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Lola y los demás
por Dr. Avelino Víctor Couceiro Rodríguez
vely175@cubarte.cult.cu

 
 
 

Para saldar la deuda impuesta por las limitaciones academicistas, este cuento, como toda mi obra y mi vida, se dedica (además de otras dedicatorias que si he podido explicitar y no menos auténticas, pero aquí me limito a los que han sido marginados) como concebí en mi tesis doctoral (2001) La cultura ecológica en la identidad cubana

A un gorrión entre mis dedos; a Sophie, a Puppy de la Giraldilla, a Pepe salvado en mi simposio, a Vida actriz, al Gran Billy, a Zoe, a Negrito, a Zara, , a Krista, a Cleo y a Tommy, a la Niña, a Lulú Josefina y a Chela y también a Laika, a Rinti, a Lassie, a Silvia, a Ubre Blanca, a Rosafé Signet, a Matilda, a Bambi, a Dumbo, a Mikito y a Minnie, al pato Donald, a Rico McPato, a la Dama y al Vagabundo, a Pepito Grillo, a Porky Pig, al Gato con Botas, al gato Félix, a Mirtaplá, a los Aristógatos, a los 101 Dálmatas, a Pluto, a Tribilín, a Chita, al Pájaro Loco, al Pájaro Azul, al Gamito Ciego, a la Gallina de los Huevos de Oro, a Willie, a King Kong, a los Seis Pingüinitos, a los Tres Cerditos, a Papá, Mamá y Nené Osos, a Robin, al Patito Feo y los suyos (a pesar de intolerantes), al Conde Pátula, al Lobo Feroz, al Rey León, al Elefante Blanco de lo Vedado, a Pie Feliz, a Rikki Tikki Tavi, a Coti, a Odette y a Odile, a Anubis, a Bastet, a Apis, a Balú, a la cucarachita Martina y el ratoncito Pérez, a Colmillo Blanco, a Yogui y a Bubu, a Tom, Jinsy y Dixie, a Huckleberry Hound, a los Tiburones (no tan sangrientos) y a Orca (no tan asesina), a Pegaso, a Rocinante, a Chullima, a Palmiche, al Unicornio Azul y por supuesto a Lola… y a todos los demás que se mencionan en esta historia real que les presento.

A todos ellos, por todo lo que me han ayudado a formarme como ser humano, en todos los sentidos. Y más cercanos y determinantes para mí, a algunos de mis grandes amores de toda mi vida: a los Cleo y las Colette, a las dos Popi, a Petite, a Beija, y a Tifita.

Si no es con todos ellos (y muchos más al infinito) no podría existir el Paraíso.

 

LOLA Y LOS DEMÁS

Avelino Víctor Couceiro Rodríguez. 24.12.2012, 7.21 pm 

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Lola es lo primero que recuerdo de aquellas vacaciones de fines de mi niñez; Lola y los demás, claro; porque tan pronto llegué con Yoyi a casa de sus padres en Matanzas, y abrimos la puerta, Lola fue lo primero que corrió hacia nosotros, con el ladrido apenas contenido en el jadeo, expresión de alegría infinita que trasmutaba incesante su cola, Parecía que el mes de va­caciones era más para ella que para nosotros; sin embargo, detrás de Lola llegaba saltando Yentl, inquieta e indiferente a la distinción de su nombre, también con su meneo de cola y el incipiente ladrido en la garganta. Allá en la cocina, sobre una silla y apenas inmutable, Frufrú, el gran gato negro, se limitaba a levantar la cabeza como toda señal de bienvenida. Era sólo el comienzo, había más… varios más.

Salíamos muy poco; en realidad ya conocíamos Matanzas bastante bien y queríamos descansar. Además, la casa de Yoyi está en lo alto de una montaña sobre la ciudad y la bahía. Así es como mejor se percata el visitante de la belleza de la ciudad de Matanzas, cuando se percibe a la vez la confluencia de los dos ríos surcados de puentes, el tren de Hershey que llega lento y tradicional, a un tiempo cansado y seguro, mientras pita al paso y todos votan en silencio porque dure cien años más. Los montes sólo sirven para acentuar el valle de Yumurí; incluso aquel que anuncia al recién llegado la cercanía a su destino, al izar en su cima la ermita de la Monserrat, con sus secretos anti­guos e inconfesos. Es un paisaje de ciudad y campo casi tan bello como el que observé años después a miles de pies de altura, cuando sobrevolaba la ciudad de Matanzas, que como un sueño emergía del mar y del monte para reforzar con cremas y otros colores claros la inmensidad del verde puro circundante y el tono azulado de los ríos y la costa, que como venas y arteria la oxigenan de gracias hasta sus últimas barriadas, sus iglesias y sus calles rectas que vencen lomas y escaleras, la armonía de sus casas y plazas, el pequeño Zoológico con sus maravillosos inquilinos, y los vecinos y visitantes amigos que inundan mercados y escuelas, centros de labores o de recreación, y el polen fecundo que Carilda y tantos más,han heredado de Milanés y del danzón, y del teatro Sauto, y de las incursiones de piratas y corsarios, y de los amerindios y en fin… de tantos más.

Resulta fácil comprender con semejante vista y con el calor del verano, que saliéramos poco, sólo alguna vez a la playa y alguna visita a la prima Barbarita para jugar yakis o comer en la calle o ver el video del pueblo, o sen­cillamente, escuchar los cuentos que nos hacía la tía Concha, sentada en su sillón. Además, en realidad las opciones recreacionales eran aun muy escasas para la población, y ya las habíamos frecuentado todas, y el poco transporte que había entonces estaba tan malo que era forzoso caminar casi siempre lar­gas distancias por lomas; al menos para bajarlas era más fácil claro, pero luego habría que subirlas, y como yo carecía del espíritu emprendedor y deportivo de Yoyi para tales caminatas, era más propenso a quedarme en la ca­sa, a menos que fuéramos a comprar garrafones de refresco que apenas duraban hasta el día siguiente. Aún recuerdo con espanto la tarde cuando este amigo alocado se afanaba para que yo, en chancletas que se me caían, lo acompañara bajando y subiendo por plena montaña de marabuzal y guao en su más empinada cuesta, con mis escasísimas dotes de alpinista, para visitar la ermita del Monserrat en la cima aledaña, al otro lado. Por supuesto, jamás logró su propó­sito, sobre todo porque ya yo sabía que para visitar tan maravillosos lugar había un camino más largo pero más urbano y menos peligroso, por el que no pasaría tanto trabajo ni sudaría tanto entre la tierra, la vegetación, los insectos y el susto de perder mi equilibrio, por naturaleza inestable.

Así pues, en la casa y con el ventilador a cuestas, me pasé aquel verano, Yoyi preparando las meriendas, en tanto yo veía casi todos los progra­mas de televisión sin discriminación alguna; para ver los muñequitos de aventuras del Conde Pátula era capaz hasta de levantarme por las mañanas, lo cual representa mucho sacrificio para mí, que sólo he dedicado a excepciones de gran mérito, como lo era el divertido pato vampiro. También leía bastante, escribí algunos cuentos y poemas a los que entonces era muy aficionado, y pre­paraba mis clases para el próximo curso, lo cual me cautivaba tanto que para mí era sin dudas una de mis ocupaciones vacacionales favoritas, casi tan favorita como dormirhasta el almuerzo. Y todas estas actividades, hasta cuando caminábamos el bosquecito contiguo para sentarnos y ver hacia abajo la ciudad de Matanzas y su bahía, Lola y los demás las compartían con nosotros.

De repente apareció Motica en la casa; así lo llamaba Yoyi, puesto que era de color negro con algunas manchitas blancas. Pero como a la hora de almuerzo y de la comida aparecía sin que nadie supiera de dónde como para reclamar su parte, puntual y cotidiano, en la casa lo llamaron Punto Fijo. Decían las malas lenguas que era hijo de Frufrú; no sé por qué, porque yo no le veía parecido alguno. Lo cierto es que era un gatico muy pequeño cuando amaneció aquel día por la ventana, mientras se servía el desayuno. Comía a la par de los demás, tal vez por eso creció de manera tan apreciable; así de pequeño, exigía y defendía su ración, y se abría paso “a codazos y cabeza­zos” entre todos. Era preferible servirle en lo alto de la cocina su platico, no para que no se lo comieran los mayores sino por el contrario, para que se entretuviera allá arriba y así evitar, con tan voraz apetito, que “confundiera” las comidas y tras acabar con la suya continuara devorando la de Lola y sobre todo, la de Yentl, más morosa y selectiva a la hora de engullir. Porque eso bueno tenían Lola y los demás: eran como una verdadera familia, de esas de las que hay pocas, sin abusos, ni envidias, ni celos, ni manipulaciones egoístas, y nunca le hu­bieran quitado a Punto Fijo su derecho a crecer y a engordar.

Y un día Punto Fijo nos dio tremenda sorpresa a todos: estaba embarazado. Eso es lo que nunca he podido entender de Yoyi, con todo lo que sabe de Bio­logía, que hasta es el monitor, cómo le pasan cosas como esa y no sabe di­ferenciar una gata de un gato. Por eso he perdido la costumbre de preguntarle cualquier duda que he tenido en asuntos similares, porque con lo en­tretenido que siempre he sido a mí se me pasa inadvertido y descanso en preguntarle a los que saben de Biología, así como busco a los que saben de carros para saber en qué se diferencia un Chevy de un VW. Al menos en los perros, yo he aprendido a diferenciarles el sexo cuando hacen pipí.

Así fue cuando a esa hora le quisieron cambiar el nombre por el más femenino de Punta Fija. Al margen del nombre y sin los sexismos humanoides, siempre la pequeña gata siguió respondiendo igual, y tuvo su preciosa cría. Yo, por ser el visitante, no dije nada, pero en realidad nunca estuve de acuerdo con ese cambio, porque un punto y una punta… son doscosas bien distintas, ¿verdad? Creo que los adultos lo hacen todo más complejo y difícil de lo que en realidad es. Yoyi, por su parte, ajeno a la polémica, le siguió llamando Motica.

Había en la casa otros tres inquilinos, para terror de toda la familia. Sólo yo los trataba, cuando me levantaba por las noches y se dejaban ver, y eso que los trataba a distancia, porque la impresión que en los demás causaban me asaltaba a mí también. Yo jamás le había tenido miedo a las ranas ni a las arañas, ni siquiera a los ratones, tal vez porque desde muy niño eran para mí héroes de los muñequitos y de los cuentos, personajes agrada­bles y buenos, y solo las cucarachas, no sé si porel color o por la su­ciedad o qué sé yo, me daban un poco de asco, a pesar de la simpática Martina. Pero cuando aparecieron en aquella casa de Matanzas las dos ranas y la araña, el pánico generalizado influyó en mí. Alguien le ha llamado “miedo inducido”.

Todo empezó una tarde cuando el hermano mayor de Yoyi, según su costumbre, entró a bañarse con las bocinas de su grabadora y sus casetes de hard rock y heavy metal a todo volumen. Yo había llegado a pensar que lo te­nían contratado para ambientar con esa música a toda la ciudad de Matanzas, quizás por alguno de esos planes nuevos y enloquecedores que por desgra­cia, se les ocurre a gente por ahí. Con su habitual aire de suficiencia nos miraba por encima del hombro a los más pequeños: estaba en esa edad en que el niño quiere dárselas de hombre, y por eso es más niño que nunca. Tam­bién por eso tuve que contener la risa, y hasta me alegré un poco después del primer susto general: el grito que profirió en aquel baño fue capaz de hacer enmudecer a sus bandas de rock, que siempre parecían montadas una so­bre otra, por lo que todos permanecimos incrédulos, pensando que sería al­guna nueva variante musical. Pero de inmediato abrió la puerta -literalmente la puerta, pues para nada tocó el cerrojo, que voló hecho pedazos a su peso- y desnudo y mojado desapareció en su cuarto, que trancó herméticamente hasta la mañana siguiente. Tan rápido fue todo que solo nos dimos cuenta de la desnudez al contemplar la toalla y sus vestimentas aún en la sala de baño, y las gotas de agua en el camino al cuarto.

Parecía que el miedo era de familia, pues Yoyi y sus padres se negaron ro­tundamente a entrar en aquel baño, y acto seguido prepararon condiciones pa­ra bañarse en otro lugar. Solo yo quedé frente por frente a la amenaza, al peligro…  Nunca antes le había tenido miedo, pero ahora la reacción de los demás me hacía temeroso. Allí, solitaria y croante, una gran rana sobre la pared era todo un reto. Pensé incluso que me miraba, sonriente en su triun­fo absoluto, dueña y señora de aquella pieza. Y se ganó mi simpatía. ¿Cómo dejarle sin nombre, si todos los demás lo tenían? Así podría identificarla de alguna forma y siguiendo la costumbre de la casa con los nombres de otros pueblos y algunos comentarios de mis padres y de revistas de cine, allí mismo la bauticé como Fifí LaPlumme.

Y Fifí LaPlumme no vino sola. Se sintió tan bien en el nuevo ambiente, que al otro día apareció en el armario donde se guardaban los paquetes, la que yo llamé Madame Coccó, quizás por una francesa vieja y cómica que trabajaba en la biblioteca de mi escuela entonces y a la que todos le decían así. A ciencia cierta ni sé bien por qué les puse esos nombres, franceses y femeni­nos, pues yo no sé si estas ranas era hembras o machos, o una pareja, como se me antojó pensar. También imaginaba que eran hermanas. En el caso de las ranas, jamás he podido averiguar el sexo, ni siguiera cuando hacen pipí. Y a Yoyi por supuesto, preferí no preguntarle.

En la casa pensaron primero que la rana aparecía demasiado seguido, aunque na­die osaba meterse con ella. Solo se dieron cuenta que estaban en compañía cuando las vieron a las dos juntas, retozando en la cocina. Suerte que ya habíamos comido esa noche, pues de lo contrario era seguro que nos hubiéra­mos acostado sin comer. Ya yo sabía que eran dos, porque las había visto juntas por la noche cuando todos se acostaban y yo me quedaba solo frente a la televisión. Y tal y como pensé entonces, la casa se ensombreció esa temporada por el mágico y silente velo de la temible expectativa de un salto frío e inesperado. Pero yo me divertía con Fifí La Plumme y Madame Coccó, aunque en realidad nunca supe diferenciar bien cuál era cada cual.

¿Y quién dice que una rana no se puede domesticar? Bueno, yo en realidad no domestiqué tampoco a estas, ni me interesaba hacerlo, solo quería atenderlas como a los demás, pues ellas también tienen derecho a sentirse bien, que es lo más importante. Pero recuerdo que mi sobrina criaba una rana en el baño de su casa a pesar de los ataques que por ello le daban a la madre, y que solo fueron superados por el que le dio cuando la vio sacando a pasear a una lagartija con arreo de hilos y todo.

Alguien habló de matar a las ranas echándole sal, o algo tan tenebroso como eso; pero por suerte, nadie en la casa tenía tan malas entrañas y preferían sucumbir al respeto que les infundían, ya que jamás lo reconocieron con el nombre de miedo. Y Fifí LaPlumme y Madame Coccó fueron dos inesperadas amigas de  aquel verano.

Y conversando por las noches con las ranas, descubrí también a Geraldine, como llamé a aquella araña, solo perceptible a su paso ágil. Su nombre lo pronuncio Yeraldín aunque sé que se escribe con G y con e al final para el femenino, y no sé si es inglés o francés, ni me importa tampoco, pues en todo caso fue el que me gustó: me pareció un nombre bien fino y de mucho rango, como si fuera para institutriz de la aristocracia, y eso precisamen­te parecía. Ya sé que alguien dirá que le cogí el gusto a los nombres “exóticos” y extranjeros, y tampoco me importa.  No creo que si la hubiera llamado Juanita, la araña hubiera sido más cubana: sería la misma cubanísima araña; y le puse el nombre que me inspiró, para que estuviera a tono con los demás, igual que las ranas. Era así como si fuera todo un mundo mío, mágico y en clave secreta, con el cual podíamos apartarnos de las cosas de todos los días que a veces llegan a aburrir, sobre todo si las hacemos sin entenderlas.

Tampoco supe nunca si Geraldine era hembra o macho; solo sé que yo la llamaba y la llamaba y ella como fiel alumna mía, caminaba exclusivamente cuando le daba la gana. Ni tampoco me tejió un abrigo ni un par de medias, como me decían que hacían las arañas, aunque con el calor que hacía, yo tampoco se lo hubiera pedido. Lo único que quise fue una trusa tejida que nunca me hizo, pero puedo pensar que haya sido por prejuicios morales -como le llaman- lo cual le encajaba muy bien a su nombre y a su realísima gana.

Mi alegría de compartir con todos ellos tuvo algunos momentos de verdadera zozobra. Así recuerdo el día en que Frufrú llegó a la casa con un ojo se­riamente dañado: aquello fue la preocupación colectiva. El hermoso animal, de profuso pelaje tan absolutamente negro como muy raras veces se halla en toda la Naturaleza, con su cola enorme, gorda y señorial, era una lástima ­verlo ahora, con uno de sus grandes ojos verde claro, tan claro como la brisa, apenas sin poderse abrir. “¡Gato enamorado!”, decían en la casa mientras le echaban las medicinas en el ojo para que le curara pronto, “¡se enamora y se faja por las gatas y claro, como está criado para bien, sale perdiendo!”.

Entonces no entendía aquello de que saliera perdiendo porque se criaba para bien; con el tiempo lo comprendí: el bien, para ser bien completo, debe vencer almal. Y al mal solo se le vence con el bien, nada más. Claro, los otros gatos no eran malos tampoco, el problema es que ellos no saben y la vida había sido con ellos mucho más dura que con Frufrú, gato con hogar, y habían aprendido a defenderse de todo lo que consideraran una amenaza. Para eso están los humanos con su pensamiento y sus conocimientos, para enseñarles el bien con el bien, no a base de golpes ni de malos tratos, sino con su cariño y su atención, como a Frufrú… Aunque esta lección, muy pocos humanos la han aprendido ni siquiera para sí mismos, ni para sus propios hijos o vecinos, ¿cómo enseñársela a los demás?

Y era verdad que Frufrú se había criado para el bien, por eso era supe­rior; para mí, superior incluso a muchas personas que son egoístas y ambiciosos, y solo sirven para hacer mal por envidia. Frufrú aporta más, porque a nosotros ese verano nos hacía muy felices, y nos daba su cariño instintivo. A Punto Fijo por ejemplo, jamás le echó de su lugar para quitarle la comida, y eso que era una tarea bien fácil pues su mucho mayor tamaño se prestaba para el abuso, pero Frufrú era incapaz de eso. Y ahora todos temían por el ojo de Frufrú: la familia por el día, los animales por la noche y sin que la familia lo supiera, el ojo de Frufrú contaba con guardia permanente. Por muchos días decían que iba a perder el ojo, que lo había perdido ya; Frufrú, como siempre, ni chistaba. No sé de dónde sacaba tanta dignidad, si fue por su nombre de corista afran­cesado o por su natural parsimonia o su sangre gatuna. Sólo esperaba, y yo me angustiaba ante el habitual “optimismo” de Yoyi, que ya aseguraba que por ahí no vería más. Para algo era el monitor de Biología, ¿no?

Afortunadamente, Yoyi se equivocó una vez más: el ojo de Frufrú agradeció los mimos de la madre de Yoyi y la medicina continua que le había recetado el vete­rinario, y poco a poco cobró su normalidad; le lloraba menos y le brillaba más. Desapareció así una de las siniestras sombras que amenazó con la felicidad de tal período, borrada por la luz verde claro de ambos ojos de Frufrú.

El otro gran susto fue con Yentl. Según me dijo Yoyi, Yentl es un nombre hebreo; los hebreos son un pueblo antiquísimo, que se han esparcido por todo el mundo, paro yo siempre había pensado que era inglés, por­que se toma de la película famosa de Barbra Streisand que había visto en el video de la casa con sus padres, y que todos saben que es una película norteamericana: una familia cristiana con nombres hebreos y franceses en la cubanísima Matanzas.

Así, sin prejuicios ni problemas, ¿por qué inventarlos? En definitiva, las personas ignoraban totalmente el origen de sus apelativos y, pese a su nombre de aparente realce, Yentl gustaba dormir las siestas con el padre de familia y jugar con Lola y los demás en los momentos restantes. Era por lo tanto una perra gris, de mediano tamaño y herencia de puddle y el llamado maltés en Cuba, que se hacía sentir de forma muy vívida en la preferencia de la familia y por sus compañeros de juego.

Una noche llegamos Yoyi y yo de casa de la tía Concha y de la prima Barbarita, y tan pronto abrimos la puerta algo pesado y terrible me batió el rostro. Los ojos de la madre me lo ratificaron; el hermano no quería ni hablar, y se había encerrado en su cuarto; el padre gesticulaba molesto, como si estuviera en una posición incómoda y víctima de la injusticia, defendiéndose de invisibles atacantes en el ambiente hogareño. Lola y los demás se habían unido a la angustia general… En un rápido vistazo comprendí de inmediato que Yentl no estaba entre los demás, e intuí que algo grave le había sucedido.

Efectivamente: un accidente espantoso había ocurrido, y ahora todos temían las consecuencias. Para preservar un líquido blanco de matar cucarachas, lo habían guardado en el refrigerador, en la gaveta de abajo. Ajeno a esto el padre en la mañana siguiente le había servido un poco a Yentl, pensando que era leche, cuando ella -su favorita— se le había acercado coqueta por su ración diaria de cariño, como de costumbre. Poco después la vio temblar, caerse, intentaba vomitar… Comprendió que algo le pasaba, y se asustó. Le dio purgantes v trató de que vomitara…. Todo se aclaró cuando llegaron  los demás miembros de la familia, y se identificó el peligroso veneno; fue entonces cuando llegamos Yoyi y yo.

Toda la fauna esperaba impaciente por nosotros, y la familia temblaba sin saber qué hacer. El hermano se había encerrado en su cuarto para mimar a Yentl más que nunca, que apenas respiraba, y el padre no se cansaba de criticar como descuido imperdonable, haber puesto en el refrigerador aquel pro­ducto. Detrás de su fachada de hombrón áspero, escondía el profundo terror que le inspiraba la sola idea de matar a su adorada Yentl, de forma tan terrible­mente ingenua… Pero  lo escondía muy mal, y en el temblor de su voz se delataba un alma acongojada hasta el desespero como la de su esposa o sus hijos,  o la mía misma, o la de Lola y los demás… Yoyi, con su habitual vestidura del razonador frívolo -lo que poco tenía que ver con su verdadera  personalidad-, trató también de disfrazar sus sentimientos para “llamar a todos a la cordura”. No le di tiempo para más, y lo arrastré conmigo a correr Matanzas abajo, con el pretexto de hacerle caso a la madre que estaba muy preocupada por ver qué de­cía el veterinario y darle de inmediato las medicinas que le recetaran, cuando en realidad me atormentaban  los mismos temores, más que el sencillo acto de obedecerla o complacerla.

Mientras corríamos como locos por las calles y la noche de Matanzas, yo rogaba por dentro de mí que no muriera, por favor, que no muriera…. al menos, que yo jamás me enterara de nada tan terrible… Cuando uno se siente impotente ante el daño, al menos ignorarlo sirve como consuelo.

Y de noche lo logramos todo: veterinario, recetas,  sustitutos de la medicina, que no había en farmacia… Yentl tenía que vomitar todo lo que se había comi­do. Contra ella conspiraba el tiempo transcurrido y el tan peligroso veneno; a su favor, solo estaba su fuerza para vivir, inspirada en todo el cariño que recibía a diario de la familia, y de Lola y los demás…

Esa noche la dejaron dormir en cama, tapada con frazada y sobre almohada. Allí parecía una reina, con todo su derecho. Que nadie se atreva a criticar tales concesiones porque sean incapaces de tanta grandeza, ni de percibir jamás la gama rica y variada de lo cotidiano natural, enceguecidos por su propia autosu­ficiencia de especie humana.

Ninguno de nosotros pudo dormir apenas aquella noche. Ora uno, ora el otro, sin plan y sin descanso, acudían a lo que se convirtió “el cuarto de Yentl”, y cada vez que salían comentaban en un susurro: “Menos mal, continúa respirando… Vamos a ver si pasa así la  noche… Ojalá…”

Y pasó la noche. Felizmente para todos, su fuerza para vivir inspirada en el amor colectivo la llevó a vencer lo que ya parecía una tragedia irreversible. La casa y Matanzas toda pareció encenderse de alegre vida como si saludara con fuegos artificiales un Año Nuevo, y la familia agradeció a Dios por haberle concedido su favor a la inocente y amada Yentl, y yo agradecí con ellos también, sin saber siquiera a quién, pero necesitado de dar las gracias por la paz que me llenaba el alma, y Lola y los demás jugaban más contentos que nunca con su entrañable amiga, que rápidamente se reponía.

Ese verano me di cuenta de que la felicidad se complementa con momentos de incertidumbre y desdicha, y aprendí que solo por eso sabemos cuándo somos feli­ces, en contraposición.

Felices nos sentimos todos cuando el padre de Yoyi llegó un día a la casa con una conejita blanca y pequeña, como una mota de espuma. De improviso, Yoyi se acordó de una muchacha canadiense, vieja amiga de la familia, muy blanca también y con la misma mirada tierna, y le puso su nombre: Estefanía. Y he aquí una extranjera con un nombre que bien podía ser cubano, ¿no?

De la forma más natural del mundo, como nada más saben hacer los animales, los niños y los mejores adultos, Estefanía se integró al grupo como si entre ellos hubiera nacido, como miembro más de aquella gran familia de personas, perros, gatos, ranas y  una araña. Al principio tenían miedo que se fuera por el bosquecito y se perdiera, o que otro animal de mayor tamaño, con la mejor de las intenciones,  le diera accidentalmente un golpe brusco y le hiciera daño, aun sin querer. Pero ajena a tales preocupaciones, Estefanía se ganó la confianza de todos y la dejaron salir de su jaula, donde la habían recluido nada más que para cuidarla mejor. Era gracioso verla con sus orejas largas e inquietas, su cola de mota y su curioso hocico buscando y corriendo por todos lados, detrás  de los demás, siempre la última…

Dicen que tal vez por eso mismo, Estefanía se enfermó; era aún demasiado tierna y quizás comió alguna hierba indebida, de tan ansiosa que estaba por descubrir el mundo, o algún catarro por la humedad; no sé bien, pero fue grave, algo tan grave como para que no pudiera seguir dentro de nuestro grupo. Hubo que llevársela, y nos cubrió a todos de una tristeza apenas insalvable; quedó pues en nuestra memoria, como ese personaje invisible que siempre se ríe con nosotros avasallando nostalgias en el tono más elevado de la añoranza; allí quedó, en el obelisco que a la eternidad levantamos de puro amor a seres como Estefanía, para que queden siempre con nosotros y venzan a la misma muerte.

El otro monumento de entonces, tuvimos que erigirlo para la tía Concha; su muerte, al igual que la pérdida de Estefanía, fueron los dos hechos que anunciaron el fin veraniego y de mis recuerdos de entonces, y que ya el otoño comenzaba con hojas mustias, aunque digan que en Cuba no hay otoño. Para nosotros al menos, sí lo hubo. La tía Concha nos hizo cuentos todo el verano mientras nos acostaba a Yoyi y a mí con Barbarita frente al ventilador para que no sudáramos por gusto, y preparaba limonada para luego seguirse dando sillón… y ya no oiríamos más sus cuentos, ni sus pasos inquietos y constantes por la sala, ni su respiración acatarrada nisu voz sin dientes. Todo aquello viene hilvanado junto cuando recuerdo a Lola, porque es parte de un mismo mundo, de una misma esperanza. Allí quedaba Barbar!ta con sus yakis, nerviosa e intranquila con los ojos aguados y enrojecidos, tan sola como la soledad misma que la dejaba ciega y sorda ante el mundo, sin entender nada en aquella casa inmensa, tan inmensa para ella con apenas un cuartico y un baño, sin que nadie la tocara ni la mirara siquiera, sólo Yoyi y yo cuando podíamos ir a visitarla, nadie más, y para colmo, se acababan las vacaciones y ya teníamos que abandonar Matanzas. Estaba Barbarita insoportablemente sola para hablar con las paredes, como para morirse llorando su abandono injusto, sin que nadie le diera un beso o un cariño, por­que no tenía como nosotros a Lola y todos los demás, que éramos como una gran familia.

Lola… con su nombre común, tal vez con la que menos se esforzaron hasta para ponerle el nombre, sencilla corno todas las cosas buenas, con sus patas pequeñas y su pelo abundante y rubio, grande, gorda y expresiva; Lola, la que echaban a un lado por su demasiado cariño, tanto que le desbordaba el amor que no alcanzaban los demás para darle, razón justa por la que más me dedicaba a ella, pues so­lo yo la entendía en su infinita sed de amar que quería que saciara sentada en­cima de mí para ver la televisión juntos, era precisamente la que venía a despedirnos algo triste y algo alegre hasta el final, y nos miraba aún a distancia con su cola que trasmutaba ahora incesante esperanza de volver a compartir todos unidos bien pronto, ingenua de la vida y de la muerte y hasta de la separación, pura y simple como su nombre.

Sí, sin lugar a dudas, Lola es lo primero y lo último que recuerdo de aquellas vacaciones, cuando dejaba atrás mi niñez para siempre, pero no del todo; y con Lola, todos los demás.

Y hoy Beija me recuerda a alguien; sí, es un recuerdo de infancia con nombre hebreo. Un recuerdo que vive siempre; solo que Beija es más negra y a la vez más blanca, pues aún no tiene cuatro años y ya se ha llenado de canas. En mi casa mi mamá le puso ese nombre por la heroína de una telenovela brasileña; parece que siguen los nombres extranjeros, y no importa, sigue siendo la cubanísima hija de puddle con el llamado maltés de Cuba. Y se pronuncia Beya, como si se dijera Linda en español. También es más grande que Yentl, e incluso puede que más gorda, pues tiene muy buen comer para evitarnos dolores de cabeza, aunque igual de ñoña hay que hacerle mimos y caricias cuando come. Es hija del amor, y así me gusta que sea siempre, por eso se le quiere.

Pero aunque se parece tanto a Yentl, Beija muestra en su rostro y en su cola la misma inquieta y loca alegría de vivir y de amar que mostraba Lola, y la sana, tierna e infinita curiosidad por conocer el mundo que Estefanía. ¿Puede ser entonces una amalgama de seres queridos, de añoranzas y recuerdos? No in­cluyo a los gatos, aunque huye cada vez que oye hablar de agua y de baños y corre a meterse debajo de la cama. Pero cuando ve que no hay toallas ni  cubos por el camino, sale como ahora y me sigue por toda la casa, y al igual que hacía antaño Punto Fijo, exige sus derechos, me empuja la pierna y duerme acurru­cada conmigo. Y no me importa lo que digan los demás sobre la higiene y todo eso que repiten siempre  los adultos, o algunos de ellos, porque tampoco todos son iguales. Beija es más limpia que ellos,  yo siempre la tengo limpia aunque le huya al agua, y lo más importante, me llega a cada momento plena de su amor, y yo prefiero a los que aman antes que a los que viven para criticar y triturar a los demás… porque aunque sean animales, comprenden mejor la vida y son más útiles.

No ha sido Beija la primera que tuve después de aquellas vacaciones en Matan­zas, a donde no he vuelto nunca más. Traté de reconstruir mi episodio de  entonces con otras dos perras, rubias y satas, pero menos tiposas que Lola, a las que llamé Popi, y que he querido exactamente igual que si fueran de la más legítima raza con todo el pedigrís necesario, pues al margen del verdadero valor cinológico, hay que evitar su extremo racista, pues todos son amores con sus derechos bien ganados. La primera murió enferma a la semana, no alcancé a darle más que siete días de tanto amor que para ella guardaba, era la primera que quise criar pero no supe prevenir y la experiencia sin asesorarnos bien, a veces es demasiado cara; y la segunda se la llevaron para una casa más grande en Güira de Melena, donde pude verla crecida y feliz al cabo de unos meses, para mi tranquilidad.

También le crié una pequeña mapacha al Zoológico, la Petite, que tuve que devolver hasta arrancarme uno de mis cuentos más sentidos. Y he aprendido a dejar abierto el balcón y hacerme el que no me doy cuenta cuando hay migajones de pan, para que los gorriones y otras aves menores pierdan el temor de entrar a comer, a veces hasta el mismo cuarto, y que Beija conviva bien con ellos, y también con los gatos y otros perros de la calle, en fraterna armonía. Y he aprendido a bajar algo de comida cuando escucho algún animal que llora por las noches en la calle mientras yo escribo mis cosas, y a disipar mis inquietudes cuando llueve y me pregunto, ¿cómo les irá a los que no tienen casa, como aquellos gatos que una vez disputaron con Frufrú su temor al mundo? Y así y todo saben ser felices y aferrarse a la vida a pesar de los humanoides que los torturan o los matan como enfermiza y abusiva distracción y hasta por supuesta compasión, dicen en los me­jores de los casos, y que no por eso dejan de ser asesinos, sin derecho alguno para esos actos.

Y todo porque Beija, al igual que Lola entonces y los demás, me llenan cada minuto de mi vida y me ayudan a crecerme. Ya sé que alguien dirá que eso es para los que no tienen hijos, y me parece tan irracional como pensar que un hijo puede sustituir a otro. No solamente son cariños distintos, sino también com­plementarios, tan distintos y complementarios a la vez como pueden serlo  el amor a los hijos, y el amor a la madre y al padre, o al arte o a la vida, o a la misma Humanidad; y como todo cariño, nos crece. No saben que Beija y mis recuerdos de Matanzas me ayudan también a que mis hijos aprendan a comprender y a convivir, urgencia para llegar al futuro.

Ya sé que alguien lo querrá criticar y triturar, como se afanan siempre muchos con apariencia humana, pero no más que humanoides. Sin embargo, no me importa tampoco, justo porque lo mejor de mí, y mis mayores orgullos, no es a ellos que se los debo (excepto por rechazo), sino que en gran medida se los debo a los valores que he aprendido día a día con Beija, con Lola, y con todos los demás.

 

Avelino Víctor Couceiro Rodríguez
vely175@cubarte.cult.cu

 

Publicado, originalmente, en el Portal Haciendo Almas - http:www.haciendoalmas.cult.cu/, 10 de enero de 2013

 

Link: http://www.haciendoalmas.cult.cu/2013/01/10/lola-y-los-demas/

 

En Letras-Uruguay ingresado el presente texto el día 10 de mayo de 2013


Autorizado  por el autor, al cual agradecemos.

 

 

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