Metamorfosis del corazón
Alicia Cruceira

"Si Dios no existe, entonces todo está permitido” 
F. Dostoievsky

Su guardia terminaba en cuarenta minutos, pero tuvo que salir igual.

Maldijo por centésima vez cuando sus zapatos se enterraron en el barro blando y patinoso.

Los perros le ladraban y algunos hasta se animaron a acercársele y garronearle los tobillos.

Tenía la cara mojada y el paraguas se le daba vuelta cada dos por tres, por lo que en un arrebato de bronca lo cerró y estuvo a punto de tirarlo a un costado  de la calle empantanada. Pero lo pensó dos veces y, sopesando lo que lo había pagado, prefirió guardarlo en la mochila y seguir sin él.

Las casuchas se apilaban en una suerte de camino de hormigas y de ellas brotaba el fuerte hedor de los orines rancios que se mezclaba con el olor de la grasa recalentada y el vino barato.

Tronaba y los postes de la luz parecían hamacarse con el viento, las chapas de los techos miserablemente construidos, golpeaban contra los tirantes. De a ratos una risa, un llanto de bebé o un grito, cortaba el silencio.

Llegó a la casilla veintitrés, el lugar de la emergencia; aunque más que casilla era una tapera.

Se mordió los labios de impotencia ante tanta miseria, tanto dolor.

El maletín de médico le colgaba de la mano empapada y se felicitó por haberlo puesto dentro de una bolsa de consorcio. Apretó el puño para golpear la madera roída y destartalada que hacía las veces de puerta y por qué no, de pared.

Alguien que la vio desde adentro corrió  para abrirle y dejarla pasar. No era mejor el cuadro con el que se encontró adentro. Varias latas ubicadas estratégicamente invadían el piso de port land, desparejo y roto. El ambiente no tenía más de nueve o diez metros cuadrados y contaba con una cama desvencijada, una mesa pequeña, dos o tres sillas viejas y al fondo, sobre el piso desnudo, un colchón de dos plazas.

En el lecho había  una mujer joven, de escasos treinta y cinco años, muy desmejorada. A su alrededor, cuatro niños de no más  de diez y un bebé que apenas llegaría a los seis meses.

La mujer tosía con esa tos perruna que arranca, pareciera, pedazo de carne, trozos del pecho.

Le extrañó que los chicos estaban calmos y pulcros. Las viejas sillas estaban cubiertas con unos trapitos coloridos, atados a las patas.

La mayor de los hijos, se acercó solícita a su madre y le trajo un vaso con agua y una aspirina.

Revisó a la pobre mujer y mientras sorteaba las goteras, escribió algunas indicaciones en un papel.

Buscó en su maletín algo similar a la medicación que necesitaba. Pero no encontró nada y recordó que en la sala de primeros auxilios tenía exactamente lo que quería. ¡Pero llovía de tal manera! Y sólo pensar en las diez cuadras de barro y las jaurías hambrientas, la acobardó.

Sintió rabia por la situación. “Si Dios no existe...”, recordó la frase de Dostoievsky.

La desolación, el hambre y la miseria, la hicieron dudar de la existencia de Dios. Dejó sus pensamientos a un lado y le explicó a la nena mayor cómo calentar el agua para que su mamá aspirara el vapor. Sacó unos caramelos de la mochila y los repartió entre los pequeños. Sintió lástima, misericordia, pena. Pensó en el cómodo departamento en el que vivía, en el sillón de cuero del living, en su mullida cama. Miró a la enferma, entre sábanas harapientas y latas llenas del agua de la lluvia. Los ojitos de los chicos parecían inquirirla y esperar algo de ella. ¿Un milagro?

De repente, sintió tanta vergüenza...

Tomó el maletín y salió a la calle, casi sin despedirse y comenzó a correr entre el barro y la basura. Parecía que huía de la imagen miserable de la pobre mujer enferma, de sus hijos, de su rancho.

Faltó poco para que tropezara y cayera. Los mocos y las lágrimas le corrían con violencia por las mejillas y lloró a gritos, mientras sus gritos se confundían con los truenos y el pitido del tren.

Llegó a la sala, empapada y con barro hasta las orejas. Teóricamente, su guardia había terminado hacía ya diez minutos y aunque su reemplazo no había llegado, tenía la libertad de irse a su casa y olvidarse de todo.

Sin embargo, abrió la vitrina de los medicamentos y eligió los que la mujer necesitaba. Los envolvió cuidadosamente en una bolsa de plástico y tomando otras cosas que creyó conveniente llevar, embolsó todo y volvió a salir a la calle rumbo a la casilla veintitrés.

Pasó toda la noche y  cuidó a la mujer enferma que volaba de fiebre y  deliraba de a ratos.

Los chiquitos dormían acurrucados en la parte seca de la pieza, sobre el colchón grande, en el suelo.

No se dio cuenta de cuándo dejó de llover, porque se había quedado dormida. Despertó al escuchar toser a su paciente, que le sonreía sin fiebre.

-¡Dios la bendiga, doctora!- ¡Pobre mujer! Cómo podía creer en Dios después de lo que vivía.

-Sabe- continuó la enferma, despacio para no despertar a los chiquitines- yo le pedí a Dios que nos ayudara, nos mandara un ángel; y la mandó a usted. ¿Vio qué bueno es Dios?

No le contestó. Preparó un desayuno con lo que había  llevado de la salita y al irse, prometió volver a la nochecita.

Mientras caminaba hacia la sala se preguntó por qué había regresado. El sol reflejaba destellos dorados en los charcos de agua turbia. Pensó mientras elevaba sus ojos al cielo, que mientras existiera alguien que dejara brotar ese amor inexplicable por un desconocido  y el egoísmo diera lugar a la solidaridad, Dios demostraría a voz en cuello su existencia. Tal vez  la mujer tenía razón. Dios no sólo era real, podría ser además, amoroso y bueno.

Quizá nunca develaría el misterio de la existencia divina, pero lo cierto fue que desde aquél día, nunca más volvió a ser la misma.

Alicia Cruceira

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