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Fundamentos teórico-metodológicos para una educación ambiental científica
por Avelino Víctor Couceiro Rodríguez
vely175@cubarte.cult.cu

 
 
 
 

Ya nadie cuestiona la urgencia del estudio de los temas ambientales; Eco´Brasil, las Cumbres de la Tierra y otros eventos internacionales, así como muchas acciones nacionales y locales fruto de la lucha anónima y heroica que en defensa del “otro” ecológico han sostenido millones de hombres y mujeres en numerosos países del mundo y durante el devenir de la Humanidad y cada vez más, a veces a riesgo de su propia vida, han sido capitales para tan feliz resultado: aun cuando no se comprenda, incluso cuando se burle y hasta moleste a algunos, ya no se cuestiona, al menos no explícitamente, salvo muy raras excepciones, siempre entre lo más retrógrado de la Humanidad. En la medida en que finalizaba el siglo XX, se aceleró cada vez más el proceso de concientización con respecto a la problemática ambiental, en unas culturas más que en otras, y se ha demostrado que el protagonismo en la solución lo lleva, sin la menor duda, la educación ambiental, pues como toda gran obra, se resuelve en una actitud cotidiana de amor, o al menos de respeto, incorporada (en este caso) en cuanto al medio ambiente.

 

Estamos hablando por tanto, de un problema eminentemente ético; pero cito la cultura en tanto “sistema de valores” (Couceiro: Ciencia y comunidad... 2004:51-54) y enfatizo por una parte la doble acepción de “valor” en tanto componente y valoración, y por otra, la esencia sistémica de la cultura en la que todos sus componentes (valores) viven en interacción de relativa dependencia y entretejidos con las valoraciones humanas, de donde se desprende que la moral (objeto de estudio de la ética en tanto comportamiento y actitudes humanas, costumbres y hábitos) vive en concatenación con el resto del sistema cultural; por tanto, al igual que todo el resto de los componentes de la cultura, es un fenómeno eminente, pero no exclusivamente, ético.

 

Se ha alcanzado el consenso de que los problemas medioambientales no se resuelven por sí solos, menos aun cuando la Humanidad, desde la cima que ha conquistado en el sistema de subsistemas que también constituye el entorno medioambiental, no solo usa dicho entorno sino que lo abusa con ignorancia y negligencia, y a menudo, con indolencia y hasta crueldad absolutamente antihumana: entendamos desde ya que toda actitud humana contra otra especie es, también, antihumana, en tanto desdice de sus valores humanos para el feliz desarrollo de todo el sistema sin el cual, ya se concientiza, el ser humano sucumbe y, en el mejor de los casos, se enajena e involuciona; de aquí que cabría rectificar que es la seudo Humanidad la que propicia tal desastre, pues en la medida en que los pueblos se conforman en sus valores humanos, elevan sus niveles de amor y respeto por el prójimo, y en este caso, el prójimo ecológico, y es cuando nos acercamos a devenir genuina Humanidad.

 

La solución de los problemas medioambientales es por ende, una responsabilidad social y asimismo, un problema cultural que deviene fehaciente ejemplo de la esencia sistémica de la cultura: todos los componentes del sistema que es la cultura, desempeñan papeles cardinales en esta lucha: no sólo todo el resto de valores que se integran en la ética junto a la cultura ambiental (por ejemplo: la cultura lúdica, la culinaria, la funeraria, de nacimientos y de ciclo vital, la cultura conmemorativa incluidas las fiestas y otras celebraciones, la cultura sexual, la física o deportiva, la cultura del derecho y del deber, la cultura vial, etc.) sino también las artes, la política implementada por los gobiernos y en cada contexto, cada sistema de la religiosidad, incluso la estética a menudo subvalorada y hasta obviada... y por supuesto, todo el sistema que integran las ciencias.

 

La ciencia, en tanto aquella que se afana por acercarse a la verdad, resulta indispensable para interrelacionar a todo el resto del sistema cultural, casuísticamente, detectar cada problema medioambiental y cómo resolverlo, sin fórmulas preconcebidas y facilistas que se impongan de unos a otros; una ciencia con una ética profundamente humanista que lejos de excluir el entorno ecológico, el humanista auténtico lo incluye y se reconoce parte del mismo; una ciencia educativa para todos y según cada uno, flexible para cada contexto y siempre abierta a toda posibilidad por increíble que parezca, y a un futuro mejor para todos... incluidas por supuesto, las restantes especies y su entorno natural.

 

Es por tanto un problema ético y científico, con la debida trinchera con que cuentan también todos los restantes componentes del sistema cultural y que he pormenorizado en obras previas. El objetivo de este texto es proporcionar el indispensable arma teórico-metodológica con la cual la responsabilidad social pueda potenciar científicamente su eficacia en la preservación de cada medio ambiente; ello resume casi 20 años de sostenida labor en esta esfera desde la cultura integral. Y si bien en un inicio elaboraba un concepto de cultura, es menester puntualizar que en el largo devenir epistemológico de la Teoría de la Cultura hacia la Antropología Cultural y la Sociología de la Cultura, la Culturología y los Estudios Culturales, el concepto de cultura siempre se ha debatido en la relación hombre – naturaleza – sociedad, y aun suele definirse la cultura como todo lo que no es naturaleza... demasiado simplista, a mi juicio, porque:

 

1. Del mismo debate hombre – naturaleza – sociedad, emana que “lo natural” es protagonista en la comprensión de la cultura, aun en los momentos en que se han definido en un supuesto antagonismo.

 

2. Toda percepción o entendimiento que el ser humano se construya sobre la naturaleza o cualesquiera de sus componentes, conciente o inconscientemente y al margen de su nivel de elaboración y de cientificidad, es por definición, un hecho cultural, aun cuando implique antivalores y seudocultura o kitsch (los cuales no pueden obviarse al estudiarse la cultura), y aun cuando la subvalore y hasta omita de su cosmovisión, lo cual también habla de su cultura al respecto.

 

3. La cultura es esencial en la naturaleza humana, esto es: al hablar de “lo natural”, hay que incluir la cultura como natural en el ser humano.

 

4. Sólo el antropocentrismo ya obsoleto y reaccionario, no nos permite comprender la cultura animal, entendida esta como el sistema de hábitos y costumbres, instintos y comportamientos que identifican a cada especie animal e incluso a cada individuo en cada especie, al igual que acontece en la especie humana. Entre los exponentes de tales culturas animales podemos citar los ritos sexuales y de reproducción, la organización para cazar o evitar ser cazados, para defenderse de los desastres naturales, la comunicación animal cada vez más reconocida para conocerse, reconocerse y apoyarse entre ellos (a menudo más allá de la propia especie y hasta con el ser humano), sus hábitos de limpieza y para excretar y alimentarse, sus migraciones y relaciones con cada hábitat, sus memorias y afectos, temores y emociones, tristezas y regocijos, formas de educar a los cachorros para que sobrevivan, construcciones como los nidos de las aves, las madrigueras, los hormigueros y los panales de abejas, el liderazgo y hasta poder que más allá de los machos dominantes, según cada especie, unos individuos ostentan dentro de cada grupo (su suerte de “política”), sus percepciones del entorno, la inteligencia que ya se les reconoce y hasta el talento individual para determinadas faenas incluso artísticas, los genuinos “sistemas sociales” que organizan incluso las especies más solitarias (al menos por períodos y en pareja o pequeños grupos) suerte de “división social del trabajo”, de donde “lo social” no es exclusivamente humano, a todo lo cual comienza a reportar cada vez más desde la cultura humana, la Sicología Animal, entre otras ciencias.

 

5. También el antropocentrismo nos hace sobrevalorar nuestra conciencia no sólo con respecto al resto del mundo animal cuyas potencialidades obviamos, sino también con respecto al subconsciente, lo inconsciente o no consciente, universo sin dudas, tan imprescindible de estudiar como todavía, escasamente estudiado. De tal suerte, todo el sistema de hábitos (entendidos estos en su acepción original en tanto inconsciente) y los instintos (entre otros elementos que compartimos con el resto de las especies animales., pues con nuestra identidad que incluye que no hemos dejado de ser una especie animal, aun cuando el antropocentrismo todavía se niegue a reconocerlo) constituyen parte sustancial de la cultura humana, a menudo con mayor protagonismo que los conocimientos y actos concientes, y por supuesto, sustentan la esencia misma de lo que he denominado como cada cultura animal, a la cual no es necesario más conciencia para reconocerles su cultura en otro orden de complejidades... al menos no conciencia humana, lo que ya es antropocentrismo por definición.

 

6. Si todo lo anterior lo analizamos en su dimensión diacrónica, se comprende que la cultura humana surge en efecto, en la misma medida y grados del proceso de hominización, pero que cuenta con profundos antecedentes lógicos desde la cultura animal previa en evolución, que en buena medida, la determina ulteriormente. La cultura humana no sale de la nada, y sus antecedentes son ineludibles al profundizar en su historia, identidad, leyes y resortes por los que funciona.

 

7. A resultas de lo anterior, no se puede comprender la cultura humana sin comprender la cultura animal, y en general, la cultura y la naturaleza no pueden entenderse en exclusión, sino en complementación e integración.

 

Ya aquí sobra detenernos en demostrar que en efecto, la especie humana es bien distinta de las restantes especies, pues lo mejor de la postmodernidad ha impuesto sobre la modernidad burguesa, la riqueza universal de la diversidad como ley universal, entre todas las especies (no sólo humana) y entre los individuos de cada especie, incluida la especie humana.

 

Conceptos de esencial valor metodológico para una educación ambiental científica lo constituyen, en tanto componentes sustanciales de la cultura humana, el concepto de cultura ambiental, que identifico como aquel sistema de valores en torno al medio ambiente que nos rodea, bien sea en su conjunto o parcialmente, incluido el propio ser humano en su relación con dicho entorno. Por supuesto, los antecedentes de esta cultura ambiental en la cultura animal, radican en la percepción que los animales tienen del entorno que les rodea y de sí mismos, lo cual la conciencia humana cualifica en infinito mosaico de potencialidades; y el concepto de cultura ecológica, en tanto sistema de valores fundamentados en las ciencias, en torno al medio ambiente que nos rodea, bien sea en su conjunto o parcialmente.

 

La diferencia estriba en que la Ecología es, en sí misma, una ciencia nacida en la transdisciplinariedad, cuyos albores se fijan en 1866 cuando el alemán Haeckel aportó el término, y que mucho ha evolucionado hasta la actualidad. Por extensión, se ha abusado el vocablo “ecología” como sinónimo de “medio ambiente”, y como con tantas otras palabras abusadas ha ocurrido muy peligrosamente, se han vaciado de significantes algunos significados; pero justo el desarrollo de las ciencias nos exige reformular términos para re equilibrar tales disfunciones, en virtud de la rica diversidad que identifica a la realidad objeto de estudio y que los facilismos y simplismos reducen de tan dañina manera. El que se ha confundido con “ecología” ha sido ese medio ambiente, entendido en tanto ese sistema en que viven los organismos en cada contexto (sea un contexto absolutamente natural, o con huellas antrópicas, creado por el ser humano con su propia naturaleza) y recordemos que como ambiente se reconoce el medio físico en que vive cada especie: líquido, terrestre, etc.; en efecto, la Ecología es la ciencia que estudia esos sistemas, pero el sistema en sí es el medio ambiente, que en sí mismo no es científico, sino objeto de estudio para la ciencia ecológica.

 

De tal suerte, la cultura ecológica, rigurosamente hablando, representa la confluencia exacta entre la cultura ambiental y la cultura científica: en tanto ciencia genuina, sabrá validar y estimular el papel que la cultura ambiental que le es raigal, ejerce en concatenación con todo el resto del sistema cultural para una mejor educación ambiental, con las que también por supuesto, interactuará la cultura ecológica, bien sean las artes, la religiosidad, la política, las restantes ciencias, etc.; por otra parte, se complementará en el sistema con su nueva cualidad, para distinguir qué problema medioambiental resolver, y cómo resolverlo, aprovechando para ello todas las potencialidades de la cultura ambiental y del resto del sistema cultural, siempre casuísticamente. Esta diferencia es de alto valor metodológico y para la educación ambiental, por toda la comprensión no científica (y no menos valiosa) que existe sobre el entorno, y que es cultura ambiental, no ecológica; y por las armas que brinda la cultura ecológica para orientar este proceso integral con el resto del sistema cultural.

 

Son procesos concatenados y lógicamente, graduales. Toda cultura ecológica es cultura ambiental, pero no toda cultura ambiental es cultura ecológica, ni tiene por qué serlo, por cuanto la ciencia ha de estudiar todas las formas de conciencia social, llámese arte, ética, estética o religión, pero nunca desplazarlas en sus potencialidades humanas y múltiples valores. La cultura ecológica, dentro de la cultura ambiental, queda signada pues, por la incidencia de la ciencia ecológica en su conformación.

 

Por supuesto, al hablar de ciencia, ya es menester superar la estrechez academicista; en un recorrido histórico, las ciencias de las culturas antiguas para explicar el entorno, de alguna manera, serían los antecedentes para la contemporánea cultura ecológica, a conformarse como tal desde el advenimiento de la Ecología en tanto ciencia. Y ya que la ciencia adquiere tanto valor para distinguir la cultura ecológica, vale la pena detenernos un instante en el caso particular de la ciencia ficción, donde la ciencia, pero también la pseudo ciencia a menudo con fronteras desdibujadas y/o francos choques de diversas ciencias en perjuicio de unas sobre otras (sin el error de subvalorar la ficción como tal, todo lo contrario: la imaginación impulsa a la creatividad, sin la cual no hay ni ciencia ni ninguna otra obra humana, a la que se convocan por igual pasiones, razones e intuiciones), han encontrado tanto refugio, y donde la cultura ecológica ha sido también tan explícita históricamente...

 

¿No se evidencia acaso desde el Dr. Frankenstein de la inglesa Mary Shelley, a inicios del siglo XIX y a mi juicio, el primer ejemplo de ciencia ficción (Couceiro, 1986-1987;2001), ya en los albores del mismo tránsito de la Revolución Industrial hacia la Revolución Científico – Técnica? El ciclo vital y la relación vida – muerte constituye una problemática, sin dudas, de interés a la ciencia ecológica, si bien ha preocupado y ocupado al ser humano (también a otras especies, por qué no? Siempre distintivamente) desde los tiempos más remotos, muchísimo antes del nacimiento de la ciencia Ecología. Cabría entonces puntualizar para estos casos, que es la ciencia Ecología, y no otra, la que le otorga su carácter en tanto cultura ecológica dentro de la cultura ambiental. Puede incluso una obra tener valores científicos que no sean ecológicos (esto es, de otras ciencias, no de la Ecología), y ser cultura científica sin ser cultura ecológica propiamente dicha, si bien cada vez es más difícil dada la retroalimentación que cada día se impone más entre todas las ciencias.

 

El análisis no es, por supuesto, tan simple ni fácil (ni necesariamente) clasificable: a menudo, varias manifestaciones coinciden: así por ejemplo, el arte religioso a la vez suele explicitar valores culinarios, funerarios y ambientales a un tiempo e incluso, de otras manifestaciones de la cultura, y puede (o no) ser cultura ecológica, además de ambiental. Como acontece en la cultura, y en toda la realidad, enajenar unos de otros (contrariamente a lo que la realidad muestra) nos aleja de la realidad y por ende, pierde rigor científico, al no incorporar el análisis sistémico que exige el objeto de estudio, en su misma naturaleza cotidiana y real. 

 

Incluyamos en este sistema los antivalores o valores negativos (que a mi juicio conforman la seudo cultura o kitsch, siempre entre lo facilista, inorgánicamente humano o humanoide en esa seudo Humanidad antes referida, etc.), como aquellos que en este caso, dañan en uno u otro sentido al entorno y/o sus diversos componentes, sin excluir el propio ser humano (todo genocidio es, además y por definición, un ecocidio, tanto por las restantes especies siempre afectadas aunque silenciadas de entre las víctimas, como por las víctimas humanas en sí), pero que conforman parte del sistema y cuyo estudio, lejos de ser obviado, debe priorizarse, justo para reeducar valores (incluida la represión cuando sea menester, más allá de la polémica en tanto su valor educativo o no) y evitar o al menos, amortiguar tales daños; citemos entre ellos todo abuso y violencia contra el entorno, antivalor que al profundizar estudios detectamos que ha sido condenado por toda una larga y saludable tradición, insuficientemente promovida: por sólo citar un ejemplo previo a la llamada era moderna, ya al iniciar el siglo XIV Dante Alighieri ubicaba a los violentos contra la naturaleza, en el tercer recinto del séptimo Círculo del Infierno.

 

Sin embargo, es muy raro que un estudio sobre la violencia doméstica, actualmente, vaya más allá del abuso del que la mujer suele ser víctima del marido; apenas se enfoca el abuso contra los niños, entre hermanos, de mujeres contra hombres (el abuso no es sólo físico), contra los adultos mayores, abuso por mayoría de edad... y mucho menos, el abuso y la violencia contra las mascotas del hogar, contra la flora y contra la fauna silvestre inmediata, todo lo cual (de)genera todo un ciclo antieducativo que se incorpora al ciclo de la violencia y de lo cual, la educación ambiental, al igual que los estudios sobre violencia y otros similares, también ha de ocuparse. 

 

Es cierto: lamentablemente, los antivalores han sido mucho más promovidos que los valores, como parte de ese ciclo de violencia social interconectado con la violencia doméstica y la seudo cultura imperante, bien sea por los más mezquinos intereses comercialistas, por facilismos o por otras miserias humanoides a menudo vinculadas al antropocentrismo, o por puro morbo del más patológico: las lidias de animales (gallos, perros y otros que en tanto sistema, confluye en las más diversas lidias entre humanos, o entre humanos y animales, apuestas por medio), la cacería y la pesca como supuestos deportes de violencia por violencia y el insano placer de ver derramar la sangre; las corridas de toros, la tortura y sacrificio masivo innecesario de animales en laboratorios y en labores supuestamente docentes; no el uso sino el abuso en función de la culinaria, y en cultos religiosos donde el respetuoso y totémico concepto original de “sacrificio” ha sido sustituido por el de “matanza”; el abuso de animales en los juegos, fiestas y otras costumbres, como polemizable divertimento; en las artes y en múltiples actividades laborales, los arboricidios, la contaminación a todos los ambientes (terrestres, acuáticos, a la atmósfera, la contaminación sonora...) condiciones infraanimales a que son sometidos muchos animales en hogares e instituciones, así como las plantas, etc. A solucionar todos estos (y otros) problemas medioambientales (que como es notable, son asimismo, graves problemas morales) ha de dedicarse, además, la Educación Ambiental, pues sólo generando una responsabilidad social con respecto a estos valores (a menudo patrimoniales) es que estos, y otros males, pueden ir quedando en un pasado vergonzoso, pero definitivamente pasado.

 

No obstante, abundan los valores dignos de la mejor promoción que enaltecen la propia humanidad, y esta promoción es elemento eficaz y distintivo de la mejor educación ambiental; su estudio, también abordado en los antecedentes, ofrece las bases científicas necesarias para su promoción ulterior entre el mejor patrimonio de cada pueblo, en contraposición con los antivalores cuya imagen se ha afianzado en el tiempo como la peor identidad. La mejor identidad, la que enaltece una auténtica humanidad mediante las mejores tradiciones ambientalistas y de respeto y amor al entorno, está llena de valores estudiados antes, pero que tristemente, aun no alcanzan el rango de imagen pues aguardan por su debida y necesaria promoción, toda vez que la educación ambiental, en los propios promotores, resulta aun muy insuficiente.

 

No es fácil tampoco delimitar valores de antivalores: en la cultura sexual, por ejemplo, el ser humano porta e impone sus prejuicios y tabúes al mundo animal, sobre todo a las especies más allegadas por ser las de mayor acceso; por otra parte, suele presentarse también una cultura seudo ecológica, no sólo en las obras sino en el mismo análisis de las obras, de tal suerte que ha habido quien ha criticado que en las artes, los animales hablen las lenguas humanas, y devengan símbolos de valores humanos a promover, o antivalores a condenar y reeducar, lo cual ha de asumirse como otra arma aliada y eficaz no sólo por los valores concreto que educa y reeduca (sean ambientalistas o no) sino por la misma empatía siempre sana que suelen generar con las diversas especies; una genuina ciencia comprende absolutamente válido y hasta necesaria en todos sus valores positivos, la imaginación y la creatividad humana en las artes y en el resto de la cultura, incluidas las ciencias, que no puede circunscribirse al cientificismo, sino que las ciencias deben ser lo suficientemente amplias y ricas como para asimilar casuísticamente el instrumental y potencialidades de todas y cada una de las restantes manifestaciones de la cultura.

 

Así por ejemplo, es un excelente recurso para todas las edades (no sólo para los niños) utilizar animales y/o plantas y/u otros componentes del entorno, para enseñar valores y re educar antivalores, incluso para introducir resultados de otras ciencias que no necesariamente sea la Ecología (en tal caso, puede ser incluso cultura – y concretamente arte – científico y no ser ecológico), pero también, por qué no? De la propia Ecología, y devenir cultura, concretamente arte, ecológico. De tal suerte, puede ser científico en un sentido, aunque no sea estrecha - ecológicamente científico. Mientras, un documental estrictamente ecológico sobre la vida de una especie, puede estar narrada por el animal en cuestión; tal ficción no mermaría el rigor científico ecológico del documental, ni tampoco tendría, necesariamente, que apuntar a ser ciencia ficción. Sucede que existe por supuesto, como expresión de la cultura ecológica, el arte científico, la cultura culinaria científica y otros, todo lo cual se manifiesta en proceso gradual y no minimiza (no puede ni debe minimizar, bajo pena de dejar de ser ciencia) en lo absoluto la fantasía y el lirismo que enaltece al arte, el placer implícito en la culinaria, etc.

 

Es menester establecer ahora, al menos brevemente, la relación entre educación, comunicación y cultura (Couceiro: Ciencia y comunidad...), para lo cual debe entenderse la comunicación (capacidad para trasmitir y asimilar críticamente información) como la transmisión de cultura, y la educación, como la resultante de esta comunicación, por todas sus vías, La cultura es por ende, contenido y forma (pues la cultura también es forma) de una y otra, y tanto la educación como la comunicación devienen en sí mismas cultura, por cuanto cada una implica, en sí mismas, valores. La cultura para vivir (transculturar) necesita comunicarse, y el resultado es, inexorablemente, una educación, que es a su vez un nivel (imagen) cultural, al margen de las vías que esta utilice y que en efecto, resulta bien polemizable de catalogar entre formales y no formales: en tal sentido comparto el criterio del Dr. Orlando Suárez Tajonera de que tal clasificación no se sustenta, puesto que toda educación tiene forma y contenido, por lo que no procedería referirnos a una educación (tal vez menos a una vía de educación) no formal; extensiva a otras propuestas de clasificación según “formal” e “informal”, ajenas sin embargo, al par forma – contenido. También en esta cuerda del discurso, por supuesto, el contenido que toda educación tiene en cualquier disciplina y esfera de la vida, es la cultura, todo lo cual ha de ser valorado por cada contexto.

 

La educación ambiental ha de aprovechar por tanto, todas las vías, desde el protagonismo de la familia y de cada comunidad y todo su sistema institucional, hasta la escuela, los medios de difusión masiva, las artes, la religiosidad, la política y en suma, todo el sistema cultural de cada sociedad, y no sólo a los niños, sino a toda la sociedad, pues inclusive aun cuando se priorice a los infantes, sus adultos suelen tener mayores influencias, y esas, hemos de reeducarlas también, tanto por ellos mismos como por los menores en los que incidirán. Es la única forma de que todos seamos, realmente, responsables ante el entorno a amar y respetar: a preservar.

 

Metodológicamente es esencial, para comprender la cultura ambiental de una comunidad, estudiar primero su identidad medioambiental, recordando que hablamos de sistemas de subsistemas, y sobre la base de esta cultura ambiental es que luego se podrá entender su cultura ecológica, o propiciar la misma lo más posible, todo lo cual ha de ser también, a partir de estudios científicos casuísticos; lo cual nos explicita, contra la disciplinariedad que identificó a la modernidad burguesa, la urgencia que lo más avanzado de la postmodernidad impulsa en el tránsito de la multidisciplinariedad a la interdisciplinariedad, y de esta, en los casos necesarios, la transdisciplinariedad, de lo cual un ejemplo cimero fue, precisamente, el advenimiento y ulterior evolución epistemológica de la Ecología. El desarrollo de este proceso (que para nada puede entenderse contra el desarrollo de cada disciplina ni su desaparición, todo lo contrario) es cada vez más, una exigencia de las ciencias contemporáneas, de lo que la propia Ecología puede considerarse como orgullosa precursora.

 

Finalmente, para una mejor comprensión de toda la cultura ambiental, y no sólo la ecológica, es que he propuesto tres niveles que en ningún caso deben entenderse ajenos unos de los otros sino en coexistencia e interrelaciones, interconectados dependientemente (Couceiro y Perera: De la cultura ecológica universal...2002:10):

 

1. Un primer nivel, elemental, básico, universal, dado en la mera existencia, y que consiste en la naturaleza ambiental de todos y cada uno de los sujetos así como de los objetos del propio entorno y las relaciones implícitas. Es eminentemente inconsciente, aunque por supuesto, susceptible de ser estudiado concientemente.

 

2. Un segundo nivel perceptivo en que esos elementos del entorno devienen símbolos, a menudo ajenos a sí mismos, pretextos para plantear otras problemáticas, comúnmente humanas; a menudo es inconsciente.

 

3. Un tercer nivel ya conciente, en que las problemáticas e identidad del entorno y/o cualesquiera de sus diversos componentes, constituyen el objetivo y tema central de la obra en análisis. Tal es el caso concreto de los documentales científicos sobre el entorno (que ya son específicamente ecológicos, aunque no necesariamente) o filmes y otras obras explícitamente ambientalistas, aunque también hay antivalores como aquellas que (de)generan imágenes negativas del medio o cualquiera de sus componentes, a menudo de forma efectista y comercialista, o promueven antivalores en general. Un caso particular en este nivel son las problemáticas humanas, que por razones lógicas y sobre todo, por el antropocentrismo, constituyen con toda su complejidad, la gran mayoría de estas preocupaciones, y pueden entenderse ecológicas en su relación con el resto del entorno.

 

Esto es: la cultura ambiental, incluida la cultura ecológica, es base de toda identidad, y por tanto, indispensable en todo diagnóstico que se acometa de cualquier comunidad, institución, persona, etc. (Couceiro: Hacia una Antropología... y Ciencia y Comunidad...) Su entendimiento, para el que hemos propuesto una metodología, es además valor metodológico que no se puede obviar al tratar de comprender cualquier fenómeno y particularmente, humano, por muy distante que nos parezca del tema ambiental, toda vez que en el sistema conformado por la cultura, todas sus manifestaciones se retroalimentan unas de otras.

 

La responsabilidad social sobre la que pesa la solución de los problemas medioambientales que abruman al mundo contemporáneo, solamente se puede potenciar en esta urgente misión mediante una educación ambiental científica que ha de asumirse con flexibilidad, ética y rigor al mismo tiempo, según cada problema y contexto concreto, para lo cual se requiere de un substrato teórico – metodológico en lo que este texto se ha afanado, como única vía que prevé para garantizar en principio, el futuro, y luego que sea un futuro lo más feliz posible, para todos.  

 

Avelino Víctor Couceiro Rodríguez
vely175@cubarte.cult.cu

 

 

 

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