecidas no lo dejarían descansar en paz, aún cuando saliera en libertad.

La pesquisa que el Negro le había hecho a María Elena le había proporcionado la dirección de Emilia Larrañaga. Salió disparado hacia la vieja casona de  la anciana. Él no pudo verlos, pero el equipo de investigaciones  leales a la fiscalía de Parodi, lo seguía a distancia prudencial. Era cuestión de tiempo, la bestia caería en la trampa.

Malena temblaba por el nerviosismo que la embargaba. Sabía que tal vez Emilia hubiese traído las cosas de su madre. Llegó a la casona cerca de las diez de la mañana. Llamó y Aurelia salió a recibirla.

-Te estaba esperando- dijo Emilia- Pancho me dijo que ibas a volver. Yo te preparé tus cosas. Cuando tu mamá no apareció, decidí que no podía dejar sus cosas en la casa. Pancho no contestaba el teléfono, tal vez porque él tampoco estaba en su casa esa mañana. No tenía a quien recurrir y se me ocurrió una idea. Loca, sí, pero idea al fin. Mis abuelos tenían un panteón en la Recoleta. Ahí descansaban sus restos, los de mis padres y los de algunos de mis tíos. Yo llevé las cosas que Laly me había dejado hasta ese lugar. Había un ataúd vacío. Era en honor a mi tío muerto en la Segunda Guerra y cuyo cuerpo nunca le entregaron a mis abuelos. Ellos decidieron que él tendría un lugar entre los demás muertos de la familia y colocaron el cajón. Como un símbolo, ¿me entendés? No tuve mejor idea que meter todo adentro de él, cerrar la puerta e irme. Le había dejado una nota a tu madre, por si volvía. Le había puesto algo así: Tus cosas las tiene mi tío Iñaki. La llave de la casa la tiene el hombre de la farmacia de la esquina.  Ella conocía la historia. Entendería. Le dejé las llaves del panteón a Molinaro, el de la farmacia, diciéndole que una amiga mía pasaría a buscarlas en algún momento y me fui a Ezeiza a esperar mi vuelo. Por supuesto, ella nunca volvió por sus cosas. Lo supe porque semanas después le escribí al farmacéutico y él me contestó que nadie había ido a retirar las llaves y me las mandó por correo. Acá tenés todo; este es el bolso de la ropa y esta- dijo señalando un cofre de madera lustrada- es la caja que te dije.

Malena estaba emocionada. Le temblaban las manos. ¡Las cosas de sus padres! De pronto era como si los veintiocho años que la habían separado de ellos, dieran marcha atrás en un instante. Los recuerdos se agolparon en su mente; las lágrimas, en sus ojos.

El teléfono la sacó de sus recuerdos. Jorge le avisaba que Ernesto estaba libre y también algo muy importante; algo que no le había podido decir todavía por el desarrollo vertiginoso de los sucesos de las últimas horas, en el mismo instante en que sonaba el timbre de la casa de Emilia Larrañaga. Roberto Bermúdez  había entrado invocando el nombre de María Elena. Se escuchó un golpe seco, como de  un bulto cayendo pesadamente al suelo. Ambas mujeres se sorprendieron. “¡Bermúdez es ‘Menghelito’! Cuidate mucho”, le alcanzó a decir  Jorge en el preciso instante que el médico entraba a la sala en donde ellas estaban con las cosas de Rosalía. “Es tarde, está  acá”, alcanzó a decir Elena, pero decidió no cortar la comunicación y dejó el celular encendido sobre la mesa, discretamente cubierto con una carpeta de hilo.

CAPITULO 21

Bermúdez entraba desencajado, descontrolado. Tenía un revólver en la mano y estaba dispuesto a todo. María Elena le preguntó sorprendida qué era lo que le pasaba y qué quería de ellas.

-¿Qué quiero? Lo que hay en esa caja. Lo quise hace veintiocho años y lo quiero ahora. Los doscientos mil dólares. –Apuntó a Emilia y le dijo- siéntese señora y no se mueva, nadie puede ayudarlas, la sirvienta está inconsciente en el suelo de la entrada. Y vos  amor mío,  ¡Cómo me hubiese gustado que  las cosas no hubieran sido así! Me gustás mucho, pero los negocios están antes que el placer. Lo que no quita que cuando encuentre la plata no podamos divertirnos un rato en la cama de la abuelita.-Malena lo miraba con  repugnancia. Comenzaba a entender las actitudes de esos perversos asesinos. Veía que les gustaba jugar con sus víctimas como el gato lo hacía con el ratón. Una vez que encontrara el dinero, si es que estaba en el bolso o en la caja, lo más seguro es que las asesinaría a ambas. Él dirigió su arma a Elena y le ordenó.- ¡Abrí la caja!

-No tengo la llave. Emilia tampoco. Se perdió lamentablemente.

-¡Qué pena!- dijo sarcásticamente y golpeó con la culata del revolver  la cerradura que cedió al instante.-¿Qué es esto?- dijo desparramando el contenido de la caja sobre la mesa- ¿Dónde está la plata, dónde están los dólares?- Se volvió al bolso y sacó todo lo que había en su interior. Las ropas de Alfonso y  Rosalía quedaron regadas por el suelo. Los documentos, los pasaportes y hasta los pasajes de avión para el día veintitrés de diciembre de 1.977.Vuelo de Iberia, con partida a las diez horas.- ¿Me están jodiendo? ¿Dónde pusieron los dólares, maldita sea? Deberían de estar acá. Esta vieja de mierda los tiene escondidos en alguna parte. ¡Hablá, maldita, hablá o te mato!- Le colocaba el revólver en la cabeza de Emilia. Jorge escuchaba todo del otro lado del celular. Ernesto llamaba a su amigo Raschetti para pedirle que interviniera. Ambos iban de camino a la casa de la vieja y única amiga de Laly Farrall. La anciana le juraba al hombre que ella no sabía nada de la plata, pero que si era dinero lo que quería, le daría  ahorros que tenía en la caja fuerte.

-Así me suplicaba el gallego maricón cuando lo picaneábamos fuerte para que hablara cuánto sabía del negocio del sanatorio y del hospital. “Tengo doscientos mil dólares”, decía, “son de ustedes, pero déjenme en libertad. En dos días me voy a España y nunca más regresaré. ¡Déjenme en libertad! ¡Se los ruego, tengan piedad, déjenme volver con mi mujer! Llámenla que ella se los dará.” Idiota. Nunca lo hubiéramos dejado ir. Y si tu madre no se hubiese hecho la pelotuda con nosotros, tal vez hubiera vivido aunque el milico le hubiera hecho “el favor”. - Revolvía y destripaba el bolso con ferocidad. La miraba a Elena y le apuntaba a la frente:- Y vos,¿qué tenías que ir a ver a la puta esa de Mary Ramírez. Si hubieras dejado todo como estaba, ahora en vez de la pistola en la cabeza estaría poniéndote otra cosita en la cara. Pero ya es tarde, linda.-Se enloquecía y maldecía- ¿Dónde mierda está la guita?, ¡Carajo!, ¡Díganme o las mato!

Malena tomó un sobre de oficio amarillo que había quedado entre los papeles dispersos sobre la mesa de la sala. Tenía escrito con la inconfundible letra de su madre: Dinero de la casa. Lo abrió trémula y sacó una boleta de depósito por doscientos ocho mil dólares, con fecha diecinueve de diciembre de 1977,  con el membrete de una entidad financiera que como tantas otras, había quebrado quedándose con los depósitos de sus clientes a  las Islas Caimán.

-Acá tenés la plata, cabrón.-y comenzó a reírse a carcajadas mientras le arrojaba al rostro de Bermúdez la boleta de un  banco privado de Buenos Aires. Francisco le había contado de los quiebres y del posterior corralito; de toda la corrupción del sistema financiero de los últimos veintitantos años.

-¡No!-Gritaba totalmente desencajado el cirujano. – ¡A mí me van a dar la plata ahora!

En ese instante se escuchaba una voz por el altavoz de la policía que decía: ¡Bermúdez, está rodeado! Se terminó todo, entréguese pacíficamente. Salga con las manos en alto. Sabemos que está armado. ¡Entréguese!

El médico se asomó por una  de las ventanas de la sala y vio que efectivamente estaba rodeado. Varios móviles y algunos camiones de los medios se habían apostado en el lugar. Pensó que si caía no lo haría solo. Si Funcini no salía en su ayuda, él lo hundiría a ese hombre también. Y tenía mucho que contar. De pronto divisó la robusta silueta de su compinche entre los móviles policiales. Se tranquilizó, si Funcini estaba ahí, quería decir que le daría una mano. Tomó a Emilia de rehén y se acercó a la puerta. 

  -Si no me dejan salir- les dijo a los policías voy a matar a esta mujer. Quiero un auto y un avión para irme lejos de aquí, ¡ rápido o les juro que las mato!

En eso, su amigo el comisario sacó su arma, apuntó a la cabeza de Bermúdez y disparó a sangre fría. Al instante, Bermúdez caía con la frente perforada y los ojos desorbitados como quien ve cara a cara, al mismo demonio.

-Estaba por dispararle a la pobre mujer. Vi la oportunidad, y la aproveché- explicaba el comisario a su par, Víctor Robledo, quien era el encargado del operativo.

-Eso tendrá que explicarlo en un informe, Funcini. No entiendo qué estaba haciendo en el lugar.-dijo Robledo.

Emilia y Malena estaban a salvo. “Menghelito” Bermúdez, muerto. Uno de los asesinos de sus padres, había pagado su crimen. Aún faltaban dos: el zurdo y el milico, había dicho María Ramírez. Jorge y el fiscal tenían datos e indicios muy fuertes de quienes podrían ser esos dos siniestros personajes. Uno, era casi seguro, se tratara de Ovejero, el Jefe de Seguridad del Municipal, el otro un comisario corrupto, aún en actividad.

Elena se quedó un rato más con Emilia, mientras los paramédicos la auscultaban. Revisó cada pertenencia de sus padres, pero se detuvo al encontrar el diario de su madre. Rosalía tenía la costumbre de escribir uno por año, y al llegar el treinta y uno de diciembre, lo quemaba junto a otras cosas que prefería nadie encontrase. Pero a ese diario no había podido destruirlo, pues su vida había sido cercenada una semana antes de la fecha señalada para ello. Leyó al azar algunas páginas. Contaba cosas de la escuela, los anónimos amenazantes, las peleas con Alfonso. También había escrito acerca de sus visitas a la casa de Pancho Iriarte, acompañada de Emilia, cuando él tuvo neumonía, ese invierno del 77. De todo lo narrado, algo le había llamado poderosamente la atención: los anónimos que recibía Alfonso  referidos a que ella le era infiel con Pancho Iriarte. Su bella y clara letra, se deslizaba trémula sobre el papel:

“No entiendo como el gallego puede hacerle caso a esas mentiras. ¡Cómo puede pensar que entre Pancho y yo puede existir algo más que amistad! En todos estos años siempre he mantenido una conducta intachable y jamás le di motivos para que piense eso de mí. No entiendo. No puedo creer que él ahora, diecisiete años después, crea que yo le estoy engañando. Jamás le he negado nada. Siempre he sido una mujer complaciente con él. Él sabe cuánto lo amo, cómo me hacen, todavía, vibrar sus caricias y sus besos. Jamás he amado a nadie como a él. Me muero de celos al pensar que las mujeres que lo rodean en el hospital, pudieran quitármelo. ¡Y él se da el lujo de no confiar en mí! Pienso que la causante de toda esta intriga es Silvina. Estoy segura de que está encaprichada con Pancho, no sé que extraña relación han tenido. Él me dijo que sólo fue una aventura del verano, pero ella no parece haberse dado cuenta.

Ayer me amenazó en el pasillo de la Secretaría. Me dijo que lo deje en paz a Pancho, cómo si me interesara como hombre...”

Interrumpió la lectura, porque el teléfono la sobresaltó. Jorge, que luego del episodio ocurrido había conversado detenidamente con Parodi y con Robledo; necesitaba hablarle de algo muy importante y la encontraría en casa de los Silverio. Saludó a Emilia y luego de guardar todas las cosas, llamó a  un taxi y salió. Llevaba consigo, sólo el diario de su madre, el resto de las cosas las llevaría después. La anciana se quedaba descansando; la pobre de Aurora había sido internada en el hospital de la zona. Había decidido no ir directo a la casa de Belgrano, pasaría primero por la casa de Silvina Barrera, si ella era la que le mandaba a su padre los anónimos, tendría que darle explicaciones. Lo vivido horas antes en casa de Emilia la había alterado mucho. Estaba muy enojada e indignada. ¿Hasta cuándo seguirían abusando de ella y de su familia? Otra cosa que habría de preguntarla a la sombría mujer era cómo sabía ella que su padre había sido secuestrado, si esa era información confidencial.

Llegó al edificio de Barrera, decididamente tocó el portero eléctrico. La mujer le contestó:- Sabía que regresaría, pase.- Y le abrió la puerta de entrada. Malena subió al primer piso, descartó el ascensor, lo hizo por las escaleras.

-Adelante, en realidad, la esperaba.-Le dijo Silvina mientras le abría la puerta. La  habitación era espaciosa, una sala decorada muy sombría y austeramente. El balcón daba justo al frente del edificio en el que otrora viviera Pancho Iriarte. Luego de invitarla a sentarse, abrió las cortinas del ventanal y le dijo: -¿Sabe quién vivía acá enfrente? Iriarte. Bueno, Silverio es su apellido “oficial”. Su madre venía con mucha frecuencia. ¿Vino a preguntarme sobre eso? ¿Le dijo él que eran amantes?- Ella destilaba el más poderoso de los venenos. La duda. Pero Malena acababa de leer el diario íntimo de su madre y sabía que eran mentiras. Si esa mujer se lo hubiese dicho antes de leerlo, la ponzoña hubiera hecho estragos en su alma.

-¿Por qué miente? - le dijo María Elena, mientras enfrentaba a la mujer.

-¿Mentir? Lo mismo decía su padre, él nunca quiso creer lo que ella le estaba haciendo. Comprendo que no ha de ser  lindo saber que la madre de una era una...

-¡Cállese! –Se paró de un salto y la tomó de los brazos. Estaba muy enojada. Ya no soportaba más mentiras ni intrigas. La sacudió con fuerza, la mujer acusó recibo de su ira y se amedrentó bastante.

-¡Déjeme, déjeme!- Intentaba zafarse de las manos rígidas  de la hija de su contrincante.

-Va decirme toda la verdad. ¿Era usted quien le mandaba los anónimos a mi padre, verdad? Sus propias palabras la acaban de condenar.

-¡Sí!- gritó desencajada la madura profesora de Inglés.- Y tengo pruebas de sus engaños. Cada día que entraba furtivamente a la casa de Francisco, fue una fotografía que le tomé.

- Usted estaba enferma. Y aún lo sigue estando. Dígame cómo supo que mi padre fue raptado, ¿cómo lo sabe? ¡Hable!- La zamarreaba, eso parecía asustar y aflojar la lengua de la profesora Barrera.

- Las fotos. Yo fui al hospital esa tarde a llevarle las fotos de la prueba de la infidelidad de su mujer, cuando vi que lo cargaban en un auto, dos hombres.- Estaba como derrotada, se sentó en una silla- Me persiguió ese fantasma de ese día.

- ¿Por qué?- dijo Malena angustiada. Algo le decía que había mucho más que saber.

-¿Por qué?- dijo pensativa la mujer- Conocía a uno de los que se lo llevaban en el auto. Era mi cuñado, Rodolfo Funcini. Me fui esa a tarde a su casa, vivía junto a mi hermana en la casa de mi padre. Yo había vivido allí, hasta unos meses antes. Bueno, eso no importa ahora. Le pregunté por qué se había  llevado a Farrall. Me dijo que era un operativo, nada más. Al día siguiente volví a la casa y  me quedé a cenar con mi padre y mi hermana, ya que él había salido de nuevo. Prefería no cruzarme con él, más que lo necesario e imprescindible. Como era tarde me quedé a dormir allí, pero no podía. Tenía muchas cosas en la cabeza. Me levanté cuando escuché que un auto estacionaba en la puerta de la casa. Era mi cuñado, pero no su auto. Era el auto de Rosalía.- Parecía que el sólo hecho de mencionarla la hacía estremecerse.- Yo conocía bien ese auto.- prosiguió.- Lo había visto infinidad de veces en la escuela, en la casa de Francisco. Me llamó la atención que Rodolfo anduviese en ese auto. Salí de mi habitación y bajé silenciosamente las escaleras. No quería que él me viese. Estaba hablando por teléfono en la sala, por supuesto no me vio, pero yo escuché toda la conversación. Él no se cuidaba de hablar porque pensaba que estaba solo, no se imaginó que yo estaba escondida escuchándolo. Escuché que había matado a Laly y que debía deshacerse de los dos cuerpos. Supuse que hablaba del cuerpo de su padre, el doctor Farrall. Luego salió rápidamente y no volvió hasta entrado el día.

-¿Cómo pudo ocultar eso durante todos estos años? ¿Cómo no lo denunció? ¿Tanto apreciaba a su cuñado?

-¿A ese monstruo? No, lo odio. Lo odio tanto como he amado a Francisco. Pero entiéndame. Tuve miedo. Sabía que trabajaba para mi padre, el Coronel Barrera. No sabía bien en qué, pero sí  sabía que no era nada bueno. A mi no me importaba mientras no interfiriera en mi vida.- Se tomó la cara con las dos manos, sollozó unos instantes. De pronto María Elena sintió asco mezclado con pena, por esa mujer desequilibrada. Continuó- Por eso el día que la vi en la puerta de la escuela, creía haber visto al fantasma de su madre que me ha perseguido por todos estos años. Pero verla, fue también revivir el odio y los celos que le tenía, aún después de muerta. Me acerqué a Pancho Iriarte cuando ella desapareció. Creí que lo encontraría  vulnerable, que podría atraerlo a mí, que me amaría como cuando nos conocimos ese verano en Mar del Plata. Pero fue en vano. Me echó como a un perro. Me despreció y me dijo que jamás me amaría como había amado a Rosalía. Que yo había sido para él, sólo una aventura pasajera, sexo, algo puramente físico, sin emociones.- había un tono de amargura en sus palabras. Prosiguió: -Mi cuñado se enteró de ese episodio y juró que se encargaría también de él. Pero no pudo, porque unos amigos de Francisco lo convencieron de irse al exterior. Y ya no volví a saber nada de él, hasta ahora. Ya está, ya le he dicho todo lo que sé. Pero una cosa sí le aclaro, jamás declararé en contra de mi cuñado. No me mencione lo que le he dicho, por que lo negaré. Ahora, váyase, necesito estar sola con mis recuerdos. – Y se fue a su dormitorio mientras esperaba que Malena abandonara el lugar. De todas maneras, compendió que ya no había más nada que escuchar ni que decir, así que luego de unos minutos, salió a la calle, rumbo a Belgrano.

CAPÍTULO 22

Todos estaban reunidos en la casa de los Silverio. Además de los dueños de casa, estaban, Jorge, el fiscal Parodi, el comisario Robledo y también el oficial Raschetti, el amigo de Ernesto. Luego de un rato llegaron dos periodistas de un afamado programa de investigación de un canal porteño.

-Sabemos que el último eslabón de la cadena, y probablemente el más grueso, es el comisario Funcini- dijo el policía Robledo- No pudo explicar esta mañana, qué estaba haciendo en casa de la señora Larrañaga.

-Acabo de venir de la casa de la cuñada, quien me confesó que fue él quien secuestró a mi padre y asesinó a mi madre.

-¿La cuñada? – preguntó Jorge.

-Sí, Francisco la conoce bien. Se trata de Silvina Barrera, la profesora de Inglés.

Francisco se tomaba la cabeza con su mano derecha. Se lo veía un poco desmejorado, pálido, ojeroso.

-Funcini es una persona muy peligrosa - dijo Raschetti- Lo estoy investigando desde hace bastante. Es casado, tiene a la mujer internada en una clínica de reposo de Pilar. El suegro era el famoso coronel Braulio Barrera, quien quedó libre con el indulto. Murió sin haber pagado ni la centésima parte de sus crímenes. Funcini heredó los “negocios” de su suegro y desde su privilegiado lugar en la policía realizó todo tipo de delitos, pero aún no hemos podido probarle ninguno. Lo tenemos en la mira. Necesitamos algo grosso para  ponerlo tras las rejas. Está muy protegido, al menos lo estuvo en los gobiernos anteriores. Pero, ya saben, siempre hay gente que protege ciertos negociados.

Hablaron por largo tiempo más de los delitos del comisario; sus relaciones con Bermúdez y Ovejero. Se los había conocido como “el trío de la muerte” y no cabía ninguna duda de que le habían hecho honor a su apodo.

De repente, Raschetti recibió una llamada telefónica. Luego de intercambiar unas palabras con su interlocutor, cortó la comunicación y dijo:- Me acaban de informar que Funcini mandó a intervenir tu teléfono, María Elena. Tenemos que sacarle provecho a esa situación. Decime: ¿Qué tanto quiere averiguar este tipo? ¿Qué es lo que tenés que a él tanto le interesa, al punto de hacer intervenir tu teléfono?

Malena quedó en silencio unos segundos y luego pasó a narrarle los datos de la venta de la casa de sus padres, el secuestro y el depósito del dinero en una financiera ya desaparecida, que al presentar quiebra, se quedara con los depósitos de sus clientes.

-Mataron a mi madre por no llevar el dinero, supongo. Mi padre no quería abrir una cuenta en el banco, pero ella tuvo miedo de tener tanto dinero en efectivo en la casa y la misma mañana del día en que secuestraron a papá, ella fue a la financiera  para abrir una caja de ahorro. Tenía la idea de que el día de partir, lo sacarían para poder llevárselo con ellos. Lo sé, porque estaba escrito en este diario que encontré entre sus pertenencias, en casa de Emilia- Y le enseñó el cuaderno íntimo de Rosalía.- ¡Pobrecita! –Exclamó. El hallazgo del diario la había acercado tremendamente a  su madre. Le parecía sentirla cerca, escuchar su voz, aspirar su perfume.

-Entonces- propuso Robledo- es seguro que Funcini no sabe que el dinero no existe y debe pretender encontrarlo aún. No es para despreciar la suma. Podríamos hacerle creer que María Elena irá a buscar el dinero a alguna parte, por ejemplo, propongo una quinta de la zona Norte. Tengo gente de confianza en esa zona de la Bonaerense. Nos ayudarían en el operativo para capturar a Funcini.

-No entiendo- dijo Parodi- ¿Podría ser más específico, por favor?

-Yo sí se adónde quiere llegar el comisario- acotó Pancho Iriarte- Déjeme explicarle. Podríamos tener una conversación telefónica con Malena en donde hablásemos directamente del dinero, al fin y al cabo no sabemos  que él ha intervenido nuestros teléfonos. Pondríamos un lugar de encuentro, la quinta de zona Norte estaría bien, diríamos que el dinero está escondido en alguna parte del terreno. Él nos seguiría y trataría de adueñárselo de una vez por todas. ¿Voy bien?- Robledo asintió en silencio-

-Allí entramos nosotros- dijeron los periodistas- Pondríamos cámaras ocultas a la persona encargada de ir a buscar el supuesto botín, y cuando Funcini de un paso en falso, la policía que estaría escondida en las cercanías, procedería a su captura. Nosotros podríamos monitorear todo desde un móvil ubicado estratégicamente, para saber en qué momento debe actuar  el apoyo policial, y nadie correría riesgos innecesarios. ¿Les cierra?

-Sí, muy bien- dijo Robledo- El único inconveniente sería que Funcini no dé ese paso en falso, o que envíe a uno de sus secuaces. Pondríamos en peligro a la persona designada. Por lo tanto propongo que sea alguien entrenado, un oficial, por ejemplo.

-No.-Dijo terminantemente Malena- Iré yo. Es un capítulo de mi vida que debo cerrar yo misma.

-De ninguna manera, es muy arriesgado- interrumpió el policía.

-No permitiré que vayas sola- acotó Francisco- No estuve cuando tu madre me necesitó y nunca me lo perdoné; por eso si has de ir, irás conmigo.

-Conozco a Funcini y sé que es extremadamente astuto y desconfiado; pero también es sumamente ambicioso. No enviará a nadie para recoger el dinero. Desconfía de todo el mundo. Una persona que no fuese María Elena, llamaría su atención y no acudiría a nuestra cita. Nuestra única carta es que esté convencido de que encontrará el dinero y los siga. Una vez en el lugar, debemos cuidar y vigilar para que no intente nada apresurado, si es posible deberíamos poder  hacerlo hablar, confesar algo. Es soberbio y presumido, no será difícil que alardee de sus felonías si cree que lleva las de ganar. Lo conozco bien. He estudiado por años su comportamiento y creo saber cómo reaccionará ante la tentación del dinero.

Todos estuvieron de acuerdo, aunque consideraban que la operación sería muy arriesgada. Planificaron la encerrona en detalle e intentaron que no quedara descolgado ninguno. Era quizá la última oportunidad de atrapar al comisario corrupto. Sabían que él estaba informado de la investigación que se le realizaba, y que en cualquier momento levantaría vuelo hacia algún país sin extradición.

Ernesto llamó un par de veces, estaba preocupado por María Elena, después de lo sucedido esa mañana. Ella  le explicó que Fabiana la había presionado bajo la amenaza de mandarlo a matar. Prefería que por su propia seguridad y la de él, no se vieran  al menos en esos días. Sí, se mantendrían en contacto telefónico. También le pidió a Raschetti le informara a Ernesto lo de su  teléfono, para no entorpecer las escuchas de Funcini.

No pudo casi dormir. Quería abrazar a su hija, besar a los tíos, ver a sus amigos, estar en su oficina en Madrid. Tenía miedo, no sabía como podía reaccionar ese asesino. Tal vez ni siquiera lo escuchara llegar, aunque estaría en comunicación con los policías que monitorearían todo lo que sucediera en el lugar. Había arreglado el lugar donde supuestamente Emilia habría hecho esconder el dinero, una quinta en Pilar. La policía se ocultaría en  los galpones de los vehículos, a pocos metros del galpón de los caballos, en donde se hallaría enterrado el cofre con los dólares. Los periodistas habrían hecho colocar cámaras en todo el predio, más las que Francisco y ella llevarían en sus ropas, junto a los micrófonos. Nada podía fallar. Excepto que Funcini no pensara como ellos.

Apenas levantó el sol sobre el horizonte, María Elena hizo un llamado al teléfono de Francisco con el texto que ambos sabían  que tenían que recitar.

Quedaron que a las doce del mediodía irían a Pilar y dejaron bien claro la dirección del lugar. Llegado el momento, un vehículo de Robledo los seguiría discretamente.

Pancho Iriarte la esperaba para desayunar. Ella lo había escuchado dar vueltas toda la noche y trabajar hasta muy tarde en su computadora. Había salido con Jorge por la tarde y vuelto varias horas después. Esa mañana quería estar con ella en esas horas antes del operativo.

-Hay muchas cosas que no te dije- le dijo a Malena, mientras la miraba a los ojos.- Cosas que no quiero llevarme a la tumba- Malena lo interrumpió:

-Nada va a salir mal.

-Dios lo quiera. De todas maneras, no soy eterno ¿sabés?-sonrió- Yo amaba a tu madre...

-Lo sé, creo que siempre lo supe.

-No me interrumpas, por favor, no sé si tendré el valor de hablar más adelante. O la posibilidad de hacerlo.-Carraspeó, como para tomar coraje- Conocí a tu madre en la Universidad, y allí me enamoré como un loco, pero ese fue el error que hizo que ella no me escogiera, siempre fui muy loco. Después, me conformé con su amistad y lo sobrellevé bastante bien hasta el día en que me dijo que se iría a España con vos y con tu padre. Creí que me moría. Ahí descubrí lo importante que ella era en mi vida. Y cometí el desliz de hacérselo saber. Creo que la asusté, pobrecita, confesándole mi pasión por ella. Tal vez fue por eso que cuando necesitó ayuda el día en que le avisaron que habían secuestrado a tu padre, no recurrió a mí, como lo hubiera hecho de seguro; sino, a Emilia. Pero, ¿qué podía hacer Emilia, si estaba escapando también? Nunca me perdoné no haber estado allí para ayudarla, protegerla. Por eso es que quiero ir con vos a ese lugar y morir por vos si fuera necesario.

- ¡No diga eso Francisco! ¡Esta vez nadie ha de morir! Y si alguien ha de hacerlo, que sea esa basura de Funcini. – Lo abrazó como una hija lo hace con su padre.

-Barrera- prosiguió Pancho- fue una pasión de verano. La conocí en enero del 77 en Mar del Plata. Yo era un poco mujeriego en ese entonces, aunque lo mantenía todo en reserva. Ella era liberal y muy descocada, para la época. Nos divertimos esos quince días. Nunca me imaginé que la encontraría en la escuela ese año. No sé que hizo, pero había conseguido un nombramiento. Empezó a perseguirme, a acosarme, como dicen ahora. Se volvió una obsesión para ella volver conmigo. Yo no tenía intenciones de hacerlo, me había dado cuenta que no estaba completamente  en sus cabales. A veces me asustaba, pero yo trataba de ignorarla. Eso la perturbó más, y comenzó a perseguir a tu madre, a quién culpó por mis desprecios. En parte tenía razón. Yo siempre había esperado que Rosalía me eligiera, lo cual nunca sucedió. Lo demás, es historia antigua.

Luego tomando el abrigo le dijo a María Elena. :- Vamos, se hace tarde.

 Salieron. Lloviznaba en la Capital. El cielo parecía  una pintura plomiza y pareja de algún artista impresionista. Los edificios se perfilaban rectos en el horizonte. El  taxi tomaba las calles correspondientes rumbo al destino.

Desde muy temprano, los policías se habían apostado en el lugar. Todo el tendido de cámaras y micrófonos estaba realizado. Robledo y Raschetti trabajaban coordinadamente. No habían dejado ningún cabo suelto o detalle al azar. Apenas llegaron al lugar, quisieron  colocarles un chaleco antibalas a cada uno, pero tuvieron  el temor de que Funcini se diera cuenta del engaño. Luego  comprobaron que tanto el audio como el video funcionaran bien.

Minutos después de las doce, la hora señalada para el encuentro, un automóvil particular entraba en escena. Supuestamente, Francisco y Malena buscaban algo en el establo. Raschetti, escondido estratégicamente, les anunció la llegada del esperado personaje siniestro. Funcini hacía su entrada triunfal. 

CAPÍTULO 23

Francisco buscaba una pala para hacer un pozo cerca de la pared del fondo del establo. El comisario entraba silenciosamente con su arma en la mano derecha. Escuchó que Pancho decía que ese podría ser  el lugar en donde habían escondido los doscientos mil dólares.

Estaba excitado, como la noche en que Rosalía había ido a su encuentro, veintiocho años antes. Sentía que su corazón le saltaría del pecho. Adoraba más que a nada en el mundo al dinero, sobre todo si era de color verde. Nunca era poco, jamás suficiente. Estaba emocionado por el hecho de que iba a recuperar el dinero con el que había soñado los últimos treinta años. Y lo mejor era que ya no había socios con los que compartirlo. Se había encargado personalmente de Bermúdez, “el doctorcito”; de Ovejero, se había hecho cargo uno de sus subalternos, por unos pocos pesos, y unas bolsitas de “merca”. Sabía que le quedaba poco tiempo, que la S.I.D.E. y los de Asuntos Internos, estaban tras sus huellas. La confesión de María Ramírez, y lo que había alcanzado a decir Ovejero, lo habían hundido bastante. No iba a dejar que juntaran algunas pruebas en su contra y lo mandaran a prisión. ¡La cárcel no era un lugar seguro para un ex comisario!

Malena y Pancho Iriarte sabían que él estaba allí, pero igualmente, manifestaron sorpresa al verlo. Las cámaras registraban los sucesos.

El comisario entró al establo y los amenazó con el arma. Les preguntó irritado dónde estaba el dinero, a lo que Malena respondió que aún no lo habían desenterrado.

-Entonces el viejo no me hace falta-y le apuntó en la sien.

-¡No!-gritó María Elena- Sólo él sabe el lugar exacto en donde está oculto

-Entonces te mato a vos. No me voy a arriesgar a tener uno a mi espalda.- Ella temblaba, pero lo miraba desafiante. Su respiración se agitaba y su busto enfundado en un sweater ceñido le daba a Funcini un excitante panorama. Ella se dio cuenta de que el hombre la miraba lujurioso y exageró un poco el sensual movimiento. Sabía que uno de los delitos preferidos del hombre era el abuso sexual a sus detenidas. Si no hablaba por las buenas, lo haría por las malas. Después de todo, confiaba en que la policía saldría en su defensa. Además, si él intentaba algo así, le daría un poco más de tiempo de vida, si lo otro fallaba.

-De tal palo... - dijo el hombre acercándosele peligrosamente. Francisco intentó defenderla, pero el comisario le dio un fuerte golpe que lo arrojó al piso, dejándolo semiinconsciente por algunos minutos. Malena quiso auxiliarlo, pero el hombre no la dejó. Empezó a besarla mientras ella se resistía. Se arrepintió de haberlo provocado. Jamás pensó que la situación fuera tan terrible y humillante. Sintió asco y miedo. Más que miedo, terror. Funcini la tocaba y acariciaba, mientras le decía : - Así, así le hice a tu mamita. Olés igual a ella. El mismo perfume que me enloquece, una mezcla de jazmines y miedo.- La arrojó contra unos fardos de heno, sobre el piso e intentó desprenderle el pantalón. Ella se resistía, él la golpeó en el rostro un par de veces, prosiguió su discurso triunfal: - También ella se resistía. Pero yo sé que a las turritas como ustedes  les gusta que les hagan esto. Me pidió llorando que no le hiciera nada. ¿Sabés cómo me calienta que me digan eso? ¿Sabés cuántas minas me lo dijeron? Todas están en el mismo lado. En la Olla de San Isidro- Seguía manoseándola y besuqueándola por todas partes. – Me gustan las maduritas, ¿sabés? Las pendejas  se creen que son muy vivas por que se suben y se bajan a cada rato, pero ustedes me gustan más. –Miró a Francisco que yacía en el suelo-  De poco te sirvió este viejo marica,  tu viejo era un marica también, lloraba como una nena pidiéndonos que no lo matásemos. ¡Si supiera que hasta me cogí a la mujer!

-¡Alto, Fulcini! ¡Policía bonaerense, las manos en alto!- Entraba el comisario Robledo junto al de la policía colaboradora.

-¡Hijos de puta! ¡Era una trampa! ¡Nadie me pone una mano encima!- gritó en el momento en que Francisco se incorporó del suelo y se arrojó sobre él.

Forcejearon unos segundos, pero el desquiciado policía era más fuerte y se desprendió no sin antes dispararle a quemarropa. Logró huir rápidamente, en medio de los disparos. La policía no pudo  alcanzarlo.

Corrieron a atender a Pancho  Iriarte que yacía desangrándose en el piso con el abdomen perforado por la bala.

-Francisco... - dijo Malena. -¿Cómo pudo ocurrir esto?- Ella lloraba, mientras se arrojaba sobre él.

-No llorés, hija. No es tan malo al fin y al cabo- jadeaba, falto de aire, con un hilo de sangre que resbalaba por la comisura de sus labios. Sonreía- Ese desgraciado me hizo un favor. Un gran favor. –y suspirando dijo mientras la miraba a los ojos - Te amo, Rosalía.- Y murió.

Raschetti y Jorge entraban en el establo. Todo había ocurrido muy rápido. Por un instante, habían perdido la imagen pero no el audio. Sabían que  Malena había estado en peligro, pero necesitaban la confesión que Funcini dio mientras intentaba abusar de ella.

-Perdón – dijo el oficial de Inteligencia- No lo habríamos dejado llegar más allá de dónde llegó, te lo aseguro. Fuiste muy valiente. Funcini no irá muy lejos. Ya es nuestro.

-¿Cómo podéis estar tan seguros?- Volvía el acento español, frente a la situación de tensión.- ¿tenéis una corazonada?

-No, le puse un rastreador en el auto, cuando él entró al establo. Robledo está persiguiéndolo con el aparato. En minutos será nuestro y te juro por Dios, que va a pagar cada uno de sus crímenes.

Momentos después, una ambulancia llegaba hasta el predio para  cargar el cuerpo inerte de Pancho Iriarte y atender los golpes de María Elena. Ella estaba destruida. Fue como si hubiese perdido a su padre, dos veces en la vida. Había llegado a querer entrañablemente al viejo enamorado de su madre. Se preguntó cómo se lo dirían a Berta. Pensó en el dolor de la mujer que había sido su compañera por poco más de veinte años.

Mientras tanto, Rodolfo Funcini llegaba al departamento de Silvina Barrera, el único lugar que se le había ocurrido, la policía no revisaría. No se imaginaba que en su auto, Raschetti había colocado un rastreador.

-¡Abrime, Silvina!-gritaba el hombre que miraba hacia todos lados.- ¡Soy yo, abrime! ¡Abríme de una vez, carajo!

Ella le abrió. Le temía a ese hombre que había abusado de ella desde  los catorce años. – ¿Qué querés?- le dijo seriamente.

-Dejame entrar, me están buscando.

-¿Buscando? ¿A vos? ¿Y por qué?- Ella parecía no entender.

-Dame toda la plata que tengas, tengo que salir del país cuanto antes, ¡apurate!

-¿Ahora sos atracador de viejas? No tengo dinero,¿no sabés que soy docente?

-No me jodás, me buscan por que mandé  al otro mundo a un viejo de mierda...

-Mandaste al otro mundo a muchos viejos, a jóvenes, a niños. ¿Desde cuándo te importa que te acusen de una muerte?

-Me  tendieron una trampa en el asunto de un tal Farrall, algo que pasó hace años y ahora, ¡puta madre! La ambición me jugó una mala pasada. Junto a la hija de este Farrall que mandé al cuarto en el 77, había un viejo que fue el que movió el avispero, un tal Francisco Silverio. Se me tiró encima para defender a la yegua esa de la hija de Farral y le pegué un tiro en el estómago. ¡Ya debe de estar muerto el pelotudo!

Silvina se quedó estática. No. No debía de haber escuchado bien. No. No podía ser cierto que su cuñado hubiese asesinado al único hombre que ella había amado en su vida. Se le nubló la mente. Él despotricaba y blasfemaba a diestra y a siniestra mientras revolvía los cajones al buscar dinero. En un momento sacó el arma de la sobaquera y la depositó sobre la mesa de la sala. Entró al baño. Fue en ese instante cuando ella tomó la decisión que marcaría el resto de su solitaria vida. Ya no valía la pena seguir adelante, si sabía que Francisco, su Francisco, se había reunido finalmente con su gran amor en el más allá. Jamás podría perdonar a su cuñado por lo que le había hecho. Le había robado su inocencia junto a su virginidad. Le había robado sus sueños, le había robado al hombre que siempre había amado. Si había odiado a Rosalía Farrall por haberle privado de que Iriarte la amase, más lo odiaba a Rodolfo, por haberle cercenado la vida. Tomó el arma, le quitó el seguro y esperó pacientemente que su cuñado saliera del baño.

-Dame la plata- le dijo autoritario. Y ella le contestó con cuatro disparos a quemarropa. Los dos primeros le atravesaron el estómago, como el que él le había disparado a Silverio. Los otros dos, le dieron de lleno al corazón.

En ese preciso instante, la policía llamaba a  su puerta. Ella abrió  tranquilamente. Le dio el arma que había usado para matar a Funcini al oficial y se entregó voluntariamente.

Horas después, Jorge se enteraba de lo sucedido y se lo comunicaba a María Elena. Estaba junto a Berta, en la Morgue judicial, a la espera del cadáver de Francisco.

-No te sientas culpable- le dijo la mujer- Murió como siempre lo había soñado, descubriendo y castigando a los culpables de la muerte de su único y gran amor: tu madre. Sí, no me mires así. Yo siempre lo supe. Cuando lo conocí en Canadá, era un despojo, una piltrafa humana. La depresión lo había atrapado irremediablemente. Los amigos de aquel entonces le habían aconsejado salir del país, ya que él estaba en las listas, después de lo de tus padres. Lo conocí en una reunión y lo amé desde ese día. ¡Lo admiré tanto! Después el amor hacia mí, vino casi, por obligación. Por inercia. Yo sé que él nunca me amó como a Rosalía, pero igual estuve dispuesta a acompañarlo.

-Pero, entonces, él y mi madre nunca fueron amantes... -inquirió Malena, que no terminaba de convencerse de la inocencia de su mamá.

-No. Él siempre la amó en un respetuoso silencio.

-¡Pero es tan injusto que haya muerto así!- Se lamentó María Elena.

-No, fue lo mejor. Él estaba enfermo de cáncer. No tenía mucho tiempo de vida. Y la calidad de la misma se iba a deteriorar indefectiblemente. Iba a llegar a perder toda dignidad antes de que su fuerte  corazón le dijera basta. No. No te lamentes, fue mejor así.

Hicieron los trámites acompañadas del padre de Jorge que había llegado al lugar momentos antes. Salieron  en silencio bajo la  lluvia que  había  presentado batalla, esa incipiente noche de Buenos Aires.

CAPÍTULO 24

Al día siguiente, por la mañana, sepultaron a Francisco “Pancho Iriarte” Silverio. Llovía, aunque de a ratos, corría un leve viento del sur, que prometía llevarse la tormenta.

Ernesto estaba allí, a su lado, en esos momentos tan duros de su vida. Como lo hubiera estado veintiocho años antes, cuando perdió a sus padres, de haber podido.

El funeral fue sencillo, aunque desfiló un sinnúmero de personas por él, para darle el último adiós al amigo.

Mientras el sacerdote decía unas palabras, Berta se acercó y le dijo.- ¿Sabés? Él no era muy creyente. De joven era socialista y ya sabés. Pero un día, cuando le diagnosticaron el cáncer, me dijo: “Si Dios existe, lo único que le pido es encontrar a la hija de Laly;  descubrir  y castigar a los culpables de su muerte. Entonces voy a entregarme a Él y a creer en él”. Ya  ves, ha de existir. Porque te encontró, y hoy los culpables pagaron con su vida todo el daño que hicieron.

Volvieron cerca de las doce del mediodía a la casa de Belgrano. Descansaron un rato, luego María Elena debió, junto a Jorge, presentarse a declarar todo lo ocurrido el día anterior.

Al llegar, Berta se acercó y le entregó un video.

-¿Qué es esto?- Le preguntó Malena.

-Lo grabó Pancho el día antes de... Bueno, cuando salió con Jorge, fue a hacer esto. Es para vos. Miralo, por favor, es importante. Gracias.

Sí. Lo haré ahora mismo.- Y buscó el video reproductor. Colocó el cassette y apretó play.

Silverio aparecía sentado en un sillón, se sentía incómodo mientras miraba la camarita. Sonrió y dijo:

-Uno, dos, tres. ¿Ya está? Bueno. Malena. Si estás viendo esto, es porque las cosas no salieron como esperábamos y yo ya no estoy aquí. Ruego a Dios, y ahora sí creo que existe, que Funcini haya caído en manos de la justicia,  finalmente.

Yo... no quisiera que estés mal. Es mejor así. Morir por defenderte, por hacer lo posible para que esos malhechores paguen sus crímenes, no es tan malo, después de todo.

Todo lo que descubriste estos días en que has estado en Buenos Aires, lo que investigó Jorge, lo que averiguamos entre todos, está en un trabajo que comencé a escribir el mismo día que volví de España, luego de encontrarte.

Creo no haber olvidado un solo detalle, puse todo lo que pasó. Hablé del pasado, de las muertes de tus padres y de los culpables. Está escrito como un informe, pero se podría hacer con todo eso una novela. Mi editor está al tanto de todo y el padre de Jorge, que es escribano, tiene las directivas para que los derechos de autor te correspondan a vos. Al fin y al cabo, es tu historia. Yo sólo la rocé por un costado.

Si te decidís a que se publique, sólo tenés que comunicárselo. Él tiene el disco compacto en donde dejé registrado todo el trabajo. Berta tiene una copia, por supuesto. He estado escribiendo cada una de estas  noches cada dato, cada hallazgo que me compartías sin reservas. No he dormido, casi. Pero no me quejo. Al descubrir a los culpables y al conocerte más profundamente, siento que mi vida tuvo un objetivo y que lo cumplí.

¡Destapamos unas cuántas ollas! ¿Verdad? No sólo resolvimos nuestro enigma, sino que tu investigación hizo que muchas abuelas hayan encontrado a  sus nietos, o al menos estén en vías de recuperarlos. Otros han sabido el paradero de los cuerpos de sus hijos  y a manos de quiénes fueron muertos. Estoy seguro de también sabrás tarde o temprano en dónde están tus padres también.

Se me ocurre un título para el libro, por supuesto, vos siempre tenés la autoridad de cambiarlo, pero me parece que por todo lo que has estado haciendo en Buenos Aires; lo que has estado revolviendo del pasado,  deberíamos llamarle ‘Polenta vieja’ ¿No te parece?

Bueno. Quisiera seguir, pero ya no hay mucho más que pueda decirte. Sólo que he llegado a quererte mucho, como a una hija. La hija que nunca tuve y hubiese querido tener. Una hija con Laly. ¡La he amado tanto! Pero que te quede claro: ella lo eligió al gallego.

La filmación llegaba a su fin. Malena lloraba en silencio. Polenta vieja. Sí. Ese sería el nombre del libro, tal vez no muy ortodoxo, pero por demás de preciso. Publicaría el libro. Sus padres y Pancho Iriarte se merecían el homenaje.

Estuvo sola en el estudio de Francisco un buen rato. Berta entró a darle la copia del disco compacto en donde estaban los archivos del trabajo de Silverio.

Jorge llegó como a las nueve, tenía novedades. Luego de volver a ver el video de Funcini, habían descubierto que él había mencionado que los cuerpos de sus víctimas eran arrojados en lugar llamado la Olla de San Isidro. Se trataba de una entrada del río de la Plata de una profundidad de unos 7 u 8 metros en bajante, pero de más altura en épocas de creciente. Con toda seguridad, los cuerpos estarían en el fondo de aquel hoyo. Habían conseguido una orden del juez, para que al día siguiente un equipo de buzos tácticos, buscaran rastros de  cadáveres. Tal vez, a pesar de los años, quedaran  todavía algunos restos.

Le prometió que la tendría al tanto de cualquier novedad. Ella quiso ir, pero él le aconsejó que esta vez, aguardara en la casa. No era un espectáculo para ver.

Ernesto quería verla, pero ella tenía miedo de las represalias de Fabiana. Prefirió dejarlo para más adelante.

¿Qué le pasaba con ese hombre? ¿Cómo podía decir que estaba enamorada de él, si apenas lo conocía? No pudo sacarse de la mente las dos veces en que habían hecho el amor. Como nunca antes, ese hombre le había hecho sentir que estaba viva. Pero, ¿Podía asegurar que era verdadero amor, al punto de dejar todo lo que tenía en España por él? Tal vez sólo fuera una emoción. Algo pasajero. Era, al fin y al cabo, lo nuevo, lo que nunca le había pasado antes en su vida. La pasión, el deseo, la vibración de la piel trémula ante el abrazo masculino.

No. No estaba segura de si dejaría todo por él. No podía  apartar a Chabeli de su vida, de su mundo, de su escuela y sus amigas. No estaba  dispuesta a dejar la seguridad de su empleo, del país que la había adoptado como hija, cuando el suyo propio la había abortado con crueldad. Pensó en Buenos Aires, en la pobreza hurgando la basura por las calles, los chicos descalzos, la violencia, la falta de justicia y de seguridad. Por supuesto que España había tenido sus Francos y sus Atochas. Pero era distinto. España era su casa. Y de algo estaba segura, a la Argentina no volvería nunca más.

Se acostó y se durmió enseguida. Soñó con Ernesto, que estaban juntos en España. La soñó a  Chabeli chiquita y a la vez grande. En su sueño estaba Rosalía abrazada a su papá, reían felices, mientras jugaban con sus nietas. No aparecía Karl o los tíos. Jugaban felices en un día de sol en un parque madrileño. Después el sueño se transformó en pesadilla; veía al hombre que cuarenta y ocho horas atrás, había querido abusar de ella, lo veía excitado, babeante, desnudo. Arrojaba su cuerpo tosco sobre el suyo. Se transformaba en Bermúdez, que intentaba  someterla a sus sórdidos antojos. Ella luchaba y se resistía, pero los hombres la atacaban y la forzaban a sus caprichos. Se despertó angustiada. Un grito sordo la hizo incorporarse de un salto de la cama. Respiró aliviada al comprobar que todo había sido nada más que una pesadilla. Sonrió al comprobar que ya había aclarado en Buenos Aires.

El resto de los días se desarrollaron tan vertiginosamente como los veintipico anteriores.

Habían hallado una treintena de cuerpos empaquetados en bolsas  para cadáveres, en el fondo del hoyo, en el río. Los habían arrojado, envueltos en hierros y contrapesos amarrados con gruesas cadenas, para que jamás salieran a flote. A pesar del alto grado de descomposición de los mismos, gracias a las nuevas técnicas de reconocimientos de cadáveres, todos pudieron ser identificados. Rosalía y Alfonso estaban entre ellos. El cuerpo de la mujer, presentaba un disparo de nueve milímetros en la frente, que le habría causado la muerte. El de él, rastros de electrocución.

Tres días antes de la partida de María Elena, le entregaron los cuerpos y pudo darle cristiana sepultura.

Creyó que sería una buena idea, que en la eternidad estuviesen juntos, sus padres y el hombre que había logrado que sus  muertes no quedaran impunes.

Alfonso, Laly y  Pancho Iriarte. “No te enojes, viejo” dijo para sus adentros. “Háganse amigos, se merecen finalmente serlo”. Al fin sus padres descansarían en paz. Al fin tendría un lugar en donde depositarles una flor.

El tío Antonio quiso viajar al funeral de su hermano y su cuñada, para regresar después con su sobrina a España; pero ella prefirió que no lo hiciese. Su viejo y delicado corazón, podría no resistir aquello.

Ernesto estaba a su lado y aunque había tratado de evitar encontrarse personalmente con él, no podía impedir que su cuerpo reaccionara estremeciéndose.

Él la abrazó, ella lloraba  con una gran angustia y un fuerte desconsuelo. Lloraba por lo que no la habían dejado llorar ese diciembre del 77. Lloraba por sus padres, por Francisco, por la vida, por ella misma. Había un hombre a su lado, pero debía decirle adiós, por su bien. El de ambos. El de todos.

Tres días después estaría de regreso a su vida de señora burguesa, licenciada en literatura infantil, madre de una adolescente de dieciséis. Tres días después estaría sola de nuevo. Su cama sería muy, pero muy ancha. Extrañaría la pasión que ese hombre, el  que había conocido de pequeña, le había regalado en ese poco más de un mes que había estado en Buenos Aires.

Regresaron bajo la llovizna. Él le propuso ir a su departamento, ella intentó disuadirlo. Pero el sentimiento fue más fuerte que sus razonamientos, y finalmente aceptó la invitación.

Se quedó dos días con él. No querían separarse el uno del otro. Lo acompañaba al polirrubros, le hacía compañía a doña Delia. Raschetti se había encargado de Fabiana, y ella había prometido firmemente no molestar más a Ernesto, a cambio de que le consiguieran un trabajo, casa y comida en el interior.

Pero Malena tenía que volver.

-¿Y si te vinieras conmigo?- le decía a su hombre.

-¿Qué voy a ir a hacer yo a España?- preguntaba temeroso, confundido.

-Amarme.-respondía ella.- Te vienes, te instalas, te buscamos un trabajo y te quedas. El resto, Dios dirá.

Pero no. Él tampoco tenía muy claro si quería dejar el suelo que lo había visto nacer. La tierra por la que lo habían llevado a la guerra. No estaba seguro de si  su amor de cuarentón era real, o una válvula de escape a tanta soledad. No quería que esa mujer se transformara en la balsa de su naufragio, en una mera tabla de salvación. Él ya estaba jugado. Le pareció que ya era tarde para empezar de nuevo. Para nacer a una vida nueva, allende los mares. Tuvo miedo. Y le contestó con un beso.

Decidieron que él no iría a despedirla a Ezeiza. Sería mejor así. Se recordarían como hasta ese momento. Encontarse les había devuelto la ilusión y el amor por la vida. Él había arriesgado su vida por ella, ella había intercedido desesperadamente por él.

No estaban seguros, al menos ella, si lo que sentían era amor. Si no lo era, se le parecía bastante.

Ella salió temprano rumbo al aeropuerto. Volvió a recorrer el camino de regreso. La autopista Ricchieri, Ciudad Evita, los bosques, las tardes de primavera con sus padres, las despedidas a los aviones en la terraza del aeropuerto.

Las despedidas. Ese día las manos se agitarían para despedir a los viajeros que partirían  rumbo a lugares lejanos de la amada Europa.

Pasó el check-in  sin problemas. Entró al free shop y escogió algunos recuerdos para su hija y sus amigos queridos. ¡Tenía tantas cosas que contarle a Eva! ¡Tantas fotos que enseñarle a Quique! Tantos secretos que compartir con Chabeli, el diario de la abuela, las fotos, las pertenencias que habían quedado escondidas en el ataúd de Iñaki Larrañaga y en el arcón que su madre le había regalado a Ernesto. 

Buscó la sala de embarque y se acomodó en el sillón, a la espera de la hora de salida de su avión. Los televisores ubicados en la sala mostraban las últimas noticias de ese Buenos Aires otoñal, que parecía  recibir anticipadamente al invierno. Entre las noticias, el hallazgo de los cadáveres producto de los años de represión, los jóvenes que encontraban a sus familias biológicas y una breve mención a la muerte del historiador e investigador argentino, Francisco Silverio. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Se le había hecho costumbre llorar en Buenos Aires. Pero eso llegaba a su fin. Nunca más  ese país, su país, la volvería a lastimar. Nunca más se dijo. Nunca más.

Ernesto miró el reloj. A esa hora Malena, su Malena, saldría de su vida para siempre.

El polaco Goyeneche, sollozaba un tango  por la radio. Nunca se había sentido, Ernestito Montiel, tan identificado con un poema:

“Nunca más volvió, nunca más la vi,

nunca más su voz nombró mi nombre junto a mí.

Esa misma voz que dijo, adiós.”

Y le corrió una lágrima por sus ojos claros.

La voz de los empleados de la aerolínea que llamaba al pasaje de primera clase, la sacó de su abstracción. Entregó el ticket y dijo en su interior - Adiós para siempre.

 

EPÍLOGO

Me fui, me voy de vez en cuando a algún lugar, a nadie le hace gracia este país, tenías un vestido y un amor

Yo simprlemente te vi.”

Fito Paez- Un vestido y un amor.

El murmullo de las voces, el zumbido de las turbinas y el sonar del timbre,  trajeron de regreso  a los pasajeros. La voz del capitán de la aeronave, hueca e impersonal, anunciaba que en pocos minutos aterrizarían en  el aeropuerto internacional de Barajas. Madrid  les daba la bienvenida.

Las azafatas, con la amabilidad que las caracteriza aunque, no tan jóvenes y bellas como en las publicidades de los vuelos de las agencias de viajes, daban las últimas  recomendaciones a los pasajeros.

La luz roja del dibujito del cinturón de seguridad abrochado, le abstrajo por unos segundos.

Se apagaron los monitores y se interrumpió la música. “Desconecten, por favor, los auriculares y entréguenlos a los sobrecargos con el cable sin enrollar”-la voz hueca del capitán otra vez.

Miró por la ventanilla, pero no se podía apreciar demasiado del paisaje. Hacía mucho calor en  Madrid. Lo había oído en el informe del clima.

Quince minutos más tarde  el avión aterrizó sin problemas. Como su pasaje era de clase turista, no estuvo entre  los primeros en bajar.

Las azafatas, ninguna era menor de treinta y cinco, sonreían exhaustas y artificialmente amables, tratando de no reflejar en sus caras, el dolor de sus pies.

Mientras caminaba por la manga del túnel, un vacío seco y frío se abrió paso por su corazón y atravesó su garganta; aunque no cabían dudas, primero había pasado por su estómago. Tuvo miedo. Pero no iba a retroceder. Le había costado muchísimo tomar semejante decisión de dejarlo todo. Y continuó caminando hacia su destino. Pasó migraciones sin problemas. Ya en el hall central, a  su alrededor, la gente se abrazaba y se besaba en una suerte de “danza de la alegría”, disfrutando de la presencia de aquél o aquellos que un día habían estado lejos. Los miró reír, palmearse, llorar. Preguntarse unos a otros un sin número de cosas, todas a la vez, sin esperar respuestas, casi sin tomar aire.

Y allí, entre los que esperaban a sus seres queridos, la vio. Tenía en su rostro la sonrisa más linda que había visto en su vida. El amor le brotaba por la piel bronceada en ese verano madrileño.

 Malena lo esperaba junto a Chabeli, en el hall del aeropuerto de Barajas.

Corrió a su encuentro entre la gente que iba y venía; que se saludaba y lloraba en el abrazo. La abrazó con un tremendo deseo de incorporarla a su cuerpo cansado por trece horas de viaje en avión. Le dolían las piernas y la espalda, pero no importaba. Al fin estaba donde sabía que quería estar. Con quien quería estar. Todo lo demás había quedado en el pasado, en la historia de sus vidas sin brillo que un día se transformaron en arco iris. Se abrazaron y se besaron como dos estudiantes, como dos adolescentes sin custodios, como dos amantes que al fin se reúnen para no separarse nunca más. Chabeli los miraba feliz, ¡tanto le había hablado su madre de este hombre taciturno y heroico!

Había pasado más de un mes desde que María Elena había regresado de Buenos y la ausencia de ella fue más que suficiente para que Ernesto llamara al turco del bar y le ofreciera el poli rubros, que tantas veces había procurado comprarle.

Lo demás fue rápido, sobre todo cuando se tienen amigos como Raschetti, del Servicio de Inteligencia, que en veinticuatro horas le había conseguido visa y pasaporte.

Salieron felices del aeropuerto. Ante lo incierto del futuro, respondían con una sonrisa de esperanza.

Ahora que ambos tenían claro su pasado, el presente se les presentaba como una maravillosa  aventura. La aventura de estar verdaderamente vivo.     

FIN

Alicia Cruceira - 2009

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